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sábado, 28 de diciembre de 2019

Lo mejor y lo peor de 2019

Aquí tienen, otro año más y ya van 3, la lista de lo mejor y de lo peor que he reseñado en el Polillas durante el año 2019. Lo positivo es que hay mucha más literatura de calidad que de la otra, de lo que me congratulo porque, a decir verdad, resulta una tarea harto irritante y a veces tediosa desgranar los defectos de tanta novela deplorable. 

Como sé que son Vds. algo morbosetes, a pesar del buenrollismo imperante, comenzaré por la lista de lo peor de 2019. A continuación, seguiré con lo mejor y, finalmente, como suelo hacer también, les mostraré los mejores libros de no ficción que he leído durante este año que fenece.

Vamos al lío:

LO PEOR DE 2019:

El podio ha resultado sencillo. Las tres novelas que aquí señalo han sido lo peor del año sin discusión interna por mi parte.

1) La espiral del silencio, de Mayte Martín (Ediciones Aguere-IDEA). Primera lectura del año y primera candidata a la peor de 2019. Una obra tan cargada de loables reivindicaciones y necesarias denuncias como deplorable en todos los aspectos en que se pueda analizar una novela, y hay unos cuantos. 

2) Caídos del suelo, de Ramón Betancor (Baile del Sol). Una novela que aspira a ser apasionante y que es apasionantemente detestable por caer en todos los clichés del lenguaje y de la construcción de personajes. De principiante.

3) El doble oscuro, de María Teresa de Vega (NACE). Con pretensiones de culta, intertextual y refinada, esta obra es insoportable y tediosa hasta decir basta. No la compre, no la mire siquiera, pase de largo.

MENCIONES ESPECIALES

Las siguientes obras, siendo mediocres, no suscitan tamaña sensación de devastación. Aun así, en aras de la pedagogía y, como dice Rafael Reig, "por razones de salud pública", vale la pena recordarlas: La ceguera del cangrejo, de Alexis Ravelo (Siruela). Sin llegar a hundirse en esas simas de insondable pobreza literaria y pretenciosidad pueril de La otra vida de Ned Blackbird, el autor perpetra otra novela en la que vuelve a lucir su pasmosa falta de estilo y la incapacidad de urdir una trama algo compleja sino es a base de empellones y exabruptos. Tampoco, Pacheco, de Christian Santana Hernández (Mercurio), da mucho más de sí. Es legible, al menos, aun con ese sesgo tan contemporáneo de escribir literatura teniendo en vista una película o un capítulo de serie de televisión, con todos los clichés a cuestas para que el lector/televidente no se confunda. Con A los que leen, Jonathan Allen (Aguere-IDEA) lo intenta de nuevo, y aunque el resultado es más digerible que el logrado con su anterior novela, El conocimiento, sigue poniendo a prueba la paciencia del lector sin ponerse a prueba él mismo, lo que parece un tanto injusto. Para acabar, Lazos de humo, de Ernesto Rodríguez Abad (Diego Pun): convencional es el primer adjetivo que se me viene a la cabeza. Una novela con potencialidades abortadas y un mal final la hacen olvidable del todo.








LO MEJOR DE 2019:

1) Magistral, de Rubén Martín Giráldez (Jekyll & Jill). Crítica hiperbólica acerca del uso del lenguaje y acción sin compasión sobre él, el autor restriega al lector esta obra en la cara para que, a partir de su lectura, no contemple la literatura del mismo modo ni le queden ganas de hacerlo.

2) Corrección, de Thomas Bernhard (Alianza, traducción de Miguel Sáenz). Qué decir de Bernhard que no haya dicho ya en sus reseñas. Su voluntad de estilo, su capacidad taumatúrgica de sumergirnos en el mundo interior de sus personajes, un tanto delirantes y siempre obsesivos, y su discurso vitriólico e incendiario contra todo y contra todos le hacen a uno volverse casi un fan-hardcore.

3) La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori (Sexto Piso, traducción de José Aníbal Campos). Una obra grandiosa con la que el lector recorre ese mundo de ayer europeo del que escribió Stephan Zweig, atraviesa el nazismo austriaco, forzándonos a contemplar la gelidez de la muerte que anuncia, y nos hace arribar al París americanizado de los 50. Como dice Vicente Luis Mora, sólo le faltó haber sido escrita antes para convertirse en una obra maestra.

4) Momentos de la vida de un fauno, de Arno Schmidt (Debolsillo, traducción de Luis Alberto Bixio). Una mirada de un alemán, en apariencia corriente, a la sociedad nazi de su tiempo. Resistencia cotidiana de la única manera que se puede en un sistema totalitario, la interior, negándose a aceptar lo inaceptable.

5) Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo (Tusquets). La novela de un autor sobresalientemente dotado, sin duda. Divertida, inteligente, aguda y un algo más que la distingue de la mayoría.

6) Un rey sin diversión, de Jean Giono (Impedimenta, traducción de Isabel Núñez). Fascinante, misteriosa y hermosa. La indagación única del autor francés nos convence, por si lo dudábamos, de que la novela es un instrumento privilegiado para recorrer los laberintos morales del ser humano.

7) El santo al cielo, de Carlos Ortega Vilas (Dos Bigotes). Con esta única novela, ya forma parte del grupo de escasos narradores canarios que merecen consideración por mi parte. Una novela negra/detectivesca más, quizá, pero con estilo propio, personajes con poso y una escritura que alberga potencialidades de más y mejor. Llámenlo intuición.

8) La noche fenomenal, de Javier Pérez Andújar (Anagrama). Una novela loca, muy loca, que conjuga elementos kitsch como el ocultismo y lo paranormal con otros más formales como la utilización creativa del cliché, lo que tiene su mérito. Una trama desquiciada de un autor con talento.

9) Nunca más la noche, de Juan R. Tramunt (Baile del Sol). A pesar de una primera historia fallida, Tramunt remonta el vuelo y consigue inquietarnos y sorprendernos con unas historias bien escritas que conmocionan nuestro sentido común. 


NO FICCIÓN 

Aquí no hay clasificación que valga: todos estos libros son valiosos y variados en su temática. Omito los que ya comenté en la entrada Siete lecturas para el disenso, por no repetir, pero que pueden considerarse incluidos en esta lista:

- El eclipse de la fraternidad, de Antoni Domènech (Akal).
Injusticia epistémica, de Miranda Fricker (Herder, traducción de Ricardo García Pérez).
- La huida de la imaginación, de Vicente Luis Mora (Pre-Textos).
- Historia y sistema en Marx, de César Ruiz Sanjuán (Siglo XXI). 
- La izquierda, fin de (un) ciclo, de Ignacio Sánchez-Cuenca (Catarata).
- Barcelona, Madrid y el Estado, de Jacint Jordana (Catarata).
- Sobre El Político de Platón, de Cornelius Castoriadis (Trotta, traducción de Horacio Pons).
- Alta cultura descafeinada, de Alberto Santamaría (Siglo XXI).
- Walt Whitman ya no vive aquí, Eduardo Lago (Sexto Piso).
- Post-Democracy, de Colin Crouch (Polity).
- Inventing the People, de Edmund S. Morgan (Norton).
- Muros, de David Freyre (Turner, traducción de Eduardo Jordá).
- Democracia en suspenso, VV.AA (Casus-Belli, traducción de Tomás Fernánez Aúz y Beatriz Eguibar).
- Against the grain, de James C. Scott (Yale).
- Social origins of Dictatorship and Democracy, de Barrington Moore Jr. (Beacon).
- Caníbales y reyes, de Marvin Harris (Alianza, traducción de Horacio González Trejo).
- Ciudades rebeldes, de David Harvey (Akal, traducción de Juanmari Madariaga).
Tiempo de magos, de Wolfram Eilenberger (Taurus, traducción de Joaquín Chamorro Mielke).
Internados, de Erving Goffman (Amorrortu, traducción de María Antonia Oyuelo de Grant).
Melancolía de izquierda, de Enzo Traverso (Galaxia Gutenberg, traducción de Horacio Pons).
McMafia, de Misha Glenny (Península, traducción de Joan Trujillo Parra).
- Estado de inseguridad, de Isabell Lorey (Traficantes de sueños, traducción de Raúl Sánchez Cedillo).


Un saludo cordial a quienes me leen, en especial a los/las que no lo reconocen.





jueves, 12 de diciembre de 2019

'A los que leen', de Jonathan Allen

Es posible que no constituya, para la mayoría de Vds., sorpresa alguna que les señale que la crítica cultural, en general, y la crítica literaria, en particular, que no se limite a "saludar" las novedades de turno condena a su autor/a al rechazo de unos pocos/as (sobre todo, los afectados y perjudicadas por la crítica negativa) y al temor de unos/as cuantos/as más, que temen verse en tan peligrosa compañía. Quizá, sería ocioso subrayar que es precisamente esa actitud de encono, nada original, la que confirma al crítico en su enfoque, la que lo estabiliza en su perspectiva y la que, en los momentos más solitarios, le induce a la perseverancia. Nadie dijo que actuar con sentido de la justicia y contar con criterio tuviera como corolario reconocimiento alguno. Tampoco, que la justicia poética fuera más que un tópico literario. Si hay algo que aborrece este reseñador son los tópicos literarios; y las frases hechas en las conversaciones, también.

Viene todo esto a cuento por la sospecha que está comenzando a germinar en mí de que muchos reseñadores buenrollistas no solo elogian de entrada, hasta el empalago, las obras de deudos, allegados y recomendados, como no me he cansado de señalar en este blog; sino que también existe la posibilidad (esta es la sospecha, perdonen esta frase tan larga y con aposiciones: terrible) de que en algunos casos las hayan leído y, lo peor, incluso gustado. Si en el primer caso, su honradez crítica quedaba aniquilada por la cortesía social, la promoción y el colegueo, lo que ya los pierde, en el segundo, es su gusto el que se despeña a profundidades apenas vislumbradas. Un gusto, además, proveniente, en gran parte de los casos, de escritores/as con cierta ascendencia en el mundillo, ya sea por su obra, ya sea por su posición en los medios de comunicación o vayan Vds. a saber por qué, a estas alturas.


Comprendo que meterse en cuestiones de gusto es terreno resbaladizo. ¿No es cada cual soberano en su gusto? Bien, ¿pero eso significa que creativa, literariamente, no es posible calificar a una obra de buena o mala, de mejor o de peor? Claro que sí, siempre que anclemos el juicio a argumentos. En caso contrario, los juicios no valdrían nada, serían la simple expresión de sensaciones indescifrables, meros estallidos de pompas subjetivas sin aspiraciones de universalidad, es decir, que aspiren a que otros puedan aceptarlos. Así se explican esas reseñas que pretendiendo elogiarlo todo no explican nada y que aspiran a la ininteligibilidad anestesiadora. Es posible que por este camino llegásemos a convertirnos, entonces, en relativistas posmodernos para quienes la valía de una obra artística, dada la imposibilidad del juicio razonado, dado que todo es igual de bueno porque todo es relativo, se correspondería con cifras: número de lectores, número de ejemplares vendidos, números en la cuenta corriente. Insisto: todo juicio debe estar argumentado, y por tanto abierto a los contraargumentos. 


Como ya he escrito en anteriores ocasiones, si ensalzamos lo mediocre, ¿qué nos quedará para lo que es bueno de verdad? ¿Qué pensarán los lectores? ¿Y los aspirantes a escritores? Contemplaran un rosario de obras mediocres y de autores sin talento expuestos como luminarias. Compararán su obra en formación con novelas desgraciadas mal escritas por autores sin talento, ya sea porque el mercado las ha premiado, ya porque su mundillo literario local carece de críticos que no teman herir susceptibilidades. 


Al fin y al cabo, esto es lo que hacen los/las reseñadores/as: leer, valorar, juzgar y explicar. Lo demás puede ser comprendido en términos de técnicas de mercado, si nos ponemos en el punto de vista de la industria cultural; o en consideraciones de vanidad y arribismo, si nos situamos dentro del mundillo literario/artístico. No es inconcebible que ambas perspectivas se solapen. Además, puesto que, visto lo visto, la crítica literaria académica puede escribir sobre cualquier cosa de una obra menos de su calidad, desertando así de una función que le es propia, ese espacio vacío quedará ocupado por los delegados/as de las editoriales, los escritores amigos en actividades promocionales propias y ajenas y los miembros de la especie que más se esfuerza (de forma consciente o no) por reducir cualquier expresión artística a bagatela de consumo: el periodista cultural.








A los que leen es la segunda novela de Jonathan Allen que reseño en el blog. Por decir algo buena de ella, para comenzar, podemos señalar que, al menos, puede leerse en su integridad sin morir en el intento. No como su novela anterior, El conocimiento, que reunía tantos defectos en unas apretadas páginas que descorazonaba incluso al lector mejor dispuesto.

Dicho lo cual, tras constatar esta mejora, me temo que A los que leen tampoco da la talla para considerarla una buena novela, ni siquiera regular. El argumento consiste en el enamoramiento de un joven grancanario llamado Gustavo con una chica argentina, Sofía, que viene de visita a la isla para ver a su tío Luis. Gustavo conoce a Luis porque este se ha casado con una vecina rica, Luisa Simón, y ambos comparten pasión por los libros. Lo mismo le ocurre a Sofía, así que Gustavo y ella extienden dicha pasión libresca al amor. Posteriormente, aunque no en el orden narrativo, Gustavo irá a la Argentina a reencontrarse a su novia, primero, y prometida, después, para casarse y residir en aquel país. Es, grosso modo, una historia de iniciación, de amor y de libros. El autor, además, intercala, fragmentos de obras de Kafka, Borges, Bécquer y otros autores para resaltar la importancia de aquellos y de la literatura en general para los protagonistas.


Este proyecto narrativo podría haber tenido cierto recorrido, cierta enjundia, para los lectores y lectoras de más de un libro al año. Es frecuente la bibliofilia entre la minoría lectora de ficción con su correspondiente canon de grandes autoras/es y obras, a veces casi hasta la sacralización. Sin embargo, Allen fracasa de manera clamorosa en la traslación de sus ideas al lenguaje escrito. Es en esa capacidad donde se sustancia el talento literario.


Veamos ese fracaso:

a)
 Disfruté durante unos años de las enseñanzas de una catedrática rusa de traducción que aseguraba que una de las claves para estudiar un idioma extranjero eran las frases hechas y las combinaciones corrientes de sustantivo+adjetivo. Pero lo que es una estrategia adecuada para aprender idiomas extranjeros no es una práctica literaria estimable en el propio. Así, el autor no para de escribir esas combinaciones sustantivo+adjetivo de las que podríamos decir que "salen solas". Pero ese automatismo, optimista y lenguaraz, redunda en un empobrecimiento estilístico grave. Jonathan Allen, lo aseguraría, se solaza en esas combinaciones usadas y reusadas hasta el hastío más embrutecedor: "sentimientos profundos", "dantesca crónica", "trágica circunstancia", "estrecha estancia", "oscuridad imperante", "envidiable ecuanimidad", "eminente arquitecto", etc. A pesar de un vocabulario rico en general, la impresión que se obtiene con la lectura es la de pereza en la redacción, la falta de reflexión en torno al lenguaje. 

b) No me obsesiono de manera especial por esos clichés formales de la corrección como las repeticiones o los adverbios terminados en -mente, pero en este segundo caso, albergo la impresión de que Allen los utiliza con una frecuencia desmesurada, que podría calificar de procaz. Unos cuantos ejemplos seleccionados aquí y allá sin ánimo exhaustivo:


En previsión del frío, me puse un jersey de lana gruesa, aunque el pantalón sin calzoncillos y los zapatos sin calcetines ¿Para qué vestirse formalmente? Mi camarote estaba muy cerca de una escotilla que abría a la cubierta de primera y era altamente improbable que me encontrase con otros pasajeros. 
Singlábamos más tranquilamente, dando solo algún que otro bandazo y apenas cabeceando (Págs. 26 y 27)


Afortunadamente solo eran las seis y media de la tarde en Las Palmas. Juré que volvería a llamar en cuanto llegase a Mendoza. Descolgué nuevamente el auricular para pedir la llamada a Sofía, pero no puede continuar. (Pág. 35)

En El proceso Josef K. inocente de cualquier delito, termina asumiendo que debe ser culpable de algo. Paulatinamente se convierte en un encausado obsesionado por su defensa y comienza a analizar a todas las personas y los lugares relacionados con su proceso. Se aferra a la razón y a la lógica en un submundo paralelo de abogados corruptos, criadas de fácil virtud y pintores informadores. De nada le sirve creer en su defensa y en su inocencia. Todo va mal desde el principio para él. Cuando finalmente tocan a su puerta para llevárselo (lo asesinarán en una mina abandonada a cierta distancia del centro de Praga) Josef K. se pregunta si los dos personajes enviados realmente son verdugos profesionales. Intuyendo su terrible fin y esperándolo formalmente vestido en su apartamento, el protagonista se siente muy desconcertado por el hecho de que sus ejecutores sean dos falsos funcionarios. (Pág. 41) 

Me quedé sorprendido al encontrar nuevos pasajeros. Una mujer joven que parecía muy cansada, se esforzaba en leer un diario bonaerense, mientras su hijo, un niño de unos diez años, que usaba su regazo como almohada, dormía profundamente. Menos mal que los cuentos de Kafka se hallaban sobre mi asiento. Aunque mi intención era recuperar el volumen y volver a mi dormitorio, me senté. Francamente no sé por qué lo hice. (Pág. 157)

c) En el terreno de las descripciones, el autor alterna vívidas imágenes de la naturaleza y de la urbe con otras que más bien parecen sacadas de un folleto de exposición o de una guía de viajes. Ejemplos:



Entre los ventanales se erguían peanas lacadas de diferentes alturas y en ellas se había colocado una colección de tallas y esculturas cuyo estilo reconocí enseguida. Eran piezas espléndidas de Plácido Fleitas, Abraham Cárdenes, Eduardo Gregorio y Juan Márquez, alumnos de la Escuela Luján Pérez, que desde su humilde sede y modestos inicios en 1918 había renovado el panorama del arte local. En la pared interior, frente a las ventanas que daban al jardín plantado de magnolias y laureles de India, se imponían dos vastos formatos de Néstor, dos retratos suntuosos. (Pág. 108) 

Éramos, según él, una ciudad bastante interesante, con un buen número de edificios dignos que abarcaban los estilos arquitectónicos de Occidente, un emplazamiento ideal y un clima privilegiado, (sic) Evidentemente no podíamos competir con las metrópolis donde la historia se había fraguado. (Pág. 129) 

-¿Quién es Pedro Figari? -le pregunté a Sofía sin dejar de observar el cuadro-.  Es una imagen simbolista... muy moderna, una metáfora. 
-Figari fue un uruguayo, el iniciador de muchas cosas. Su arte y su visión, de las más originales, está ligada siempre a la búsqueda de una verdad y una identidad americana. Además de pintor fue jurista, reformista, político, escritor. En Mendoza verás más cuadros de él. Ese óleo fue muy querido por mis padres. Ellos amaban a los caballos. Pero, mirá el otro, su pareja. (Pág. 194)


d) Diálogos impostados. Apenas hay una pizca de naturalidad en ellos. A veces, parecen solo una excusa para la erudición del autor, como el que sostienen Gustavo y un librero en Buenos Aires entre las páginas 45 y 57. En otras, afectan a la verosimilitud y a la caracterización de los personajes, que, con independencia de su edad y condición, parecen todos engolados, pedantes y cursis. Ejemplos:



-¡Joven, joven! ¿Vos sos Gustavo? ¿El niño lector del barrio? 
-Eh... pues sí. El cuasi adulto lector, si no le importa -contesté subiendo la guardia, al desconocer cuál era la intención de la pregunta y creyendo advertir un tonillo burlón. 
-¡Qué respuesta! La de un lector avezado. La que solo un lector vertical pueda dar. 
-¿Un lector vertical? 
-Sí, calmate. No me estoy riendo de vos. Decime si me equivoco, ¿pero vos no leés de pie? Apuesto a que sí. 
-Pues no se equivoca. Leo de pie, esperando la guagua, caminando, por cansancio de leer sentado. 
-Ves, ¡es espléndido! Pibe, acercate a la puerta. Quiero enseñarte una cosa. (...) (Págs. 94-95)


-Por favor, Gustavo, dame un vaso de agua. La bandeja está en esa mesita. Estoy mareada. 
-Ahora mismo. 
Bebió el vaso de un trago y suspiró no sé cuántas veces. Era obvio que tenía mucho dolor. 
-Es... son las cicatrices, y que yo he abusado. 
-¿Abusado? 
-Sí. Me he levantado demasiadas veces. 
-¿Ya puede caminar? 
-No me trates de usted. Nos vamos a vosear. ¡Ojalá pudiera dar diez pasos seguidos, cinco! Me hicieron creer que así sería. Sólo he logrado alzarme y estar de pie. 
-Pero eso es magnífico. Una excelente noticia. 
-Sí, ¿viste? El principio de algo bueno, de una mejoría lejana, de una recuperación que se eternizará. 
-Que hayas podido y puedas, aún con mucho dolor, levantarte, erguir el espinazo, es un dato muy positivo -dije, como si fuera un médico repitiendo una fórmula. 
-Ya lo sé, ya lo sé... -dijo enfáticamente y recuperándose-. Decime de quién es ese bello poema, esos versos tan sencillos... tan... 
-Puros. Versos de una pureza que cincela la esencia y la idea. No son concéntricos, sino excéntricos, emergen desde la verdad hacia afuera. La gente los encuentra anticuados y sus imágenes, cursis. Yo creo que Bécquer es un poeta intemporal que narra el gran viaje del alma por la vida, la aventura que la deja maltrecha. Describe la huella de las cosas, la pasión, el éxtasis, la pérdida más que la cosa en sí. Es un mago, un gran mago. 
-¡Morite! ¡Otro especialista, otro fino discernidor, Luis Dante dos! -exclamó riendo. (Pág. 116)


e) Personajes. Sigo, si no con interés sí que no con demasiada molestia, los avatares de Gustavo desde su niñez hasta su vida adulta. Un individuo cuya relevancia consiste en que lee mucho, en que le gusta atormentar a sus conocidos con versos y que ama a una mujer tullida. A ratos, amaga con sostener opiniones políticas, pero esos pensamientos devienen veleidades. Sofía también lee, y su importancia radica en que ama a Gustavo y le proporcionará una vida acomodada. También pulula un grupo de personajes secundarios entre quienes destaca el tío de Sofía, Luis (escrito en la última parte de la novela como "Luís"). Dan la impresión, en general, de ser excusas para el desbordamiento romántico amoroso, lacrimógeno o literario, pero les faltan consistencia y páginas para que se sostengan por sí mismos.


Es posible que el autor haya querido recrear, a través de las vivencias y avatares de los personajes, en especial de los del protagonista, esa atmósfera brumosa y onírica, de profundo sentido existencial, de la obra de Kafka y de Borges, pero tamizada por su concepción del amor. En ciertas escenas, un tanto descolgadas de la trama, parece encaminarse en esa dirección, pero los defectos aludidos, la insuficiencia del argumento y su escaso desarrollo, la falta de profundidad moral de los personajes y un tono que nunca parece ser el adecuado se cohonestan para un resultado final deficiente. La novela, en definitiva, no deja de ser más que las andanzas intrascendentes de un pequeñoburgués de provincias.


Para pasar de largo.






P.D. Como es habitual, los autores de otras reseñas o menciones de la obra no comparten mis puntos de vista. Aquí (Santiago Gil) y aquí (Emilio González Déniz).

P.D. del 24/4/2020: He visto esta reseña en un digital local: https://www.eldiario.es/canariasahora/cultura/los-que-leen-Jonathan-Allen_0_1019449218.html


viernes, 23 de febrero de 2018

'Cartas imaginarias', de Bernardo Chevilly

Estamos llegando a tal grado de impostada hipersensibilización moral que cualquier manifestación pública que no sea mantener la mirada baja será susceptible de ser judicializada. Entre las letras de los raperos antimonárquicos, las galas drag carnavaleras y las censuras en ferias de arte parece que un nuevo puritanismo (que siempre estuvo latente), una especie de retradicionalismo, amenaza con enquistarse en la sociedad vía legislación penal. Todavía estoy sorprendido, y ya ha pasado tiempo, de que la Fundación Francisco Franco pudiese demandar a un artista por una parodia del dictador, y que se admitiese y hubiera juicio (bien es cierto que la Fiscalía pidió la absolución). Si esto pasó y no se promovió un cambio legal o, ya puestos, se iniciara un proceso constituyente, qué podía esperarse. Al ritmo de los acontecimientos, cualquier día incluso el autor de un blog tan inocente como este, en el que se promueve la hermandad literaria y el buenrollismo general, tendrá que comparecer en el juzgado por ofender los delicados sentimientos de cualquier escritor/a, editor/a, librero/a, lector/a, fan hardcore o  ciudadano/a de la República de las Letras que haya pasado por aquí. O demandar al autor/autora de una novela por su contenido moral. ¿Regusto polvoriento a pasado? Pues sí.

Parece evidente que al amparo de las leyes contra el odio, se esta laminando la ya deteriorada esfera pública de nuestro país. Ya sea por la derecha como por la izquierda, la ultracorrección política y la fetichización de las palabras están constriñendo el ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Que soy de los que piensan que, a este respecto, más vale quedarnos cortos que pasarnos de la raya, y que si creemos en el valor de los buenos argumentos, ningún Mein Kampf, negacionismo o concepto de preso político debería estar prohibido, por muy repugnantes que pudieran parecernos la ideología nazi, la negación de barbaries históricas como las cámaras de gas o el genocidio armenio, o la mudanza a conveniencia del adjetivo político según quién sea el preso. Que, como dije antes, nos fijamos demasiado en la expresión del odio o de la supuesta ofensa, en el síntoma, y no en el horno social de donde parten. 

Aunque este no es el blog adecuado, sí que habría que apuntar a las condiciones sociales, económicas y políticas que originan esos odios, esa frustración, esa injusticia, incluso aquellas actos de violencia contra los sectores más débiles y desprotegidos. Preguntémonos si queremos saber de verdad por qué hay tanta crueldad e injusticia en nuestra sociedad. Si nos limitamos a apoyar a unos o a execrar a otros, no haremos sino caer, paradójicamente, en el mismo conformismo que, quizá, también decimos aborrecer.

Nunca, y menos en este país, hay que olvidar que la democracia y los derechos aparejados no se han conseguido de modo definitivo. La democracia es un proyecto en permanente construcción, y no seremos más que unos ignorantes o unos estúpidos si creemos que el riesgo de involución hacia formas más o menos descubiertas de autoritarismo están descartadas. A la vista están.



Dicho lo cual, pasemos al asunto propio del Polillas: en este caso, un ejercicio literario epistolar, género que gracias a los correos electrónicos (sí, bueno, todo el mundo dice imeils), ha experimentado su propio renacimiento: Cartas imaginarias, de Bernardo Chevilly.





En primer lugar, y aunque no suelo hablar de estas cosas porque no suelen interesarme demasiado, en esta ocasión me han llamado la atención las ilustraciones y la edición del libro: portada/cubierta, papel, etc. Vaya eso por delante.

En segundo lugar, las Cartas en sí. Si ustedes son como un servidor, que tiene a bien leerse las reseñas, que para eso están, para que conozcamos la opinión sincera de un lector, es bastante probable que la impresión que les hayan causado es la de encontrarnos ante una obra exquisita, sublime, excelsa, divina, por tanto difícil, por tanto elogiable, y más si se señala que no está al alcance de vulgares mortales. Tanto nuestro ya familiar Jonathan Allen como Elsa López despliegan todo su arsenal literario-sentimental para llevar el encomio a cotas aún más altas: "hermosa arquitectura", "extraordinario en su ejecución", "lo singular y exquisito de su naturaleza literaria", "estética a contracorriente", etc. 

Tampoco es eso.

El libro se compone de cartas, breves textos, cuyos remitentes o destinatarios son personalidades de la música o de la poesía ya muertas, entre las cuales están Alfredo Kraus (aquí suele decirse, en Canarias, nuestro Alfredo Kraus, lo que siempre me ha parecido una apropiación indebida, dicho sea de paso), Chopin, Debussy, Manuel de Falla, Dámaso Alonso y muchos/as más. Lo atractivo del asunto, de estas cartas es la posibilidad de acceder, aunque sea de manera fantasiosa (de ahí lo de "imaginadas") a la intimidad, ese momento de desnudez frente al papel, de unos personajes que han sido engrandecidos por la mitología del genio, primero, y por la industria cultural, después. Es algo que la novela histórica hace con variada fortuna; y que, por ejemplo, de una manera, a mi parecer, excepcional, logra Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano. En mi mente, el Adriano histórico es el de esta escritora: cualquier otro no puede ser sino un impostor. 

En principio, tiendo a pensar que un melómano del FIMC o un esteta decadente disfrutarían más que yo de la lectura de estas cartas. Sin embargo, en un segundo momento, la impresión de uniformidad del estilo les frustaría, también por esa melomanía, todavía más que a mí. El caso es que a pesar de sus evidentes conocimientos poético-musicales y del buen manejo del idioma (de varios), Bernardo Chevilly no logra que la alquimia literaria haga efecto y los personajes que escriben estas cartas tengan peso, se transmuten en reales. Hay mucha palabra francesa cuando toca, inglesa, alemana, muchas jotas cuando sale Juan Ramón Jiménez (que no era músico, pero sí muy sensible), etc. También asistimos a veces a una variedad del estilo dentro de las cartas, de estilo elevado se pasa a uno coloquial, lo que se pretende dinámico y reflejo de la personalidad de la figura de turno, pero la impresión global, como repito, es de cierto aire de familia, y de la, por tanto, inevitable conciencia, de que hay un solo escritor detrás de todas estas cartas. Es por esto por lo que creo que el problema no es tanto que sea un texto (o un conjunto de ellos) dirigido a "un número reducido de lectores" ni en que haya que saber demasiado de la historia de la música o de la poesía para apreciar los textos. Uno no duda de los conocimientos, digamos enciclopédicos, del autor, pero sí que se echa de menos (ya puestos a pedir) mayor finura en la plasmación de los personajes, que, recordemos, se perfilan a partir de lo que (supuestamente) escriben ellos mismos, para que no se queden en meros nombres sobre el papel, sobre todo en textos tan cortos. 

Por otro lado, podría pensarse que esa subjetividad presente en todos los textos, que aquí señalo como defecto, en realidad es intencionada, con el propósito de establecer una idea motriz o rasgo permanente en toda la galería de personajes. Si es así, reconozco que he fracasado en encontrar esa idea reguladora y que la impresión final es insatisfactoria. Tengo la impresión de que al autor le basta imaginárselos para que al escribir esas cartas cobren vida. Pero no puede dar por sentada esa misma capacidad en los lectores.

En todo caso, Cartas imaginarias me parece un ejercicio literario apreciable, singular, a pesar de que tenga precedentes. Se lee con agrado, sin aburrir ni empalagar (de esto último ya se encarga, por ejemplo, Alberto Pizarro -tercera reseña dentro del enlace-) y que bien merece, por tanto, una lectura atenta, desprejuiciada y, como siempre, crítica.















martes, 31 de octubre de 2017

'El conocimiento', de Jonathan Allen

Conocen Vds. la fascinación que siento por las reseñas buenistas, por el maravillosismo canario, que si no fuera también tan español, estaría por asegurar que es un rasgo endémico de nuestro mundillo cultural, y que encaja bien con el conformismo político de la mayoría de la sociedad. Este blog está lleno de ellas, de referencias a reseñas buenrollistas, en un esfuerzo comparativo de lo que uno lee respecto de lo que uno piensa. Siempre puede aducirse, a veces con razón, la tremenda pluralidad del gusto, la irremisible variedad del pensamiento y de la creación, aunque en muchos casos lo que queda al descubierto es el amiguismo entre autores, la hipocresía (cuando no mentira) de los reseñadores y el engaño y la estafa que se perpetran en nombre de la Literatura y que tienen como víctima al lector potencial.

Así, en esta línea, en el suplemento cultural de La Provincia del pasado 28 de octubre, se publica lo que el lector desprevenido debería entender como una reseña de El conocimiento, novela de Jonathan Allen. En realidad, es la versión recortada del prólogo de esta. Es, por supuesto, cómo iba a ser de otra manera, un prólogo entusiasta hasta el empalago y glorificador hasta la extenuación, lleno de perlas como "barroquismo conceptista en la forma", "mirada caleidoscópica, interesante e inteligente", "multitud de historias, corales o individuales, que se acoplan a modo de caja china o matriuska rusa", "texto nada superficial que, envuelta en literatura, afronta un enigma universal" y demás topicazos vergonzosos. Dicho prólogo (y la reseña) viene firmada por la catedrática de Literatura Española por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Yolanda Arencibia, quien, por otro lado, y quizá como rasgo de humor califica al señor Allen de "joven autor" (nació en 1963, según nos informa la solapilla de la novela).

Así que, por lo que parece, alguien decidió que transcribir el prólogo de la novela El conocimiento en el suplemento cultural constituiría (eso sí, sin avisar al lector de su naturaleza), una reseña con todas las de la ley, además de un aldabonazo deontológico y, por qué no, de un nuevo pináculo moral. En definitiva, en nuestro ecosistema cultural, ¿qué diferencia hay? ¿Qué importa que se haga pasar por reseña el prólogo de la novela? ¿Qué importa, como en el caso de El tren delantero, que la autora de la reseña que se publica en el Canarias7 sea no sólo amiga del autor sino la correctora de la novela y no informe de ello al lector? ¿Qué demonios importa?

A título de curiosidad, además, en este jardín de senderos que se entrecruzan una y otra vez, Jonathan Allen ha perpetrado una reseña sobre El tren delantero y Emilio González Déniz, por su parte, amenaza con escribir algo sobre El conocimiento






Pues bien, El conocimiento es una novela insoportable, que no sé si repele más por la historia en sí: los manidos problemas existenciales de un muchacho de buena familia que no terminan nunca de importarnos demasiado; por la voz del narrador omnisciente que oscila entre la afectación, pasando por la impostación y acabando en el vulgarismo más desalentador; a ratos en un tono propio del realismo del siglo XIX, a ratos, en un arrebato de modernidad, en estilo indirecto libre; por los diálogos ridículos e inverosímiles, con asignación estrafalaria de voces a los personajes en una falta de correspondencia social clamorosa; o, finalmente, por el tono general de la novela, semejante, y me perdonarán la comparación, a la atmósfera de un cuarto cerrado, húmedo y sin ventilación.

Vayamos por partes:

El protagonista principal, un joven a punto de cumplir los 21 años, Andrés Nimaya, terriblemente angustiado porque un compañero de colegio, para insultarle, llamó sifilítico a su abuelo muerto, comienza a investigar la vida de éste y, como piedra que cae de una montaña arrastrando a otras, también la de su tío paterno y de quien se cruce por delante.  

La trama nos sorprende en un primer momento: cuando nada hacía presagiarlo, en respuesta a su primera pesquisa, la sífilis de su abuelo, resulta que la madre, doña Luisa, "le arreó una sonora bofetada" y "se marchó a su dormitorio hipando". Sin arredrarse por la hostia, Andrés pregunta otro día a su padre por el abuelo y su sífilis. Esta es la respuesta:

-Hijo mío, tú no has heredado ninguna enfermedad. Estás sano y eres fuerte. No pierdas el tiempo escuchando habladurías infundadas. Te diré con entera franqueza que no sé de qué murió mi suegro y si, en efecto, padecía esa enfermedad. Había fallecido cuando empecé a salir con tu madre, y mi suegra murió antes de casarnos. Jamás me ha interesado saberlo, ni he pedido, ni pediré explicaciones al respecto. Conoces bien mi teoría sobre los hechos redundantes. Continúa con tus estudios que van bien y no mires atrás. (pág. 20)


No sé Vds., pero no me parece muy natural esta forma que tiene un padre de dirigirse a un hijo. Se supone que es 1974 (según nos informan en la contraportada), pero nos sorprendería menos si hubiera sido en 1874. Además, eso de "teoría sobre los hechos redundantes" parece un farol, no diré filosófico, pero al menos de consejo sapiencial. En fin, no pasa nada, estamos empezando, pero marca el tono de lo que va a suceder. Así transcurre el siguiente diálogo, de nuevo, con la madre, que se ve que es de natural levantisca, y después de recibir de ella, otra vez, "una galleta memorable":


-Usted y padre son unos miserables con la memoria del abuelo. He tenido que pasar cuarenta horas leyendo en un museo para averiguar quién era y todo el bien que le hizo a Gran Canaria. Y no me lo han dicho ustedes, sobre todo, tú, su hija, sino un montón de artículos, obituarios y semblanzas, y que por supuesto no mencionan su indecorosa enfermedad, que parece ser lo único que les interesa a ustedes. 
-¿Por qué nos inquietas de esta manera con tu... tu majadería? Te has obsesionado, Andrés. Tu afán de saber la verdad, que no siempre es bueno, te hace destructivo. Eres mi hijo más dotado, el más inteligente, pero el menos humano a veces. ¡Qué distinto eres de tu hermana y de tu hermano! -replicó su madre bebiéndose las lágrimas. 
-¿Será porque mi hermana va camino de ser una pija tarada y que mi hermano es la bondad... y la cortedad, en persona? 
-¡Qué maldad, Dios mío! ¡Qué crueldad la de este hijo! -murmuró doña Luisa derrumbándose en un sillón. 
Furioso y contrariado, salió del salón, sin sentir la más mínima lástima por la patética figura que componía su madre. (pág. 23)

¿Serán los adjetivos, la elección de los sustantivos? ¿Por qué suena tan artificioso? Poco más adelante, Andrés interroga al quiosquero del barrio, por sorprendente que nos parezca. Se ve que en 1974, un quiosquero era mejor que un portero para conocer las intimidades ajenas y era el equivalente barrial a lo que suele denominarse "cronista oficial de la villa":


Se levantó temprano y a las siete ya estaba en la calle rumbo al quiosco de don Gerardo. Un pudor, que si analizado sería probablemente prejuicio burgués (él, que tanto criticaba esta clase), le había impedido preguntarle directamente al octogenario quiosquero acerca del abuelo. Hacía décadas que don Gerardo surtía de prensa española y extranjera a la ciudad. Conocía expertamente el devenir del barrio y como un artista consumado, podía encajar a ciegas cada una de las teselas de su historia (...). (pág. 27)

 Atención al lenguaje del quiosquero, por favor. Igual resulta que tengo prejuicios de clase:


"Antes, Andresito, pasaban cosas tremendas. la gente no era como lo es ahora, pulcra, bien formada, inteligente. Su manera de ser y proceder era errática, irracional, y la sociedad, ese gran contenedor, estaba  mal organizada. Los hombres se mataban por un insulto y le pegaban un tiro a sus esposas ante la más mínima sospecha de una infidelidad, abusaban de las sirvientas, desnudaban a sus hijos para castigarlos, encerraban a sus hijas y a veces les hacían cosas indecibles. Después, en lo relativo a Gran Canaria, el Estado había abandonado sus compromisos para con esta provincia, haciendo dejación de sus deberes. Ciertamente, el país no andaba bien, las crisis lo azotaban y la precariedad frustraba todas las buenas ideas, mas lo único que se podía hacer, velar por el cumplimiento de la justicia y la administración, tampoco se hacía." (pág. 28)

Llevamos sólo doce páginas y vemos a un muchacho que se obsesiona por la sífilis de su abuelo, a su madre que, cada vez que puede, le suelta hostias y habla como si estuviera en una representación de fin de curso, un padre con una teoría sobre los hechos redundantes y un quiosquero catedrático en Sociología. Además, como si no fuera suficiente, Andrés desprecia la mentalidad pequeño-burguesa, algo que Allen nos recuerda periódicamente por si se nos ocurre despistarnos. 

A continuación, el protagonista va a ver a su padrino, el doctor Lanza, que estudió con Tesla y, aparte de saber mucho de electricidad, está convencido de poder contactar con espíritus y entes de esa categoría. Además, experimenta con el muchacho, proporcionándole algo así como experiencias metafísicas vía descargas eléctricas. 


El millón de voltios no alumbró más revelaciones, le había dejado renacer una sola vez, ser el cosmos durante un milisegundo. Los protones lo devolvieron al mundo, a la isla, al barrio, a los átomos y partículas de las personas que configuraban lo conocido, la monotonía de lo archiconocido, hasta que durante una sesión a los quince años entró, sí, literalmente entró en el cuerpo de un vecino y se vio a sí mismo con sus ojos, con los ojos del otro. Fue probando cerebros. Según entraba en ellos, se fusionaba con sus procesos y se acoplaba a la pantalla mental que determinaba la individualidad de cada visión. Siendo básicamente idénticos, los cerebros se acercaban más o menos a las cosas, suprimían o no ciertos detalles, respondían gozosos o indiferentes a multitud de parámetros. Algunos hacían montañas de los más nimio, otros obviaban toda responsabilidad, y unos pocos les daban el tiempo justo y preciso a los asuntos. Lo que más le sorprendió es que apenas se reservaba veinte minutos para el pensamiento puro, ese devaneo abstracto que engrandece los mapas neuronales. 
-No pierdas el tiempo con estos caprichos -recuerda que le dijo el padrino -no seas un intruso, un curioso más. Busca siempre la trascendencia. (págs. 56-57)


El autor se complace en contarnos el primer amor de Andrés, Juanita, cómo los separaron con un pérfido plan, y el retorno inesperado de la muchacha. Entre medias, cada uno tiene nueva pareja, aunque él siente renovar su pasión y tal. Además, el protagonista experimenta sueños de gran contenido simbólico, o, al menos, deberían tenerlo, ya que el autor se empeña en contárnoslos. Por otro lado, la criada, ama de llaves o lo que sea, de la familia, es, al parecer, una arribista de cuidado. Esta mujer, Genoveva, tiene ocasión de contemplarlo desnudo y, claro, queda embelesada: 


Abrió y con gran cuidado se deslizó dentro. A punto estuvo de dar media vuelta y marcharse cuando vio a Andrés. Yacía desnudo sobre la cama. Sólo podía despertarlo si antes lo tapaba, si no, su iniciativa se tornaba descaro. Conteniendo la respiración agarró la punta de la manta caída al suelo y logró arroparlo sin hacer el menor ruido. No pudo evitar mirar, como si sus ojos la traicionaran, el cuerpo fuerte y viril del muchacho, sus piernas y sus brazos musculosos, sus costillas que marcaban la piel, la quijada y la frente cuadrada, y su sexo que haría feliz a cualquier mujer. Emociones, que creía pasadas, se removieron en su interior. No es que le gustara Andrés, al contrario, no le caía demasiado bien, por lo distante y altanero que se mostraba. Se trataba de otra cosa, de un revulsivo que perturbaba su soledad, ese celibato que se había impuesto para medrar más rápido. Con un hombre así, se podría alcanzar la satisfacción, y eso, aunque en nada material redundara, sin duda colmaba una parte de la vida. (pág. 99)

Las escenas de la novela se suceden porque sí. Una vez toca un sueño, otra vez un recuerdo, otra una reflexión filosófica o sociológica. A veces nos sorprende con una estampa costumbrista y en otras ocasiones con otra surrealista. ¿Motivo de asombro, ejemplo de maestría? No. Este conjunto heteróclito de escenas solo provoca confusión y aburrimiento extremos. El caso es que no hay personaje que no parezca engolado, antipático o, en el mejor de los casos, plano y sin interés, y la trama, debe de ser por el efecto matrioshka, se desarrolla, por decirlo así, a espasmos. Imagino que al final todo tendrá su razón de ser, pero no seré yo quien lo vea.


Pedro Ray se adelantó presentándole cuatro entradas a una señora mayor que estaba sentada sobre un taburete alto y que apoyaba los antebrazos sobre la tapa de un pupitre antiguo. Había perdido uno de sus ojos, mas el otro conservaba todo el fulgor de su iris azul claro. Iba tocada con una cofia extraña y embutida en un traje negro abotonado que ceñía su cuerpo esbelto. En su día, la dama tuvo que ser muy bella y conservaba todavía algunos rasgos de esa belleza. Viéndola, Andrés pensó inmediatamente en la Esfinge de Giza, porque la señora, con su tiesura hierática, sus brazos-pata en reposo, sus manos-garra uñosas y el singular tocado, bien podía ser la versión humana del esotérico animal. 
-Es como si su juventud y su frescor -pensó- se hubiesen marchitado sin remedio hace mucho tiempo y que desde entonces abrazar una vida de disciplina y abnegación hubiese sido su única salvación. (pág. 107)

Así es toda la novela, con sabor a antiguo, más bien a anacrónico y a anticuado. A moho. La novela El conocimiento pertenece a ese reducido grupo (pero en constante aumento) de obras fastidiosas e irritantes que conspiran para alejarme del placer de la lectura, para enviarme al destierro, al ostracismo de la Literatura. Así y todo, confieso que he llegado hasta la página 117, donde concluye el capítulo destinado a la visita de Andrés y sus amigos a una especie de museo de los horrores. Bien mirado, esto último podría ser una metáfora de la misma novela.




P.D. Para que lean otras opiniones distintas a la mía, aquí, y una entrevista de esas al autor, aquí.


P.D. (2) Después de la publicación de este post (30 de noviembre) nuestro apreciado Emilio González Déniz publicó el día 5 de diciembre en el periódico local Canarias7 su propia opinión al respecto.