miércoles, 29 de mayo de 2019

'Un rey sin diversión', de Jean Giono

Como Vds., lectoras y lectores míos, se complacen en los prolegómenos, puedo contarles que, hace un par de semanas, me encontré a un conocido al que no veía desde hacía unos cuantos años. He aquí que me confesó que volvía de la feria del libro porque le habían presentado un poemario suyo. Además, venía "cargado" con un libro. Yo le contesté, a modo de reacción compensatoria, que yo también escribía... mi propio blog de crítica literaria. Además, le blandí en la cara los libros que "cargaba" yo. Nos quedamos mirando un poco desconcertados porque ninguno reconocía al otro en aquellas actividades ajenas que se nos antojaron clandestinas y algo embarazosas. Me quedo, como recuerdo, con aquella frase que soltó al despedirnos, poética, como no podía ser de otro modo: "Detrás de cada mato, salta un conejo". 

Desde entonces, uso esa frase a cada ocasión. Por ejemplo:

-Hola, buenos días.
-Buenos días.
-¿Cómo estás?
-Bien. ¿Y tú?
-También.
-¡Si es que detrás de cada mato, salta un conejo!

O:

-¿Sabes que Juanito se ha comprado un coche?
-¡No me digas!
-¡Detrás de cada mato, salta un conejo!


Lo cierto es que el contexto, hasta ahora, no me ha importado demasiado. El placer radica, aparte del desconcierto del interlocutor de turno, en disfrutar de esas palabras en la boca, de esas 't' y de esas 'a', en plantar esa frase, una y otra vez, en el mundo, que ya no volverá a ser igual. Es así como imagino a nuestros escritores y escritoras: plantando en sus novelas fraseologismos y frases hechas por doquier, escribiendo fácil, muy fácil, hasta el amanecer. Menuda selva les queda después. Debería recompensarse su entusiasmo, mejor si es por una institución pública que se arrogue el papel de reconocer el mérito, vegetal y silvestre, en este caso.

Pero vamos a lo nuestro:





Esta novela, escrita por el francés Jean Giono, fue publicada en 1946. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de la experimentación literaria moderna fue escrita en la primera mitad del siglo XX, no tenemos pues por qué temer que sea una novela antigua. Hoy en día, en cambio, se publican a diario como novedades novelas que han nacido antiguas, no solo desde que salen de la imprenta, sino que me, atrevería a afirmarlo, desde su concepción en la mente del autor. Así pues, se deduce que la mayoría de nuestros escritores y escritoras son antiguos, y de qué manera.

Un rey sin diversión cuenta las hazañas de un personaje, Langlois, desde el punto de vista de un narrador que lo recuerda un siglo después, y también desde el punto de vista de una coetánea, reproducida, asimismo, por otro narrador. Además, tomarán la palabra otros personajes, configurando distintas aproximaciones al mismo personaje, todas ellas con la tonalidad subjetiva de quien lo cuenta. Por no hablar de ciertos excursos en los que el narrador, sobre todo en la primera parte, impone su presencia.

La estructura de la novela, grosso modo, podría dividirse en tres partes, siempre relacionadas con las actividades de Langlois, quien acude por primera vez, en calidad de policía, a un pueblo perdido entre montañas y bosques por la alarma suscitada por varias desapariciones de personas. La segunda, como comandante de montería de lobos, por la aparición en un invierno especialmente crudo y oscuro, de un gran lobo. La tercera narración nos cuenta un asunto aparentemente más mundano: el deseo de Langlois de encontrar una mujer con la que desposarse.

Daría lugar al error lo anterior si se pensara que la novela podría dividirse limpiamente en tres partes, como si fueran tres cuentos. Por el contrario, diversos elementos temáticos y simbólicos ejercen de nexo de una historia a otra, y el desenlace de la última ejerce de elemento esclarecedor de toda la novela. En realidad, la narración de las aventuras de Langlois tiene un propósito abarcador: mostrar el lado oscuro y violento de la condición humana que convive con el sociable y cooperativo. Así, Langlois, bravo e inteligente, elevado a la condición de héroe, parece ser consciente de este conflicto en su interior (aunque nunca lo revela él mismo: todo nos llega de segunda mano, de esos narradores que he señalado) elevado a cotas difícilmente soportables.

Hablemos del lenguaje; por lo tanto, hablemos no solo de Jean Giono, sino de su traductora, Isabel Núñez, que es, además, quien ha escrito el prólogo, que me parece brillante, todo sea dicho. Pues bien, el autor no solo es capaz de enhebrar diversas tramas con un lenguaje brillante, sino que es capaz de combinar usos vulgares y elevados de él en el mismo párrafo, incluso en la misma frase. Se nota, además, a diferencia de otros escritores, que Giono moldea y malea el lenguaje según sus intenciones, no se deja llevar, qué digo, arrastrar por él, precipitándose en esa verborrea que nos resulta tan familiar en nuestra literatura.


La serrería está justo en la curva, en la horquilla, al borde de la carretera. Allí se yergue un haya; estoy convencido de que no existe ninguna tan bonita: es el Apolo citaredo de las hayas. No es posible encontrar en un haya, ni en ningún otro árbol, una piel tan lisa ni de color más bello, una anchura más exacta, proporciones más justas, ni más nobleza, gracia y eterna juventud. Es exactamente Apolo, piensa uno nada más verlo, y sigue pensándolo incansablemente al mirarlo. Lo más extraordinario es que pueda ser tan hermoso y al mismo tiempo tan sencillo. Está fuera de duda que ese árbol se conoce y se juzga. ¿Cómo tanta justicia podría ser inconsciente? Bastaría un escalofrío de cierzo, un mal uso de la luz del atardecer, un voladizo en la inclinación de las hojas para que la belleza, desmoronada, dejara de sorprenderme. (Pág. 19)

Si este es el segundo párrafo de la novela, ¿cómo no puede tenerme ya medio ganado? Hay en este párrafo más literatura que en los cientos de páginas de, por ejemplo, las dos últimas novelas reseñadas en el Polillas. Y unas pocas páginas más adelante:


Existe, evidentemente, un sistema de referencias comparable, por ejemplo, al conocimiento económico del mundo, en el cual la sangre de Langlois y la sangre de Bergues tienen el mismo valor que la sangre de Marie Chezottes, de Ravanel y de Delphin-Jules. Pero existe, englobando al primero, otro sistema de referencias en el cual Abraham e Isaac se desplazan lógicamente, uno siguiendo al otro, hacia las montañas del país de Moria; en el que los cuchillos de obsidiana de los sacerdotes de Quetzalcóatl se hunden lógicamente en los corazones elegidos. Nos lo dice la belleza. No se puede vivir en un mundo donde se crea que la exquisita elegancia del plumaje de la pintada es inútil. Esto es un discurso completamente aparte. Me apetecía decirlo y lo he dicho. (Pág. 52)

Para describir su estado, hay dos palabras; una monacal y la otra militar. La primera es austero. Langlois era como un monje arrancado a la fuerza del lugar al que pertenecía y obligado a vivir con nosotros; a imitar las risas y las palabras a las que nosotros estamos acostumbrados; a mostrar cortesía o desdén por no sorprendernos demasiado. La segunda palabra que describe cómo se había vuelto Langlois es tajante. Era tajante como quien no está obligado a explicarte el porqué y el cómo, y que tiene algo mejor que hacer que esperar que lo comprendas. (Pág. 87)


Y si les dijera que en aquel momento nos enderezamos como los caballos cuando les punzan la grupa. Y que nos lanzamos hacia delante y que, cuanto más ruido hacíamos, más queríamos actuar, y que habríamos sido capaces (quizás) de descuartizar un lobo con los dientes. En todo caso, ganas no nos faltaban. Y peor que las ganas: mientras el cuerno ululaba y las matracas crepitaban y acechábamos los matorrales de allí delante para ver si no surgía de algún arbusto el huso negro y rojo del lobo, las fauces abiertas, nos mirábamos furtivamente unos a otros y, si no sé cuál sería la calidad de mi mirada sobre los demás, sí sé de qué calidad era la mirada que los demás posaban sobre mí. Sí, sobre mí. Que no había hecho nunca daño a nadie. (Pág. 120)

Como en todas las buenas novelas, casi resulta ocioso hablar de los diálogos ajustados a la historia y a las personalidades, la brillantez de las descripciones tanto de escenas o paisajes como de los personajes, etc. Está todo bien hilvanado, en el tono adecuado, con el ritmo preciso. El uso del lenguaje es sobresaliente, como hemos visto. Pero eso no sería suficiente si, como he señalado en otras ocasiones, la novela no escarbara en la naturaleza humana, si no suscitara preguntas pertinentes e inquietantes sobre nosotros. Esa es la grandeza de la buena literatura: el vértigo que nos provoca al confrontarnos con nuestras miserias y con nuestras grandezas.







sábado, 18 de mayo de 2019

'Caídos del suelo', de Ramón Betancor

El otro día descubrí por qué eran tan buenos los cuentos de George Saunders. Era algo tan simple que tenía que ser verdad. A su vez, explicaba por qué cierta prosa resulta tan banal y aburrida, como mucha que hemos comentado aquí. Pues bien, me di cuenta no de que cada palabra o frase fuese necesaria, como suele decirse, no. Bien podría el autor haber elegido otras, otras expresiones, otros giros. De lo que me di cuenta fue que nada de lo que escribía era previsible, lo que no significa que fuera imprevisible.

Sigo abundando en el asunto: las novelas que he vituperado aquí tienen como característica no solo el tópico, la frase hecha, tipo "la amaba con locura", "era una caja de sorpresas", "el café sabía horrible", "tenía los ojos de color miel", "la natación es un deporte muy completo", "caen tres gotas y se pone todo verde", etc, sino la previsibilidad de las acciones y de los sentimientos que transmite el autor/a, por un lado; y la anticipación por parte del lector de la palabra, de la frase e incluso de la reflexión siguiente, por otro. Funesta conjunción de forma y contenido. Conclusión: el tedio.

Más allá de la supuesta experimentación con el lenguaje de Saunders y de tantos otros, la revelación que experimenté al leer por segunda vez sus cuentos estaba en concordancia además con esa máxima cognitiva que hemos apuntado durante toda la vida de este blog: una buena novela nos enseña aspectos nuevos del ser humano, ilumina áreas apenas vislumbradas, nos conduce por túneles excavados sobre la marcha hacia quién sabe qué nuevas zonas de nosotros mismos. Es el resplandor del rayo en la noche oscura. Esa es una de las características fundamentales del buen novelista (y del buen poeta, por descontado). 

Esto viene a cuento por la siguiente novela:







Caídos del suelo, de Ramón Betancor, me fue sugerida por un seguidor de Twitter, quien, con cierto tono indignado, se preguntaba y me preguntaba que cómo era posible que se me hubiera "escapado" (que no la hubiera reseñado, entiendo), dado que pertenecía a la "famosa trilogía Reino del Suelo", "y encima editada por Baile del Sol". Dado que no revelo su identidad, espero que no le molesten las citas literales. Saben quienes se atreven a pasar por el Facebook o el Twitter del Polillas que soy proclive a solicitar consejos y sugerencias. Pues bien, de aquellos polvos, estos lodos

En cualquier caso, ignoraba que esta trilogía fuera tan famosa ni que la editorial gozara de tanto prestigio. Aunque dado el nivel de la crítica literaria en estas tierras, en la que todo es "necesario", "maravilloso", "excelente" y "prestigioso", no es de extrañar que, entre tanto deslumbramiento, este libro, esta trilogía y esta editorial no figurasen en el primer lugar de mis desvelos. Aun así hay que señalar que todo un Juan Cruz (alias el omnipresente) fue el encargado de presentar esta novela en la capital del Reino y el no menos ubicuo Santiago Gil, en Las Palmas de Gran Canaria.

Caídos del suelo es pues la primera novela de la trilogía mencionada, publicada en 2013. Según leo, comenzó siendo un relato interactivo por Internet y parece ser que después Ramón Betancor se animó a escribir la novela (o era un truco publicitario para venderla que le salió bien), y de ahí para arriba, lo que se ha sustanciado en dos obras más, como se ha dicho, y le ha granjeado el status de escritor en el mundillo literario. Pretende ser esta novela un relato mefistofélico sobre el ascenso a estrella literaria nacional y parte del extranjero de un joven, Mario Rojas, el Fausto local, que bien podría imaginarse sin mucho esfuerzo como el trasunto del autor. Y si no lo es, carece de importancia. 

Para ir al grano: esta novela tiene un gran problema (y a eso se debe el excurso de hoy): la superfluosidad. Le sobran páginas, le sobran palabras, le sobran tópicos y frases hechas. Le sobra, en definitiva, la mentada previsibilidad. Se podría hacer una lista inmensa de lo anterior si me poseyera el ánimo exhaustivo, pero a estas alturas del Polillas ya pueden hacerse una idea. Vayamos entonces solo con una pequeña muestra:


a) Frases hechas y topicazos:

"Jugar con las cartas marcadas", pág. 13; "brillar por su ausencia", "puñado de sensaciones encontradas", "guardaban celosamente" "por encima del bien y del mal", pág. 17; "contados con los dedos de una mano", "sumaba puntos", pág. 18; "imagen cuidadosamente desaliñada", "perfectamente despeinado", pág. 22, "magnetismo irresistible", pág. 24; "devorar mi novela", pág. 53, "nos fundimos en un abrazo", pág. 90 etc., etc.

b) Las descripciones de los personajes son en variada proporción manidas, rebuscadas y cursis, tipo:


Su dueño era un hombre tranquilo, amable e irónico, oculto detrás de una barriga orgullosa y una frente despoblada de todo menos de ideas. Tendría unos cincuenta años. Tras su oscuro bigote vikingo se escondía una boca capaz de sorprender al más ingenioso y, sobre todo, al más presuntamente ingenioso. Era lo que se dice, un tipo grande, listo y feliz. (Pág. 17)


Nuestra chica se llamaba Lucía Oliver y era preciosa por dentro y por fuera. Estilizada, elegante y con los ojos de un color sorprendentemente indefinido a medio camino entre el verde y el azul. Su piel, transparente durante el largo invierno de La Laguna, se teñía esos primeros días estivales de un leve bronceado que embellecía las suaves formas de su rostro, resaltando una melena rubia que casi siempre llevaba amordazada en una coleta a medio hacer. (Pág. 21)


El tercer vértice de ese triángulo era yo: Mario Rojas. Un tipo normal, de una estatura normal y con un color de ojos normal. De esos que ves y no miras o que miras y no ves. Ni alto ni bajo ni gordo ni flaco ni triste ni entero... Lo más característico de mi físico era una eterna barba de tres días que achacaba a la pereza que me producía afeitarme, pero que en realidad formaba parte de una imagen cuidadosamente desaliñada que, junto a mi pelo perfectamente despeinado, buscaba tener esa pinta de escritor progre y maldito que me encantaba aparentar. (Pág. 22)


Miguel era sólo un par de años más joven que yo. Aunque nos parecíamos físicamente, él era un poco más bajo de estatura e infinitamente más alto de energía. Además, poseía ese magnetismo irresistible que sólo tienen quienes saben tenerlo... y mantenerlo. Por esa época, mi hermano menor había desarrollado una inagotable habilidad para viajar en el tiempo sin apenas despeinarse. Compaginaba sus estudios con un trabajo de media jornada en una pequeña agencia de viajes del centro de la ciudad. Durante mi estancia en Tenerife, ayudaba a mi madre con la casa y la comida. Y, por si fuera poco, aún tenía tiempo para refrescarse, buceando habitualmente bajo las faldas de sus innumerables novias de media noche y media cama. (Pág. 25).

Irene era desconexión y paz, pero también deseo e intriga. Morena y dueña de un cuerpo pequeño en el que cabían todas las curvas en las que deseaba estrellarme cada noche, tenía el pelo largo, lacio y tan negro como el alquitrán recién vertido en una nueva autopista. Una melena que le partía la frente en dos en la frontera del flequillo más simétrico que he visto en mi vida y que, al mismo tiempo, se escurría a cada lado de una cara tan redonda como el mundo. Un rostro seductor iluminado por unos ojos verdes en los que podría haberme pasado siglos buceando para encontrar la fuente de tanta vida. (Pág. 26)


Ella, por su parte, recopilaba en su imagen sobriedad, distinción y sexualidad a partes iguales. Llevaba una americana negra por debajo de la cintura y una minifalda ajustada, del mismo color, que te invitaba a soñar con unas piernas perfectas e interminables. Kilométricas. Unas extremidades inferiores muy superiores a la media. Sugerentes. Seductoras. Unas piernas infinitas que cruzaba y descruzaba con la desenvoltura de quien sabe que camina sobre dos armas de destrucción masiva. Dos reclamos para el amor y la guerra capaces de hipnotizar a un ejército entero y hacerle saltar desde un precipicio con sólo insinuarle que ése es el precio que hay que pagar para llegar hasta ella. Transmitía tanta seguridad como certidumbre. Tanta intriga como deseo. Lo curioso, es que me resultaba extrañamente familiar. (Págs. 76-77)


c) Diálogos impostados, sin naturalidad alguna, con frecuencia demasiado explicados, y con esa manía de citar el nombre del interlocutor, como en la ficción anglosajona:


-¿Qué ha pasado antes, Ray? -le pregunté de repente mirándolo a los ojos, sin preámbulos-. ¿Qué coño ha pasado antes y quién cojones era ese tipo? 
-No quieras saberlo, Mario. En serio. Son cosas mías. Nada importante o que no pueda arreglar yo solo -lo dijo en un tono tan neutro que lo único que logró fue incrementar mi curiosidad.
-¿En serio? -insistí-. ¿Estás seguro de que es algo que puedas arreglar tú solo? Porque a mí no me ha dado esa impresión. Que yo sepa, ese viejo amigo, como tú lo llamas, no es de los que suelen pasar por El Traste. 
-Escucha, Mario. Lamento la escena y lamento que te pudieras llevar una impresión extraña o equivocada de la situación... -me dijo con la voz apagada. 
-No me he llevado ninguna impresión, Ray -lo interrumpí-. Ni equivocada ni cierta. De hecho, estoy esperando a que me expliques lo que ha pasado antes para saber de qué coño va todo esto. Llámame entrometido, pero tengo la mala costumbre de preocuparme por mis amigos. 
-Entiendo que te preocupes porque eres escritor y en tu cabeza se permiten ciertas paranoias e irrealidades -me dijo en tono de burla, sonriendo de una forma en la que dejaba claro que ni a él mismo le parecía gracioso ese comentario-. Pero olvida lo que viste y no les des más vueltas. Sólo era una persona a la que hacía una vida que no veía. Nada más. (Págs 32-33)

-Bueno, pues eso -continuó-. Resulta que esta mañana, mientras desayunaba, no me podía creer lo que estaba leyendo en el maldito periódico. El cabrón de Mario está en Madrid... 
-Vivo en Madrid, Jotas -interrumpí-. Nos hemos escrito al menos veinte o treinta cartas estos últimos años. 
-Lo sé, Mario -pareció molestarse-. Pero sólo tenía el número de un apartado postal que me facilitó tu madre después de que la pobre mujer se rindiera tras mi insistencia enfermiza. No sé si sabes que estuve dándole el coñazo durante un año entero, día sí y día también. Antes, lo recordarás, cuando estuviste viviendo en París y en no sé cuántos sitios más, para escribirte tenía que darle las cartas a ella. Creo que ni los presos políticos pasan tantos trámites y filtros para recibir su correspondencia. 
-No estoy orgulloso de eso, Jotas -le dije resignado-. Pero créeme, tenía mis motivos. 
-Bueno, eso ahora da igual -volvió a cambiar el tono como por arte de magia, restándole importancia a los reproches guardados durante tanto tiempo en los bolsillos de su memoria-. El caso es que esta ciudad es demasiado grande como para buscarte puerta por puerta. Además, tú tampoco querías que lo hiciéramos, ¿no es así? Me refiero a Lucía y a mí. Y lo hemos respetado. 
-Y yo lo agradezco -le confesé-. Ya te he dicho que tenía mis razones. Quizá algún día pueda contártelas. Sólo te digo que sé que me entenderías. 
-Entre amigos, las explicaciones sobran -me dijo como con ganas de cerrar ese capitulo-. Ni yo te las he pedido ni pretendo que tú me las des. No te he llamado por eso. (Pág. 87).

El estilo en general es plano, una prosa verborreica, que cuando aspira a ser sentimental se vuelve cursi y relamida, y cuando quiere ser filosófica no es sino pretenciosa y banal. Se empeña Betancor en explicar cuando solo debería mostrar, y en ocultar todo lo que valdría la pena leer. Uno se aburre y se vuelve a aburrir cuando la historia pretende estar llena de sueños, ambiciones, misterios y peligros. No hay mundo tras las frases y los párrafos, no hay vida ni color. No hay, triste es escribirlo, literatura con sentido artístico.

Con ánimo generoso, se la puede considerar una novela de principiante, que quizá case bien con lo que es, una primera novela. Es de desear (y de esperar) que el autor haya enmendado sus numerosos errores y, sobre todo, su enfoque en las otras dos novelas de "la famosa trilogía". Yo, en esta, me he rendido en la página 107 porque la vida se escapa y a estas alturas hay que saber administrar los esfuerzos. Mejores novelas aguardan sobre la mesa, sin duda.



P.D. He encontrado estas dos reseñas, por si quieren leer otros puntos de vista: Aquí, aquí. Y la presentación de Santiago Gil, aquí.















viernes, 10 de mayo de 2019

'La ceguera del cangrejo', de Alexis Ravelo

Este año, la feria del libro de Las Palmas GC volvió a ser tan anodina como siempre. Feria, al fin y al cabo, no es más que el lugar y la actividad en la que se exponen productos para su venta y su compra. Una feria del libro puede inducirnos a pensar que está destinada a propósitos más nobles, pero caeríamos en un error categorial. En una feria del libro se promocionan unos objetos denominados libros, que es la mercadería con la que trabaja parte de la denominada industria cultural, las editoriales, y sus distribuidores, las librerías. No esperen, pues, nada demasiado espiritual, estético o estético-espiritual. No es el lugar adecuado para gozar de momentos de éxtasis artístico. Quizá para paliar este flanco débil, a veces leer no es leer, sino una experiencia lectora, según los departamentos de marketing. Ya saben que estamos en una época que hasta las experiencias se venden y se compran.

Así pues, salvo que convirtamos una feria en un circo, lo que quizá resultaría más ameno, el espectáculo de estos eventos consiste en ver y, tal vez, compadecer a muchos escritores/as desconocidos sentados con cara de pena frente a unos cuantos ejemplares de su libro en una mesita, esperando que alguien se decida a adquirir alguno. Esto no reza para los escritores/as famosos/as, que tienen espacio para ellos solos y ante los cuales suele tenderse una cola de fetichistas de la firma y adoradores del contacto personal. No obstante, tanto el año anterior como este las estrellas son, sin comparación posible, las influencers. ¿Por qué? Porque venden más que cualquier escritor consagrado. De eso se trata, por mucho que, por ejemplo, poetas airados nieguen la categoría de poesía a lo que escriben esos booktubers o cantautores reciclados. OPA literaria, llamaría yo a ese fenómeno.

También vi a mucho periodista presentando a escritor con novela nueva. Más allá de la destreza comunicativa de cada uno de estos presentadores, lo cierto es que, youtubers aparte, la literatura en España sí que está estrechamente vinculada con los periodistas, al menos en los últimos tiempos. Como si literatura y periodismo fueran vasos comunicantes por naturaleza, como si cada periodista fuese un García Márquez en potencia. En fin, es bastante posible, viendo el nivel general de los periódicos y del periodismo en nuestro país, que el daño sea ya irreparable.

¿Quién dijo pesimismo?





De Alexis Ravelo podrán decirse muchas cosas, o quizá no tantas, pero lo que no puede negarse es su capacidad de trabajo, que da como resultado una fertilidad novelesca a prueba de desaliento. En Canarias, solo me viene a la memoria otro escritor que publique más que él, lo que no es sencillo. Respecto de la cantidad, al menos, no hay peligro de que la literatura perpetrada por canarios languidezca. Son los Tàpies de la literatura canaria.

El caso es que, aprovechando el momento cumbre en ventas y promoción que suponen estas fechas a causa de las ferias del libro, la editorial Siruela (colección Siruela policiaca) ha publicado la última novela de Ravelo, La ceguera del cangrejo, ambientada en Lanzarote y con la vida y obra del artista César Manrique de trasfondo ecológico-moral. Después de la lamentable La otra vida de Ned Blackbird y de la más o menos afamada Los Milagros prohibidos, nuestro autor ha vuelto al género que le ha dado fama, premios y muchos fans (tal vez, hardcore), estos últimos indiferentes a toda crítica; primero, con El peor de los tiempos y, ahora, con la novela que nos ocupa. En este caso, se parte de la muerte de una mujer, Olga, historiadora, como desencadenante de la trama y una investigación, aunque sea sobrevenida, a cargo de su pareja sentimental, un militar en activo, que la relaciona con una red de corrupción urbanística y especulación inmobiliaria tejida en la era del desarrollismo turístico de Lanzarote.

Me habían comentado, en este sentido, que el punto fuerte de Alexis Ravelo es el género negro y que, por lo tanto, la reseña negativa que yo había escrito respecto de La otra vida podría no ser representativa de la calidad literaria de este autor. Soy de la opinión de que aquella trasciende los géneros, y que no queda circunscrita por estos. Más bien, la calidad se manifiesta en la obra de un autor y son luego los críticos y los periodistas de suplemento los que endosan etiquetas. Ya saben, los nichos de mercado y la consideración del lector medio como lerdo y abúlico.

Pues bien: es cierto que La ceguera del cangrejo es mejor que La otra vida de Ned Blackbird. No obstante, no nos alegremos tanto: era tarea harto sencilla. El autor de La ceguera ha superado las contradicciones lógicas de aquella, que en determinado momento se le fue de de las manos de forma irremisible: sostener de manera verosímil la trama de La otra vida era una labor para la que quizá entonces no estaba pertrechado técnicamente. Ravelo ha conseguido podar, si no eliminar (sería mucho pedir), aquella profusión de frases hechas y topicazos que hacían la lectura insoportable. Ahora, se contiene ante la cursilería y ante la necesidad de demostrar sus lecturas y demás bagaje cultural y no les da rienda suelta. Siguen estando presentes, pero mejor incardinadas. 

Además, y eso es elogiable, escribe una novela molesta: para los urbanistas, constructores, funcionarios prevaricadores, comisionistas y políticos empeñados en arrasar con todo lo bueno que pueda tener esta tierra por su codicia sin límites. Y, yendo más allá, también para nosotros, las personas normales, que vivimos en esa alucinación fetichista del resort, del todo incluido, del espejismo del lujo al alcance de todos, del low cost en hoteles, líneas aéreas, ropa y comida, sin saber ni querer saber la explotación y la injusticia sobre la que se erigen. En este sentido, no es una novela escapista más, sino que estructura una ficción enraizada en la historia local, de denuncia, en la que se pueden poner nombres y apellidos a los/las responsables de estas tropelías. Otros más podrían tener la decencia de sentirse avergonzados. 

Pero siempre hay sin embargos, y esta novela contiene varios. Comencemos, recordando que los ejemplos son acumulativos:

a) Alexis Ravelo no es Virginia Woolf ni Henry James. Me explico: la novela está contada por un narrador externo, en tercera persona, pero la mayor parte del tiempo está entremezclada con la voz (pensamientos) del protagonista, Ángel Fuentes, un militar sin demasiada cultura (por lo que se nos cuenta). Así pues, está presente el estilo indirecto libre. Woolf y James eran maestros en esta técnica, y su estilo, certero y preciso, delicado y elegante, en fin, lo que todos sabemos. Si somos generosos, podemos pensar que en La ceguera la voz del personaje principal tiñe la narración con su forma de hablar: un estilo coloquial y, a veces, vulgar. Esto puede estar bien en algunos pasajes, no digo que no, a lo largo de la novela para conseguir determinados efectos. El problema consiste, a mi entender, que, más allá del punto de vista, casi toda la prosa de la novela es así, lo que la perjudica gravemente (recordemos, a propósito, LaLaZ). Estilísticamente, utilizando símiles aeronáuticos, la obra no coge altura, se limita a planear a ras de suelo. Así, en ese sentido, sí que me parece una novela difícil. No encuentro voluntad de estilo o interés por la frase. No percibo preocupación o esfuerzo estéticos.


 Recordó cómo se le había helado la sangre la primera vez que la vio, hacía ahora un par de semanas, en la soledad de la casa de La Minilla. Quién carajo era aquel elemento y qué cojones hacía con Olga; eso fue lo primero que se propuso averiguar. Pero luego decidió no comportarse como el energúmeno que se sabía capaz de ser, no llamar inmediatamente a Sonia para preguntarle, no conectar el móvil de Olga para buscar mensajes comprometedores ni ponerse a rebuscar como un loco entre sus cosas hasta encontrar las pruebas de una traición que, de momento, solo estaba en su cabeza. Y en este instante, al sentir de nuevo aquellos celos, volvió a dominarse: si el tipo debía aparecer, lo haría; si no, se lo tomaría como una anécdota. No había venido para reclamar unos derechos de macho lastimadito que ya no tenían sentido. (Págs 18-19)

Ángel escuchó con gesto comprensivo mientras Blas le contaba que no se podían quejar, que les iba bien en sus trabajos, que su empresa, por ejemplo, hacía el mantenimiento y la supervisión de varias instituciones, aparte de las empresas privadas. Pero que eso tenía el coste personal de no poder disfrutar de los mejores años de sus niños, de llevar una vida de familia solo el fin de semana. Y no siempre, porque a veces había que llevarse trabajo a casa. A Ángel le interesaban tres pepinos los pormenores de la conciliación familiar de Blas y Julia. Su mente estaba ocupada en sus propios asuntos (Pág.  162)


b) No es amigo nuestro autor de la frase corta ni del párrafo breve, lo que de por sí no es una virtud ni un defecto. Estoy con ustedes en que cada autor/a tiene su forma de escribir, y el talento se demuestra en todos los estilos posibles. Ravelo no escribe de forma embarullada, ni retorcida, qué va. Si algo tiene su prosa es que resulta accesible para cualquier lector. El problema no es ese, sino que Ravelo no corta ni borra. Y si lo hace, no se aplica cabalmente. Quizá sea su sello personal, o es que el género tiene sus convenciones y necesita, por ejemplo, que se nos informe con detalle de todo lo que come y bebe el protagonista. Es posible que el detective Carvalho haya hecho mucho daño a los escritores noir españoles, pero los traumas no eximen del delito a su perpetrador. Además, la acumulación de nimiedades, si no son significativas por alguna razón, se convierten en ruido para la comunicación y constituyen, por tanto, un lastre para cualquier novela. Es como si las descripciones le resultaran tediosas y las resolviera de modo rutinario, pero aun así creyese que la prolijidad es la mejor opción. Algo de lo que se contaminan también los diálogos, por cierto.


El bufé estaba situado en la azotea y disponía de una amplia terraza donde se permitía fumar. Sin embargo, desayunó en el comedor, para que no le jodiera el viento. Coincidió con pocos huéspedes: un matrimonio de jubilados peninsulares, una familia joven con un niño menos ruidoso de lo que él había temido en principio y tres solitarios de mediana edad con pinta de representantes comerciales que atendían la provincia. Uno de ellos era una mujer que no apartaba la vista de su teléfono móvil. Los otros dos eran tipos grises que estaban pendientes de sus tablets, cada uno en un extremo del comedor. Seguramente adelantaban el trabajo de esa jornada. Él, por su parte, hizo algo similar con ayuda de un mapa de la isla y de uno de los cuadernos de Olga, mientras mojaba churros en el café. Cuando se los terminó, dobló el mapa y lo introdujo en el cuaderno. Siempre tendría tiempo, por el camino, de parar a repasarlos tomando algo. 
Se sirvió otro café y salió a tomárselo a la terraza. El viento amainó un poco y le permitió disfrutar de un cigarrillo, en pie, junto a la barandilla. (Pág. 35)

Como era sábado, el piberío comenzó a llegar pronto a la calita y el puente, armando un escándalo de mil demonios que se sumó a los ruidos de la calle. Ya se había despertado varias veces durante la madrugada (para mear, para vomitar, para intentar refrescarse, para apagar los apliques) e interpretó aquel concierto para testosterona y orquestina como la señal de que tocaba arrastrarse fuera de la cama. En el bufé se sirvió un café doble, un zumo de naranja y un vaso de agua y se los llevó a la terraza. No se imaginaba capaz de tragar algo sólido aún. Le extrañó ver allí a la mujer del vestido fucsia: era de esperar que en fin de semana los comerciales estuvieran en su casa y no en los hoteles de las islas a las que iban a trabajar. Quizá él se había equivocado y la mujer se dedicaba a otra cosa. En todo caso, ahí estaba, esta vez con unos shorts y una camiseta blanca, tomando café con leche y fumando mientras leía el periódico. Se dieron los buenos días y él se puso en la mesita de al lado, se endulzó el café, encendió un cigarrillo e intentó beberse el zumo, que le bajó por el gaznate como vitriolo. Debió de arrugar mucho la cara, porque enseguida oyó decir a la mujer: 
-¿Una noche dura? 
La miró. Ella tenía una gran sonrisa burlona en medio de su rostro carnoso plagado de pecas. Ángel le devolvió la sonrisa, meneando la cabeza. 
-Llega un momento en el que uno, en vez de resacas, tiene convalecencias -dijo. (Pág. 103)


c) La caracterización de los personajes es convencional y, a veces, banal. Tras la descripción física o moral, salvo excepciones, nos quedan personajes borrosos, cuando no desleídos, sin consistencia, cuando son precisamente ellos los que en muchos casos sostienen las novelas del género. Si a una novela pobre en lo estilístico y con demasiada paja textual le sumamos personajes acartonados en diverso grado de rigidez y previsibilidad, nos encontramos con demasiados obstáculos para una lectura satisfactoria.


Sonia se retrasó. Desde la terraza del hotel, la vio cruzar la avenida sin reconocerla hasta que la tuvo a unos metros. Fue a causa de su peinado, porque ahora llevaba el pelo cortado por los hombros y teñido de violeta; quizá también de los kilos que había ganado en los dos años que llevaban sin verse. Por lo demás, seguía siendo la profe de Lengua Y literatura que había parado de envejecer a los treinta y pocos, la mujer de rostro redondo y risueño y grandes ojos escrutadores ocultos tras unas gafas de montura de color naranja. La misma Sonia de siempre. La feminista. La roja. La que él siempre sospechó que que no era demasiado feliz con la idea de que la pareja de su mejor amiga fuese un militar. (Pág. 22)

El matrimonio lo saludó más cariñosamente de lo que nunca lo había hecho. Hasta el tímido Blas se levantó para darle un abrazo. Durante los primeros minutos, se dedicaron a preguntarle lo mismo que todos (si había llegado bien, dónde se alojaba, hasta cuándo se quedaría) y que fue contestando como pudo, intentando  preguntarles también a ellos qué tal le iba a Julia con el bufete y a Blas en el trabajo (aunque nunca había sabido exactamente a qué se dedicaban ni él ni su empresa), cómo estaban los niños. Esta última pregunta provocó encendido de teléfonos móviles y profusión de fotografías de los churumbeles, niño y niña, en distintas situaciones, atmósferas y grados de gracia, acompañados de chascarrillos de los orgullosos padres que fingían ser sufridos aguantadores de mataperrerías. 
Julia y Blas eran la i y el punto. Y ella era la i: casi un metro ochenta de mujer delgada, con el pelo rizado y abundante que dejaba encanecer sin preocuparse. Sin embargo, su rostro, lavado y terso, continuaba en los treinta años que había dejado atrás hacía ya nueve. Como siempre que no estaba trabajando, llevaba un vestido suelto y se comportaba de manera extrovertida y tolerante, con un sentido del humor un tanto maligno pero siempre generosa, intentando volver a ser la hippie que en realidad nunca fue, dedicada a los estudios y el derecho laboral, defendiendo a quienes no habían tenido la suerte de contar con unos padres que pudiesen darles carrera. Blas, que le sacaba quince años, era más del modelo oficinista: bajito y rechoncho, intentaba disimular sus lorzas llevando las camisas por fuera del pantalón, pero apenas lo conseguía. Sus ojos miopes, siempre tras unas gafas de montura al aire, tendían a orientarse hacia abajo, como herencia de una timidez juvenil que jamás había superado del todo. Tenía cara de luna y una frente que le acababa casi en el cogote, aunque nunca se había decidido a afeitarse los cuatro pelos que aún le crecían en torno a la coronilla. Por lo demás, era un hombre amable, llevaba siempre la sonrisa puesta y no se negaba a la conversación, aunque jamás era él quien la iniciaba, probablemente por miedo a decir algo inconveniente. (Págs. 80-81)

d) La trama. Después de terminar la novela, después de tanta ida y venida del protagonista, de tantos datos introducidos para la "geolocalización" de este sitio o de aquel, me pregunto si ha valido la pena tanto esfuerzo, si gran parte de la acción no resulta, simplemente, innecesaria, y que conduce a un recargamiento injustificado de escenas y episodios. Una trama anabolizada cuya prosa, como he señalado, no nos alivia. Respecto del contenido, pero relacionado con lo anterior, no puedo dejar de considerar dudosa la verosimilitud de las circunstancias que disparan el interés investigador del protagonista, por no hablar de que ese prolegómeno acapara más de la mitad de la novela y resulta desproporcionado en relación con la investigación que conduce al descubrimiento de la verdad. Una vez superado, la lectura adquiere mayor velocidad y desemboca en un clímax funesto aceptablemente resuelto.

La ceguera del cangrejo, en fin, a pesar de contar con momentos de interés, no resulta satisfactoria por los defectos que he expuesto en el nivel del discurso. Una novela menor y olvidable, que tal vez satisfaga las expectativas de los incondicionales del autor y de aquellos (cuyo número no es escaso) que pretendan pasar el rato sin mayores aspiraciones ni exigencias. Como siempre, quedan en el aire las mismas cuestiones: para qué se escribe, para qué se lee.