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jueves, 23 de marzo de 2023

'Los árboles', de Percival Everett

Cualquiera, digamos que artista para lo que nos concierne, podría sentirse tentado de recibir un premio de una institución pública con la excusa de que, como su dirección está a cargo de políticos, que, a su vez, han resultado elegidos en unas elecciones democráticas, la misma institución representa, aun indirectamente, a la ciudadanía. Así, el/la artista que recibe el galardón podría pensar, quizá con algo de mala conciencia y calculando los beneficios, que el premio se lo concede aquella.

No obstante, hay que ser un poco ingenuo para creer en esa transferencia casi mística de voluntades, en tal suerte de sucesivas reencarnaciones. Una vez elegidas, y hablamos aquí sólo de las personas a cargo de las instituciones culturales o de las que se relacionen aunque sea episódicamente con el mundillo artístico-cultural, hacen y deshacen según su santo parecer, y rara vez, si es que alguna, consultan a la ciudadanía sobre futuras decisiones. El concepto de política cultural democrática les resulta ajeno, y si no lo fuera, es probable que les repugnara.

De aquí, que si a nuestro/a artista le comunican que ha recibido un premio, honor o distinción, debería plantearse la posibilidad de que en vez de recibir un reconocimiento ciudadano en realidad va a ser uno político-partidista, y también sospechar que quizá el premio no le premia a él, sino a la institución que se lo concede o, peor aún, al partido o al político al frente de ella: una manera de recibir publicidad o promoción mediante el prestigio del premiado/a. Ejemplos, mil, ¿verdad? Claro que el/la artista puede pensar que le importa un comino todo lo anterior y lo que quiere es la pasta y la posible sinecura, provenga de donde provenga el trofeo, la condecoración y el cheque a su nombre.

Por tanto, y mientras no vivamos en una democracia no solo representativa, sino imperfectamente representativa, y mientras no vivamos en una sociedad mucho más justa e igualitaria que la actual, sin sus agudas desigualdades, estoy convencido de que el deber de un/a artista que pretenda ser algo más que "productor de contenidos" y aspirar a algo más que el agasajo mediático es rechazar todo honor o premio institucional público, como muestra y recordatorio, como reproche, de que no hacemos todo lo posible por nuestros semejantes. Por no hablar de los galardones de las instituciones o fundaciones privadas más conspicuas, sobre todo cuando están patrocinadas o sufragadas por entidades de las que abominamos a diario. Lo propongo como ideal normativo, claro está, que sé que es de casi imposible cumplimiento: cada uno/a tiene sus propias necesidades y angustias; económicas, sin ir más lejos.

Lo que me resulta intolerable, en definitiva, es ver a estos/as artistas recibir este o aquel premio como si fueran cachorros jadeantes a la vista de la galleta. A veces, resulta profundamente entristecedor contemplar sus expresiones de alegría, el brillo lacrimoso, la sonrisa sardónica, como si solo entonces hubiesen alcanzado algún tipo de Parnaso, el definitivo hito en su carrera, la confirmación final de su talento. Después, serán capaces de conceder entrevistas hablando, sin rubor, de su compromiso crítico con la sociedad, su solidaridad con los más desfavorecidos, etc., o de ejercer de intelectual desde la columna de un periódico o de tertuliano en una emisora. Lo que tampoco es óbice para que desprecien a "las masas", "la pérdida de valores" o cosas semejantes: "Y qué me dicen", bramarán estos artistas devenidos en intelectuales, "del totalitarismo woke", etc.

Casi prefiero a los más cínicos/as, que se limitan a mascullar: "El mundo es así" y no nos espetan jeremiadas insensatas e hipócritas.




Los árboles, de Percival Everett (y traducida por Javier Calvo) es una novela engañosa. No porque sostenga mentiras o algo así, sino que el inicial tono ligero y humorístico va dejando paso, aun sin desvanecerse del todo, a una narración de los abusos y asesinatos raciales en el sur de los Estados Unidos durante más de un siglo. Esa excavación histórica, tal despliegue genealógico del racismo visceral de ese país se concreta y desarrolla a partir de la llegada de unos policías encargados de la investigación de varios asesinatos (acompañados de elementos sorprendentes) en el pueblo de Money, Mississippi.

Esa aparente ligereza (predominio de los diálogos, ágiles, a menudo con una sola oración, ausencia de descripciones, protagonistas pintorescos, frases cortas en los párrafos tampoco extensos, y capítulos de pocas páginas, a veces, una o dos) evita, por un lado, que la narración en tercera persona se convierta en un mero tópico de denuncia antirracista. Por otro, logra que el lector, que podría sentirse remiso a afrontar este tipo de asuntos, se implique con una trama que resulta, a medida que se avance en la lectura, cada vez más oscura. Asimismo, con esa facilidad va inserta un veneno que solo se experimenta después, con el libro ya abandonado sobre la mesa. Una pastilla dulce que se devela como amarga una vez ingerida.

No obstante, y a pesar de los méritos que para mí sin duda los tiene, me quedo con la molesta sensación de que el desenlace de la trama o la solución escogida por el novelista para concluir (si se puede aplicar este verbo) la obra me resulta insatisfactoria para un asunto cuya gravedad, progresivamente, se ha ido incrementando como la oscuridad de un eclipse social que amenaza con no marcharse jamás.

Como dice el nunca excesivamente agudo (perdonen la construcción sintáctica) Emilio González Déniz, resulta fácil achacarle defectos a cualquier obra. Creo ver allí esa perspectiva popular, siempre errada, de considerar sagrada la obra (literaria, artística) ya canonizada, como, por ejemplo, El Quijote, cuando hasta grandes críticos y admiradores y estudiosos no dudan en señalar sus errores y defectos (véase, por ejemplo, El escritor que compró su propio libro, de Juan Carlos Rodríguez). También, esa idea del autor como genio, o geniecillo, dedicado a una hercúlea, noble, casi divina, misión, la de escribir, por lo cual el respeto debido consiste, al parecer, en no hacer crítica de su obra. No obstante, si eso no forma parte también de la tarea, del deber del crítico/reseñador/recensor/comentarista literario, no sé qué lo será.


-Mierda. Si hay algo que odio, son los asesinatos -dijo el sheriff Red Jetty-. Te pueden estropear el día entero. 

-¿Porque son un desperdicio de vidas? -le preguntó el forense, el reverendo Cad Fondle. Acababa de declarar muertos a Junior Junior y al cadáver negro sin identificar sin siquiera tocarlos. 

-No, es porque son un marrón. 

-Dejan mucha sangre -dijo Fondle. 

-La sangre me importa un cuerno. El problema es el puñetero papeleo. -Jetty señaló el suelo-. ¿Qué vas a hacer con las pelotas de Milam? 

-Dile a tus hombres que las guarden en una bolsa. No le veo demasiada utilidad a volver a cosérselas. Pero lo puede decidir el tipo de la funeraria junto con la familia. 

El sheriff Jetty se agachó, con cuidado de no apoyar la rodilla en el suelo; examinó el cadáver negro y le ladeó la cabeza. 

-¿Qué ves, Red? -preguntó Fondle. 

-¿No te suena de algo? 

-No le puedo ver la cara. Tiene demasiadas lesiones. Además, a mí me parecen todos iguales. (Pág. 24)


 Ed y Jim entraron en la comisaría mal iluminada. Los recibió una mujer alta y de hombros estrechos que llevaba unas gafas de ojo de gato sujetas con cadenilla. 

-¿Los puedo ayudar en algo? -les preguntó. 

-Venimos a ver al sheriff Jetty -dijo Jim. 

-Voy a ver si está. -Caminó hasta la puerta abierta de la oficina del sheriff y dijo-: Han venido dos hombres a verte. ¿Estás? 

-Pues supongo que ahora tengo que estar, ¿no? -dijo Jetty. Se asomó por la puerta. Se quedó un momento sorprendido por el aspecto de los hombres, pero se recuperó enseguida-. ¿Venís de Hattiesburg? 

-Soy el detective especial Jim Davis y éste es el detective especial Ed Morgan. Somos del MBI. 

-Detectives especiales -repitió Jetty. 

-Y no es sólo porque seamos negros -dijo Jim-. Aunque es una de las razones. 

Aquello descolocó a Jetty. La recepcionista, que se llamaba realmente y de nacimiento Hattie Berg, soltó una risilla brusca. (Págs.45-46)

 

Siguieron a Mama Z por un pasillo corto con las paredes cubiertas de fotos familiares hasta otra habitación. Había archivadores de altura media por todas las paredes y otros más bajos debajo de la única ventana. 

-¿Qué es esto? -preguntó Ed. 

-Los archivos -dijo Mama Z-. Son los archivos. Cuéntaselo, niña -le dijo a Gertrude. 

-Es casi todo lo que se ha escrito sobre todos los lichamientos perpetrados en los Estados Unidos de América desde 1913, el año en que nació Mama Z. 

-Un momento, dijo Jim-. Eso quiere decir que tiene usted... 

-Ciento cinco años, dijo ella. 

-¿Todos los linchamientos? -preguntó Ed. 

-Pocos faltarán -dijo Mama Z-. Antes me dedicaba a recorrerme todas las bibliotecas del estado y a leerme todos los periódicos. Ahora uso Internet. Debéis saber que yo considero linchamiento a las muertes por disparos de la policía. Sin ánimo de ofender. 

-No nos ofendemos -dijo Jim. 

-¿Por qué hace esto? -preguntó Ed. 

-Porque alguien tiene que hacerlo. Cuando me muera y se conozca este sitio, confío en que se convierta en un monumento a los muertos. 

A Gertrude se le llenaron los ojos de lágrimas. 

Jim Davis y Ed Morgan, que lo habían visto casi todo, habían disparado a gente y habían recibido disparos, habían visto muerte y dolor y habían matado en acto de servicio, se quedaron callados. Permanecieron allí de pie mirando la faz gris de los archivadores. Jim contó mentalmente. Había veintitrés. Los cajones se parecían a los de una morgue. (Págs. 124-125)


Volviendo a Los árboles, es de reseñar que cuenta con personajes carismáticos, en especial la pareja de policías inicial más una tercera investigadora, que se sumará con posterioridad, y que parecen de vuelta de todo. También, como contraparte, los personajes sureños blancos (por hablar a la manera anglosajona: esa teoría, esa manera de ver el mundo que es el de la gota de sangre), esa white trash o red necks tan citados últimamente, resultan convincentes, aunque, tal vez, demasiado estúpidos (es posible que la labor de la traducción resultara problemática: es decir, más de lo normal). En los últimos capítulos, todo hay que decirlo, aparecen de forma súbita nuevos personajes, sin demasiado peso, lo que resulta por momentos un tanto confuso y distrae la atención: otros puntos de tensión añadidos a los iniciales, tanto topográficos como étnicos, no favorecen, en este caso, la coherencia ni el clímax de la novela.

Todo esto hace que a esta obra, en mi opinión, aun siendo interesante, a ratos conmovedora y, repito, muy amena, le falte un punto de cocción, un poco de paciencia para que hubiera resultado más espesa, más contundente y con mayor cuajo. Esto es como todo: lo que se añade por un lado a veces se detrae de otro.

Para terminar, y por lo escrito anteriormente, se deduce que Los árboles es una novela política y social, de denuncia, aunque no nos demos demasiado cuenta al principio por su hábil camuflaje. Puede ocurrir incluso que los lectores y lectoras no norteamericanos/as no se den por aludidos/as y no se planteen otra cosa que una lectura detectivesca, divertida, amena y con un final un tanto mágico-rocambolesco. 

En cualquier caso, una novela recomendable.


P.D. Una reseña anglosajona, aquí.

martes, 17 de abril de 2018

'Extinción', de David Foster Wallace

Hoy toca confesión. No de que haya vuelto a leer novela negra ni nada parecido, no teman. Demasiadas, y bastante mediocres, he leído ya. Y Vds. también, no mientan. Hasta que no me vengan recomendadas, no volveré a tocar una. Pero, claro, basta que escriba esto y se propague por la Red, para que incumpla, de nuevo, mi solemne (más o menos) última promesa. 

La confesión viene motivada por otro asunto: la pasada semana asistí a una presentación de una novela (ya pueden llevarse las manos a la cabeza y prorrumpir en desagradables quejidos, no se lo tendré en cuenta). Lo cierto es que desde hace tiempo se ha instalado en mí la creencia de que estas presentaciones no son más que una lastimosa pérdida de tiempo (cada vez nos queda menos, recuerden, para que alguien alce nuestra calavera) precisamente porque son presentaciones, y no debates. En estos tiempos, estoy convencido de que la única actitud posible ante la obra de un/a escritor/a, ya sea de ficción o no, es la polémica. En mi escenario ideal, los asistentes deberían haber leído ya el libro y su obligación sería la de importunar y amonestar al autor cuando y en lo que creyeran pertinente. También cabría el elogio, pero solo como nota marginal, como molesta cita a pie de página. Porque, también en mi mundo ideal, nadie acudiría a una reunión intelectual o artística con la mera finalidad de agasajar, que es lo que suele ocurrir en las presentaciones de novelas en el mundo real. La discusión engendra ideas, el elogio solo confirma supersticiones (esto último debo de haberlo leído en alguna parte).

¿Por qué asistí?, podrían preguntarse. La respuesta es sencilla: conozco al autor, al que aprecio, de hacía muchos años e inferí que le sentaría mal que no acudiera (es probable que infiriera demasiado). Aunque no lo parezca, suelo ser bastante empático y sensible ante los sentimientos ajenos. Quizá debería perfeccionar el arte de la excusa mendaz, pero tiendo a ser sincero en todo lo que hago, y mentir me cuesta trabajo. Así que ahí estaba yo, la otra tarde, viendo al recién estrenado novelista alcanzar la gloria, rodeado de aficionados a las presentaciones de novelas y también de algunas celebrities literarias locales que tuvieron a bien celebrar la entrada en sociedad de su discípulo. Hubo agradecimientos al mentor de turno, cálidos aplausos, esbozos de humor, declaraciones de amor eterno a la lengua española y a los clásicos muertos, etc. Nada nuevo. Tampoco nadie lo esperaba, a decir verdad. 

 La conclusión, en todo caso, es que me reafirmo en mis convicciones: una presentación de una novela es, sobre todas las cosas, una pérdida de tiempo, de tintes lastimosos. Así que aprovecho para darles consejos, ya que se avecina la Feria del Libro: no vayan a presentaciones, no hagan caso a los suplementos literarios, guíense por su intuición aunque se equivoquen, sean sinceros/as consigo mismos/as, adopten un perro/gato y reflexionen acerca de sus convicciones democráticas mientras acarician al animal.




(La portada me parece perfecta, ya que estamos)



Por el contrario, a modo de comparación (quizá demasiado fácil), no es en absoluto una pérdida de tiempo entrar en el mundo (universo es tal vez demasiado ampuloso) literario de David Foster Wallace. Ya había disfrutado de la lectura de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, aunque la naturaleza del trabajo periodístico lo aleja, en gran medida, de las características más específicamente literarias de Extinción, una colección de relatos, que es la obra que nos ocupa en esta ocasión.

Extinción no es sencilla. En particular, su primer relato, Señor Blandito, es un desafío para todas/os aquellas/os que estén acostumbradas/os a construcciones Sujeto+verbo+predicado, punto y seguido, y vuelta a empezar. Además, tanto en este como en los demás, Wallace es minucioso hasta el extremo, de un modo tal que se intuye la elaboración de gigantescos dossiers sobre cada uno de los elementos importantes (o no tanto) de la narración. Quizá esta forma de escribir provenga en parte de su doble formación matemática y filosófica. Puede ser (imagino que habrá por ahí mil exégetas de este autor) que es un modo de evitar no solo el lugar común, la visión corriente, el tópico automático, sino también, en definitiva, su esfuerzo por aportar otra manera de ver las cosas, tal vez, hablando kantianamente, de descubrir la cosa en sí, que ya es mucho decir. Que digerir este estilo resulte difícil, no lo dudo. Que en otras ocasiones nos parezca innecesario, pues también. Que el resultado es abrumador y fascinante a la vez, esa es la conclusión fundamental a la que termino llegando.


Dentro del equipo ∆y, el único posible ascenso de Schmidt era a Director de Investigaciones, un puesto ocupado ahora por el mismo emigrante cetrino, locuaz y obsequioso (con hijos en edad universitaria y una esposa que siempre parecía a punto de aullar) que le había hecho tan difícil la vida profesional a Darlene Lilley en el último año. Y por supuesto, aunque el Equipo ejerciera la debida presión mediante votación sobre Alan Britton para que este echara a Robert Awad y luego, aun en el caso de que (y sería harto improbable) el rotundamente vulgar Terry Schmidt fuera elegido y exitosamente promovido ante el resto del escalafón superior del Equipo ∆y como sustituto de Awad, la posición de Dtor. de Inv. en realidad no comportaba nada más significativo que la supervisión de dieciséis Investigadores de Campo que eran simples piezas como el propio Schmidt, además de llevar a cabo orientaciones desganadas para los nuevos empleados, además, por supuesto, de supervisar la compresión de los datos de los GDO en diversos totales estadísticamente diferenciados, todo lo cual se hacía con software comercialmente disponible y no comportaba nada más significativo que añadir gráficas a cuatro colores y un montón de jerga llena de siglas diseñada para hacer que una investigación que cualquier alumno de secundaria mínimamente competente podría haber dirigido pareciera sofisticada y relevante. (págs. 57-58)


Por lo que a mí respectaba, yo empecé a tener pesadillas sobre la realidad de la vida adulta tal vez ya a los siete años. Ya por entonces sabía que los sueños tenían que ver con la vida y el trabajo de mi padre y con el aspecto que tenía cuando volvía a casa del trabajo al final de la jornada. Siempre llegaba entre las 5.42 y las 5.45 y normalmente yo era el primero en verlo entrar por la puerta delantera. Lo que ocurría seguía una rutina casi coreográfica. Entraba ya girándose a fin de empujar la puerta para cerrarla detrás de sí. Se quitaba el sombrero y el abrigo y colgaba la chaqueta en el armario del vestíbulo. Se aflojaba la corbata enganchándola con dos dedos, le quitaba la goma elástica verde al Dispatch, entraba en la sala de estar, saludaba a mi hermano y se sentaba con el periódico a esperar a que mi madre le trajera un combinado. Las pesadillas siempre empezaban con una panorámica de una serie de hombres sentados frente a escritorios en hileras dentro de un pasillo o una sala enorme y muy luminosa. Los escritorios estaban meticulosamente organizados en hileras y columnas igual que los pupitres de un aula de la escuela R.B. Hayes, pero aquellos escritorios se parecían más a las mesas grandes de metal gris que los profesores tenían al frente de las aulas, y había muchas, muchas más, tal vez cien o más, todas ocupadas por hombres con traje y corbata. Si había ventanas, no recuerdo haberlas visto. Algunos hombres eran mayores que otros, pero aun así eran obviamente adultos: gente que iba en coche, que solicitaba cobertura sanitaria y que bebía combinados mientras leía el periódico antes de la cena. (págs. 129-130)

Si hay una característica, un adjetivo, que se desprenda de estos relatos de extensión dispar (de las 78 páginas de Señor Blandito a las 4 de Encarnaciones de niños quemados) es, tal vez, la deshumanización del individuo, de la que suele ser plenamente consciente, pero, a la vez, no puede evitar. La lucidez no resulta freudianamente curativa, ni mucho menos. En nuestras sociedades, en la que la posmodernidad ya parece un concepto anacrónico, el adjetivo que plantea la filósofa Marina Garcés se muestra con la solidez de la evidencia una vez que lo conocemos: póstuma. La nuestra es una sociedad póstuma. Los personajes de las narraciones de Wallace (narraciones que no son jardines sino selvas de senderos que se bifurcan en mil direcciones) no contemplan un futuro, sino que se limitan a preguntar "¿Hasta cuándo?" Incluso hay personajes póstumos.


El psicoanalista al que vi era buen tío, un tipo mayor corpulento y fofo con un enorme bigote pelirrojo y unos modales agradables y más bien informales. No estoy seguro de acordarme muy bien de cómo era cuando él estaba vivo. Era un tío que sabía escuchar, y parecía interesado y comprensivo de una forma un poco distante. Al principio sospeché que yo no le caía bien o que se sentía incómodo conmigo. Creo que no estaba acostumbrado a pacientes que ya sabían cuál era su verdadero problema. También era un poco pesado con las pastillas. Yo no quería tomar antidepresivos, simplemente no me veía tomando pastillas para ser menos fraude. Le dije que, aunque funcionaran, ¿cómo iba a saber si el responsable era yo o las pastillas? Para entonces  yo ya sabía que era un fraude. Ya sabía cuál era mi problema. Simplemente parecía que no podía dejar de serlo. (págs. 175-176)

El autor, además, es capaz de desplegar estilos diferentes según sea la naturaleza del relato. Una capacidad (algunos dirían camaleónica) de integrar la forma con el contenido, de tal modo que, aun conservando ese aire de familia propio de un estilo singular, con sus digresiones dentro de digresiones y sus notas a pie de página, nos encontramos tanto con un relato de estilo glacial en el que se relatan la vida de un ejecutivo de marketing como con uno de sabor convincentemente etnográfico sobre un niño-oráculo, con el mundo interior de un escolar que fantasea con historias inventadas mientras delante de él comienza a desplegarse una tragedia, o con las pesadillescas visicitudes de un hombre casado frente al síndrome del nido vacío.

Hay, respecto de esta versión al español (traductor: Javier Calvo) algo que me molesta: la acumulación de adjetivos y adverbios delante del nombre, que en inglés es más o menos natural y en español resulta extraña, como, por ejemplo (me lo invento) "la extrañamente ruidosa manera de comer" o "el intrépidamente petulante deseo de ser quién no era". Cosas así. Se admiten sugerencias, pero yo propongo, por ejemplo, transformar el adverbio en adjetivo: "La extraña y ruidosa manera de comer", o cambiar el orden, o transformarlo en una oración de relativo: "Una manera de comer que era extrañamente ruidosa", etc. Mis habilidades de traductor ya están oxidadas, así que las/os lectora/es versados en estos menesteres que den, por favor, un paso al frente.

Hay escritores/as diferentes, en el sentido de que uno es consciente, mientras lee, que nos están haciendo ver las cosas, las personas, el mundo, de otra manera. No es el contar solo una historia de manera más o menos coherente o eficaz. Es aportar un ángulo, o si quieren, unos cuantos matices (busquen las ideas, busquen el estilo) que consiguen que agucemos nuestra visión de las cosas. Es esa ampliación de nuestro horizonte mental tanto hacia afuera como hacia adentro lo que distingue a los escritores que marcan huella. Es decir, es la literatura que molesta y que perturba. Que nos persigue cuando caminamos por pasillos sombríos y también por soleadas avenidas. Cuando nos quedamos boca arriba en el sofá y nos negamos a hacer nada que nos entretenga. Esos raros momentos en que nos permitimos estar y sentirnos solos.  Estoy convencido de que David Foster Wallace es uno de estos autores.

Es quizá por eso, por el encuentro con esta literatura, por lo que uno se indigna ante las desmesuradas pretensiones de tanto fraude literario o intelectual en esta España, en esta Canarias, que nos ha tocado sufrir. Ante tanto conformismo y ante tanta mezquindad. Ante tanta miseria moral.






P.D. También es MUY recomendable, al menos yo la recomendaría a mis amigos, Conversaciones con David Foster Wallace, si quieren saber más de este autor y su discurso literario. Aquí, una reseña.