viernes, 24 de febrero de 2017

'La voz melodiosa', de Montserrat Roig

Como ya habrán constatado, como reseñador avispado me gusta estar al tanto de las novedades editoriales, leer la oportuna entrevista a la escritora de moda o esperar con ansia fronteriza con la mansedumbre el fallo del premio literario de turno. Si un reseñador no se esfuerza por conocer los pormenores de la vanguardia artística y editorial, ni es reseñador ni es nada.

Es por ello, en lógica consecuencia, que mi reseña se ocupa en esta ocasión de una novela publicada en 1987 de una escritora que murió en 1991: La voz melodiosa, de Montserrat Roig. La traducción del catalán estuvo a cargo de José Agustín Goytisolo y Julia Goytisolo Carandell. La periodista y escritora Rosa Montero escribió el prólogo, por si eso le importa a alguien.







Para quien no le suene de nada o sea joven (no me incluyo en esto último), la escritora fue todo un personaje público, político y literario desde la época de la transición democrática hasta su muerte, sobre todo en Cataluña. Para lo demás, Wikipedia y buscadores de Internet.

Vayamos con La voz melodiosa, pues.

La novela tiene una primera parte muy interesante, digamos hasta el capítulo IV. Hasta ahí, el narrador omnisciente nos cuenta la historia de  un niño educado, profesores/as privados mediante, por su abuelo. Su madre murió un par de meses después de nacer él, sin padre conocido. El abuelo toma la decisión de educarle en casa por dos razones: a) El mundo tras la victoria de las tropas de Franco en Cataluña no merece la pena; y b) El niño, al parecer, es muy feo.

Creo que no revelo nada que no intuya el lector tras ver la portada del libro. En todo caso, al leer la novela se ve que tiene más peso la razón a) que la b), pues feos somos muchos y tampoco es razón suficiente para que nos encierren sin salir. El abuelo es un burgués catalán, no sé si representativo, con dinero suficiente para tener criada, un piso grande en Paseo de Gracia y muchos profesores/as particulares como un poeta, un astrónomo armenio, una traductora y una profesora de piano francesa, entre otros muchos. 


A los seis años, Alpargata conocía ya todos los quehaceres de casa. Pensaba que el olor a cerrado era un olor normal y que todas las casas eran oscuras y silenciosas. Nunca preguntaba de quién eran los pasos que llegaban desde la escalera, ni tampoco por qué se oían ruidos de la calle. Creía que la vida era silencio y oscuridad. Su mundo existía muy lejos de allí, y quizá algún día lo conocería. Eran las mil leyendas que le había contado Dolors, los mil romances tristes que le había cantado. Sin moverse de la casa, había recorrido todo el país cabalgando veloz sobre el caballo del Conde Arnaldo.


-Vivimos en una época, querido amigo -dijo el abuelo al poeta-, en la que sólo la forma nos podrá salvar de la estulticia que nos rodea. La forma es un estilo de vida. Eso y no otra cosa es lo que quiero que le enseñe a mi nieto. Usted le hará leer las grandes obras de nuestra literatura, pero ni hablarle de la prohibición. Aquí no se ha perseguido a nadie y nuestra lengua ha permanecido intacta. El chico, desde niño, ha oído la música de nuestras palabras, su ritmo interior. Lo que Joan Maragall llamaba "la palabra viva"... Se trata de salvarlo de los males exteriores mediante el lenguaje poético, usted ya me entiende. Y ahora, tómese una copita de coñac, que no le sentará tan mal como el aguardiente. Hemos de brindar por el éxito de su labor pedagógica.



Puede, quizás, leerse la figura del abuelo como el trasunto de la pequeña o mediana burguesía catalana cuyos valores declinaban y que, por tanto, opta por refugiarse en un mundo interior estetizado un tanto asfixiante. Quién sabe la de artículos filológicos que se habrán escrito al respecto. En todo caso, la riqueza del vocabulario, la fluidez del estilo y la delineación de los personajes resultan más que convincentes. Sin embargo, a partir del último capítulo de esa primera parte, aparece, de improviso, una nueva narradora. Pero esta voz que habla en primera persona no tiene su correspondiente personaje. No sé si es un error o si he pasado algo por alto. En mi opinión, nada se hubiera perdido si se hubiera optado sólo por una de las dos voces. O, para ser generosos, si la polifonía resultaba imprescindible según el plan de la autora, que la hubiera ejecutado de otro modo. Uno no puede evitar la sensación de que estos cambios no fueron el fruto de un plan meditado, sino de un descuido, o de falta de concentración. O de ambas cosas.

En la colina nos íbamos a reunir con el resto de la manifestación. Nos advirtieron que teníamos que subir hasta la cima donde estarían los demás, nos aseguraron que había centenares de personas, quién sabe si miles. Los cuatro enfilamos por un atajo.Como una imagen tópica parecíamos aguiluchos a punto de levantar el vuelo. Virginia y Juan Lluís caminaban cogidos de la mano y Mundeta rozaba el hombro de Alpargata. Teníamos la lengua de trapo por la borrachera del día anterior, pero las piernas no nos temblaban.

(La cursiva es mía)

A mí es que no me cuadra. Si "los cuatro enfilamos" (primera persona del plural), ¿como se puede enumerar a esos cuatro como si no fuera ninguno de ellos? ¿Quién habla entonces? ¿Quizá esa narradora toma una "distancia" con respecto de sí misma? Si es eso, no funciona. Y así en más ocasiones.

Aparte de eso, en mi opinión la trama flojea en esta segunda parte: hay crítica política, crítica social, crítica de la burguesía, crítica de los jóvenes izquierdistas que no lo son tanto, etc., lo que está bien y celebro con entusiasmo, pero no cuaja. Como si la obra se hubiera ejecutado demasiado deprisa, con un aire, además, de reminiscencia personal que no se ha transmutado bien literariamente. 

Además, hay cierta insistencia en indicarnos el momento clave de la obra (la colina y el pozo) que llega a hacerse irritante, y que llegado ese punto no es para tanto. También hay algún análisis de personajes no demasiado atinado, en plan "he sufrido mucho y no volveré a ser la misma" y tal. El placer de la lectura de (casi) toda la primera parte desencadena unas expectativas que luego se defraudan, lo que lamento. 

El personaje central, Alpargata, es potente, aunque casi podría decirse que más interesante resulta el abuelo. En cambio, sus compañeros de Universidad aparecen más desdibujados, aunque esa voz sin filiación se empeñe en mostrarnos sus más íntimos pensamientos, que tampoco dan para mucho. Quizá la intención de la autora era mostrarnos así su superficialidad, su compromiso de poco calado, su juventud impostadamente irreverente, pero lo dudo. Puede leerse el final en clave de moraleja: el despertar de un sueño, cada cual del suyo, y enfrentarse a una realidad traumática. Dejémoslo así.

Conclusión: se lee con interés hasta el final. No es poco; tampoco es demasiado. 






jueves, 16 de febrero de 2017

Estado de la cuestión y alguna cosa más

A la espera de nuevas lecturas y sus correspondientes reseñas, he decidido compartir con Vds. una breve reflexión sobre la tarea del reseñador bloguero. Con estas trece primeras novelas, me he dado cuenta de que el trabajo del reseñador literario es más duro de lo que parecía en un principio. ¿Por qué? Pues porque me identifico con aquel personaje de Ampliación del campo de batalla que decía: "Ojalá se me hubiera dado una vida sólo para leer" (ya me perdonarán la tilde en sólo, pero soy de la generación del Spectrum 48k, y esta madurez se plasma en que hay pequeñas batallas que uno no deja de librar, aunque transija de vez en cuando). No sabía entonces, pero sí ahora, que el reseñador no sólo lee libros buenos, no sólo lee libros de los que se convence que son buenos so pena de caer en el ostracismo del mal gusto, sino que por fuerza lee libros mediocres, malos y aún peores a los que jamás se habría acercado de otro modo. Llámenle a eso olfato o, si quieren, pre-juicios.

En todo caso, estas trece reseñas dan cuenta de libros cuya calidad, a mi entender, es de lo más dispar. Eso sí, los autores masculinos son abrumadora mayoría (12 a 1). Espero compensar esa proporción en los próximos días. Haciendo otra división, esta vez étnico-comunitaria, se puede ver que 7 corresponden a autores canarios, 3 a rusos, y 1 a un canadiense, a un austriaco y a un checo. Esa era mi intención desde un principio: dedicarle especial atención, pero no exclusiva, a la literatura escrita por canarios.

El balance es desalentador. Si excluimos, por considerarlo ya un clásico a Alonso Quesada, nos queda que, de los autores canarios reseñados, sólo Luis Junco, con su Entrelazamientos, da la talla. Las razones ya las he explicado en su reseña correspondiente. Sin ser una obra maestra, que no lo es, sí es una novela digna de ser leída. No puede decirse lo mismo de El sepulcro vacío, de Cecilia Domínguez, que, además de adolecer de una estructura confusa y de errores de incardinación temporal de la trama, suscita un aburrimiento insuperable. De hecho, es la única que no he terminado, una vez que reconocí que constituía una tarea superior a mis fuerzas. Por otro lado, Las calmas aparentes, de Federico J. Silva y La otra vida de Ned Blackbird, de Alexis Ravelo aspiraban a ser algo. Sin embargo, no han entrado en el reino de la ontología, sino que se han quedado en la cuneta de la historia. Seguramente hay destinos peores. Vs, de Sergio Barreto es una historia que sabe a ya leída muchas veces, y su estilo irrita que da (dis)gusto. Por último, de El tren delantero, de Emilio González Déniz, ya he señalado que es una tomadura de pelo completa. Debería estudiarse en la Universidad como ejemplo de escritura torpe y pretenciosa. Ya la primera frase le pone a uno el corazón en un puño: "Mi manera de vivir se aleja mucho de lo que se acepta socialmente". Joder, que estamos en 2017 (2016 cuando se publicó la cosa).

Hago constar que estas reseñas no implican un juicio a su trayectoria. Son críticas a una obra concreta, y me he esforzado por señalar y argumentar tanto sus defectos como sus virtudes. Que en algunos casos la novela (o lo que sea) suponga una nueva cima literaria o un desgraciado baldón es responsabilidad casi exclusiva de ellos/as.

Todos estos autores disfrutan de (cierta) fama y han ganado/recibido numerosos premios, seguramente por su obra anterior. Alexis Ravelo, por ejemplo, goza de reconocimiento nacional por sus novelas negras. Emilio González Déniz posee premios de todo tipo y disfruta de la admiración de numerosos seguidores. Cecilia Domínguez Luis, que es Premio Canarias 2015; Federico J. Silva, que ha ganado el premio Tomás Morales y el Ciudad de las Palmas de poesía, por lo que he leído; y Sergio Barreto (premio de novela Benito Pérez Armas, entre otros) son reconocidos poetas que en sus ratos libres se dedican a la prosa. Quizá el autor menos popular es, curiosamente, Luis Junco, aunque también ha recibido premios, etc. Con sus más y sus menos, todos han disfrutado en una época u otra del calor institucional en forma de patrocinios, cursos, conferencias, ediciones, etc. Lo cual no es necesariamente malo.

Quizá es difícil ser un/a escritor/a rebelde y vivir de la escritura. Quizá es que las administraciones públicas son entes neutros que apoyan la Literatura por su valor intrínseco (cualquiera que sea). Quizá es que cuando arrecia la vanidad, desaparecen los escrúpulos. Sin premios, además, parece que no eres nadie. Soy de la opinión que depender de los caprichos del concejal/consejero de turno no puede ser bueno para el artista, pero quizá estoy equivocado. Al igual que tampoco me parece saludable carecer de amigos que te señalen cuándo escribes tonterías o de un familiar jocoso que te ridiculice cuando crees que eres la leche.

Insisto en que habría que preguntarse por la razón de ser de los premios. En especial,de los premios otorgados por las administraciones públicas. Nadie los cuestiona, y ahí están todos esos artistas que por la mañana levitan entregados a la creación y por la tarde se pegan hostias por conseguir el premio de marras. O esos que una vez que lo han ganado/recibido, suspiran y exclaman, entre aliviados y enfadados: "¡Me lo merecía!" o "Ya era hora". 

Asimismo, creo que cualquier reseñador/a con un mínimo de honradez debería tomarse en serio su tarea. Debería darse cuenta de que si la gente lo/la lee es porque espera un guía: alguien que, con su sincera opinión, ya sea por tiempo, lecturas o estudios sea capaz de hacer juicios y de argumentarlos. Lo que no puede ser, lo que es escandaloso, lo que resulta indignante, es que el/la reseñador/a mienta. Que, además, hurte al lector la información de que es amiga del escritor o su primo hermano, o que pertenece al mismo sello editorial, o que le debe un favor, etc. O, simplemente, el miedo a quedar mal. Hacer que el lector acuda engañado a la librería a comprar el librito recomendado es, simplemente, de sinvergüenzas.

Qué triste todo.








viernes, 10 de febrero de 2017

'La otra vida de Ned Blackbird', de Alexis Ravelo

No deja de ser curiosa la insistencia con la que se resalta que uno de los escritores más populares de novela negra en Canarias y quizá de España, y asimismo gran defensor del género, se pase a otro, el "fantástico", según El Paíso, de acuerdo con el mismo Alexis Ravelo, el del "terror metafísico".

Muchas reseñas también dan cuenta de este cambio, por lo que uno no es capaz de discernir si es mera descripción, sentido elogio o puro alivio. El caso es que en una se habla de "prosa depurada" y que la novela representa "un homenaje a una generación de escritores que llenaron el tiempo libre de un país en una época en la que la televisión aún no reinaba en los hogares. También a la lucha de las mujeres por tomar las riendas de su propio destino y encontrar su lugar en un mundo de hombres. Y al amor, un amor no necesitado de ataduras ni convencionalismos para ocupar un lugar central de la vida". Ahí es nada. En otra también se dice que el autor "cambia radicalmente de estilo", que construye "una matrioshka perfecta", que es "metaliteratura", también que es un homenaje "a los escritores que decidieron publicar su obra bajo un pseudónimo". En una última, se subraya el "tono original" y que esta novela hará que no se le encasille "como autor de género". Quizá los reseñadores han hecho caso a la contraportada, que nos señala que la novela "conjuga lo fantástico, lo metaliterario y lo intimista, en un juego de espejos que indaga en algunos de los temas clásicos de la literatura: la memoria, la creación artística, el amor, el erotismo o el poder de la palabra". 

Por si fuera poco, en su momento el propio escritor decidió, ¡quién mejor que él!, explicar las motivaciones, orígenes y propósitos de esta novela. Eso sí, nos advierte de que volverá "a las novelas de semen y de sangre". No vaya a ser que por miedo a quedar encasillado, le desencasillemos demasiado. También ha aparecido en la tele para volver con el dichoso homenaje (segundo 29). Y aquí.

Es duro querer ser como Pynchon. 



Siempre me ha parecido una estupidez, pero esto ya es una fobia particular, que se le pregunte en un medio de comunicación a un escritor sobre una novela suya. ¿Qué va a decir? "Hombre, me ha parecido flojita, porque los personajes no están bien delineados y tal, ya sabes, la editorial quería que sacara la novela y bueno..." O: "Bueno, la trama la copié de una de Harry Potter, pero cambiando los personajes". En fin. Además, normalmente, el periodista que pregunta no es nada incisivo, sino que, lastrado por su desinterés y amparado en los tópicos de su profesión pregunta cosas  como "¿Qué hay de Vd. en la novela?" o "¿Es esta novela un homenaje a los escritores anónimos? ¿Una crítica al capitalismo?", y cosas igual de desalentadoras. Todo un personaje, el del/la periodista de Cultura.

En Literatura, y en la tan famosa industria cultural, todo pasa por la promoción, según parece. Si hay que salir por la TV hablando de la profundidad de la novela, pues se sale. Si hay que participar en tertulias insufribles hablando de lo que sea (y de la novela también), pues se habla. Si que hay conceder entrevistas hablando de metaliteratura y de la necesidad de la crítica literaria, pues qué coño, pa'lante. Visto lo anterior, debería presumirse que todo el mundo ha oído hablar de La otra vida de Ned Blackbird, y muchos incluso la habrán leído, en particular los/as reseñadores/as. Respecto de éstos, salvo que me indiquen alguna excepción, no he encontrado más que un consenso maravillado. Así pues, da la impresión de que esta novela debería haber convulsionado el panorama literario canario y español.

En realidad, no.

En fin, esta no es una reseña específica sobre reseñas ni sus perpetradores, que tampoco estaría mal. Por ejemplos anteriores, hemos visto que el mundillo reseñador en Canarias (y el de España, en general) es lamentable, por no decir algo peor. Ya lo hemos visto con El tren delantero, que ha proporcionado más baba y enseñado más morro de lo que parecería creíble. Como ya se ha señalado en otros lugares, el problema de reunir en una sola persona el ¿arte? de escribir novelas (o teatro o poesía, lo mismo da) y la ¿manía? de escribir reseñas de novelas como actividad (¿principal? ¿secundaria?) consiste en que uno sienta la tentación, no siempre de manera inconsciente, de no criticar demasiado al colega escritor, no vaya a ser que éste le critique a uno cuando toque. Así es la vida y así son los negocios. Y la amistad también, que es lo más precioso que hay en el mundo, junto con los gatitos, los pijamas de osos y la canariedad.


LA NOVELA

Confieso, y espero que no se me lapide por ello, que esta es la primera novela que leo completa de Alexis Ravelo. Una vez lo intenté con Noche de piedra, pero no pasé de la quinta página. Es probable que tuviera un mal día, porque las novelas de Ravelo cuentan con un nutrido grupo de fieles y entusiastas seguidores. A diferencia de los reseñadores, los lectores suelen ser sinceros, y extremistas en sus juicios. Así que, casi puro y virginal, acometí la lectura de La otra vida sin esperar trama detectivesca alguna, tampoco mujeres fatales, ni investigadores privados de voz quebrada por el alcohol, ni asesinos a sueldo, ni sexo sucio ni limpio. Ni falta que hacen, ¿verdad?

Pues bien, La otra vida de Ned Blackbird ha conseguido cabrearme. Y una novela me cabrea cuando abunda lo siguiente:

a) Frases manidas, expresiones tópicas, pasajes tediosos o banales.

b) Alusiones literarias o artísticas continuas para demostrar que el autor posee muchas lecturas y que tiene gusto musical.

c) Trama inverosímil o incoherente.

d) Tomaduras de pelo que desembocan en la Gran Tomadura de Pelo.

El mero aburrimiento no me enfada, aclaro. Sólo me hace abandonar el libro y dirigirme hacia el ocaso mientras silbo Del barco de Chanquete, no nos moverán.

Antes de proceder con a), b) y c), debo subrayar que La otra vida no cae en d). Eso, por ahora, sólo lo he sufrido con El tren delantero, que es una tomadura de pelo como no había leído antes, agrandada por sus reseñadores/as-amigos/as, que se han tomado tan en serio los panegíricos que pareciera que González Déniz ha mejorado a Yourcenar y a Woolf en estilo literario y en feminismo militante.

En fin, vayamos con a): No sé muy bien qué se quiere decir con "prosa depurada": ¿escribir como Hemingway? ¿Matar a Borges? Quizá se trate sencillamente de eliminar adjetivos que suelen ir adosados a nombres o de adverbios a verbos. En tal caso, no me arriesgaría yo a llamar "depurada" la prosa de Ravelo en esta novela.

Ejemplos:

(...) donde estaba instalado el Café Oriental, regentado por doña Paula, una mujer afable y sencilla, experta en el arte de fidelizar a la clientela sirviéndose de buena conversación, precios razonables y las mejores sopas de ajo de toda la comarca. Y, en el Oriental, tampoco tardó en descubrir a Lucía y sus costumbres de lavanda.

"Fidelizar", "precios razonables", "sopas de ajo" y "costumbres de lavanda" nos alertan de que algo muy aburrido está ocurriendo. Pero sigue:

Carlos no era un ligón de bar; creo que es importante aclarar este punto. Simplemente, Lucía le resultó agradable desde el principio, como una ventana abierta al sol en la pared de un lóbrego cobertizo. Por eso le gustaba tomar en el Oriental el café de media tarde o ir por las noches a cenar. Además, Lucía y doña Paula eran personas amables y hospitalarias, lo cual, para alguien solo y un tanto aburrido, representaba una ventaja inestimable.

Efectivamente, el tedio comienza a aplastarnos en este párrafo. Uno se pregunta por qué íbamos a pensar que Carlos era un "ligón de bar" (como si eso fuera necesariamente malo) cuando nada nos lo había indicado hasta el momento. Y la imagen de la ventana en el "lóbrego cobertizo" resulta forzada y no le va a la escena. Pero que nada. Por no hablar de que despacha a dos personajes con dos adjetivos. Lucía más tarde tendrá algún desarrollo, pero no demasiado.

Otro ejemplo de información banal:

Parecía estar incubando algo, como solía decir su madre, porque sentía escalofríos y cansancio, con ese dolor de huesos característico de la gripe. Aún no tenía fiebre, pero estaba seguro de que le subiría la temperatura dentro de poco. Al día siguiente debía impartir clases, así que, al atardecer, resolvió quedarse en cama, tomar mucho líquido, encomendarse al paracetamol y conjurar al sueño con una novela de Sándor Márai.

¿En serio que era necesario el párrafo? Me temo que Lo de "tomar mucho líquido" y "encomendarse al paracetamol" no figurará en los manuales como ejemplo de estilo depurado.

Disponía de una hora libre antes de la clase con primero de Historia de la Filosofía y, en lugar de venir al despacho a prepararla, bajó a la cafetería y tomó sitio en la barra atestada. Antes de perorar sobre filósofos presocráticos, necesitaba glucosa. Por entre el griterío, logró hacerle entender al camarero que quería un café y un cruasán. El cruasán estaba pasable, pero pronto descubrió algo que ya sabemos todos en la facultad: que el café de la cafetería es lo más parecido al agua sucia. Como hacía siempre que debía advertirse algo a sí mismo, colgó en su mente un cartel que rezaba: A LA UNIVERSIDAD, LLEVAR EL TERMO.

Ya no es sólo la "barra atestada" ni que "necesitaba glucosa", es que no me importa cómo estaba el cruasán ni que se me confirme que el café era horrible. En las películas policíacas y de detectives, el café siempre es malo. Siempre. Lo sabemos, lo admitimos y nos desagradaría incluso que, por una vez, fuera excelente. Pero ya nos habían advertido de que esta vez Alexis Ravelo no había escrito una novela negra. Entonces, ¿por qué insiste con estos tópicos-relleno? 

Por otro lado, un poco más adelante, Carlos se encuentra "con la sonrisa de azahar de Lucía", mujer cuya melena "le lamía los hombros en una caricia de ébano". Al protagonista "le resultaba deliciosa la naturalidad de Lucía". Vamos con el empalago, ya que le gusta la chica. Y de repente:

-Joder, es como si tuviera una verbena en la boca -opinó. La risa de Lucía llenó el aire del local. 
-Más que una verbena, una orgía -observó, sin dejar de reír-. Yo no los había probado hasta que me vine aquí a hacer la carrera. Pero ahora soy una maldita adicta.

Vamos, como que al menos hay dos estilos o dos niveles de lenguaje. Uno cursi hasta el sonrojo y otro tabernario o presuntamente veinteañero. Y no mezclan nada bien.

Un último párrafo:

Todas las mujeres con las que se cruzaba hoy se convertían en su madre. Deseó estar siempre constipado,  para que lo cuidaran. Ana, acaso no sin razón, solía decirle que los hombres eran más quejicas que las mujeres; que su umbral del dolor, su capacidad de resistencia eran mucho más bajos; que se lamentaban enseguida y buscaban en la mujer más cercana a una madre que los cuidase.

Jamás había leído ni oído nada semejante. Me he quedado perplejo y he apuntado el comentario como "sabiduría popular". A veces, hacen falta segundas lecturas para reparar en que lo que se ha escrito fácil significa que se ha escrito mal.

Ahora con b)No hay ninguna ley que prohíba insertar en la novela todos los títulos de libros que uno ha leído y toda la música que uno ha escuchado (normalmente, clásica o jazz, que es lo más in o cool. Vamos, que es un must). Pero digo yo que deberían venir a cuento o, por lo menos, que no desentonaran. Pero en esta novela, de una manera similar a Vs., de Sergio Barreto, o en la infame El tren delantero, albergo la desagradable sospecha de que el autor no hace más que presumir. Y ya ven, me disgustan los presumidos, salvo que sean graciosos. 

No es el caso. 


De igual manera, procuraba que el piso fuera convirtiéndose en un lugar menos inhóspito. En esta tarea lo ayudaron su ordenador portátil, los libros que había podido traer consigo y un tablero de corcho que le hacía compañía desde sus tiempos de estudiante y donde fijó, con chinchetas, una cita de Pico della Mirandola, una postal que representaba os rabelos de Oporto, la tarjeta de una exposición de Óscar Domínguez y un folio en el que figuraba su cuadrante horario para ese año lectivo.

Unas semanas más tarde, cuando recibió por correo un libro obsequiado y firmado por Coltán, Ascanio lo entendió perfectamente, ya que muchos de los poemas eran caligramas. Tras recordar a Coltán, mientras el disco de Satie acababa y daba paso a las Escenas infantiles de Schumann, acompañadas, como aquel, por el incesante golpeteo de las teclas (...)


Mientras ella iba y venía entre la barra y el grupo de clientes, Ascanio pensó que era un gran necio. Se había comportado como un verdadero James Stewart, pero habría un Lubitsch -y mucho menos un Capra o un Ford- que le proporcionara una segunda oportunidad.

Me ahorraré la tortura de transcribir  más párrafos, pero sí les apunto que tales referencias aparecen en, al menos, 10 páginas. Pico della Mirandola, Sándor Márai, Schumann, Milorad Pavic, Marguerite Yourcenar, Boris Vian, Marguerite Duras y otros desfilan como una horda de zombis de The Walking Dead: sólo sirven para que el autor (protagonista mediante) se luzca.

Finalmente, c):

Vamos al grano. No puede ser que el protagonista, Carlos Ascanio, se traiga objetos de los sueños y se quede tal cual. O, hablando con precisión, que, tras dormir, algo del sueño aparezca al lado, en la cama, y no le cause mayor preocupación. En mi caso, habría crujir de huesos y rechinar de dientes, y una bajada de tensión como poco. A continuación, buscaría a toda prisa a una mujer para que me cuidara porque, como hombre, soy de natural quejica.

Vale la pena leer el párrafo del hallazgo onírico:

Un reloj de leontina, un camafeo, un cochecito de latón o unos quevedos se materializaban, en ocasiones, junto a su almohada o en la mesilla de luz, tras haber soñado con ellos durante la noche. Así de increíble. Así de simple. 
Le ocurría desde la adolescencia. Siempre en ocasiones en que dormía solo. Nunca cuando compartía lecho con Ana o con alguna de las pocas mujeres que hubo antes que ella. Naturalmente, al principio, con quince o dieciséis años, se hizo muchas preguntas acerca de ello. Dudó de su cordura, de sus sentidos, de la realidad. Pero con el tiempo fue asumiendo el asunto como una leve contrariedad que se daba de cuando en cuando, sin periodicidades ni mayores consecuencias.


Una "leve" contrariedad. Debe de ser lo de leve lo que me exaspera. Esto no obsta para que un poco antes se nos hubiera dicho que "no creía en la magia" y que "años de lectura (...) le habían confirmado en un ateísmo materialista que no dejaba de ser una fe como cualquier otra". El caso es que el hombre recibe regalos de los Reyes Magos del Sueño de vez en cuando: lo normal. Tranquilos, chicos, que lo bueno, lo incongruente, lo inverosímil no radica ahí.

Radica en que otra noche oye el tableteo de una máquina de escribir en el apartamento de al lado. Tras indagar un poquito, un par de días más tarde un vecino le sugiere que se ahorre el trabajo de fisgonear, que allí no vive nadie. También averigua que la única persona que tecleaba en una máquina de escribir en ese edificio (ya se habían pasado todos al portátil, según parece) era la anterior inquilina de su apartamento.

¡Tachán! Supermisterio. Ese sí, y no el de traerse una rosa de un sueño, no. ¿No se da cuenta el autor que es psicológicamente incongruente, narrativamente inverosímil? Habrá que esperar al final para que el autor pergeñe una solución.


Y esto solo en la primera parte.

En la segunda, nos encontramos con el mismo panorama, para qué cambiar. Las mismas expresiones manidas, ciertas descripciones banales, el mismo afán por presumir... Cierto es que se produce un avance en la narración. Se nos da a conocer la vida de Celia Andrade, la difunta, cuya presencia fantasmagórica tanto influye en el personaje, y que se dedicaba a escribir bajo pseudónimo (Ned Blackbird) novelas del Oeste. Y bueno, el narrador en cierto momento considera conveniente apuntar que el protagonista tuvo una erección imaginándose cómo tendría sexo esta mujer. 


En la tercera parte, Carlos Ascanio sigue husmeando en el diario de Celia, quién sabe si esperando nuevas erecciones. La voz del narrador, que al parecer es la de un colega de Carlos, y que lee el diario de éste, se entremezcla con él de tal manera que tenemos acceso a los sentimientos del protagonista, que a su vez nos cuenta las andanzas de Celia y, sobre todo, una relación amante-epistolar con un hombre, lo que nos interesa lo justo.

Esto del diario del diario debe de ser lo que unos llaman matrioshkas. En este punto, uno llega a la conclusión de que, más allá de la irritación que produce un estilo tan poco trabajado, de las escenas ya vistas alguna vez y del presumir de la cultura, hay un problema con el tono. El autor no ha sabido encontrarlo. Al igual que un orador carraspea antes de hablar y aún así es posible que le salga un gallo, o como un cantante cuya voz no le da para los agudos y se queda en los graves, así Ravelo narra en una frecuencia distorsionada. Dicho de otro manera, la narración suena artificial, suena inadecuada.

En fin, para abreviar, que la reseña ha quedado larguísima: la novela sigue y en la cuarta parte se desencadenan crisis, pasan algunas cosas que deben parecernos terribles a la par que ingeniosas. O meta-ingeniosas. Al final, nada es lo que parece y todo se entiende, hasta lo que parecía más inverosímil, que aun así lo sigue siendo a pesar del terror meta-físico o lo que quiera que sea. Pero ya hace tiempo que el desenlace carece de importancia. Y esto es así porque el autor no ha logrado convencernos. A lo sumo ha intentado, sin éxito, imponernos una historia y ha fracasado.

La otra vida de Ned Blackbird resulta fallida, tanto en el estilo como en la construcción de una trama que apenas se mantiene en pie y finalmente se derrumba sin gloria. Estoy convencido, sin embargo, de que son estas aventuras creativas las que contribuyen al desarrollo de la novela, entendiendo éste, parafraseando a Kundera, como la investigación de la complejidad existencial del ser humano. Sólo por esto, el autor merece cierta consideración. Sin embargo, en mi opinión, el resultado final no llega a la altura de su propósito. Ni de lejos.

















lunes, 6 de febrero de 2017

'Blanco sobre negro', de Rubén Gallego

Si comenzara esta reseña afirmando que la prosa de Gallego me recuerda en numerosos pasajes a la de Chéjov, podrían tildarme de exagerado. Especialmente, si han leído a Chéjov y, sobre todo, si, como yo, aprecian su prosa. Un Vanka tullido y aún más triste y desgraciado es lo que se me viene a la cabeza. A pesar de todo, aunque no lo hubiesen leído ni, todo es posible, tampoco les agradase su estilo, comprenderían que estaba elogiando Blanco sobre negro. Así es. 




La novela de Rubén Gallego se compone de reflexiones y fragmentos de su vida en diferentes orfanatos de la Unión Soviética. El tránsito de la niñez a la adolescencia, su, llamémoslo así, proceso de formación en una condiciones físicas terribles (parálisis cerebral que se sustancia en su caso en la imposibilidad de caminar o utilizar las manos: sólo era capaz de reptar) y en un entorno institucional (orfanatos, hospitales, asilos) que pasaba de lo insuficiente a lo deplorable. Sin embargo, Gallego prefiere quedarse con el lado bueno de sus circunstancias: su capacidad de resistencia, las amistades que iba forjando a lo largo de su tortuosa vida, la bondad de algunas personas como las niñeras o maestras, de sus compañeros de tribulaciones o de una estudiante española). Aquí y allá, Gallego nos muestra destellos de humanidad en pequeños actos como el regalo de una ración de comida, el compartir un chorizo, el cuidado de un perro, también tullido, como otros de auténtico espanto como el deambular de una rata gigante por los pasillos de un asilo o la frialdad con que la maquinaria institucional envía a personas como él a morir con ancianos, también abandonados a su suerte.


Cuando era muy pequeño soñaba con tener una mamá. Soñé con la idea hasta los seis años. Luego comprendí, o mejor dicho, me dijeron, que mi mamá era una puta de mierda y que me había abandonado. Me resulta desagradable escribir estas palabras, pero fueron los términos que emplearon.


Llegué a aquella casa de niños directamente de la clínica, donde durante dos años intentaron sin éxito ponerme en pie. El procedimiento era sencillo. Enyesaban mis piernas torcidas, luego cortaban el yeso periódicamente en determinados lugares, apretaban las articulaciones y fijaban las piernas en una nueva posición. Al medio año, las piernas quedaron rectas. Intentaron ponerme sobre muletas, vieron que era inútil y me dieron el alta. Durante el tratamiento, las piernas me dolían constantemente, yo no razonaba como es debido. Según la ley, todo escolar en la Unión Soviética tiene derecho a la enseñanza. Aquellos que podían asistían a las clases escolares de la clínica, el maestro visitaba al resto en su pabellón. A mí también me vino a ver un par de veces una maestra, pero al comprobar mi completo cretinismo me dejó en paz. A los maestros les daba pena aquella pobre criatura y en todas las asignaturas me ponían "suficiente". Así iba pasando de una clase a otra.


En el asilo lo colocaron en un pabellón con dos abuelos. Dos abuelos inofensivos. Uno, zapatero, hacía cola de pegar en un hornillo eléctrico; el otro, un terminal, casi no se enteraba de nada, de su cama caía la orina. A Seriozha no le dieron muda. Le dijeron que los pantalones se cambiaban cada diez días. Seriozha se pasó tres semanas en el pabellón sumergido en el olor a mierda y a cola de zapatero. Se pasó tres semanas sin comer nada, procurando beber lo menos posible. Atado a su bolsa de orina, no se atrevió a arrastrarse desnudo hasta el exterior para ver por última vez el sol. Murió a las tres semanas. Al cabo de un año a ese asilo me habían de llevar a mí. Serguéi tenía manos, yo no.

La vileza humana carece de límites, pero en sus intersticios florece también la solidaridad, y junto a ella la esperanza. Gallego ha sido afortunado en sobrevivir, y su novela no sólo es testimonio de la hipocresía de una moral utilitarista disfrazada de hermandad socialista que despreciaba a los inútiles y en la práctica los condenaba a muerte. También lo es de la fuerza que puede albergar un ser humano. Él ha vivido para contarlo, cuando todas las apuestas estaban en su contra.

Me sacaron del autobús con la silla. A pesar de todo, yo era un minusválido privilegiado. Los que abandonaban el orfanato no tenían derecho a tener una silla de ruedas. Los llevaban a los asilos de ancianos sin silla, los depositaban en la cama y allí los dejaban. Según la ley, el asilo estaba obligado a proporcionarle otra silla de ruedas en el curso de un año, pero eso era según la ley. En el asilo de ancianos al que me llevaron sólo había una silla de ruedas. Una para todos. Aquellos que podían montarse en ella desde la cama paseaban en la silla por turnos. El paseo se limitaba al porche del internado.

En cuanto a la prosa de Gallego se caracteriza por frases cortas, punzantes. Párrafos intensos, también, normalmente, de pocas frases. No es amigo de largas descripciones. La intensidad del sufrimiento y de la alegría la expresa con contundencia, pero con sobriedad. La lectura es sencilla, por si eso resulta valioso para quien lea esta reseña; la repercusión en la conciencia se mide por la reflexión que nos genere, y no creo que yo constituya una rareza si digo que es honda y duradera. De repente, volvemos a apreciar el valor de la bondad en las pequeñas cosas y a los más perjudicados en esta lotería trucada que es el mundo. 

Eso sí, como objeción en el plano narrativo podría aducirse el abrupto paso de su adolescencia, justo cuando estaba en un asilo tenebroso, a su estancia en Estados Unidos con su mujer. Algo se ha omitido por el camino, se tiene la impresión de que algo importante se nos ha escamoteado. Lo cual quiere decir, por otro lado, que uno podría haber seguido leyendo sin tregua doscientas páginas más de sus aventuras y desventuras. 

Toda una historia, sin duda.