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viernes, 23 de febrero de 2024

Censura y cancelación en la cretinoesfera

Sin ánimo de sentar cátedra sobre nada, pero sí, al menos, de desarrollar por escrito, aun de modo breve, distintas ideas sobre la censura, la cancelación y otros conceptos, a raíz de la pequeña polémica en la esfera pública canaria suscitada por la retirada de un artículo de Elsa López en un periódico digital, voy a intentar engarzar lógicamente argumentos contra la idea de que toda censura o revisión es ínsitamente injusta o antidemocrática. No pretendo escribir de la evolución o degradación del espacio público ni del modelo periodístico español (eso daría para un libro, al menos, y ya hay muchos al respecto).

Es, asimismo, una respuesta, sin ánimo de exhaustividad, a la intervención de Andy Tirzo en la página del Facebook del Polillas, que a continuación reproduzco:


"A mi irrelevante parecer, lo único escandaloso aquí es la censura, no la calidad, ni el tono ni el fondo de un artículo de opinión. Hoy en día demonizamos el exabrupto y el insulto mientras normalizamos la violencia física sin miramiento. Sin ir más lejos en esa sección de Canarias Opina, junta letras un personajillo de cuyo nombre no quiero acordarme que fue condenado por agredir a una mujer y que se explaya con comentarios machistas por digitales varios del Archipiélago. Para esos, hay barra libre en ese mismo medio, lo cual llama la atención siendo el director pareja de quien es. Me preocupa también que se haya insinuado que el medio donde escribe Armas Marcelo (persona por la que siento cero querencia) debería tal vez moderar o revisar o controlar (no recuerdo el término) lo que escribe a colación de unas burradas que profirió contra un biógrafo de Camus. Por favor, no podemos demandar censura en estos tiempos de violencia planetaria, la palabra, es la puta palabra, lo que nos distingue como especie, y en ocasiones un insulto o un exabrupto hacia la cretinosfera del malgusto y la grosería (cuando no contra personajes verdaderamente acreedores de unos cuantos epítetos a tiempo) vienen más que a cuento, joder, hostia, me cago en... (ves como me autocensuro por miedo). Hemos perdido mucho callo, estamos tod@s muy blandit@s y muy curitas señalando de manera interesada siempre dónde están los límites de la libertad de expresión, unos límites que marcan cuatro fascistas y tres apóstoles de la infraderecha mediática (antes izquierda), ¿Creen que Carlos Sosa es alguien para censurar, para infantilizar paternalistamente a Elsa López, para tirarle de las orejas, para darle lecciones de escritura y moral? Por favor. Sirva esta reflexión ramplonamente redactada, como mi pequeño exabrupto invernal. Y pensemos en los siniestros peligros de la censura y en cómo muchos falsos injuriados del mundo de la política en especial utilizan el honor y al poder judicial para callar bocas incómodas y de paso ganarse unos duros sentando presuntos lenguaraces y artistas en el banquillo sin que nadie se atreva a pronunciar palabras como extorsión o violencia institucional o violencia estatal o violencia judicial, cosas de las que el director de Canarias Ahora debería haber aprendido bastante, o al menos ser un poquito más coherente ahora que habla (y creo que con razón) de lawfare en una situación que no se la deseo ni a él.. Por cierto, se habla mucho de amnistía, ley que a mí no me afecta que aprueben, poco que objetar, pero opino que derogar la Ley Mordaza, esa ignominia a la que le ha acabado cogiendo gustillo la infraderecha, es mucho más urgente y prioritaria para todo el que vive en esta esquilmada piel de burro, aka, España. Buona domenica..."


En primer lugar, considero que es una contradicción evidente quejarse de una esfera pública degradada (en feliz término,"cretinosfera"), en la que, según mi interlocutor, abundan "el mal gusto y la grosería", y al mismo tiempo considerar que no debería criticarse un artículo que contiene una buena cantidad de insultos y que apenas da cabida a argumentos.

¿Y por qué le parece que no se deberían criticar estos malos artículos? Mi interlocutor afirma que, si bien criticamos determinado uso de la palabra, no hacemos lo mismo con la violencia. Bien mirado, pienso yo, no tiene nada que ver criticar determinado uso del lenguaje con criticar o no la violencia física. Se pueden hacer las dos, una de las dos, o ninguna. Es decir algo así como "no se empeñe Vd. en hablar de la mala calidad o de la deficiente argumentación de un texto cuando están matando a gente ahí fuera", o algo similar. En rigor, sería una falacia, la del cambio de tema. En un contexto habrá que criticar el estilo y el contenido de un texto y, en otro, de la violencia machista, policial, israelí, rusa o de Hamás. Quizá, en un tercero, de las relaciones entre unos y otros si se puede demostrar su continuidad. Sería, por poner otro ejemplo, como reprocharle a un guardia civil que le ha pillado conduciendo borracho y de manera temeraria, que en vez de detenerle y multarle debería estar persiguiendo atracadores de bancos. Una cosa es una cosa y otra cosa, otra. 

Es más, podría yo, devolverle su postulado, y reclamarle que, en vez de criticar mi recomendación de que los medios revisaran los textos de sus columnistas (ya sea por confirmar que tienen una mínima calidad argumentativa, como ese lamentable artículo de Armas Marcelo, y así evitar el menoscabo de su prestigio, si es que lo tiene), debería centrarse, tal vez, en el peligro que supone el deshielo de los casquetes polares, que amenaza con cambiar la fisonomía planetaria y la vida de los seres humanos en un tiempo relativamente breve. No tienen nada que ver los dos asuntos, como es palmario, por muy importante que sea el segundo.

Ya que estamos, saco a colación que muchos nostálgicos de un idealizado mundo pasado suelen quejarse con amargura de que progres y wokes en general confunden la vida privada de un autor (normalmente, hombre) con su obra. Por ser Picasso (un ejemplo) un hombre que trataba fatal a las mujeres no hay por qué "cancelarlo", o lo mismo con Céline, conocido filonazi, y tantos otros. Muy bien: la obra de un artista puede rebosar calidad por sí misma, y podemos apreciarla sin que tenga que devaluarse por, digamos, la maldad o la perversión de su autor. Otra cosa es endiosar a estos mismos hombres hasta tal punto que todo lo que hicieron pareciera que había sido tocado por una divinidad, que es lo que viene sucediendo desde el Romanticismo (la figura del artista como genio) y que se ha visto exacerbado por la industria cultural. Así, y aquí volvemos a nuestro interlocutor, un columnista puede haber sido condenado, si tal es el caso, por violencia de género o por cualquier otro delito que eso no necesariamente tiene que verse reflejado en una deficiente exposición de los argumentos que emplee en un artículo periodístico. En resumen, se puede ser un cabrón en privado y escribir buenos artículos. Asimismo, ser una persona excelente y escribirlos pésimos. Ojalá todo fuera más fácil.

La cancelación, por cierto, se entiende generalmente por un movimiento de rechazo a un artista por sus actos o manifestaciones personales y en el que se promueve el no acudir a sus espectáculos o adquirir su obra, o, en el peor de los casos, boicotear sus espectáculos o actos públicos. En todo caso, y aclaro que a mí me parecen un error, en general, estas cancelaciones, es un movimiento que, en esta época digital, no proviene, en principio, del poder político estatal ni empresarial, ni tiene carácter jurídico-punitivo, por lo que esas afirmaciones que circulan con cierta reiteración acerca de la instauración de una nueva Inquisición (progre, por supuesto), que hay más censura ahora que con Franco o del dogmatismo moral de la izquierda me parecen un disparate, pero disparate malintencionado. 

Últimamente, por cierto, se habla de Fernando Savater, de cuya colaboración habría prescindido El País por el contenido de sus artículos en los últimos tiempos. Así, Savater habría emigrado con armas y bagajes a otro medio, The Objective como si la censura progre-feminista-independentista lo hubiese enviado al ostracismo y el filósofo hubiese, bien que forzado, emigrado al reino de la luz y de la libertad. ¿Cuánto tiempo creen que duraría Savater en este último medio de comunicación si, de repente, por obra y gracia de algún tipo de revelación, se dedicase a lanzar los más encendidos elogios a Pedro Sánchez y a Sumar, a los independentistas catalanes, cuánto si comenzase a citar de manera favorable a Judith Butler y otras autoras feministas en toda su admirable multiplicidad?

Creo, a fin de cuentas, que si lo que se quiere es elevar el nivel del debate en la esfera pública, que es de lo estamos tratando, en especial en la diminuta canaria, para ello se requieren argumentos bien fundados, entre los cuales no se encuentra el insulto, mera falacia ad hominem. De aquí podemos pasar a la cuestión de la responsabilidad del medio, o de su director: ¿deben estos aceptar sin más, no digo ya un artículo contrario a la línea editorial, sino que esté, simplemente, mal escrito, mal argumentado? Porque, ¿para qué existe (idealmente) un medio de comunicación si no es para escoger de entre la miríada de opiniones las que consideren mejor informadas y contribuir así a un intercambio de puntos de vista sobre asuntos que la ciudadanía considere relevantes? Estamos acostumbrados, en cambio, a leer, ver y oír en los medios de asuntos sin la menor fundamentación cuando no simples bulos, por lo que la percepción que ahora tenemos de aquellos es que se han convertido en meros expositores de opiniones de grupos políticos e ideológicos y lobbies de intereses privados sin que importen su coherencia o veracidad.



Volviendo a Zorra, yo no sé si el director del Canarias Ahora ha sido "paternalista" o no con Elsa López o si la ha "infantilizado" al pedirle que rectificara el artículo de marras, pero me parece razonable que se resistiese a publicar un artículo que no solo es bastante deficiente en cuanto a la calidad de los argumentos (lo que puede ser discutible, claro está), sino en el que incluso la escritora se atreve a calificar de "dúo patético de imbéciles" a dos bailarines, por no hablar de esa expresión "caricaturas de hombres", digna de un artículo de Salvador Sostres o de una parrafada de Jiménez Losantos; o llamar al público "ganado". "rebaño suduroso" o "reses" por corear la canción en el concurso calificador para Eurovisión. Precisamente, es la proliferación de insultos la razón que ha esgrimido el director para intentar que la autora corrigiera el artículo y, en última instancia, se decidiera a retirarlo. No olvidemos que publica el medio de comunicación, no el/la columnista.

A favor y en contra de la canción se han escrito numerosos artículos, y con buenos argumentos. Ya podría, Elsa López, premio Canarias de Literatura (sea cual sea la opinión que nos merezca este distinción), haberse aplicado un poco y no limitado a expectorar su indignación. Indignación, por cierto, que me resulta, cuando menos, de corte esencialista (los hombres son así, las mujeres, asá), por no pensar en algo peor. Suele decirse, no sin razón, que los insultos dicen más de quien los profiere que de quienes los reciben.

Por otro lado, también me parece normal que una columnista habitual de un medio, se le remunere o no, no acepte que le enmienden un artículo o se enfade si deciden no publicárselo. Esto ha pasado desde el principio de los tiempos: mientras el/la columnista no sea a la vez el/la editor/a siempre existe esa posibilidad. Lo que me resulta curioso es que esta escritora siga publicando en ese medio: da la impresión de que la malhadada cortapisa a su libertad de expresión no era para tanto, a fin de cuentas. Además, la  censura en un medio determinado, por hablar en esos términos, no se corresponde con una censura en la esfera pública. No vivimos bajo una dictadura de nadie (por ejemplo, la franquista) por mucho que lo repitan columnistas aquí y allá (desde, paradójicamente, su púlpito diario o semanal en los medios) porque no tardó mucho el artículo de Elsa López en ser publicado en la página web de la Ser y supongo que en muchas otras

Además, ni siquiera hace falta, en mi opinión, invocar la legislación respecto de delitos de odio para que la dirección de un medio de comunicación rechace publicar artículos en el que se defendiera la eugenesia, el exterminio de personas por algún motivo étnico, religioso o cualquier otro que se les ocurra, por decirles casos extremos. Pongan su propio ejemplo delirante que demuestre que no todo es publicable. Tampoco permitiría (o no debería permitir) que se publicaran artículos que fueran sobre todo una colección de insultos y exabruptos maliciosos. Lo que quiero decir es que no siempre hay que respetar un artículo de opinión por ser un artículo de opinión, ni que eso suponga que la libertad de expresión corre el riesgo de morir ahogada por la supuesta corrección política. Los medios de comunicación, no lo olvidemos (aunque sus propietarios/as, me temo, sí o les resulta indiferente) tienen la máxima responsabilidad en cuanto a contribuir a una esfera pública democrática, y no contribuyen a ella haciendo dejación de funciones. Otro asunto es, claro, que aspiren a manipularla en función de intereses diversos, políticos o empresariales, pero eso lo dejamos para otro debate. Por cierto, es posible que nos equivoquemos pensando que la censura y la falta de libertad de expresión o la manipulación en la esfera pública se juegan en el terreno de los artículos de opinión (intuyo que, en su mayor parte, solo convencen a los convencidos/as), sino en la selección y enfoque de las noticias, en su omisión, en el poder de los anunciantes y grupos de presión para marcar la línea del medio, etc. Pero eso es asunto para otros artículos y otras lecturas.

Quizá de lo que deberíamos quejarnos los ciudadanos y ciudadanas no es, precisamente, de que se coarte la libertad de expresión, sino, más bien, de la enorme cantidad de artículos y de opiniones deleznables tanto en forma como en contenido que se publican y se vocean a diario: la cretinoesfera, efectivamente.


viernes, 16 de febrero de 2024

Fluyan mis lágrimas, dijo el lector

En coherencia con lo que manifesté en el pasado artículo, comparto con Vds. mis lecturas, ya sea terminadas, a medias o de reojo. Por ejemplo, he concluido La ira azul, de Pablo Batalla y Colaboracionistas, de David Alegre. Avanzo, con gesto alegre y firme el ademán, con la lectura de El Capital, viendo cómo los empresarios ingleses del siglo XIX utilizaban la palabra libertad de modo muy parecido a nuestras neoliberales madrileñas del siglo XXI, como cuando aquellos expresaban su oposición a la reducción de la jornada laboral a 12 o 10 horas o a la limitación de edad para contratar niños con el concepto de "libertad de trabajar". Libertad, siempre. A costa de los demás, también siempre.

Volviendo a La ira azul, el ensayo nos muestra la ambigüedad -o amplitud- del término revolución, concepto que puede aplicarse, claro está, a los movimientos epocales tanto desde la izquierda ideológica como de la derecha, tanto de la revolución como de la reacción. También, cómo es preciso no caer en absolutismos ideológicos rígidos y prefijados, sino, tal y como señala también, Karl Honneth en La idea del socialismo, recoger en el seno de la izquierda todas las propuestas emancipadoras sin renunciar a las identitarias o culturales en esa dirección. Señala Batalla la necesidad de apreciar en el seno de las revueltas antiilustradas, en especial por la parte plebeya, el temor al advenimiento de un orden aun más opresivo que el anterior, de reconocer los síntomas de un futuro ominoso aunque podamos renegar de las soluciones o del sistema político-económico vigente hasta ese momento. Es en este sentido, el de los movimientos de izquierda como movimientos "conservadores", el que se subraya, aquella palanca de freno de la que hablaba Walter Benjamin o, con otras palabras, Chesterton, desde una perspectiva diferente.

Con Colaboracionistas se nos despliega una casuística europea de fascistas y nazis en los países conquistados por el III Reich: cómo los grupos ideológicos afines en, sobre todo, Bélgica, Holanda, Suecia, Noruega y Francia (también Suecia, aunque no fuera ocupada), colaboraron de modo activo con los nazis, tanto por compartir el mismo credo político como por razones de promoción política interior y personal. Es impresionante la cantidad de bibliografía del autor (es el desarrollo y ampliación de su tesis doctoral) y muestra un panorama general de aquellas sociedades que se debatían entre su conservadurismo anticomunista y antisoviético (al menos entre las clases medias y las élites) y su rechazo a la ocupación de su país, rechazo que fue creciendo conforme se veía que Alemania estaba perdiendo la guerra.

 

Asimismo, me resulta más que notable el libro de la filósofa Clara Serra El sentido de consentir, en el que argumenta la deriva feminista de corte punitivo que implica el concepto del consentimiento a la hora de permitir o no el acercamiento sexual y la legislación basada en aquél. Ni todos los feminismos son iguales, ni todos están de acuerdo en sus enfoques, muchos de los cuales acaban haciendo el juego a la ideología opresora a la que pretenden hacer frente. Uno puede estar de acuerdo en todo o en parte con esta filósofa, pero el encadenamiento de argumentos de Serra hace de este libro un excelente material para reflexionar acerca de los no es no y de los sí es sí.



También, he comenzado a releer el clásico de la antropología económica de Karl Polanyi, La gran transformación, uno de esos famosos imprescindibles para cualquier conversación sobre el liberalismo económico, el neoliberalismo, etc., en particular sobre las consecuencias deletéreas de un mercado autorregulado para la sociedad que lo alberga y el subsiguiente movimiento de defensa de esta. No se lo pierdan, de verdad. Hasta hace poco era imposible de encontrar, por lo que agradezco de veras esta nueva edición.




Finalmente, he comenzado a leer Política y ficción: las ideologías en un mundo sin futuro, de Jorge Lago y Pablo Bustinduy. Aborda, resumo, de qué manera distintas ideologías encaran problemas presentes como si ya estuvieran resueltos para justificar su existencia. Es decir, el relato, pero para ello utilizan el concepto de ficción resolutiva en el orden liberal, neoliberal, socialdemócrata, etc. Ya les contaré cuando avance en la lectura.






Por si les pareciera poco, tengo ya encargados, qué digo, listos para recoger, El mito del déficit, de Stephanie Kelton, en la línea de la Teoría Monetaria Moderna; y la novela Asesinato en el comité central, de Manuel Vázquez Montalbán. Reconozco que lo he comprado más por la pintura de una época y de un ambiente que por el posible valor intrínseco, pero ya veremos. Por último, con algo de impaciencia, aguardo la llegada de De cine, aventuras y extravíos, de Eugenio Trías.

No se pueden quejar, es toda una selección.

En otro orden de cosas, tenemos que un escritor con vocación de martillo de wokes como Armas Marcelo se permite lanzar una larga sarta de improperios a todo lo progre que se mueva a cuenta de un libro que no ha leído: la combinación chaise-longue y batín a cuadros suele acabar dando como resultado la negligencia intelectual más bochornosa. Asimismo, ya a nivel local, puede uno leer a un académico como Maximiano Trapero escribiendo acerca de las pinturas de un amigo suyo ya jubilado en el cuadernillo cultural de Prensa Ibérica en las Islas. Que podría haberle elogiado sólo en privado es una decisión que pasó por alto. Así las cosas, escribió una tontería supina que, probablemente, a cualquiera que no fuera él le costaría semanas de convalecencia. 

¡Qué vamos a hacer! Son parte de nuestra intelligentsia patria; la experiencia y la sabiduría acumuladas durante décadas que cristalizan en estas luminarias de la mera opinión. No se preocupen, si no estuvieran ellas, tenemos unas cuantas calentando en la banda. A mí se me ocurren unos cuantos nombres. A Vds., también.


domingo, 12 de agosto de 2018

'Abismo', de Leandro Pinto

Tras mi desastroso, por tedioso, encuentro con el penúltimo clásico de la literatura canaria, Los puercos de Circe, de Luis Alemany, decidí cambiar de género de un modo extremo. Así soy yo, un tarambana literario sin oficio ni beneficio. Lo cierto es que mis experiencias con esa literatura setentera canaria han sido paupérrimas, profundamente decepcionantes. Recordemos, si no, Malaquita o, en menor medida, Las espiritistas de Telde

¿Por qué en unos casos decidí escribir reseñas y en el último, no? Quizá porque en los dos primeros casos consideré que era necesario escribirlas, en ese momento concreto, y ya, no. Y la menguante paciencia, claro está, que es un factor que no hay que minimizar. A fin de cuentas, estoy muy a favor de desacralizar. Oigan, ¿por qué demonios hay que leer El Quijote todos los años públicamente en actos institucionales? ¿Por qué nos tiene que gustar? ¿Quién dicta el gusto? Imagínense, no es mucho imaginar, que ocurriera algo parecido, por iniciativa del Gobierno de Canarias o del Cabildo, con, por ejemplo, la Comedia del Recibimiento Y lo mismo con Benito Pérez Galdós. No sé qué pensaría este buen señor y prolífico novelista de que lo hubieran institucionalizado en su ciudad natal, de tal modo que casi parece un santo ante el que ofrecer exvotos. En vez de estudios galdosianos, parecen hagiografías galdosianas. Solo señalo que es muy posible que no todas sus novelas fueran magníficas. Tal vez solo unas cuantas. Que como dramaturgo no era sobresaliente. Ni siquiera Electra, por mucho escándalo y conmoción política que ocasionase en su tiempo. Que también es posible que si no hubiera tanta gente viviendo de Galdós para "perpetuar su legado" quizá se le leería de otro modo. Es posible que hasta más, porque, al menos en mi caso, no hay nada como que un autor reciba la bendición oficial para considerarlo sospechoso. 

Al menos, Galdós no es culpable: ya estaba bastante muerto cuando comenzó el proceso de momificación. En cambio, tenemos otros artistas que no esperan a morirse: ellos mismos negocian con las instituciones políticas todos los detalles del embalsamamiento, y mejor si reciben algún dinerillo público mientras tanto, cuando no una fundación y un castillo en La Isleta o la restauración de su propia casa en Agaete.

Luego está, merece una entrada aparte, el político cuyo nivel más alto de abstracción consiste en intuir el concepto de cohesión social, que a su modo se resume en que por apoyar a la luminaria local, por gracia de birlibirloque se unirá a la población sentimentalmente de algún modo u otro. No hay nada como la cohesión. Puede ser que el paro, la pobreza, la desigualdad la degradación de la escuela y sanidad públicas, la contaminación y otras menudencias hagan estragos en la población, pero nada como un equipo de fútbol o de baloncesto y un poco de cultura y festejos para que alejemos el espectro de la anomia social, para que todos hagamos piña, para que nos sintamos cohesionados. 

No pueden ser sino estúpidos o malvados. 

Pues con la literatura setentera canaria tengo la misma impresión que la de encontrarme ante una hornacina: aquellos jóvenes autores, merced a sus posiciones de poder y prestigio, tanto en la política oficial como en los medios de comunicación, no han dejado de tutelar la opinión pública literaria para ocupar aquella. Es posible, y solo digo posible, que su autopromoción mediante recursos que no estaban a disposición de otros menos afortunados o astutos haya sido la causa de que hoy en día sigamos hablando y escribiendo de ellos y de su obra. Es posible, y solo digo posible, que la producción novelesca canaria haya sido en general bastante mediocre, al menos la de estos autores, pues de la invisible no puedo hablar. ¿Quién lee hoy a Juan-Manuel García Ramos? ¿Quién, a Luis León Barreto? ¿Quién, a J.J. Armas Marcelo? ¿Quién, a Emilio González Déniz? ¿A quién importa lo que escriba Juan Cruz? Por citar unos cuantos, quizá los más preocupados por sí mismos. La pregunta no es solo si han dejado huella literaria, si abrieron el campo literario con su perspicaz observación, con su originalidad narrativa o con su insólito ángulo de visión, sino también si aportaron algo a la comprensión del ser humano, que parece que es lo más importante que puede aportar la literatura.

En fin, vayamos a lo nuestro:






En esta ocasión, tenemos Abismo, de Leandro Pinto. Se anuncia como una novela de horror o terror o algo parecido. Sin embargo, salvo un truculento, desagradable y pormenorizado relato de una relación de muy malos tratos, que bien podría considerarse terrorífica, nada parece sobrenaturalmente escalofriante al principio. Dado que la contraportada del libro comenta algo de "locura y horror absolutos", es legítimo que considerara que hasta el primer tercio del libro (que no es muy largo, unas 150 páginas) mis expectativas se estaban viendo frustradas.

Esta primera parte es, digamos, de corte realista. Dentro de los parámetros de todo simulacro de la vida, la protagonista piensa, come, bebe y habla como una persona normal que, en determinado momento, conoce a otro protagonista: un policía que la seduce y luego la viola, la folla y la apalea con variable intensidad y frecuencia. La protagonista se excita, según ella misma, por este tipo de ritual sexual. A continuación, tras el previsible suceso luctuoso, comienza lo macabro de verdad: hay muertos en proceso de descomposición que actúan como si estuvieran muy vivos en el manicomio a donde la envían. O parece que la envían. Después pasan cosas, todas muy desagradables, sin duda.

Sin embargo, Leandro Pinto tenía la intención de escribir una novela de terror, no simplemente una novela desagradable por los litros de sangre derramada o los kilos de carne putrefacta. Ese es el problema: miedo, miedo, lo que se dice miedo, no causa. Apunto una razón para ese fracaso: los hechos se narran no solo en su crudeza, sino, digamos, de frente, sin dejar espacio, resquicio siquiera, para la duda, para la inquietud ni la zozobra. El argumento en sí, aunque tampoco sea la cumbre de la originalidad, habría valido, pero quizá la ausencia de ambigüedad (y eso que el punto de vista de la narración, en primera persona, podría haber contribuido fácilmente a esa bifurcación entre, digamos, la realidad y el punto de vista del personaje) sea uno de los motivos. Con una construcción psicológica más fina, la narración podría haberse beneficiado de ella. Sin embargo, la protagonista no para de contar y contar con todo tipo de detalle lo que ocurre. Pasan cosas, luego otras, y así hasta el final. A veces, incluso, aburre, aunque la mayor parte del tiempo se lee sin demasiado esfuerzo.

Asimismo, en cuanto a la construcción del personaje principal, dado que la narradora, Cristina Villar, es una joven de lo más común, me pregunto cómo puede describir o comparar cosas de las que difícilmente tendría experiencia alguna. Al menos, que concuerde con lo que nos cuenta de ella. Por ejemplo:


Otra cosa era el olor: una peste viciada que hacía pensar en osarios seculares, en criptas abiertas a los ojos humanos tras un conjunto maléfico, en bóvedas mortuorias profanadas por la avidez necrófaga, en tumbas removidas con palas y picos, en ataúdes rotos que desprenden su pestilencia gaseosa en un espacio cerrado. Olía a cementerio y a crisantemos podridos. A coronas de flores carcomidas por la intemperie y el paso del tiempo. A pétalos resecos y crujientes. A mortajas humedecidas por los fluidos de la muerte. A cirios a medio derretir. (pág. 81)

Salvo que, repito, la protagonista se dedicara a algo así como profanadora de tumbas, fuera Bram Stoker o alguien parecido, es dudoso que hubiera podido escribir ese párrafo. Aquí, en cambio, un narrador en tercera persona, exterior al personaje, sí que hubiera podido escribirlo, sin extrañeza para el lector. Esta extrañeza provoca, claro está, un distanciamiento que tampoco contribuye al clima que se pretende crear.

Por otro lado, aunque el autor hace gala de un vocabulario amplio, a veces incurre en imprecisiones semánticas, como, por ejemplo, denominar "fechoría" a un crimen o asesinato, o "psíquico" por "psicológico". O considerar sinónimos "observar" y "contemplar", y más. También choca que denomine a un centro psiquiátrico "manicomio", pero en la misma frase utilice "centro penitenciario" en vez de cárcel, o que escriba "la típica lluvia de invierno", o el uso profuso de "cierto", que hace que llegue a odiar el adjetivo. También, cómo no, algunos latiguillos en la expresión tipo "la tragedia nos golpeó con dureza", "lobo con piel de cordero", "pozo de sufrimiento", "piernas como columnas dóricas" (¿por qué no jónicas o corintias, o románicas?), "estampido ensordecedor", "silencio sepulcral", etc. También el tópico encuentra su topos al describir el manicomio:


"Era una casa de tres plantas con altillo, amplia y antigua, de aspecto casi amenazador. Se erguía firme y orgullosa bajo la lluvia torrencial, como un castillo medieval en medio de una colina. Sus ventanas enrejadas parecían ojos amenazadores, con unos aleros de teja gruesa que semejaban unas cejas pobladas, de talante opresor. Era, en cualquier caso, una construcción señorial, una de esas casas que inspiran respeto por su aspecto de edificación encantada, y en cuyas habitaciones una imagina oscuras liturgias, ritos satánicos, suicidios sangrientos, infortunados accidentes mortales". (pág. 74) 

Aparte de esta descripción, que habremos leído y visto dos millones de veces, uno vuelve a sentir extrañeza por cómo Cristina Villar podría tener experiencia alguna de "oscuras liturgias" y de "ritos satánicos", como ya señalé antes. Finalmente, la conclusión moral al término de la novela tampoco me resulta convincente. Después de todos los avatares de la protagonista, el lector se queda huérfano de emociones, vacío de interpretaciones. Quizá es lo peor que se pueda decir, si uno aspira a que la literatura sea más que entretenimiento. Creo que no basta con sentir el impulso, las ganas o la pasión de escribir. Hay que responder también a la pregunta de para qué.

Como conclusión, me da la impresión de que el autor, de un modo u otro, quizá sin ni siquiera ser consciente, rinde homenaje a la literatura (y cinematografía) de terror que le precede, pero sin ser capaz de añadir nada nuevo: una trama o una perspectiva original que fuera capaz de tocar esos resortes de la mente humana capaces de sumirnos en el miedo o, ya que hablamos de literatura, de gozar en el miedo. Su ritmo narrativo se mantiene firme y no desfallece, lo que está bien, pero sin duda no es suficiente. Tiene ante sí un proceso de depuración estilística que no debería demorar y un afinamiento en el punto de vista narrativo que también considero urgente si es que quiere que sus historias adquieran mayor solidez y también mayor sutileza. Energía no le falta, desde luego.












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