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jueves, 11 de noviembre de 2021

'El último viaje del Valbanera', de Carlos González Sosa

Escribiéndoles con un enfoque egoísta, absolutamente centrado en mis intereses, filias y fobias como reseñador, abogo por la implantación de la renta básica YA, sin más dilación. Para cualquier actividad en la que se empeñe el ser humano, deben darse sus condiciones de posibilidad. En el caso de la literatura, actividad no productiva por excelencia, se requiere que el/la escritor/a tenga solventadas sus necesidades básicas para que pueda dedicarse a escribir. En eso, al menos, estaremos de acuerdo. Para ello, es común que simultanee su oficio de escritor/a (o artista en cualquier ámbito) con otro que le permita mantenerse a sí mismo/a y, en ocasiones, a otros/as. A veces, este trabajo está relacionado, aun de forma tangencial, con la escritura/arte: columnista de opinión, periodista (cultural o no), reseñador, traductor, editor, etc. En otras ocasiones, no tiene nada que ver: hay numerosos ejemplos de personas que intentan compatibilizar su actividad literaria con la condición de funcionarios/as en distintas escalas y administraciones, médicos/as, ingenieros/as, etc., profesiones liberales, por no hablar de currantes en empleos de todo tipo, a cuál más embrutecedor (me viene a la cabeza ahora mismo Joseph Pontus y su Desde la línea). Nada que no se sepa, y que forma parte del camino de formación y maduración (y sufrimiento) vitales y literarios de numerosos/as autores/as.

No obstante lo cual, abogo porque se les dé una renta básica a los escritores y escritoras (igual que para todo el mundo, pero esto es una cuestión política y económica que ya han tratado otros/as, como Daniel Raventós, quien ha escrito varias obras al respecto) porque pocas cosas hay más empalagosas a la vista que un/a artista agradeciendo a las instituciones públicas su subvención, beca, sinecura, intercambio, o invitación a una charla, jornada, festival o iniciativa cultural que sea (o no cultural, mientras aflojen las perras...). A veces, el grado de inclinación de la cerviz llega a tal punto que la genuflexión se convierte, de manera casi imperceptible, en decúbito prono.

Por un lado, lo entiendo: parece que el/la escritor/a tiene ante sí un camino en el que no es ni mucho menos suficiente el talento. O el talento y el trabajo duro. El mercado potencial canario (que diferencio del peninsular o del barcelonés-madrileño) o, para expresarlo en términos menos economicistas, el público lector potencial local, es muy reducido. Es imposible  que un escritor pueda ganarse la vida vendiendo libros solo en el Archipiélago. En el mercado español, por simple cuestión numérica, sí, pero solo para los superventas de perfil menos intelectual o artístico que de entretenimiento. También, aquellos pocos por los que las grandes editoriales con sus contactos mediáticos (y su presupuesto en publicidad) apuestan hasta el hartazgo por tierra, mar y aire. No obstante, incluso las estrellas más radiantes del firmamento literario español (pónganle el nombre que les apetezca) necesitan, por lo general, complementar los ingresos provenientes de la venta de sus libros con otras actividades, como las columnas de crítica de costumbres en suplementos y revistas de variado jaez, por no hablar de la necesidad permanente de estar en el espacio público, aun careciendo de un equipaje intelectual digno de interés.

Es por ello por lo que la aportación de las instituciones públicas se revela, para los/as escritores/as de riqueza media, baja o inexistente, fundamental tanto para seguir en la brega literaria como para no convertir su vida en mera supervivencia. Esto lleva aparejada, con gran probabilidad estadística, la posibilidad de convertirse en un/a artista presto a escuchar las sugerencias de funcionarios y políticos de dichas instituciones. También, el surgimiento de preguntas terribles como: "¿Esto molestará a alguien?". Donde hay dinero público se genera, casi de modo inevitable, clientelismo. Al igual que donde hay dinero privado (pienso en el arte) hay manipulación y censura descarnada. ¿Qué escritor o escritora va a criticar a la institución que convoca un concurso literario o que abre plazo de inscripción para unas becas, o que le propone participar en unas jornadas en la Casa Colón, pongamos por caso? Es más, podríamos incluso suponer que nuestro escritor/a imaginario/a ni siquiera sería capaz de pergeñar una crítica, si tal cosa se le ocurriera, sistémica. Es decir, ¿se plantearía con seriedad abordar una reflexión crítica/amarga/acerba/radical respecto de esa misma sociedad que políticamente se sostiene o se canaliza con esas instituciones que podrían de repente otorgarles protagonismo en el espacio público? 

Las instituciones de cualquier ámbito administrativo, sobre todo las que están coyunturalmente dirigidas por partidos que se denominan a sí mismos progresistas, permiten, aunque solo sea por imagen, cierto espacio para la crítica, pero está por ver que admitieran, no digo premiaran, una obra literaria que los pusiera radicalmente en cuestión, tanto en su fundamento y actuaciones como en sus resultados. Por eso pienso que el escritor o escritora reciben o asumen una dosis de mansedumbre cada vez que optan a un premio de las instituciones, qué decir si lo reciben. Pero también estoy seguro de que en la mayoría de los casos desearían no haber recibido ni la una ni el otro, pero que la necesidad obliga: la autonomía de acción y la independencia de pensamiento no sirven para alimentarse ni para cobijarse. Además, con frecuencia se tiene la desasosegante sensación de que la sociedad está más predispuesta a olvidar las actuaciones deshonrosas y mezquinas antes que a reconocer el valor de la libertad y del coraje.

Pero vayamos ya a lo nuestro:




El último viaje del Valbanera, del escritor grancanario Carlos González Sosa, parte de la premisa de que el público lector es conocedor de la tragedia marítima que se va a relatar. Premisa que, al menos en mi caso (llámenme ignorante) no se cumple. En todo caso, desde el principio, por si no estaba claro, el autor nos revela toda una serie de avisos ominosos sobre el futuro del barco, desde el error de rotulación hasta la caída de un ancla justo antes de zarpar en su última travesía. Para ir haciendo cuerpo.

Mediante el recurso de un narrador interpuesto, un limpiabotas (que cuenta la historia a Alberto, un canario que llegó a Cuba de niño), Carlos González Sosa (popular escritor por su serie de novelas juveniles sobre la conquista castellana de Canarias) nos relata el viaje del Valbanera desde Gran Canaria hasta su fatídico hundimiento. Tanto la narración-marco como la del limpiabotas subsumida en él están escritas en tercera persona. En el primer caso, como narrador limitado a las sensaciones y vivencias del protagonista, y, en el segundo, un narrador omnisciente. Esto implica un problema grave lógico, si no de verosimilitud, pues, si tal como sabremos casi al final, el limpiabotas no formaba parte del pasaje, ¿cómo es posible que su narración sea omnisciente? En otras palabras, ¿cómo puede contar lo que no podía saber? Habría sido posible contar una historia desde otro ángulo, a base de amalgamar diferentes relatos de aquellos pasajeros que se bajaron en Santiago e informaciones periodísticas, por ejemplo, pero no, desde luego, con el que se cuenta la historia, en la que incluso se nos relata las decisiones del capitán y sus últimos momentos.

Además, y aquí no revelaré nada que pueda perjudicar la sorpresa, uno de los momentos más emocionantes de la novela, en el que se produce una suerte de anagnórisis, resulta ser, también, lógicamente inconsistente, a poco que uno se pare a pensarlo. Estos errores no son nimios, pues denotan una deficiente reflexión sobre la forma de abordar la narración y, sin duda, si uno es consciente, rebajan la emotividad que pretendía transmitir el escritor y, en su caso, la consiguiente catarsis.

Por otro lado, echo de menos, quizá por mi sesgo a hacer una lectura sociológica de las novelas, una presencia mayor, tal vez una explicación, de las causas que motivaron la hambruna y la posterior emigración; el bloqueo alemán en la I Guerra Mundial, unido, tal vez, a la estructura de la propiedad y la distribución de la riqueza, y la desigualdad extrema. No basta con decir, al menos para mí, que la hambruna y la guerra de África, fueron los motivos por los que miles de canarios emigraron. Es una manera de concebirlos como fenómenos naturales contra los que no cabe rebelión ni resistencia, y si los hubiera habido, ocultar su represión y castigo. Está muy bien hablar de los migraciones de canarios y, en su caso, compararlas con las que se producen en la actualidad de África a Canarias y a Europa, pero mejor sería aún si se hablase y escribiese de las causas económicas subyacentes a dichas migraciones. El único síntoma lo veo en la escena en la que unos guardias civiles arrestan y golpean sin piedad a un pasajero justo antes de que parta el Valbanera.

Tampoco la novela ofrece desafíos lingüísticos: está construida a base de mucho diálogo y con abundancia de párrafos cortos, a veces saldados con un par de frases. El vocabulario tampoco ofrece grandes dificultades. Eso contribuye a que se lea con suma facilidad y, sin duda, no aburra. Es posible acabarla en un par de sesiones de lectura no demasiado extensas, a pesar de sus 190 páginas. 


Había descubierto una ciudad hermosa, de preciosos edificios históricos, rebosante de cultura, de actos sociales, de vida. Una ciudad que inspiraba a los más virtuosos músicos en cada rincón. 

Y, sin embargo, se sentía solo. Siempre se había sentido solo en Cuba, pese al calor de la gente, a lo bien que lo habían acogido. Por alguna razón, él no había sabido adaptarse como los demás. Echaba de menos aquel lugar del que provenía, aquel lugar del que ni siquiera tenía ya recuerdo. 

Entonces se acordó del limpiabotas. Su historia lo había cautivado. Era su gente, al fin y al cabo, la que poblaba aquel relato. 

Sin dudarlo, se puso en pie, cogió su sombrero y abandonó la habitación. 

Cuando salió del hostal, la tarde agonizaba. El cielo se vestía de púrpura, y el aire había refrescado. 

Con pasos prestos, recorrió El Malecón, casi sin prestar atención al hecho de que cada metro de aquella magnífica avenida le ofrecía algo diferente, algo único e irrepetible: músicos, pintores, caricaturistas, parejas de enamorados, bohemios, poetas... (Pág. 38) 


Aquella noche dejó de llover. El viento se llevó las nubes y las estrellas plagaron un cielo alto y callado. Una luna mora lucía en las alturas como la hoja de una inmensa guadaña. 

Alberto se compró un bocadillo y salió a pasear bajo aquellas estrellas. Recorrió calles estrechas cuyo adoquinado aún estaba mojado, paseó junto a algunos edificios emblemáticos de La Habana y finalmente terminó en El Malecón, una vez más. 

Había parejas aquí y allá, gente paseando y algún músico furtivo. 

Desde lejos pudo verlo. Aquel hombre seguía allí, de pie, mirando hacia el mar, como un alma en pena. A sus pies había dos gatos, dando vueltas a su alrededor, buscando sus caricias. Alguien se acercó, le cogió la mano, le puso un cartucho con algo de comida en ella, y se la cerró, para cuando regresase de su inconsciencia, de su enajenación. (Pág. 74)


En aquellos momentos, su esposa se dio cuenta de que un pasajero les miraba de reojo. Tenía dos hijos que no apartaban las cabezas de sendos baldes, en los que no habían dejado de vomitar. Le pareció indecoroso hablar directamente con él, por lo que hizo señas a Manuel. 

-Pobres niños. Se les ve muy débiles. Vamos, pregúntales si quieren. 

Su esposo se levantó y se acercó a ellos. 

-Muy buenas tardes -saludó-. ¿Les apetecería un poco de caldo? Le aseguro que mi mujer tiene mano de santa con estos bebedizos. Ninguno hemos mareado lo más mínimo en lo que va de viaje. 

El padre miró a sus dos hijos y se encogió de hombros, aceptando. Posiblemente, si hubiese estado solo, habría declinado la oferta, por pudor, pero en aquellos momentos primaba la salud de los pequeños, y hacía días que no dejaban de vomitar todo lo que comían. Lo necesitaban. 

-Se lo agradecería. Con un poco para mis hijos será suficiente. 

-¡Nada de eso! -contestó Manuel, con talante jovial-. ¡María, tenemos invitados! 

Los tres se acercaron con cierto recato. 

-Se lo agradezco, señora -dijo el hombre cuando le pasaron el primer tazón, que entregó a uno de sus hijos. 

-Bastante duro es pasar tantos días aquí abajo, como para estar encima en ese estado -protestó la mujer-. Vamos a ver si lo remediamos. 

-¿Viajan... solos? 

Al hombre no se le pasó por alto lo que encerraba aquella pregunta. 

-Sí. Mi mujer está ya en Cuba. Se fue con su hermano. Nos están esperando. (Págs 91-92) 


Asimismo, no se puede pasar por alto que los personajes son bastante planos. Todos, menos un secundario (el niño Héctor) son amorosos, honrados y sufridos, lo que, aun en el mejor de los casos, pasa por alto numerosas peculiaridades de la naturaleza humana, y más en las condiciones de hacinamiento de los pasajeros en clase Emigrante en el que transcurre la acción dentro del barco. A este respecto, tampoco hay choque de clases sociales dentro del buque. Podríamos pensar que González Sosa prefiere orillarlo por su posible similitud con otras narraciones (sin ir más lejos, le película Titanic) y haya decidido centrarse solo en los personajes de extracción social humilde. A este respecto, el autor los idealiza e hipostasia aquellas características que he señalado al principio del párrafo.

Es en este sentido en el que noto una carencia importante de esta novela, la falta de evolución o regresión, de progreso o de degeneración de los personajes: no hay indagación moral ni cuestionamiento, sino un buenismo general amparado por la perspectiva siempre optimista de un futuro radicado en el destino cubano. A este respecto me pregunto (motivado también por mi falta de conocimiento de la Cuba de aquella época) si este optimismo estuvo siempre justificado. Sí que nos encontramos con personajes pobres, como el mismo limpiabotas que cuenta la historia a Alberto, o una mendiga de la que éste se compadece, pero no hay cuestionamiento alguno al respecto. Es posible que el autor piense que la sola mención es suficiente, e innecesario ahondar más, pues conduciría, quizá, a una moralización extraña a la historia.

EN DEFINITIVA, una novela que quizá en la mente del autor aspiraba a ser un (o el) relato trágico y emocionante de la emigración canaria, ejemplificada o corporeizada en el trágico naufragio del Valbanera, pero que se queda en un relato algo simple de un suceso aislado. La falta de una explicación del contexto social y económico de Canarias y de Cuba y, sobre todo, el carácter unidimensional de los personajes hacen que se quede en un mero relato entretenido, pero poco sustancioso, destinado, aun sin que ese fuera su propósito, a un público sin grandes exigencias.



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA



miércoles, 28 de agosto de 2019

'Datana', de Carlos González Sosa

Alberto Olmos suele escribir artículos cultos con una prosa divertida, incluso frívola. Muchas veces, son también lúcidos. No obstante, y creo que es el problema del articulista profesional (o no profesional, pero habitual), da la impresión de que no quiere dejar resquicio a la duda, de que sus convicciones son inasaltables y de que estas han pasado todos los tests contra las falacias. 

En este artículo, Olmos carga contra la pretendida "superioridad moral" de aquellos que rechazan que un ayuntamiento pague, subvencione o se haga cargo del caché de artistas que cantan canciones supuestamente machistas. Aparte de hacer una teoría de la mente harto sesgada y ridiculizadora sobre estos opositores, que según él están todos aquejados de "infantilismo" o son unos "zumbados", Olmos tira del recurso a la Cultura Sacrosanta en lo que se refiere a la inconveniencia, o más bien, impertinencia de criticar cualquier tipo de creación artística por criterios no artísticos. A continuación, cita y enumera unas cuantas letras que vendrían a demostrar que no existe letra machista sino expresión artística libre, que no hay desprecio a la mujer porque el arte o la cultura es otra cosa, más relacionada con Lope de Vega que con los valores de una sociedad (ya sea para transgredirlos). Una cosa que, claro, los "zumbados" no entenderán jamás.

Es intuitivamente sencillo llegar a la conclusión, así, de que si a tal Ayuntamiento no le gustan las letras por ese motivo no solo estará incurriendo en un error de juicio al intentar juzgar en clave moral lo que solo puede valorarse por sus méritos artísticos, sino que si rechaza que se canten en un espectáculo pagado por él incurre en el nefando vicio de la censura. Oh, horror.

Sin embargo, Olmos no lleva esta argumentación hasta el final. Si no se puede juzgar una canción (o cualquier tipo de producción artística) por su contenido, entonces cualquier canción, cualquier letra de una canción podría ser admisible en un concierto o festival pagado con fondos públicos. Como leemos que Olmos también hace referencia a la calidad de la canción, introduzcamos ese factor. ¿Sería admisible que un Ayuntamiento, que como cualquier institución representativa democrática representa a todos los ciudadanos, fuera el organizador, subvencionador o colaborador de un concierto cuyas canciones, de exquisitos sonidos y rimas, promovieran el exterminio masivo de los musulmanes? ¿O de los judíos? ¿O de los católicos? ¿O de los ateos?

O imaginemos una película sufragada por el Cabildo de Gran Canaria que afirme, de modo muy kubrickiano, con esos puntos de fuga y esas divisiones de pantalla, que la conquista de la isla por los Reyes Católicos estuvo justificada por la conducta licenciosa de los aborígenes. Aborígenes que, además, habrían sido los responsables de su muerte por la espada y la ballesta por oponerse a la llegada de la civilización. 

Por último, en un desquiciado alarde de fantasía, pensemos en un Ayuntamiento que, por un lado, promueva políticas de igualdad de género y que colabore con otras administraciones en la lucha contra la discriminación y la violencia sobre la mujer. Por otro lado, comprobemos que, de manera simultánea, se hace cargo de un festival de música (o de ópera, por qué no) en el que diversas manifestaciones musicales insisten, artísticamente, eso sí, en perpetuar esos mismos roles y en fomentar esa misma actitud respecto de las mujeres contra las que ha actuado, hasta entonces, de forma coherente. ¿Sería lógico? ¿Sería deseable?

Es probable, y eso es algo que Olmos no tiene en cuenta, que la raíz del problema no se encuentre en que unos están empeñados en censurar, en cortar las manos a los guitarristas y la lengua a los cantantes, pues opiniones a favor y en contra de cualquier asunto, con mejores o peores argumentos, habrá casi siempre. El problema puede ser que hayamos naturalizado que sea el Ayuntamiento de turno, o el Cabildo, o el Gobierno de la Comunidad, incluso el Ministerio quienes deban hacerse cargo, por un lado, del ocio y de los pasatiempos de los ciudadanos, y, por otro, de la Cultura (entendida en el sentido artístico). A veces, claro, se confunden, pero esto no es óbice para que nos preguntemos el por qué de esa responsabilidades asumidas como propias. Hasta tal punto que parece a veces imposible pensar que existan ocio, cultura y arte fuera de las instituciones públicas. 

Si hay vecinos del barrio X, o de la ciudad Y que están convencidos de que necesitan el espectáculo o el divertimento que les proporciona Z, nada les impide que se unan para pagarlo. Si un promotor privado está convencido de que satisfará con éxito la picazón de un grupo de ciudadanos por tal o cual manifestación cultural es muy libre de traer a los artistas que considere adecuados, y que cobre entrada. Es posible que haya quienes piensen que tienen derecho a ver a U2 en una ciudad de provincias, pero hasta que cosas así no están reconocidos en un texto legal, las diversas administraciones públicas tienen que hacer frente, con un erario limitado, a un conjunto de necesidades más básicas de gran parte de la ciudadanía. Pensar que es el Ayuntamiento o el Cabildo el encargado por defecto de satisfacer las variadas ansias de diversión, me parece, a mí, un tanto infantil. Culparle, además, por actuar de forma coherente, es injusto.







De la conquista de Gran Canaria trata la reseña de hoy. Datana, una novela de Carlos González Sosa, aborda ese momento histórico. La segunda de una trilogía llamada Sangre, compuesta, además, por La madera contra el acero y por Hijos del sol. Hemos llegado a un punto que si uno no escribe trilogías no es nadie en el mundillo. 

Datana narra los avatares de la invasión y conquista castellana de Gran Canaria, la resistencia aborigen y la subyugación final. En este sentido, como en casi todas las novelas históricas, no hay sorpresa, pues el final es harto conocido. Su propósito debería ser otro: proporcionar materia para la reflexión, al situar los hechos acaecidos en ese pasado bajo un prisma diferente. Además, dada la persistencia política del nacionalismo canario, aunque haya sido de baja intensidad y de un propósito de cobertura para alcanzar el poder regional, como el de Coalición Canaria, la existencia de grupúsculos independentistas y la breve historia de un movimiento terrorista, una novela como esta podría dar pie a interesantes debates sobre las diferentes sociedades isleñas, como el supuesto "síndrome del colonizado", el malinchismo, las cuestiones identitarias que tienen que ver con que una parte significativa de la población desciende por vía materna de aquellos pobladores; también, en relación con lo anterior, cierta ambivalencia respecto del pasado, que se manifiesta en que se celebren tanto la fundación de, por ejemplo, la ciudad de LPGC, y también de lo que ha quedado del legado aborigen con esculturas, cuadros y parques; la secular sensación de diferenciación respecto de la España peninsular, y no por cuestiones geográficas, etc., que se encarna en, entre otras cosas, en el acento y el habla. Asimismo, qué significa y qué consecuencias produce una conquista, qué significa ese orgullo que algunos dicen sentir cuando se habla del imperio español (o de cualquier otro), tan de moda últimamente por la aparición como actor político nacional de un partido nostálgico como VOX.

Apenas nada de eso, me temo, se suscitará con la lectura de Datana. Aun siendo una novela amena, sencilla de leer, con una aceptable selección de escenas (algunas demasiado esquemáticas) que forman el espinazo de la obra, que al menos nunca aburre, y con una prosa aceptable (aunque aquejada con frecuencia por nuestras queridas expresiones y frases hechas tipo "gentil reverencia", "armados hasta los dientes", "ganarse a pulso", " inigualable arrojo", "encogerse el estómago", "perdidamente enamorado", "desde la más tierna infancia", y demás), Datana no consigue trascender el relato, ya asumido e interiorizado, de conquistadores y conquistados en una dualidad en la que apenas se introducen matices. González muestra un conjunto de personajes atribuyéndoles características que no los hacen muy complejos. Asi, Juan Rejón es cruel y colérico, Doramas es valiente, Pedro de Vera, ladino, etc. La humanidad literaria, la que hace que un escritor o escritora nos abra un espacio para que nos miremos a nosotros mismos y al mundo, está ausente. Es, como si dijerámos, historia con diálogos, con un tono, en varios momentos, grandilocuente en exceso.

El cabello de Doramas descansaba sobre sus hombros. Pese a haber nacido entre los trasquilados -una clase social baja a la que no se permitía llevar el cabello largo-, aquel guerrero aborigen se había ganado a pulso un puesto entre la nobleza de la isla. Sus magníficas dotes como estratega y su inigualable arrojo en la batalla habían conseguido que muchos canarios se uniesen a él en la defensa de Gran Canaria desde que Diego de Herrera comenzase sus incursiones desde Lanzarote. En todo aquel tiempo, había logrado crear una horda de guerreros tan poderosa que llegaba incluso a hacer sombra a las de los guayres que la isla había designado para su defensa. Aquel tesón y aquel carisma llevaron al Guanarteme Engoynaga a hacerlo llamar y nombrarlo guayre de Agáldar, la mitad norte de la isla. Aquello no hizo más que acrecentar su fama, y cada día más guerreros se unían a él. Desde entonces, lucía con orgullo una larga cabellera. Por vez primera, alguien había logrado doblegar los férreos dictámenes de la nobleza. (Págs 22-23)

La victoria de los conquistadores en la Batalla del Guiniguada había supuesto un durísimo golpe para los nativos. Sus ejércitos habían quedado desmembrados, y su moral, resquebrajada. A los invasores, sin embargo, les había servido para reforzar sus convicciones. A ninguno de ellos les cabía duda alguna de que aquella isla pronto iba a ser suya, sin el menor esfuerzo y, tal vez, sin más derramamiento de sangre. 
Nada más lejos de la realidad... (Pág. 60)

Cuatro días más tarde, cuando ya la mayoría de sus hombres se habían recuperado de las heridas, Juan Rejón ordenó formar a un nutrido grupo de mercenarios. 
El deán Bermúdez llegó justo a tiempo de oír las palabras del capitán. 
-Quemad las casas, el ganado, los cultivos. Talaremos todo lo que les pueda dar sustento. No quiero ni una sola higuera en pie -ordenó, paseándose entre ellos-. Tampoco quiero prisioneros. no voy a desperdiciar nuestra comida manteniendo a esos animales. Matad a todo el que veáis, no importa si es anciano, joven o niño -Sus hombres asentían con complacencia-. Se arrepentirán de haberse aliado con esos perros portugueses. 
-Dios se apiade de ellos -musitó Bermúdez, horrorizado con la arenga del capitán. 
Cuando las puertas del Real se abrieron, Rejón dio la señal, y partió al frente de sus huestes hacia el interior de la isla. (Pág. 85)


No se veía un alma. No había emboscadas, ni lanzamientos de piedras, ni gritos de guerra. Tan solo el viento parecía poblar aquel lugar. 
Poco después, los primeros hombres llegaron al roque. 
Un roque completamente desierto. 
Dos cabras balaron ausentes, trotando entre las piedras, al borde del acantilado, desafiando la ley de la gravedad. 
-¡Capitán, aquí no hay un alma! -gritó uno de los hombres de la avanzadilla, asomándose a los muros de piedra que los canarios habían levantado junto al roque. 
Pedro de Vera apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento, clavando la mirada en la tierra, incapaz de creer cómo lo habían burlado. Luego apretó el paso hasta llegar a la pequeña meseta. 
Cuando miró a su alrededor y no vio más que a algunos de sus hombres, que inspeccionaban la zona, sintió una ira irreprimible. 
-¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhh! -Su grito desesperado viajó con el viento. (Pág. 189)


Si no fuera por algunos pasajes sanguinolentos, podría pensarse que la novela está dedicada a un público juvenil, más proclive a pasar por alto, en general, las sutilezas de la literatura y de la historia y más centrado en relatos heroicos y desenlaces dramáticos. Es posible que González Sosa muestre una mejor versión de su creatividad en obras que no deban ceñirse tanto al guión prefijado de la Historia. Eso, si es capaz de desembarazarse de su tendencia al histrionismo y de concentrarse más en depurar su prosa de los clichés.

Así pues, Datana es una novela entretenida como relato, pero que decepciona porque no suscita reflexión, más allá de señalar lo que para algunos todavía no está claro: que fue conquista y no encuentro, invasión armada y no incorporación pacífica. Como dijimos, antes, todas las cuestiones identitarias y culturales han quedado orilladas y no plantea preguntas sobre quiénes somos, quiénes fuimos, quiénes queremos ser.