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lunes, 9 de septiembre de 2019

'Los cinco y yo', de Antonio Orejudo

Muchos años han pasado desde que se publicara Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Solo unos meses desde que este reseñador la leyera, por lo que la lectura de Los cinco y yo no experimenta el lapso de tiempo natural ni se han metabolizado las obras entre medias. Puede ser engañosa la experiencia de leer en un tiempo condensado lo que tardó años en gestarse. Igual que si leemos en un trimestre las obras completas de cualquier autor o autora. Por otro lado, es posible que esa misma compresión temporal nos permita reconocer mejor las diferencias, la evolución o la regresión de aquellos/as.

Por lo que he leído por ahí, y no solo en los comentarios perpetrados por fajilleros o entusiastas a sueldo, la novela ha gustado mucho a las personas +40. No me extraña: Orejudo mezcla con habilidad la experiencia iniciática lectora de la generación de los 60 (y de los 70, diría yo) plasmada en la extensa obra de Enid Blyton, con Los cinco como portaestandarte, con un fresco un tanto costumbrista y bastante nostálgico de aquella época.





Así, es posible que cuarentones/as y cincuentones/as o, en otras palabras, esas personas que estamos pasando por el mejor momento de nuestras vidas, que también se sitúan en un tramo consumidor conspicuo y persistente de añoranzas manufacturadas, disfruten una enormidad de esta novela-biografía de ficción-autobiografía. Sin embargo, Orejudo no es tan complaciente como podría presumirse. Aquí y allá, eso sí, sin llegar a ser acerbo, critica y lamenta la mansedumbre y apocamiento de su generación ante la anterior que ocupó el poder tras la Transición. 

Además, Orejudo, mediante el recurso a un autor dentro de la novela, inventa una nueva historia para aquellos cinco (mejor, cuatro porque el perro no tiene demasiado recorrido), ya adultos. O envejecidos. Con una visión desencantadora, los cinco (cuatro) se encuentran (y con ellos, nosotros mismos), ante lo que Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria (citando a Günter Anders) denominan "desnivel prometeico"(1). Es decir, no importa cuánto empeño pongamos en ser justos, solidarios y ecologistas que todo lo que hagamos para conseguirlo no hace más que contribuir a la injusticia, insolidaridad y desastre ecológico planetario. No hay manera de evitarlo.

Esa es, al fin y al cabo, la lectura política y moral más importante, que no es poca, que puedo hacer de ese desencantamiento del mundo blytoniano, aparte de su clasismo, racismo, etc. que ya se señala en la obra.

Por otro lado, Los cinco y yo, entretiene a ratos. Y también a ratos tiene esa gracia y ese ingenio que en Ventajas de viajar en tren constituían sus características definitorias. Sin embargo, rara vez sorprende, y bien se puede abandonar en cualquier momento sin que la echemos de menos. Como si Orejudo se encontrara cómodo, pero se dejara llevar por esa comodidad; como si conociera bien eso que se llama el oficio, pero que esa misma seguridad mellara la capacidad de innovación y de riesgo. Hay una promesa en la novela que no llega a encarnarse, por muchos recursos narrativos y metaliterarios que emplee. Falta, metafóricamente hablando, un puñetazo final en la mandíbula, y no me refiero a un final extravagante o dramático, sino, siguiendo con las metáforas, a otra vuelta de tuerca.


En España, por el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. (Pág. 23)

Que todavía no hubiéramos escrito una línea de esa obra que marcaría un antes y un después en la literatura occidental era solo una cuestión de tiempo, un detalle sin importancia que pronto quedaría corregido. Porque en realidad la novela que renovaría el panorama literario español -y quizás incluso el universal- ya la teníamos en la cabeza. Es cierto que no sabíamos de qué iba, que desconocíamos el argumento y la identidad de los personajes, pero todo eso eran detalles sin importancia que se irían corrigiendo también de un modo natural, como el crecimiento de un feto. La potencia de nuestro genio, que cada uno de nosotros sentía en su interior y entreveía en el del otro, explotaría en el momento oportuno sin que nosotros tuviéramos que mover un dedo, y haría añicos el statu quo de la literatura española, y quizás también de la universal. (...) La escritura de esa obra sería una secreción natural de nuestro talento, considerado una glándula que entraría en funcionamiento cuando llegara el momento, como la hipófisis. (Págs. 121-122)


-Siempre hay que pensar en el público -decía-; y desconfío de los escritores que no lo hacen porque es mentira. Y si mienten en eso, pueden mentir en todo lo demás. ¡Claro que escriben pensando en los lectores! Si no lo hicieran, inventarían un idioma secreto que sólo comprendieran ellos. Usar una lengua implica un reconocimiento del otro y un deseo de ser entendido por él. 
Según Reig, a partir de este reconocimiento había diferentes niveles de cesión. Desde no concederle al lector nada que fuera más allá del idioma común hasta transigir con todos sus deseos y escribir una literatura sintácticamente simple y destinada únicamente a su entretenimiento. Algunas veces esta concepción intrascendente de la literatura se disfrazaba bajo un marbete genérico de prestigio -novela policiaca o novela negra-, que blanqueaba una intención vergonzante de entretener sin más. Era la coartada ideológica de la novela negra. Así la llamaba él: la coartada ideológica. Había pasado de considerar que toda buena novela debía ser una novela policiaca, como solíamos decir en los tiempos de la universidad, a considerar que se trataba de un género tan idealizado como las novelas pastoriles. (Pág. 165)


Puede decirse, sin volverse uno demasiado trascendente, que en ocasiones, como las buenas novelas, esta incita a la reflexión. Pero no mucho. Eso es lo malo. Es por esto por lo que he escrito que me parece una promesa incumplida: un retrato con crítica incorporada de la generación cincuentona (y cuarentona) que ha asistido atónita y también impávida a todo cuanto acontece a su alrededor; generaciones (incluyo a las dos) que han asistido al cambio de paradigmas económicos y políticos sin decir ni mu, cuando no se han refugiado en ese mundo idealizado de la niñez y adolescencia (que podemos ampliar casi hasta la edad de los 30), que coincidió con los años 80. Así, todo ese reguero de grupos y conciertos musicales y remakes de películas en memoria de o en tributo a no deja de ser un síntoma de estancamiento emocional y de impotencia política que hasta el 15—M y el advenimiento de una nueva generación más activista habían sido, grosso modo, los rasgos fundamentales de nuestro país.





(1) Cf. ALBA RICO, S. y FERNÁNDEZ LIRIA, C. El naufragio del hombre. Hondarribia: Editorial Hiru, 2010.

viernes, 8 de febrero de 2019

'Ventajas de viajar en tren', de Antonio Orejudo

Sigo preguntándome, en esta época en la que percibo ya juventud acumulada, cómo se conforma ese itinerario en el que uno comienza siendo un buen tipo, con algunas intenciones loables, apenas sin maldad ni segundas intenciones y acaba siendo un corrupto. Me fascina, sobre todo, esa imperceptibilidad de la degradación: esos pequeños actos que no parecen sumar -uno siempre encuentra una justificación exculpatoria- pero que, si se mirara, aunque fuera solo por un momento hacia atrás se encontraría con una cifra abultada de inmoralidad. Fantaseo con una corporeización de ese proceso, como si pudiera tenerlo sobre lo mesa como un bulto, y examinar ese irse dejando, ese ir concediendo, ese ir rindiéndose, ese -a pesar de todo- intento final de considerarlo todo un sacrificio por un bien mayor o ese miserable concluir de que se sustancia en el "qué más da".

De repente, puestos a imaginar, que se encuentre uno, digamos, ya con cincuenta o sesenta y tantos, quizá admirado, un tanto menos envidiado, siempre presente en todos los saraos, los micrófonos abiertos para conferencias, discursos o presentaciones, sin notar nunca falta de cortesanos ni de alegres compadres, sentado, no sé, en la taza del váter, con ese ánimo ligeramente melancólico con el que se afrontan este tipo de diligencias, y vislumbrar siquiera por un instante la propia indigencia, el desastre, el naufragio, el pecio opaco en que se ha convertido cuando aspiraba a ser águila imperial. Debe de ser terrible. 

Y es que no hay mayor pesadumbre que la vida consciente.







Podemos convenir en que la novela, escrita al parecer en 2000 (aunque publicada en Alfaguara en 2011) no es exquisita, que la historia (o la sucesión de ellas) deviene rocambolesca, que los personajes, en fin, no son verosímiles, sino casi caricaturas. Podríamos quizá encontrar aquí y allá más defectos, y sin embargo Ventajas de viajar en tren me parece una obra deliciosa, por sus mismas extravagancias, por sus acrobacias con el lenguaje, por sus elementos de metaliteratura y por su sentido del humor, por el sentido lúdico que atraviesa la obra de principio a fin.

Esta novela, que data de 2011, me retrotrae al regocijo que se experimentaba por sistema con las primeras lecturas de juventud, y que ahora, casi está de más escribirlo, solo siento en en raras ocasiones. Yendo más allá de las emociones, es decir, si ahondamos en la reflexión sobre cómo se suscitan, no puedo dejar de subrayar que el peso recae en el lenguaje. Esto, que parece obvio por tratarse de una novela, no lo es tanto cuando reparamos en que lo que prometen muchos autores (o los departamentos de marketing de las editoriales) es LA HISTORIA sobre lo que sea (novela DE AMOR, novela HISTÓRICA, novela ERÓTICA, novela sobre CORRUPCIÓN, THRILLER, novela NEGRA, etc.). Aquí, bien es cierto, hay una (varias historias, quizá ensambladas como, oh, horror, una muñeca rusa), pero es el poder arrebatador, la energía y el ritmo de las palabras, sus inteligentes cambios de estilo, incluso en el mismo párrafo o frase, lo que otorga fuerte personalidad, mucha fantasía y grandes dosis de humor a Ventajas de viajar en tren.



Además, está demostrado desde los tiempos de la Retórica que si se utilizan las palabras adecuadas en el orden preciso es posible desencadenar en el sistema nervioso esas reacciones bioquímicas que denominamos risa o inquietud, pero también otras más complejas, que reciben los nombres de calidez, proximidad, o esa otra sensación, la impresión de que los seres humanos tenemos alma, espíritu, personalidad, una dimensión interior a fin de cuentas. Pero no hay dimensión interior que valga. Eso que las personas buscan en el arte al caer la tarde, después de haberse comportado por el día como bestias, y que suelen llamar presencia humana, autenticidad, verdad, heridas del alma, eso no es más que un orden de palabras. Yo me río mucho de mis colegas en la clínica cuando hablan de la dimensión interior del ser humano. Yo les digo que la dimensión interior del ser humano es un cuento, y lo demuestro. (Págs. 17-18)

La novela fue saludada con simpatía por la crítica, que con la hondura, el rigor y la sensibilidad que caracterizan su lúcido discurso escribió: 
El libro de Ander me ha gustado mucho. Trata de un chico joven que escribe guiones de las cosas que pasan en el telediario, en los partidos, etcétera. La idea es muy original y me ha gustado. También me ha gustado porque pone entre los capítulos como si dijéramos unos anuncios de publicidad que te pueden servir a lo mejor porque quieres comerte una pizza que te apetece y no encuentras en ese momento el teléfono y vas al libro y lo encuentras y mientras esperas la pizza pues lees un cacho. El lenguaje que utiliza es muy rico y variado abundando los nombres comunes o sustantivos, los adjetivos calificativos y los verbos como mirar, decir, pensar, etcétera, por ejemplo. También me ha gustado la foto que pone, aunque parece mayor de lo que dice. Yo lo conocí en la presentación del libro y me pareció un chaval muy simpático y dicharachero, que estaba de acuerdo conmigo en todo y luego me invitaron a cenar y me puse morado, la verdad. Luego nos fuimos a unas discotecas con otras personas del mundo de las letras. Sólo decir que nos lo pasamos requetebién, aunque me sentaron mal los calamares. (Págs. 75-76)

¿Qué puedo decir? La vida me pareció mucho más monótona, monocorde e insustancial que esa otra vida que reflejaba la literatura. Eso es lo que dicen los escritores, ¿no? Pues es verdad. Así como los personajes de una buena novela usan registros verbales diferentes, yo pensaba que cada persona hablaba de un modo marcadamente distinto, y que una conversación, como las discusiones de las novelas, era un corredor de voces entremezcladas, que se contaminaban las unas de las otras, formando una especie de caleidoscopio verbal. ¡Qué decepción! En la vida real casi todas las personas hablan del mismo modo, hablan como en el telediario, o peor. (Pág. 111)

Más que la riqueza verbal, que la tiene, o el punto de vista, marcado en este caso entre alternancias entre narrador en primera o tercera persona, yo lo que subrayaría es el tono de la novela, brillantemente consistente, sin caídas abruptas o desmayos ante callejones sin salida, tan habituales en escritores menos talentosos. Un tono firme y un estilo propio que revelan a un autor con personalidad, a un creador singular, como mínimo.

Puestos a criticar, podría reprocharse una mayor cohesión entre las historias, una ligazón menos caprichosa entre ellas y un mayor trabajo de los personajes secundarios, dentro de una estructura tampoco demasiado compleja. 

Como apuntábamos al principio, no es una obra maestra. Ni siquiera creo que el autor aspirara a ello o que se propusiera escribir la gran novela española. Sin embargo, si fuera una primera novela, recién salida, yo escribiría aquello de "autor al que conviene seguir". Como no es la primera y Orejudo ya ha escrito varias más después, será cuestión, mejor, de leer las siguientes y comprobar su evolución (o decadencia) y ver de qué ha sido capaz. Recomendable.