lunes, 29 de junio de 2020

Crítica literaria en Canarias: dos perspectivas

Estado de la crítica literaria en Canarias


Podríamos comenzar y terminar este artículo con la respuesta al titular: la crítica literaria en Canarias no existe. Cuando hablamos de ella, precisamos, nos referimos a la crítica considerada de modo tradicional. Es decir, la crítica publicada en la sección de Cultura (o similar) y en el suplemento de lo mismo en los periódicos del archipiélago. Dejaremos para otra ocasión los espacios reservados para la cultura, en concreto para la literatura, en cadenas de televisión y emisoras de radio, aunque no se alejan demasiado de las conclusiones de este análisis.

La crítica consta de su haz y de su envés. Esto significa que el juicio sobre una obra literaria puede terminar con un veredicto positivo u otro negativo. Lo que se publica en Canarias en los medios de comunicación no es crítica nunca, sino elogio, halago o agasajo hiperbolizados. Ya sea por ignorancia, por no herir sensibilidades, por amistad o por conformarse en ser mero soporte promocional, los juicios que se vierten carecen, por lo general, de valor crítico alguno. Por tanto, rompen el pacto de credibilidad que suscriben de manera implícita el autor o autora de la crítica o reseña y su público lector. Su intención nunca se hizo explícita.

Hay otra variedad que no aspira a ser crítica en absoluto, sino que de entrada proclama su derecho a hacerse eco de o a saludar las novedades hechas en Canarias o por residentes. Esto quiere decir que, por lo general, el autor del artículo celebra con cierto alborozo la publicación de la obra de un miembro de la República Canaria de las Letras. Sin embargo, eso tiene trampa. Aun sin elogiarla de manera explícita, la comunicación al gran público de que un libro (o estreno de película, de teatro, la actuación de un artista, etc.) ha salido a la venta, que es una manera de seleccionar ese libro entre muchos otros, no viene a ser otra cosa que un elogio más o menos abierto. En estos tiempos en el que los mismos medios de comunicación ya no luchan por atraer lectores/as sino a captar su atención el mayor tiempo posible, no nos podemos llevar a engaño de las verdaderas implicaciones de aquel saludo.

Es posible que surjan excepciones, y que con ellas sea injusto. No obstante, la generalidad de la crítica literaria, y no creo que arriesgue demasiado si digo de arte, en general, se basa en el presupuesto de que la cultura canaria (o hecha en Canarias) es frágil y necesita de apoyo, fomento y promoción, por lo que no está madura para recibir crítica alguna. Este presupuesto paternalista es a veces sincero, pero lo considero desencaminado, y en otras ocasiones sirve de mero disfraz del amiguismo en distinto grado o de la devolución de compromisos adquiridos, lo que resulta lamentable, como todo engaño.

Quien considere que la cultura canaria sufre de tal debilidad que hay evitar toda crítica, debería tener en cuenta que, al menos en el terreno literario, la emulación forma parte del recorrido de cualquier escritora o escritor. Así pues, entronizar obras mediocres, por no decir espantosas, como la quintaesencia de la literatura supone confundir, aparte de mentir, no solo al público lector que acabará comprando lo que no querría si hubiera estado bien aconsejado, sino a la/el aspirante a literata/o, que acabará tomando como modelos a autoras/es sin talento y copiando modos de escribir que mejor haría en rechazar como enfermedad contagiosa. La supuesta protección no haría sino minar la cultura que se pretende proteger.

Una consecuencia de lo anterior es que visión que se tiene del fomento de la creación literaria consiste en subvenciones, premios y ofrendas florales. Subvenciones a las editoriales, premios para los escritores (supongámoslos concedidos con honradez) y ofrendas florales a los autores muertos. Así, las editoriales publican lo que sea, mientras cobren. Publican, pero no editan, que debería ser también su trabajo: el resultado se plasma en obras con errores groseros de estilo, por no hablar de la proliferación de erratas. Los autores, siguiendo el patrón de la mediocridad reinante, escriben obras igual de mediocres. Entre ellos, algunos ganan premios: es su vía a la tertulia radiofónica, a la entrevista en el suplemento, quizás a otro premio, esta vez en la Península, una mención en Babelia o en El Cultural. Lo que de ninguna manera les asegura es un salto en su talento, el progreso en su arte. Las ofrendas florales, junto a los días del libro o de las letras dedicados a un autor o autora, manifiestan simbólicamente el prestigio que aún se les concede a los escritores. Pueden venir bien para que una sociedad que de forma mayoritaria apenas lee literatura se sienta bien consigo misma, para que los políticos hablan de cohesión e identidad, concedamos eso. Sin embargo, sin crítica sincera y razonada, todo se reduce a mera apariencia sin sustancia. Llevamos décadas así.

 

¿Hay vida en Internet?

En Internet, en especial desde el advenimiento de la web 2.0 y las plataformas digitales correspondientes, cualquier puede escribir y publicar. Por un lado, se facilita la expresión de las propias ideas y opiniones, ya que, en teoría, cualquier puede leerlas ahora. Por otro lado, si el mercado está saturado de libros, la web está saturada de blogs, medios, revistas, diarios, páginas, etc., por lo que el problema ya no es publicar, sino que alguien lea lo publicado.

Internet ahorra costes con respecto a la impresión, sin duda, y respecto a la distribución. Sin embargo, gran parte del coste del primer ejemplar se mantiene inalterada: cuesta dinero la formación del crítico, cuesta dinero comprar las obras objeto de la crítica, cuesta dinero y tiempo, en definitiva, crear una página que logre suscitar el interés del público lector.

Por otro lado, la publicación de la propia página tampoco está exenta de influencias ajenas a la crítica. Son legión los blogueros que reseñan libros regalados por las editoriales. Esto significa no solo la posibilidad de que el bloguero mantenga buenas relaciones con la editorial, sino que esté directamente a sueldo. En otros casos, reseñar los libros que le regalan a uno disminuye de manera drástica el radio de atención de lo que es posible leer y luego criticar. Otro fenómeno, que no siempre se evitaba en los medios de papel, es que cualquiera puede erigirse en experto literario, y que ni siquiera tenga las destrezas y cualidades mínimas para llevar a cabo la crítica.

En definitiva, las publicaciones en la red no están exentas de los sesgos y distorsiones de la prensa. Permite, eso sí, que se amplíe la posibilidad de expresión de crítica seria, antes vedada, lo que no es desdeñable. 

 

Conclusión

Sin crítica, no hay mejora ni progreso. Sin selección, no hay canon que valga. Sin crítica sobre la misma crítica estamos condenados a repetir hasta el asco los mismos artículos pseudointelectuales que solo contribuyen a perfilar un remedo banal y huero de lo que es cultura, la literatura, la crítica y el público, pues la emulación no solo afecta a los escritores, sino a los mismos periodistas culturales y a toda aquella persona que por devoción o encargo se apreste a escribir de esta materia en un periódico u otro medio de comunicación. De manera implícita, ciertas formas y ciertos contenidos vienen a considerarse aceptables. La crítica, y sobre todo la crítica que concluye en valoración negativa, se considera en general de mal gusto. No hay que incomodar al público, tampoco a los autores, mucho menos a las editoriales anunciantes.

A la vista de todo este fingimiento, y salvo que cambien mucho las cosas, la crítica literaria en Canarias está desmantelada, lleva mucho tiempo así y no hay visos de que deje de estarlo. Quien se dedique a la crítica y el medio que la aloje deberían tener en cuenta que la independencia de juicio, por lo general, cuesta dinero y no sirve para ganarlo. El prestigio es un premio que en todo caso solo se recibe de soslayo y tras un largo recorrido. Qué medio de comunicación tradicional corre esos riesgos, y esta es una pregunta que afecta al periodismo en su conjunto, no solo al cultural, como bien se sabe.

En definitiva, si en algo valoramos la literatura y el arte, si en algo valoramos la belleza y la verdad, si en algo valoramos la creación humana, tomar conciencia del estado de la crítica en Canarias se revela como un paso necesario para cambiar su actual situación. Vds., como lectores, tienen la palabra. Sean críticos, comenzando por este artículo.


Para leer otra perspectiva, esta de Javier Hernández, aquí.


sábado, 20 de junio de 2020

'La felicidad de los ogros', de Daniel Pennac

Hay periodos que uno los vive como una travesía. O como un descenso. En apariencia, nada ha cambiado. Los demás nos ven como siempre, y deseamos que así sea. Sin embargo, hemos entrado en una fase: no pensamos lo mismo que ayer, y las certezas que nos servían de repente se han revelado ilusorias. Lo sentimos como una convalecencia, e intuimos que tenemos que bucear muy hondo, tocar el fondo como un buscador de perlas, vislumbrar los pecios, desde aquellos recientes en los que podemos imaginar las celebrities en bikini hasta los que se han coralizado casi por completo y son espectros inmóviles, posibles visiones del futuro aunque provengan del pasado. Es posible que nos sintamos cómodos ahí, que anhelemos quedarnos sumergidos para siempre. El regocijo submarino dejaría de serlo si así fuera. Emergemos, pues.

Otra manera de imaginarlo es que salimos de una zona, a la manera que Tarkovsky interpretó el relato de los hermanos Strugatsky (Un picnic junto al camino). Entramos buscando una fórmula, el apaciguamiento de un deseo, tal vez las indicaciones de un destino, y salimos transformados sin obtener nada de lo anterior. Algo nos llevamos, no obstante, aunque no sepamos precisar qué. El planeta, mientras tanto, sigue girando impasible sobre su eje y el cosmos sigue expandiéndose, pese al recibo de la luz. Hay una ineluctabilidad en la existencia que, bien mirada, resulta tranquilizadora. Nuestra mirada nunca es olímpica, sino formícida, que es otra forma de decir que estamos situados en el tiempo y en el espacio. Solemos decir que el mundo se derrumba bajo nuestros pies cuando en realidad eso solo significa que es nuestra existencia personal la que se ve alterada, lo que no suele ser causa de progreso de la ciencia ni hito de la historia.

Por eso, cierta literatura parece estar hecha para nosotros en ese momento que lo necesitábamos. También podemos pensar que somos los lectores que esa literatura requería.

Al final, solo queda morirnos con algo de dignidad. Lo importante es lo que hacemos mientras tanto. "... como polvo al viento/así se deshará nuestra fatiga".






La felicidad de los ogros, de Daniel Pennac (traducción de Manuel Serrat Crespo), es una de esas obras que logran sacarnos del marasmo existencial, casi cualquiera que sea este. No tendrá, tal vez, la potencia ni la sutileza de los grandes clásicos, pero no es menester subestimarlo. Pennac logra, virtud no tan frecuente, crear personajes verosímiles. Es más, personajes entrañables, dignos de ser amados por el lector. El protagonista y sus hermanos forman una familia de lo más disparatada e increíble, pero, a su manera, absolutamente verosímil. Algunos autores y autoras deberían dejar de buscar la excelsitud y aprender de autores como Pennac, que sin abrumarnos con verborrea de saldo, nos vende una familia, un perro, varios amigos, una comisaría de policía, unos grandes almacenes y un barrio entero (multicultural, por cierto, pero sin necesidad de justificarlo, sólo lo expone) sin despeinarse.


Tengo una concesión de contrato renovable en el Père-Lachaise, en el número 78 de la calle de la Folie-Règnault. Cuando llego, el teléfono está insistiendo. Siempre me doy prisa cuando me llaman. 
-Ben, ¿estás bien? 
Es Louna, mi hermana. 
-¿Cómo si estoy bien? 
-La bomba, en el Almacén... 
-Todo el mundo ha palmado, soy el único superviviente. 
Se ríe. Calla. Y luego dice: 
-Hablando de palmar, he tomado una decisión. 
-¿De qué tipo? 
-Del tipo bombazo. Voy a hacer que palme mi inquilino. Aborto, Ben. Prefiero quedarme con Laurent. 
Nuevo silencio. La oigo llorar. Pero de muy lejos. De hecho, hace lo posible por ocultármelo. 
-Escúchame, Louna... 
¿Qué va a escuchar? Historia clásica. Ella, la gentil enfermera, y él, el apuesto doctor, el flechazo, la decisión de mirarse a los ojos hasta la muerte, ella y él, y nadie más. Pero, con el paso de los años, las ganas del tercero empiezan a apuntar. La femenina comezón del duplicado: la Vida. (Pág. 21)

El tipo que refunfuña en lo de Lehmann tiene unos hombros tan anchos que obstruyen la puerta cristalera. Una espalda capaz de eclipsar el sol. Así pues, no veo la cara de Lehmann. A juzgar por el estremecimiento de los músculos, bajo la chaqueta del cliente, y por la vena que palpita en la piel enrojecida de su cuello, a Lehmann no le debe llegar la camisa al cuerpo. Quien está de pie ante él no es, precisamente, del tipo coloso bonachón. Un sanguíneo que no levanta la voz. Los peores. No ha dado ni un solo paso en el despacho. Ha cerrado la puerta a sus espaldas y murmura sus quejas, apuntando con el dedo a Lehmann. Doy tres golpecitos discretos. Apenas toc, toc, toc. 
-¡Adelante! 
¡Carajo! Hay angustia en la voz de Lehmann. El propio mastodonte abre la puerta, sin volverse. Me escurro entre su brazo y la jamba con la temerosa agilidad de un perro apaleado. (Págs. 37-38)

Precisamente vamos a hablar del oficio en la torreta de Lehmann. Sainclair en persona me aguarda allí. Se ha sentado tras la mesa de mi jefe jerárquico directo, que se mantiene de pie a su lado, con los talones a escuadra, hinchando el pecho, las manos cruzadas a la espalda, la mirada franca. No hay cliente. No hay silla para que me siente. Todo neón. Y la dulce mirada de Sainclair, el jefe de todos nosotros. 
-Señor Malaussène, la casualidad me permitió conocer al comisario Coudrier en casa de unos amigos comunes, ¿y sabe usted lo que me dijo? 
Advierto lo de la "casualidad", lo de los "amigos comunes"; pienso: mientes, simplemente te ha llamado, y respondo: 
-Coño, yo no recibí la invitación. 
-Y sin embargo fue usted el centro de nuestra conversación, señor Malaussène. 
-¡Ah! ¡Eso lo explica todo! -digo. 
-¿Qué? 
-Mi sueño de esta noche: eructaba Moët et Chandon. 
-Esta noche no estaba usted soñando, señor Malaussène, estaba perturbando la buena marcha de esta casa al impedir que la policía y el vigilante nocturno realizaran su trabajo de centinela. 
(Las noticias corren como los olores.) Lehmann frunce las cejas. Sainclair se confecciona un aspecto francamente desolado (Págs. 80-81)

Cuando paseo por Belleville, sea cual sea la hora del día siempre tengo la sensación de haberme perdido en uno de los álbumes de Clara. Ha fotografiado el jodido barrio desde todos los ángulos. De las viejas fachadas a los jóvenes camellos pasando por las montañas de dátiles y pimientos, lo ha captado todo. Es como si paseara ya en plena nostalgia. (¿Cuántos días de novillos puede representar semejante proeza?) Incluso ha grabado la voz del muecín de enfrente de lo de Amar. Este anohecer, mientras dicho muecín recita una azora más larga que el Nilo una pandilla de árabes y senegaleses echa una partida a la puerta del restaurante. Los dados tamborilean en los cubiletes y saltan sobre una caja de cartón boca abajo. La atmósfera me parece algo más tensa que de costumbre. Y, en efecto, apenas me he hecho esta reflexión, cuando brota una hoja al extremo de un puño tendido, mientras la otra mano arrambla con las apuestas. La hoja vibra junto a la panza de un negro monumental que se pone gris, como en los libros. Pero Hadouch (masticaba indolentemente un pedazo de regaliz apoyado en la pared del figón), Hadouch ha dado un salto. El canto de su mano cae sobre la muñeca del árabe, que suelta el cuchillo con un aullido. Si no le ha roto la muñeca, está hecho de acero templado. Hadouch mete la mano en el bolsillo del árabe y la saca con el objeto de litigio: una moneda de cinco francos que entrega al senegales. Luego, puesto que me he acercado, dice: 
-¿Te das cuenta, Ben? Meterse con un enorme negro por una perra chica es realmente la crisis. (Págs. 88-89)

Además, Pennac logra hilvanar la existencia de esta familia, cada uno de cuyos miembros tiene una personalidad bien diferenciada, con una trama policíaca que tiene como epicentro el Almacén, donde el protagonista trabaja de "Chivo Expiatorio" (o en lo que en nuestro castellano imperial suele llamarse cabeza de turco) y como hipocentro histórico, la Francia ocupada. Todo tratado con un sentido del humor al que toca denominar peculiar, pero como aquí no somos de adjetivos pintiparados, lo dejaremos así, pelado. Nuestro autor disfruta y nos hace disfrutar con su ironía (¿suave?) combinando la narración en presente histórico (generalmente) en primera persona con pequeñas anotaciones en monólogo interior.


EXCURSO: Desde de un punto de vista, digamos, sociológico, leemos en esta novela la existencia de una sociedad en la que conviven ideologías encontradas, junto a una obvia variedad étnica y cultural. Además, podemos observar que el sistema económico en que se encuentran insertas las relaciones entre empresario (o directivo) y trabajador son de tipo paternalistas, propias de un régimen de acumulación fordista, y no posfordista o financiero. Valga esto para decir que, aun siendo materia quizá para otro tipo de blogs o de artículos de otra índole, la literatura no debe leerse solo como emanación de un sujeto individual que produce, a partir de su sensibilidad, un discurso que llamaremos literario, sino que sin quererlo, los autores/as plasman con sus obras la sociedad de su momento. Es más, incluso la misma idea de autor/escritor y la de novela o literatura tiene su fecha de inicio y es producto de unas circunstancias históricas y sociales concretas. Nada nuevo, pero vale la pena recordarlo. ¿Con qué lente analizamos el texto?
(Fin del excurso.)


Dado que no podemos abarcar todos los libros publicados ni conocer a todos los autores, y más si uno tiene una gama de lecturas que no se reduzcan a la ficción, estamos a cada rato descubriendo a unos y a otros. Lo que no me parece nada mal, y proporciona incentivos para agudizar el oído, pescar en caladeros ajenos (siempre que no sean de suplemento cultural: "maravilla", "prodigio", "orfebre", "maestro", "talentoso", etc) y con humildad estar siempre dispuesto a recibir la sugerencia en cualquier recodo. 

Así, La felicidad de los ogros ha supuesto tal descubrimiento, y si digo que me la he leído en dos tardes, comprenderán mi reconciliación con el mero placer de leer una historia interesante, hecha interesante, repito, por la galería de personajes que Pennac nos muestra, por una trama bien construida que nos introduce en ciertos horrores que bien podrían ser ciertos (¿qué horrores quedan por asombrarnos?), y por unos diálogos vivaces y bien armados que en ningún momento nos abotargan ni nos hacen poner los ojos en blanco como acostumbran a hacer nuestros ya no tan jóvenes valores locales. 

El placer de leer, sin duda.




P.D. La lectura de este libro es un homenaje, pequeño, modesto, irrisorio, mísero, a una persona que murió el pasado marzo. Era profesor de instituto. Por lo que dicen, un docente comprometido con sus alumnos y con la enseñanza. A pesar de no ser amigos, sí que éramos, al menos eso quiero creer yo, lo que los rusos dicen "buenos conocidos" (joróshie znakomie). Nos encontrábamos en la calle y podíamos pasarnos una buena media hora charlando cada vez. En la facultad de Traductores, donde nos conocimos, era una de las mentes más brillantes, y como todas las mentes brillantes de aquella generación de Traductores, acabó asegurándose el pan aprobando las oposiciones a profesor de Bachillerato. En Facebook, me enteré de su muerte. Al indagar, leí que había recomendado la obra de Daniel Pennac a una amiga suya. Así llegó este autor a mí. Así se lo hago llegar a Vds.








lunes, 15 de junio de 2020

'Cien años después', de Alberto Vázquez-Figueroa

Tengo la impresión de que la mayoría de los escritores que se arrastran sobre la faz de nuestras islas querrían ser Alberto Vázquez-Figueroa. Que cualquier cosa que escribieran se vendiera, y mucho (según dicen de este autor), y así, por fin, ser capaz de ser libres, muy libres, LIBRES CON MAYÚSCULAS. Quizá, entonces, poder escribir lo que les diera la gana; también, decir muchas tonterías sabiendo que la recepción de esas tonterías no minaría su aura, sino que acrecentaría su figura pública. Sí, esa persona a la que, independientemente de su campo de actuación, se le pregunta de cualquier caso, desde ósmosis inversa de agua de mar hasta el origen del covid-19 pasando por la clonación o cualquier cosa que le echen delante.

De hecho, tenemos numerosos aprendices de brujo en el mundillo literario (y artístico) que parecen tener una opinión para cualquier momento y de cualquier asunto. Un día están en la radio, un par de horas después graban un programa de televisión y al día siguiente conceden una entrevista. No nos confundamos: no son intelectuales. Más bien, charlatanes. Pero hasta los charlatanes tienen una función. Ser un charlatán con ínfulas literarias y sin éxito de público produce una impresión bastante desconsoladora, la verdad. Cada uno arrastra su sombra por este mundo como puede y como lo dejen, por lo que hasta cierto punto hay que mirarles más con lástima que con desprecio. Escribir bien es difícil, pero conscientes de esa dificultad, muchos se conformarían con ser Vázquez-Figueroa.


No dejo de recordar ese párrafo que le dedica Vicente Luis Mora a la crítica de la promoción de los escritores. Escribe que dicha crítica está basada en la falsa asunción del escritor como profeta, que no podría manchar su mensaje con los reclamos de la publicidad de su obra. Es posible que, en parte, tenga razón. Sin embargo, como ya he dicho en alguna ocasión, en numerosas ocasiones parece que el escritor o escritora se dedican a promocionarse, mientras la editorial le elige asunto o le escribe la obra, cuando debería ser a la inversa: el escritor escribe, la editorial promociona. El loco empeño de la promoción personal tiene que ver con el status, con la ocupación de lugares en la jerarquía social o social-literaria, y menos con la capacidad creativa o artística, aunque esté relacionada con ella. No es la época para el rapsoda, tampoco para el sacerdote literario, pero tampoco debería serlo para el publicista a tiempo completo.





Toda evaluación siempre arrastra una o varias comparaciones. En Cien años después, una novela sobre la pandemia inspirada en el/la covid-19 y cuyo título nos retrotrae explícitamente en las primeras páginas a la gripe española, Alberto Vázquez-Figueroa nos dibuja un escenario visto, leído y oído un millón de veces: el aislamiento de un grupo humano (en este caso, una familia) ante un acontecimiento catastrófico que arrasa el mundo. Aislamiento que se debe, en este caso, a la evitación del contagio y a la prevención de la violencia de otros supervivientes. Como vemos, el autor no hace alarde de originalidad. "Ni falta que me importa", diría alguien. Lo que le importa es que enganche.

¿Engancha, acaso esta novela? Los best-sellers, para funcionar, tienen que contar con la asunción por el público lector de un estado de cosas. Tal estado, digamos, puede ser el sentido común o las expectativas generalizadas sobre algo. En este caso, con buen sentido, el autor rehúye una originalidad situacional. Eso, además, ahorra esfuerzo, que puede dedicar a desarrollar la trama. Esta la construye sobre diálogos, muchos diálogos, con los que puede ir repartiendo perlas informativas sobre historia o ciencia que, para un público que acostumbra a aprender historia leyendo novela histórica, servirá para presumir de nuevos conocimientos frente a la paella y con un botellín en la mano.

Entonces, ¿engancha o no engancha? Los personajes principales son los miembros de una familia: un padre, una madre, el hermano del padre, la hermana de la madre y dos hijos. De estos dos, una hija vive con ellos y puede decirse que es el eje a partir del cual se cuenta la historia, al menos la mitad de ella. La otra mitad corre a cargo del hijo, que estaba fuera estudiando cuando la epidemia convirtió el planeta en una distopía. Aunque los diálogos, a veces, tienen un aire a antiguo, que, por pretender parecer moderno, suena extraño, los personajes tienen cierto perfil propio que evita que se conviertan en meros nombres sobre el papel. Suele decirse de escritores como Vázquez-Figueroa que tienen oficio. Si por ello se entiende construir una historia sobre cimientos tan básicos, sin duda que este autor no carece de él. Otra cosa es que esperemos prosa cervantina, una trama a lo Chirbes o un ingenio como el de Orejudo.

Sin embargo, Vázquez-Figueroa se muestra imperturbable. El mundo le ha dado A y él quiere llegar a B, y recorre ese camino, o más bien lo escribe, sin titubeos. Un poco de violencia por aquí, mucho amor por allá, un personaje pintoresco por el otro lado, otros famosos fácilmente reconocibles como estrellas invitadas a este lado, una hermosa amistad en escorzo por otro... También, un par de dilemas éticos que despacha con desparpajo y campechanía. Sin que apenas nos demos cuenta, a pesar de algún extrañamiento estilístico que otro, este texto. construido a base de párrafos cortos y con una prosa sencilla, nos conduce con facilidad a su desenlace. Muy cuico, este escritor.

Tenía buen ojo y buen pulso pero un pésimo oído. 
Consciente de sus limitaciones pero inasequible al desaliento, solía alejarse cada mañana y cada tarde con el fin de practicar en un bosque del que hasta las ardillas se apresuraban a huir.
Curiosamente, su cuñada, a la que le encantaba ordeñar, aseguraba que cuando Anabel tocaba las vacas daban más leche y se tiraban menos pedos, detalles dignos de agradecer. 
Era cosa sabida que a los animales les encantaba la música pero no que las vacas tuvieran tan mal gusto, aunque quizás el hecho de pasarse el día rumiando les permitiera captar ciertos matices negados al tímpano humano. (Pág. 18)

Cuando comenzaron a correr rumores sobre una extraña enfermedad que se había iniciado en una remota región de la China más profunda, habían surgido voces que negaban a los cirus que se suponía que la trasmitían el derecho a denominarse seres vivos, dado que no podían reproducirse por sí mismos y tan solo infectaban células extrañas sin poseer metabolismo propio. 
No obstante, dos biólogos americanos habían comparado las estructuras de las proteínas de varias células y virus, encontrando tipos relacionados entre sí pero separados desde hacía siglos. Según ellos, las familias virales que pertenecían al mismo orden se habían ido distanciando de un virus ancestral común. 
Parte de la confusión se debía a la abundancia y diversidad de virus puesto que aunque tan solo se hubieran identificado unos cinco mil, algunos expertos aseguraban que podían existir casi un millón.
Los que causaban las enfermedades imitaban el sistema de fabricación de proteínas de la célula que habían invadido y hacían copias de sí mismos que de inmediato se extendían a otras células hasta apoderarse del individuo. (Págs. 29-30)

-¿A qué se debe el placer de su visita, encantadora señorita? 
-Me aburría. 
-Si le respondieras eso a un pretendiente te mandaría a la mierda y con razón. 
-¿Qué pretendiente? Si algún día tengo un pretendiente lo único que pretenderá será robarme un cerdo. 
-Más vale que te robe un cerdo que la virginidad. 
-¿Estás seguro...? 
-Bien mirado, no. Criar un buen cerdo lleva su tiempo. 
Permanecieron un rato balanceándose hasta que pidió: 
-Cuéntame algo. 
-¿Sobre qué? 
-Sobre algo que no sepa. 
-Pues podría pasarme diez años hablando. 
-¡Cretino! 
-¡A que te doy un sopapo! 
-Por favor. 
-¡De acuerdo! Vamos a ver... ¿Sabías que la teoría de la evolución de las especies tiene su origen en otra epidemia? 
-No, pero lo considero absurdo. ¿Qué tienen que ver una cosa con la otra? (Págs. 47-48)

Tras haber realizado un minucioso estudio sobre su rentabilidad teniendo en cuenta que andaban escasos de abono, pese a que se recogían cuidadosamente excrementos, cosa harto desagradable y fastidiosa, casi una tercera parte de la granja permanecía semi abandonada y sus muros parecían cada vez más débiles. 
No es que estuvieran a punto de derrumbarse como los de Jericó, pero Aurelia tenía la desagradable sensación de que estaba soportando una presión excesiva pese a que hasta el momento nadie hubiera tocado trompetas o se hubiera atrevido a escalarlos. 
Al fin una noche se atrevió. 
Los perros ladraron colocándose justo en el lugar del muro por el que los intrusos pretendían acceder por lo que su padre corrió hacia allí y disparó a bocajarro a un hombre que luchaba por librarse de la alambrada de espinos. 
Se quedó allí colgado y desangrándose no solo por la herida, sino por los incontables cortes que le habían producido las concertinas. (Pág. 81)


 No resulta, pues, una tortura como algunas de las novelas que he reseñado en el blog. Tampoco es que resulte un placer. Es, ¿cómo decirlo?, un pasatiempo para tener ocupada la mente, como una sopa de letras o una partida blitz de ajedrez entre amiguetes. Ahora que estamos en un periodo de normalidad, puede leerse en una hamaca junto a una piscina, o en la playa, con un refresco y un bocadillo. Si no disponen de esas posibilidades, pues justo antes de la siesta, para abandonarse con placidez al subconsciente.

Dicho todo lo cual, insisto: muchos autores quisieran ser Vázquez-Figueroa. Digo más: ojalá lo fueran para no sufrirlos como son ahora.










P.D. Una entrevista:

domingo, 7 de junio de 2020

'La ternura del caníbal', de Víctor Álamo de la Rosa

Creo que ya está bien de tomar el pelo a la gente. En especial, por lo que nos atañe, al público lector. Acepto que no todos los escritores y escritoras pueden convertirse en maestros del lenguaje y pioneros del pensamiento, pero al menos deberían aspirar a ser esforzados aprendices. Lo que resulta un baldón para todas esas personas que sí se empeñan en esa tarea, lo que constituye una estafa para el público, es que a productos aborrecibles se les denomine "joyas de la literatura" y a sus autores, "orfebres". Lo que hay que tener es un mínimo de vergüenza y dejar de menospreciar a la comunidad lectora. En Canarias, no es que los periodistas culturales y los medios de comunicación pongan el listón bajo, es que carecen de él. No miden las consecuencias de su mala fe y no están a la altura de la responsabilidad comunicativa que poseen. Abdican de su oficio a diario.

Una novela como La ternura del caníbal, de Víctor Álamo de la Rosa, nunca debió haber salido de la imprenta. Al menos, sin profundas correcciones tanto en el estilo como en la historia en sí. Los editores de estilo, qué digo, los/las editores (de obra de ficción) desaparecieron del planeta hace casi tanto tiempo como los dinosaurios, y las huellas de ese cataclismo son perceptibles aún. No es desdeñable tampoco el efecto perverso que pueden ocasionar, con la excusa del patrimonio, las subvenciones de nuestras administraciones públicas a las editoriales locales para que promuevan la literatura canaria. Así, aquellas, no atenazadas por la búsqueda de negocio rentable ni estimuladas tampoco por el objetivo de ofrecer literatura de calidad, se limitan a mandar lo que sea a la imprenta, que es tarea de bastante poca enjundia y menor complejidad. Eso sí, patrimonio, un montón. Al final de la cadena de intereses y vanidades, el maltratado público lector se gasta 16,83 euros en un libro que no vale nada.




Esta obra distópica, en la línea de la lamentable moda que llevamos sufriendo en España unos cuantos años (recuérdese, por ejemplo, la floja Rendición, de Ray Loriga, la insufrible Madrid: frontera, de David Llorente o, en nuestro terruño, la olvidable Evanescencia, de Manuel Almeida), ribeteada con apuntes de crítica social más o menos facilona (de esas de chaise-longue), nos cuenta la eclosión del canibalismo en la sociedad (futura) entre las aventuras y desventuras de los protagonistas. El interés, como suele suceder, no radica tanto en la originalidad del tema, mutación del género zombi, como en el posible mensaje que pueda contener y, claro, en el estilo.

Desengáñense, ni el mensaje (el embrutecimiento social metamorfoseado en canibalismo por la polarización social sustentada por las agudas diferencias económicas, además del consabido Estado policial/dictatorial) posee algo que pueda enarcarnos una ceja, ni el estilo (un caprichoso exhibicionismo de facilidad literaria tanto más deplorable por cuanto empalaga y aburre sin freno) proporcionan algo valioso. 

Lo que perpetra Álamo de la Rosa con el lenguaje debería ser enseñado en los talleres de literatura, además de alguna clase magistral en la Universidad, por lo que tiene de enseñanza negativa: el desprecio por la frase pulida, por la síntesis semántica, por la continencia textual. En cambio, el autor desparrama párrafos hinchados de verborrea manida, "retahílas" de frases hechas y andanadas de pensamiento rutinario que pretende pasar por moralmente vivaz en algunos momentos y, en otros, como agudo pensamiento sociológico. Para, al fin y al cabo, contar una historia que hasta donde pude llegar se apuntala sobre la precaria y agostada imaginación del autor, cuyo protagonista está aún más pagado de sí mismo, lo que ya es difícil. 

En esta línea, los diálogos son banales y la información que rezuman solo suscitan hastío, las descripciones eróticas son para esconder la cabeza bajo una piedra y el bosquejo de los personajes son de una miseria literaria que asombra. Asimismo, en las escenas combina la omisión de aspectos que podrían haber hecho interesante la novela con la minuciosidad en la descripción de otros absolutamente superfluos. Esta ordalía de lectura me recuerda a algunas de las lamentables obras que por aquí han pasado. 

Ejemplos que hablan por sí solos

Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos. (Págs. 14-15)

Ahora que lo pienso la aparición de Melany y mi repentino interés por ella no tuvieron que ver con su aspecto, como me había ocurrido con la larga retahíla de mis novias anteriores. Siempre he ligado por impulso, tras fijarme en la beldad que destaca, y mis calculados pasos de mujeriego hacían el resto. Un poco de cara dura, algo de cháchara simpática e intrascendente y, con escasos desaires, al poco tiempo de conversación sabía que mi objetivo me acabaría dando su número de teléfono. Solo ese hecho garantizaba que la mitad del camino hacia la conquista había sido satisfactoriamente recorrido. Es cierto. Siempre he tenido facilidad para ligar, aunque no soy ni especialmente apuesto ni mucho menos rico, dos cualidades, ser muy guapo y ser muy rico, que no deberían contar a la hora de competiciones de cortejo. Es lo que pienso y, aunque estoy seguro de que muchas mujeres tacharían de machista esta observación, es una verdad como una catedral. ¿Se dice como una catedral o como un templo? (Págs. 33-34)

-No imaginaba que fueras experta en bicicletas. 
-Me gusta conocer la máquina que monto. 
Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria. 
-Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media? 
-Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial. 
-Puedo recogerte en tu casa, si te parece. 
-¿Recuerdas la dirección? 
-Sí, con toda nitidez. Calle de la Revolución, número 43. 
-Buena memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces. 
-De acuerdo. 
-Gracias de nuevo. 
-De nada, de nada. Chao. 
-Chao. (Págs. 54-55)

El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. (Pág. 59-60).

-Soy yo -dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas puede sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo. 
-Es que no te recordaba así. 
Volvió a sonreír. 
-Milagros de peluquería -dijo, con mohín de coquetería zalamera. 
¿Aparcaste la moto? 
-Sí, ahí mismo -señalé. 
-Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo -bromeó. 
-Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad -dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas. 
Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro. 
-¿Qué tal tu día? 
-Bien, normal, sin novedad en el frente. 
Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta. (Págs. 70-71)
 
No los atormentaré más. Yo mismo, en la página 112, decidí que ya había cumplido con mi deber de lector-reseñador más que de sobra. Lo dicho, pasen de largo, y hagan algo, si no útil, al menos que les sea satisfactorio. Leer esta novela no será ni una cosa ni la otra. Sin duda, La ternura del caníbal es favorita a ser la peor novela que haya (medio) leído este año.

Álamo de la Rosa es un autor reconocido en Canarias. Al menos, como ocurre también con otros escritores ya reseñados en este blog, en lo que se refiere a su presencia mediática. Sin duda, esta novela, no contribuirá a auparle al Olimpo de los clásicos literarios, aunque él mismo considere que es "muy completa". Prometo, no obstante, pero sin solemnidad, leer su novela Terramores, que es la que, al parecer, ha suscitado mayor respeto (aunque ya no sabemos a quién ni por qué), porque ningún respeto hay que sentir por La ternura del caníbal. Es posible que antaño hubiera un escritor, no obstante.

Llegados a cierto punto, el lector tiene derecho a enfadarse porque la atmósfera literario-cultural en Canarias carece de oxígeno. A este paso, tendremos que seguir viviendo de Galdós y de Quesada cien años más, porque si estos son los autores a los que se encumbra, a los que se toma por modelos, apañados vamos.




P.D. Otras opiniones totalmente diferentes a la mía y una entrevista: