domingo, 27 de octubre de 2019

'Corrección', de Thomas Bernhard

Vivir con la literatura puede no ser sencillo. A veces, se convierte en una forma de ocupación profesional o semiprofesional que le sustrae a su ejecutante mucho tiempo y le obliga a realizar sobreesfuerzos. En cambio, vivir de la literatura es una tarea poco menos que imposible salvo para una minoría. Y si añadimos el adverbio exclusivamente, entendiendo por tal vivir de la venta de la propia obra, aún más. No hay en esta reflexión ningún propósito normativo. Un literato puede trabajar toda la vida en el Ayuntamiento de Madrid como, por ejemplo, Luis Mateo Díez, escribir con normalidad y, lo que quizá sea más importante, publicar con regularidad. Para él, este trabajo de funcionario le proporciona independencia para escribir lo que le dé la gana. Otros podrían opinar que vivir de lo que se escribe es lo que proporciona tiempo para desarrollar una obra literaria de calidad.

En España, lo corriente es que escritores y escritoras combinen su actividad artística con un trabajo u oficio de cualquier tipo. Si no, dan clases de escritura o sobreviven de subvenciones encubiertas a base de charlas, talleres y demás quincalla que tienen a bien proporcionar aquellas administraciones con ínfulas culturales. Al fin y al cabo, los tiempos de la bohemia que implicaban un rechazo del sistema (económico, social, político) han quedado muy atrás, y lo que queda es una vaga reminiscencia del concepto romántico del autor como genio y una muy firme versión secularizada del concepto calvinista del éxito como demostración de la propia valía (en nuestros tiempos y en la jerga coaching: marca personal).

Podríamos resumir todo lo anterior es que los/las escritores/as se ganan la vida como pueden. Dada la fragmentación del mercado en lengua española, aquellos y aquellas escriben lo que pueden y viven como les dejen. Más o menos como siempre, y con los matices que la sociedad neoliberal y la web 2.0, íntimamente imbricadas, caracterizan nuestro tiempo. En clave local, tenemos la presencia personal constante en las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, Youtube, etc.) y, en los casos más conspicuos, en las tribunas mediáticas tradicionales (prensa y radio, sobre todo, más alguna aparición en la televisión autonómica) y el apadrinamiento por algún partido político (todos tienen su grupito de artistas). Eso, los más populares, porque el desarrollo del mercado de publicaciones para "aprender a escribir una novela" ha conseguido que muchas personas alberguen la fantasía doppelgänger de que existe un/a escritor/a dentro a la espera de que se produzca el ansiado reconocimiento, ya sea con obra o sin ella. Estoy seguro de que el Ayuntamiento de mis lectores está lleno de novelistas a tiempo parcial.




Estas reflexiones vienen a propósito de la lectura de Corrección, de Thomas Bernhard. Más bien, por el autor, que supo combinar muy bien una obra en la que rechazaba, y odiaba, a Austria, a Viena, a la clase política y a los artistas con la aceptación de premios literarios en su país provenientes de aquellos a quienes mismo criticaba con tanta ferocidad. Podemos interpretarlo como  su victoria sobre los prejuicios político-literarios del mundillo literario o como cierta doblez de carácter moral de la que muy pocos escritores y artistas parecen haber escapado, ya a su pesar, ya con abierto gozo. Recordemos, sin ir más lejos, a Camilo José Cela y sus declaraciones sobre el premio Príncipe de Asturias o a Javier Cercas respecto del Planeta. Algo tiene el reconocimiento institucional (público como el primero o privado como el segundo), alguna calidad superior al aprecio de los lectores, y no solo en lo que respecta al beneficio monetario, que tuerce las voluntades aparentemente más inflexibles.

No obstante lo cual, e independientemente de ello, tengo que decir (y no es la primera vez), que las obras que he leído de Thomas Bernhard (es decir, sus traducciones) no han fallado en dejarme huella en forma de cierta sensación en el ánimo que a veces califico de escepticismo moral; otras, de una vaga melancolía teñida de misantropía con tendencia a perdurar.

A grandes rasgos, en Corrección, Bernhard nos cuenta a través de un narrador interpuesto la historia de la obsesión de un profesor universitario, Roithamer, por la construcción de un edificio, el Cono, a su hermana, que muere antes de habitarlo. Pero, sin duda, hay más. Esa narración contada por un amigo se desencadena por el suicidio de Roithamer en su tierra natal, Altensam, en uno de sus retornos periódicos desde Inglaterra. La novela está dividida en dos partes. En la primera, este amigo nos cuenta sus motivaciones, preocupaciones y recuerdos de Rotheimer, quien lo había nombrado albacea de su "legado". En la segunda, a partir de sus escritos, la voz de Roithamer habla en primera persona. El Cono, sus relaciones con sus hermanos y hermana, y con sus padres, sus reflexiones sobre la vida adquieren un relieve lleno de aristas ensangrentadas. Es un descenso a la mente de Roithamer en la que todo es sometida a la crítica cáustica y vitriólica tan propia de Bernhard

¿Y la prosa? Esas frases largas y sinuosas, llenas de aposiciones, ese rechazo al punto y seguido y, más aún, al punto y aparte. Ese flujo del pensamiento tan característico de los personajes de este autor. Más bien, del personaje que piensa: los demás solo figuran como objetos de su pensamiento. Incluso cuando otro personaje es su vocero. También, en determinadas escenas, esa monomanía con la que nos obliga a centrarnos en un asunto, y solo en él. Esa repetición de palabras que, al menos en el uso convencional del español (ignoro si ocurre lo mismo en el alemán) se suele rechazar sin pensar y que en su obra es un procedimiento estilístico definitorio.


Si estaba en Inglaterra, según él, pensaba continuamente sólo en eso, siempre y enseguida, cualquiera que fuese mi estado de ánimo, si estuviera en la buhardilla de los Höller y, por otra parte, le era evidente que ir a vivir para siempre a la buhardilla de los Höller no equivaldría a poder pensar siempre libremente y sin estorbos, en realidad, una, como él dice, infinita estancia en la buhardilla de los Höller, si es que esa infinita estancia en la buhardilla de los Höller hubiera sido posible, no habría conducido más que a su total aniquilación, si me quedo más de lo necesario en la buhardilla de los Höller, según él, iré, en el más breve de los plazos a mi perdición, acabaré por completo, ése era su pensamiento, por lo que siempre había permanecido en la buhardilla de los Höller sólo un período determinado, imprevisible para él mismo, pero, sin embargo, exactamente medido, el período ideal de permanencia en la buhardilla de los Höller debe de haber sido, para él, de catorce o quince días, como se desprende de sus notas, siempre sólo de catorce o quince días, al decimocuarto o decimoquinto día, así Höller, Roithamer había hecho siempre el equipaje con la velocidad del rayo y se había dirigido a Altensam, pero con frecuencia no para quedarse en Altensam un período bastante largo, sino el más breve de los períodos, lo mismo que siempre permanecía en Altensam el período más breve, el más necesario, no aguantaba en Altensam más que el más breve o más superbreve de los períodos, y había ocurrido que se alojara en casa de los Höller, sin duda con la intención de ir quince días después a Altensam y, después de catorce o quince días, en lugar de dirigirse a Altensam, donde estaba anunciado y lo esperaban, había vuelto directamente a Inglaterra desde la morada de los Höller en la garganta del Aurach (...) (Págs. 15-16)


No entendía nada de teatro ni de música, y tampoco tenía por ellos ninguna afición, pero para ella el teatro (en Linz) y la música (en Linz), porque asistía también a los conciertos bastante importantes de Linz, eran una oportunidad y un pretexto, y no sólo para abastecerse en la perfumería de Linz de toda la basura aromática imaginable (así mi padre), esas salidas al teatro y los conciertos eran también siempre un medio de probarnos sus conocimientos de arte y su necesidad de cultura, y sobre todo de humillar a mi padre con esas salidas, a ese, como decía ella siempre, hombre sin cultura, que no tiene la menor afición por el gran arte, de llamar la atención con esas salidas suyas que, así mi padre, costaban un montón de dinero, sobre su propia cultura. Pero, en realidad, nuestra madre no tenía ninguna cultura, ni la más mínima cultura, y nuestro padre, que realmente no tenía ninguna afición por una clase de cultura como la que ella tenía en la cabeza, y en eso tenía ella toda la razón, porque él no tenía ninguna afición, sólo por el hecho de que no tenía ninguna afición por esa clase de cultura, tenía cultura, así Roithamer. Mi padre, por lo menos, leía una y otra vez lo que se llama un buen libro, pero mi madre, durante todo el tiempo que estuve cerca de ella, así Roithamer, jamás leyó un buen libro, odiaba como la peste todo lo relacionado con los libros, especialmente los libros buenos, como decía ella misma, y había hecho siempre también todo lo posible para mantenernos alejados a nosotros, o sea, también a mis hermanos, de los llamados libros buenos, pero por principio de todos los libros, para no dejar que surgiera la posibilidad de acercarnos a libros buenos o a libros siquiera (...). (Págs. 260-261)

Permítanme resaltarles un gran párrafo que, intuyo, puede ser el eje de la ética del trabajo, por llamarla así, o del ánimo creador, poco menos que furibundo, del escritor austriaco:


Cuando estemos obsesionados por una idea, porque nos hemos ocupado de realizar esa idea, porque nos hemos ocupado de esa idea continua e ininterrumpidamente y siempre en el más alto grado, nos hemos concentrado siempre en esa idea (véase el Cono), no hemos sido ya más que concentración en esa idea, cuando podemos hacer realidad lo que hemos previsto, aunque nos hayan tenido por tan locos como quieran y nosotros mismos nos hayamos tenido por locos, por tener esa idea. Cuando, en contra de todo, se ha logrado la realización de la idea. Cuando no hemos escuchado nada durante años, durante decenios, sólo esa idea con la que somos idénticos. Sólo alcanzamos aquello en lo que nos concentramos al ciento por ciento y, de hecho, también con nuestro llamado subconsciente, cuando durante un tiempo larguísimo, hasta el momento de conseguir nuestro objetivo, no escuchamos más que ese objetivo. Cuando tenemos conciencia siempre del hecho de que todo ha conspirado siempre contra nuestro objetivo, de que todo, salvo nosotros y, muy a menudo, también muchas cosas dentro de nosotros, no es más que una conspiración contra nuestro proyecto, contra nuestro objetivo. Cuando somos despiadados y de lo más despiadado contra todo lo que obstaculiza nuestro trabajo hacia nuestro objetivo, lo que torpedea nuestro objetivo, cuando, en definitiva, tomamos posición contra nosotros mismos, porque tampoco nosotros creemos ya, en contra de toda esa resistencia y, por tanto, repugnancia hacia nuestro objetivo, que abarca, que lo abarca todo, poder alcanzar nuestro objetivo, porque continuamente nos vemos acometidos por las dudas sobre nosotros mismos y, por ello, de nuestro objetivo, y somos debilitados por esas dudas, lo que nos hace parecer imposible alcanzar nuestro objetivo, pero no debemos dejarnos apartar de nuestro objetivo por nada, nada está subrayado, lo mismo que yo jamás me he dejado apartar de mi objetivo, así Roithamer, porque, así Roithamer, todo está siempre en contra de todo objetivo. (Págs. 208-209)

No es una novela fácil, no diría que tampoco que es una novela exquisita o sublime. Quizá tiene esos atributos, pero me resisto a utilizar esas palabras tan propias de periodismo cultural. Es, en cambio, cognitiva y moral; es transformadora. Mucho más dura de lo que parece en un primer momento. La soledad, la amistad, el odio, el desprecio, toda esos sentimientos, que se mimetizan con el entorno físico o familiar o son causados por este. Utilizando una metáfora corriente, diría que Bernhard corta en canal la mente de Roithamer (y también del narrador anónimo) para permitirnos ver sus vacilaciones, pasiones, dudas y obsesiones. Que son, cómo no, también las nuestras, porque pasamos más tiempo obsesionados con las miserias y anhelos que nos persiguen dentro de nuestra cabeza que siendo (o intentando ser) sublimes o exquisitos. Y menos mal. 

Espero, aunque creo que no lo estoy consiguiendo del todo, no caer en ese maniqueísmo que subyace a las obras que he leído de este autor, en cuanto que las disyuntivas morales parecen, a veces, demasiado rígidas. En todo caso, me reconozco en esa humanidad que tan bien describe y analiza Thomas Bernhard.




















jueves, 10 de octubre de 2019

Campanadas de iglesia de barrio


Pensaba esperar unos cuantos días más, cuando hubiese vuelto a la oficina después del mes de vacaciones, para leer alguna novelita de autoría local y reseñarla, así tuvieran algo de lo que regocijarse (¿escandalizarse?) tras este lapso transcurrido sin noticias mías. No obstante, después de comer (pasta rellena de espinacas y una enorme y antivegetariana salchicha alemana de dimensiones BBC) decidí, en cambio, compartir con Vds. algunas reflexiones de tinte literario, quizá un tanto desaforadas, a la manera que tienen algunas iglesias de barrio de anunciar la misa, que bien podría confundirse con jolgorio secular.

Esta decisión, como pueden deducir, no la tomé en esos instantes previos al sueño nocturno, de cuya influencia en el proceso creativo tanto desconfiaba Raymond Chandler (1), sino a plena luz del día, por lo que merece credibilidad diurna. Cuando no estamos cansados, con los sentidos aguzados, la razón es un superyó riguroso, un déspota no del todo benigno que permite muy pocas iniciativas descabelladas. Me permito aventurar la hipótesis de que ninguna obra maestra literaria se haya escrito a las once de la mañana.

Por el día, nos permitimos poco, demasiado maniatados por la cordura y la prudencia; estreñidos por el sentido común. Por la noche, todo parece posible para nuestra voluntad, incluso para el más mentecato. La luz nos disfraza de sirvientes de lo posible, pero gracias a la oscuridad soñamos, o mejor dicho, recordamos que somos "reyes con trajes dorados a lomos de elefantes" (2). 


Así, puedo contarles que estas semanas de ausencia me han servido para comprobar que Juan Benet y Gabriel García Márquez publicaron el mismo año las novelas (Volverás a Región y Cien años de soledad, respectivamente) que los encumbraron en la historia de la literatura. Del mismo modo, en ambas novelas se usa una comparación paleozoica:



A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano. (Volverás a Región)

Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. (Cien años de soledad)

52 años después de su publicación, leo Volverás a Región, y me atrae esa prosa de frases largas y enrevesadas, y esas comparaciones insólitas y ese olvido de lo fácil, no porque lo fácil sea fácil y lo difícil me hará grande, sino porque hay cosas (tanto físicas como abstractas) que solo se pueden contar de (con) una forma determinada, como señala, entre otros, de manera muy convincente Martha C. Nussbaum (3). De Cien años de soledad, qué les voy a contar que no se sepa ya y no se haya contado en infinitas repeticiones y variaciones, salvo que la descubrí con catorce años y la leí 5 o 6 veces hasta los 20. Me gusta imaginar que yace ahí, en el cerebro, inserta durante mi proceso de maduración en adulto en alguna protuberancia caliginosa. A veces, achaco mi precipitación en el habla, esos traspiés lingüísticos en los que incurro en el peor momento, en que Cien años de soledad presiona, cuando me pongo nervioso o me disgusto, el área de Broca. 

Al mismo tiempo que la de Benet, pero a mayor ritmo, estoy también con otra novela difícil: Corrección, de Thomas Bernhard. Si es lector/a, léala (antes, durante o después de Tala: para lo bueno siempre debe haber tiempo); si quiere ser escritor/a, absténgase hasta que ya esté formado/a literariamente (en la medida que se pueda afirmar eso) y haya perdido de modo definitivo la fe en la cultura como mecanismo de redención de la Humanidad; o, quizá, pueda vivir del oficio (a ser posible, sin dar clases de escritura, por favor). Bernhard, como Borges, es nocivo para el estilo propio (traductor mediante): frente a un parásito letal para el huésped como este, debe el aspirante a escritor/a vacunarse primero, so pena de convertirse en un epígono ridículo o, lo que no sé si es peor, como la carcasa humana de La cosa (4): el títere de un ente. Maten a Borges, que dijo Witold Gombrowicz. Maten a Bernhard, añadiría yo. En todo caso, mejor imítenlos, tírenlo todo y comiencen de nuevo. Y con ese todo, también la cursilería, la pretenciosidad y, si me apuran, el buenrollismo caza-contactos de cóctel y canapé.


Eso sí, he acabado una ¿novela? ¿manual de literatura? ¿Una mavela? Rafael Reig me sorprende gratamente con su Señales de humo. Manual de literatura para caníbales I (2016). Amena y erudita, quizá excesivamente dicotómica y sesgada a la hora de criticar y juzgar la literatura española y sus figuras señeras (institucionalizadas), como señala Vicente Luis Mora, esta obra merece atención y respeto, por su amor a la literatura y por su voluntario carácter polémico. Sobre todo para aquellos/as que consideramos que la cultura popular no es, como se pretende a veces, la cultura de masas, esputo de la industria cultural, y así poder compararla (subestimarla/ningunearla) frente a la alta cultura. El tiempo, además, escasea para dedicarlo a las porquerías, a los productos de consumo cultural, abrevadero para los consumidores culturales, de los que está inundado el mercado. Por otro lado, y aunque no venga a cuento, Rafael Reig gozaba, en su faceta de crítico literario, de una humorística mala leche que me regocija, para qué lo voy a negar (5).


Sin embargo, el grueso de mi actividad lectora no ha recaído en la ficción; más bien, y quizá el clima político patrio y local tienen algo que ver, la política y la historia han sido los asuntos en que me he ocupado con mayor extensión. Me interesa saber cómo se puede concebir un partido político democrático sin que ninguna de las tres partes resulte antinómica con respecto de las otras dos. ¿Debe un partido político, en aras de la eficacia electoral, ser no democrático como suelen serlo en la práctica (a pesar de sus estatutos)? ¿Puede no serlo? ¿Resulta inexorable la ley de hierro de la oligarquía, tal y como la expuso Michels? ¿Es Podemos el ejemplo palmario de que es imposible organizar un partido con estructuras democráticas reales? ¿Es el tipo de organización denominado partido capaz de sostener de manera coherente demandas políticas del demos y hablar en su nombre? Platón, Rancière, Castoriadis, Traverso y otros me llevan a la melancolía política, la melancolía propia de la izquierda . 

Tiempos estos en que el concepto utopía sufre de mala fama, y el adjetivo utópico se aplica de inmediato, con carga peyorativa, a cualquier proyecto, a cualquier visión alternativa a las sociedades capitalistas existentes. Como si el ser humano hubiese apurado todas las posibilidades de construir un mundo diferente y mejor. A este respecto, llevo leído un cuarto de McMafia (2008), del periodista británico Misha Glenny (hay serie de TV) que plasma de lo que es capaz de sí este nuevo mundo feliz, ya sin utopías, casi sin esperanza.







(1) CHANDLER, R. El simple arte de escribir.
(2) CHEEVER, J. La geometría del amor. (El marido rural)
(3) NUSSBAUM, M. El conocimiento del amor.
(4) La cosa (1982), dirigida por John Carpenter.
(5) REIG, R. Visto para sentencia.
(6) TRAVERSO, E. Melancolía de la izquierda.