jueves, 1 de junio de 2023

'La isla de los muchachos hermosos', de Pedro Flores

Para algunos, un mundo ideal sería aquel en el que cada cual recibiría según sus necesidades y daría según sus capacidades. Quizá no tan ideal para muchos, que prefieren creer que cada uno de nosotros ya recibe lo que se merece y da lo que le da la gana. Normalmente, esto último lo piensan aquellos/as a quienes les va bien, y en gran parte les va bien porque han heredado una posición en la que es más fácil que vaya bien. Qué triste resulta cuando esa visión del mundo la hace suya un paria que no tiene dónde caerse muerto.

En fin, debe de ser que tengo el ánimo un poco sombrío, a la par que reivindicativo, por el resultado de las elecciones. Me pregunto claro, cómo imaginar una sociedad futura donde la democracia tuviera un valor sustantivo y no meramente procedimental. En el caso de nuestra democracia representativa, el voto condensa muchas aspiraciones y deseos, prejuicios y resentimientos, a veces no pensados, si no irracionales. Cuando la participación de la ciudadanía se reduce normalmente sólo al acto de votar, puede ocurrir de todo, claro. Por eso, tal vez no sea del todo justo reprochar a los más pobres y marginados entre nosotros que hayan votado a un partido de derechas, conservadores del statu quo. O por qué aquellos y también la clase media se identifica antes con las cuitas o iniciativas de Juan Roig o de Amancio Ortega que con los problemas de sus conciudadanos/as. 

Claro está que la izquierda a la izquierda del PSOE se ha esforzado al máximo por destruirse a sí misma, de derrota en derrota hasta la derrota final. Hablo de los/las dirigentes y de su séquito, porque supongo que al electorado potencial poco lo importaba que Alberto Rodríguez fuera primero o segundo en la lista, o las rencillas que Noemí Santana mantuviera con los denominados pitistas (seguidores de Mery Pita, la anterior jefa del partido en Canarias, que posteriormente abandonó, pero sin renunciar a su escaño en el Congreso), etc.

Hace tiempo, además, que el declive de Podemos era visible, electoralmente hablando. La desintegración de los cuadros, por no hablar de los círculos, es anterior, y, al final, hasta parte de los dirigentes de mano de hierro (o de genuflexión férrea) se han ido marchando o les han ido largando. Los que tenemos memoria recordamos, por ejemplo, la dimisión de casi todos los miembros de la lista de Podemos al parlamento canario hace cuatro años, veinticuatro horas antes del cierre de candidaturas. Por otro lado, es posible, como factor añadido, que a Podemos sólo se le haya oído en los últimos meses por sus reivindicaciones feministas. No se confundan, estoy de acuerdo con esas políticas, pero a parte del electorado de izquierdas o de esos indecisos del nebuloso centro político le podría haber parecido que los beneficios en tales derechos ya estaban amortizados y la insistencia en ellos, por mucho que la realidad le diera la razón al partido, suscitara más irritación que simpatía, más cansancio que entusiasmo. Esto podría haber dado la razón, aunque indirectamente a los defensores de la "trampa de la diversidad", izquierdistas (al menos, se proclaman) que piensan que la única clase verdaderamente oprimida es la obrera, y que toda actividad política debe dirigirse por y para esa clase, desdeñando otros tipos de opresión como la femenina, étnica, etc., porque sus demandas -aseguran- solo le hacen el juego al capitalismo. Es decir, que son funcionales a él. Mi opinión es, parafraseando a Axel Honneth, es que la izquierda debe hacer suyas todas las luchas contra la dominación y la explotación ya sean económicas, sexuales, étnicas o cualesquiera otras que menoscaben la autonomía y la dignidad de las personas.

También es cierto, que los medios de comunicación han estado más atentos a los desacuerdos en el Gobierno que a otra cosa, mostrando a Podemos casi siempre como el aguafiestas, como el elemento díscolo, discordante, problemático y poco fiable, sin capacidad de tener altura de Estado.

Se me ocurre pensar, en momentos de máxima melancolía, que, si la mayoría del pueblo votara lo que le conviene, hace tiempo que habrían dejado de organizarse elecciones.





La novela, grosso modo, cuenta la investigación de Jesús Arévalo acerca de la vida y obra de un tal Bebo Ríos, que murió en la carretera a los dieciocho años de edad, justo tras ganar un premio de poesía. El hallazgo por casualidad del poemario de Ríos motiva a Arévalo a comenzar una indagación que espera que resulte compensatoria tras su fracaso académico (consistente en no haber sido capaz de acabar la carrera de Filología) y que le suponga el reconocimiento del mundillo de las letras.

Bien podríamos comenzar, y casi acabarla, la reseña citando a un personaje, el poeta brasileño Paulo de Souza, quien, hablando de una obra en prosa de Bebo Ríos, titulada La isla de los muchachos hermosos, en un juego de espejos o de novela dentro de novela, afirmó: "(...) nada demasiado interesante, para ser sinceros". No obstante, y aunque no me considere prolijo en detalles por lo general, considero que hay dar las explicaciones pertinentes.

La novela no es demasiado interesante comenzando por el mismo argumento, que resulta un tanto visto, no solo de escritores/as, sino de artistas en general, ya sea por la investigación y develamiento de facetas ocultas de la vida del personaje de turno ya como, en este caso, de su temprana, prematura muerte. O, quizá más interesante: el tema de cuantos Sócrates hay criando cerdos: es decir, cuánta gente no podrá o no ha podido desplegar sus capacidades por ser pobres, por estar explotados, por haber nacido en un contexto social en el que las oportunidades apenas existen. Esto podría perdonarse, claro, si el despliegue de la novela fuera brillante en sus aspectos lingüísticos (exuberancia verbal, estilo, etc.) como en los técnicos (construcción de la obra) o por un contenido fértil en ideas y sugerencias que desbordara ese estrecho cauce y consintiera en hablarnos de asuntos que nos conmovieran y nos estimularan cognitivamente. 

Asimismo, los diálogos, sobre todo los que mantiene Bebo Ríos con su maestra Isabel, que es quien detecta la chispa de artista en él, me resultan tremendamente impostados. Me atrevo a sugerir que la insistencia del autor por adjetivar con "puto" y "cabrón/a" todo lo que piense el personaje Bebo resulta un factor importante. Pedro Flores señala, de manera iluminadora, en una entrevista, que las personas en las que se inspiró para esta novela "hablaban así". Quizá habría que recordar que transcribir el habla popular tal cual es, como si estuvieran recogidos en una grabadora, no suele dar buenos resultados. Por lo mismo, transcribir los hechos tal cual sucedieron suele acabar por convertirse en un ejercicio plúmbeo de naderías en su mayor parte. Siempre hay un proceso de recorte, selección y, por supuesto, de artificio para que, paradójicamente (o no tanto), lo que se cuente resulte verosímil y, sobre todo, convincente. Entiendo, pues, que el habla de los personajes carece en muchas ocasiones del necesario trabajo de invención para hacerlos naturales.

Puedo añadir que hay unos cuantos pasajes en que apenas hay sustantivo sin adjetivo, lo que resulta cargante, excesivo, como si Flores hubiera dado rienda suelta a su espíritu creador, pero en mal momento. A este respecto, he anotado numerosas metáforas bastante forzadas, que suelen corresponder a la voz de Bebo Ríos. Podríamos aceptar a regañadientes que no es Flores quien escribe así, sino Bebo, pero, de todos modos, irrita y desconcentra; también, los cambios de estilo en su relato, de coloquial-vulgar a elevado. La excusa no puede aplicarse de ningún modo al narrador de las pesquisas de Arévalo. Por cierto, a veces se habla de que tal o cual expresión es un tópico, pero aun así insiste en ella. No entiendo la razón. ¿Si se es consciente, para qué escribirlo?


Cuántas veces habría repasado ya, fatigado, que diría Borges, cada texto, cada uno de los versos como un dardo lanzado al pozo sin fondo del olvido (...) (Pág. 27)

En la calle, nos descojonamos, dentro de nuestros zapatos desgastados y sucios, como ogros rencorosos que hubieran cercenado las alas de un dragón volador. (Pág. 44)

Arrastrándose como un ciempiés gangoso (Pág. 46)

 El crepúsculo llameante y las dunas de arena casi blanca, que se mueven como paquidermos líquidos con el suave viento del mar son un mundo prístino, qué lindo adjetivo este, y abundante, tan distinto al nuestro de pisos diminutos y húmedos, escaleras con olor a meados y perros sarnosos tomando la sombra, espantando con el rabo tábanos del color del carbón, grandes como helicópteros. (Págs. 47-48)

Y le vino a la cabeza a Arévalo la piel de un tigre, un brutal animal dormido en la espesura de naftalina y abandono de una anciana avariciosa, un tigre que él volvería a la vida pasando sus dedos por la dormida piel, abriendo al mundo las fauces anquilosadas de sus carniceras páginas. Se recreó el hombre en el vértigo de su excesiva metáfora, y se relamió, si no como un tigre, al menos como un gato. (Pág. 51).

 Pero la de don José fue la primera, la que lo puso sobre el rastro, como un sabueso filológico que olisquea la ropa siempre usada, el sudor reincidente de la poesía. (Pág. 52) 

Para mí pedían siempre un refresco de naranja que yo me sentaba a beber fuera, en la acera, a la hora en que las chicharras llenan el aire del verano endémicos de esos andurriales con su letanía de violín herido. (Pág. 56)

A mí me gusta ir caminando, voy pensando en la escritura, en la poesía, este paisaje me resulta, como diría la vieja, inspirador, y no porque yo escriba poemitas sobre el paisaje, el sol o los cabrones lagartos grandes como hipopótamos que toman el calor de las piedras lisas, con las garras y los buches amarillos expuestos a la canícula, como la ofrenda antediluviana para un dios abrasador (Págs. 91-92) 

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. Pero he aquí que se ha convertido ya nuestro hombre en siervo de su inercia investigadora, de su fantasía filológica, de su tendencia a la mitomanía, de sus ínfulas de free lance de la literatura. (Pág. 99) 

Ella bucea entonces por el intrincado y vibrante arrecife de su biblioteca, con sus patitas de rana, su arrugado cuello de tortuga, su talle de hipocampo, sus ojos de pejesapo. Busca por entre los libros, cuyos lomos desgastados por el uso son como los cascos oxidados de los pecios mortificados por las olas cuchilleras del bajío (...) (Pág. 129)

Yo soy una bicha lerda que repta por el fango sinuoso de su manglar recóndito y engulle un pajarraco zancudo y altanero, y el sabor de ese pájaro, trasegado sin conciencia a su insensato estómago tubular, acudirá a su lengua bífida muchos años más tarde, cuando, sin piel ya que mudar, casi no pueda arrastrarse por su pantano de mierda. (Pág. 143)

(...) y eran todavía las tres de la madrugada y la mañana era una anciana paquiderma que nunca llegaba al abrevadero del día. (Pág. 148)

 

Por otro lado, me produce perplejidad el narrador en tercera persona: no es solo que a veces hable en primera y otras en tercera del plural, porque podría entenderse que es un plural de modestia o aquel que se usa para incluir a los lectores, sino el tono. No es el neutral más corriente, con sus matices, sino que a veces toma partido, juzga. No se sabe quién es ni qué pretende, por qué nos cuenta la historia de Jesús Arévalo y de un poeta muerto hace tanto tiempo. Me pregunto, en definitiva, por qué he reparado en este narrador cuando en muchas otras novelas, haciendo lo mismo, la voz que cuenta pasa inadvertida. 

Por ejemplo:

Jesús Arévalo rememora los modestos sucesos de su búsqueda, que él pretende quijotesca, mientras que la guagua semivacía enfila la carretera paralela a la costa. (Pág. 51)

Recostado esa mañana en el cómodo asiento de la guagua, miraba, medio adormilado por el sol de octubre, aún cálido en la isla, el lomo de cocodrilo plateado y descomunal del mar, que, dicho sea de paso, a Jesús Arévalo nunca le había gustado demasiado, el mar, digo. (Pág. 85)

No hemos dado muchas noticias sobre la historia, características físicas o morales de Jesús Arévalo, ni lo haremos en demasía, pues poco importan, pero sí que dejaremos caer, cómo no, alguna anécdota, algún rasgo, que nos lleve a conocer, aunque solo sea someramente, al hombre que se ha embarcado en esta dudosa misión de rescate de un poeta furtivo y remoto. (Pág. 85)

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. (Pág. 99) 

 

Los personajes secundarios están escasamente perfilados, apenas sombras. Los amigos de Bebo son casi todos parecidos, y uno tiene que revisar quién era quién cuando Arévalo los visita al cabo de los años. También, el juvenil amor de Bebo, Julia, no puede estar descrito de manera más negligente, con esos ojos "color verde gato", etc., repetidos en un par de ocasiones, por si nos hubiéramos olvidado. La maestra, doña Isabelita, caracterizada sobre todo a través del diálogo que mantiene con Ríos, no suscita apenas simpatía: resulta difícil describirla más envarada. Quizá sea Souza, el poeta brasileño, el que más se hace carne. Hasta Arévalo, el otro personaje central no genera más que una tibia empatía, de esas que no comprometen, como la que le profesamos al vecino al que le damos los buenos días, y a otra cosa.

Por otro lado, las breves menciones de aquel al mundillo literario no aportan tampoco nada apreciable ni escandaloso, y las reflexiones sobre la creación literaria, un esperable punto fuerte por ser Pedro Flores un conocido y laureado poeta, tal vez interesen a alguien. Preséntenmelo si llegan a conocerlo.

No es descartable que el escritor de La isla de los muchachos hermosos haya pecado de indolencia, de cierta laxitud en cuanto a su propia exigencia literaria en el caso que nos ocupa. Tal vez, algo se dice en la entrevista señalada, que escribirla fuera más bien una tarea pendiente, y que poder publicarla le quitase ese enojo. En la citada entrevista, señala: "No soy un novelista ni un narrador ni un escritor, sino un tipo al que en un momento dado le interesó contar la historia de un poeta ficticio". Le creo.

En otro orden de cosas, me interesa que se novelicen las disparidades sociales, la lamentable desigualdad en los puntos de partida vitales de las personas, la literatura (como cualquier otra cosa en la que se destaque) como primer peldaño para mejorar en la vida, el contentarnos con lo anterior y primar el talento y la excelencia en vez de la justicia, la dignidad y la redistribución, cosas así, entre otras. Flores escribe un par de apuntes al respecto, como, por ejemplo, en la página 43: "Nos habla de nuevo, como siempre, de los setenta, de las suecas ávidas de sol y de hombres oscuros y rudimentarios, tan distintos a aquellos suyos civilizados y correctísimos, de un mundo donde lo escabroso y lo miserable son un río subterráneo bajo el asfalto de la abundancia, tras el barniz de la opulencia". Me habría interesado mucho más esta novela si el autor se hubiese decidido a seguir por esa senda, eso sí, tras un profundo y minucioso pulimentado del estilo. No digo que todos los escritores en todas sus obras deban abogar por la emancipación de las clases oprimidas (que hay unas cuantas), pero sí constato que soy tendente a aburrirme con historias que meramente se empeñen en cartografiar el espacio sentimental personal. Hay que preguntarse por qué las cosas son como son, y no dar las cosas por sentado. Despertar del espejismo que supone creer que el mundo está dado así, y no construido. Injustamente construido.

En fin, que me desvío. Para mí, La isla de los muchachos hermosos es una novela mejorable en tantos aspectos que me pregunto si no habría sido mejor haberla reescrito por completo.



P.D. Por cierto, habría que prohibir la palabra rompecabezas a la hora de comentar la obra de que se trate, aun en el caso de que, efectivamente, fuese un libro de rompecabezas. También, que el entrevistador parafrasee la contraportada. Es triste o algo peor. También, como ya comentamos en aquella lejana reseña dedicada a aquel bodrio de El tren delantero del sin par Emilio González Déniz, decir que la obra de uno (o la del vecino, la de tu escritora favorita, etc.) es una "caja china" o un "collage" es una invitación al desprecio, porque uno (yo, al menos) tiende a pensar de inmediato que el autor se está excusando por su vagancia o por su incapacidad de estructurar con algo de lógica, si no con inteligencia, el material de que consta obra.



martes, 16 de mayo de 2023

Sic transit gloria mundi

Aprovecho esta deliciosa temporada (probablemente, próxima a su fin) en la que he conseguido evitar lecturas soporíferas (este año sólo he padecido Leche condensada, de Aida González) o ensayos banales sobre literatura (a la manera de Elisa R. Court, para que se hagan una idea), y, en cambio, he tenido la fortuna de decidirme por obras muy gratificantes, para compartir con Vds. algunas reflexiones o, si este término les parece demasiado presuntuoso, pensamientos variados que me han ido surgiendo respecto de nuestro mundillo cultural, que, como saben, es pequeño, peludo, esponjoso y un tanto aciago.




Por un lado, me resulta difícil reconciliarme con la idea de que la antigua viceconsejera de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Dulce Xerach, se haya convertido en nuestro André Malraux porque no sólo escribe novelas policiacas, sino que, además, forma parte de jurados de premios de literatura. Ignoro si la última circunstancia se debe a los méritos contraídos por su paso por la política o por su actividad escritoril. Como saben, además escribe artículos relacionados con la arquitectura (su especialidad académica) en el suplemento cultural (o lo que sea, porque ya hace tiempo que no se sabe qué propósito tiene este cuadernillo) de Prensa Ibérica. El mundo es la escritura de Dios, según se entendía antes, y hay que saber leerla para conocerlo.


                                                     A. Malraux


Por otro, el Sr. Arroyo Silva, poeta laureado, pero que tiende a farfullar en prosa, bloquea en sus redes sociales a los críticos. No tiene nada de particular esta prudente decisión en cuanto que otros/as, algo más ilustres, ya la habían tomado antes, pero choca un poco cuando le hemos leído en varias ocasiones manifestar su respeto por la crítica ("je je je"). Como suele ser habitual, la única opinión respetable que admiten escritores como él es la elogiosa, que no necesita fundamentación. Intuyo que el mundillo poético en Canarias es aún más cenagoso y falto de oxígeno que el de la narrativa, que ya es decir.

Asimismo, considero un error el permitir que los artículos periodísticos publicados durante años se transmuten en un libro, salvo que quien los escribió hubiese mostrado una prosa deslumbrante y desplegado ideas originales y potentes. Si no es el caso, parece, a primera vista, un ejercicio de vanidad que, como mucho, solo suscita piedad (además de la esperable indiferencia). Adelanto, en calidad de representante plenipotenciario, que el Polillas al anochecer jamás lo pretenderá ni lo aceptará, y que la sola idea le provoca dolor de estómago, así que estén tranquilos/as. Tenemos varios ejemplos recientes, como Antonio Morales, muy consciente de haber escrito una obra importante; o, hace unos meses, Víctor Álamo de la Rosa, también convencido de estar legando un tesoro a la posteridad. Recuerdo, a la sazón, aquel director de periódico, cuyo nombre no recuerdo a causa de su irrelevancia, que pretendía deslumbrarnos con sus análisis geopolíticos y lo que surgiera, etc. Esta prosa de artículo periódico hay que dejarla arder una vez leída, ya digo, salvo excepciones. 

Por si les interesa, en el hueco inolvidable e imborrable (un hito) que dejó el programa homónimo del Polillas en Radio Guiniguada ya hay desde hace unas semanas (sic transit gloria mundi) otro programa cultural. No sé si es bueno, malo o todo lo contrario, como la cerveza 0,0, pero dejo nota aquí para que lo oigan y opinen. Después de pensarlo (a ratos, de manera espasmódica), he postergado cualquier proyecto podcast o radiofónico para la temporada 23-24. Veremos cuáles son entonces los compromisos que me he impuesto y mi grado de motivación. En todo caso, pensemos juntos qué tipo de programa podríamos inventarnos. Echo de menos, sí, los intercambios de ideas en vivo: no era frecuente que estuviéramos de acuerdo en todo, ni mucho menos.

Ha sido llamativo leer estos días en la prensa local el cierre de un par de fundaciones culturales por los impagos del Ayuntamiento de Las Palmas G.C., ya que estamos en vísperas de elecciones y esto puede considerarse una negligencia político-administrativa por su supuesta resonancia pública. Puede ser, también, que, en realidad, el cierre (temporal) de la sede de la fundación de Chirino y la de Francis Naranjo (de forma permanente) no le importe a casi nadie y el Ayuntamiento sea consciente de ello. Esto nos recuerda el riesgo que supone que la financiación de cualquier iniciativa (cultural o de otro tipo) esté en manos de agentes externos, sea una administración pública o un mecenas privado, y de la impostura que suele acompañar a la cultura con mayúsculas. En todo caso, acerca de la Fundación Chirino, no recuerdo que nadie la deseara, salvo el propio Chirino, el alcalde de entonces, Juan José Cardona y los demás contactos o cómplices en la política municipal que, a pesar de las críticas iniciales, han seguido esa senda plagada de espejismos de pagar por ponernos, supuestamente, en el mapa mundial de algo. Tampoco es descaminado pensar que, si desapareciera, nadie la echaría de menos.

Por esas cosas de las redes sociales, y sea debido a su algoritmo o por predestinación, caí en el muro de un escritor que en medio de un comentario decía algo así: "Me tomo un café mientras escucho la Primera de Mahler", y me recordó que suelo imaginar conversaciones con personas muy serias en las que suelto inopinadamente: "Estaba yo leyendo el Canto IX de la Ilíada cuando...". Lo que causa honda impresión, por supuesto.

Las tertulias: depende de si hay cortesía en el uso de la palabra, de que nadie se erija en sumo sacerdote o sacerdotisa y de que se considere de mal gusto proferir falacias ad hominen. Los demás non sequitur pueden deberse a ignorancia o a fallos en el razonamiento, lo que no implica mala fe. En mi opinión, una periodicidad bisemanal sería la apropiada, para dar tiempo a leer, pensar y preparar los asuntos. Si no es así, es muy posible que se caiga en el debate de barra de bar con palillo en la boca. Deberían estar organizadas de tal modo que, aunque fueran privadas, pudieran transmitirse de modo inteligible a un público imaginario. Entiendo, al respecto, que las divisiones tajantes entre literatura/arte y política que se quieran blandir son siempre incorrectas.




A la manera de Nick Hornby, pero sin su gracia, y para rematar este artículo misceláneo, les anuncio que ya obran en mi poder La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores; Salidas de caverna, de Hans Blumenberg; Rompiendo algo, de Belén Gopegui y La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Como paradójico anticlímax, me he visto compelido irresistiblemente a leer, justo cuando he vuelto a casa con los libros anteriores, una novela de Richard Powers, The echo maker, que llevaba años aguardando su turno en uno de los anaqueles.

miércoles, 10 de mayo de 2023

Lujo comunal cultural

No puedo por menos de pensar que la penúltima polémica en nuestro miserable mundillo literario (una reseña que no era reseña escrita por una reseñadora que no se veía capaz de ejercer de reseñadora, y defendida a trompicones por el escritor cuya obra era objeto de la no-reseña) carece de importancia, no por la relevancia conceptual de la estafa cometida al público lector, sino porque las denuncias públicas en contra de esta forma de proceder no cambiarán en modo alguno su frecuencia en nuestra República Canaria de las Letras. Dicho de otro modo: la capacidad de influencia de los críticos como Javier Hernández Fernández y yo mismo es mínima, no solo porque disparamos desde posiciones marginales en el territorio literario-cultural y artístico sino porque, hablando a escala más general, el aparato mediático que promueve y confirma este tipo de actitudes hacia el fenómeno literario-cultural se alinea armónicamente con intereses económicos y políticos de instituciones privadas y públicas. Estos intereses pueden traducirse en un eventual beneficio económico, pero sobre todo en otros aspectos más intangibles y perdurables, como la capacidad de ejercer influencia mediante mensajes que se solidifican en recompensas y, sobre todo, en un determinado y predominante sentido común

A este respecto, la urdimbre público-privada no tiene tanto que ver con la propaganda con las que se nos aporrea desde voces interesadas en los medios de comunicación por la que las instituciones publicas deben apoyar las iniciativas privadas provenientes del empresariado haciéndose cargo de sus externalizaciones o subvencionando aquellas directamente. Es más bien una red de estrechas conexiones entre quienes ocupan puestos de poder en las administraciones públicas u organismos semidependientes como las universidades o fundaciones y asociaciones de diversa índole, y en empresas privadas, y que se benefician de la presente constelación de posiciones y de jerarquías en los diferentes campos sociales.

En este sentido, mi impresión es que cultura entendida como la capacidad de proporcionar espectáculo y entretenimiento a la ciudadanía mediante manifestaciones artísticas de distinta índole es, y aquí parafraseo a Alain Brossat, una herramienta más (aunque privilegiada) para la cohesión social, con la finalidad de reducir el conflicto social y amortiguar el posible resentimiento de clase: cultura anestética, como bien podría decir Susan Buck-Morss. Así, el espacio abrumador dedicado en los medios locales canarios (y españoles, en general) a las reseñas positivas, al elogio desmedido de todo lo que huela a cultura y al encumbramiento sistemático de "revelaciones", "genios" y "maestros" concuerdan perfectamente con aquella intención política. Cohesión y estabilidad social son objetivos explícitos de las clases dominantes, pero como señala Benjamin, la estabilidad es buena para quien ya vive bien, no tiene por qué ser agradable ni aceptable para otros ("miseria estabilizada").

No es de extrañar, entonces, que el arte como crítica, por no hablar del análisis crítico del arte, sólo se exhibe (y del que sólo entonces se presume) cuando está desactivado, cuando puede exponerse en escenarios acolchados, casi siempre controlados por las instituciones custodias, llámense concejalía, consejería, ministerio o departamento de marketing. En ese mismo proceso los artistas suelen convertirse, al mismo tiempo, en empleados y en cómplices (léanse, a este respecto, a Laurent Cauwet). El poder nunca ha sido receptivo a la crítica, sino que reacciona de manera hosca, incluso furibunda. Lo más habitual en las sociedades avanzadas, no obstante, es el soborno al artista. 

Tampoco pensemos que el reseñador de ocasión, que es el típico por estos lares, por la nula profesionalización de esta actividad en Canarias, es plenamente consciente de lo que he señalado. Le basta con intuir que la crítica negativa resulta negativa sobre todo para quien reseña, y que nunca se le acogerá tan bien, si es que se le acoge, como cuando la reseña o comentario es positivo, porque sólo entonces, al plegarse a la opinión generalizada (impresa en mentes y corazones, aparte de en las hojas de los diarios como deber ser) se fusionará espléndidamente con el espíritu de los tiempos, y es posible, aunque para esto hay que mostrarse insistente, que una condecoración le aguarde en algún recodo de su carrera hacia la indignidad.

No nos engañemos: la crítica literaria, o artística, o cultural está denostada como no lo está la crítica abiertamente política (salvo que se critique el sistema político en su totalidad: antisistema). Esto se debe al evidente valor simbólico y a su halo de prestigio: todos podemos disentir acerca de la política, pero ¿quién puede poner en duda el arte, la belleza, la cultura? Criticar a un político local se percibe como saludable, signo de respetabilidad estándar. Criticar, en cambio, públicamente una novela o poemario de un autor local o la exposición de la artista tal no solo es muestra de inadecuación social, sino que implica anatema para el atrevido. Aún peor es criticar a una institución cultural, digamos el CAAM, la Fundación Chirino, o al mismo Chirino, que era toda una institución por sí mismo (irradiadora pero, sobre todo, receptora) o, qué sé yo, el Festival de Música de Canarias, o un espectáculo de multiculturalidad musical confortable para clases medias como es el Womad. Al fin y a la postre, todas ellas no cumplen otra función que la de servir de escaparate de meros productos de consumo. Consumo cultural para todos, tal vez, pero en sintonía con un sistema de producción de mercancías, aun artísticas en el que los papeles de productor y consumidor están claramente delineados.

Abundemos en la crítica al arte. Fijémonos en las desmesuradas reacciones de las mentes bienpensantes (de todas las ideologías) hasta un punto, en ocasiones, grotesco, respecto de las protestas de grupos de jóvenes ecologistas (casi todas mujeres) en diferentes museos del mundo. Una crítica política que también era crítica al mundo del arte resultó insoportable para buena parte de la clase política y de la periodística-opinadora. ¿Qué se ponía en cuestión? Pues tanto la inadecuación de un sistema económico-político que nos llevará más tarde o más temprano al desastre como la desacreditación de la existencia de un mundo (el artístico-cultural) independiente y, atención, en principio libre de toda culpa. Un mundo cultural sin duda sacralizado, y de ahí gran parte de la indignación fariseica, pero sobre todo empleado como el gran bálsamo social, como el mágico ungüento que alivia las desigualdades (todos juntos en el concierto de rock, aunque haya zona VIP; las masas pueden ir a la ópera, si quieren, a cultivarse el gusto, pero siempre hay palcos). Se permite criticar el dolor, pero no el paliativo.

Cabría preguntarse cuáles son las condiciones de posibilidad de una cultura para todos, pero no en el sentido de cultura subvencionada, es decir, de entradas gratis (aparentemente) para el consumidor individual, pero pagadas por el ayuntamiento local, etc., sino en el de participación ciudadana integral y, por tanto, catalizadora y canalizadora de transformaciones sociales colectivas. La posibilidad de desjerarquizar la cultura, de la participación de todos en ella, ese "lujo comunal" cultural del que habla Kristin Ross en su obra homónima. Sin duda, los grupos políticos de izquierda canarios no tienen ni idea de lo que escribo aquí. Falta de imaginación y falta de lecturas, seguro, pero también una alarmante falta de voluntad por apostar por políticas democratizadoras en el frente cultural (y no solo en este).






Bibliografía explícita:

ROSS, Kristin. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. Madrid: 2016 (2015), Ediciones Akal. Traducción de Juanmari Madariaga.

BROSSAT, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid: 2016 (2008), Ediciones Dado. Traducción de David. J. Domínguez González.

BUCK-MORSS, Susan. Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste. Madrid: 2004. Antonio Machado Libros. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

BENJAMIN, Walter. Calle de dirección única. Madrid: 2014, Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez.

CAUWET, Laurent. La domesticación del arte. Política y mecenazgo. Editorial Incorpore, 2019 (2017). Traducción de Juan-Francisco Silvente.

miércoles, 19 de abril de 2023

'Centuria', de Giorgio Manganelli

La semana pasada, Javier Hernández Fernández, crítico literario especializado en poesía, y poeta él mismo, tuvo a bien desmenuzar una reseña lamentable de una "lectora voraz y apasionada", según las propias palabras de la articulista, en el cuadernillo cultural El perseguidor, del periódico local El Diario de Avisos, de hace dos años justos. La reseñadora, cuyo nombre omito por no ser una persona que se prodigue en estas tareas encomiásticas, perpetró una reseña basándose, al parecer, en la contraportada del libro y en unas cartas privadas del autor del poemario, Antonio Arroyo Silva, con el conocido crítico literario Jorge Rodríguez Padrón. Como colofón, admitía que carecía "de la formación necesaria para el ejercicio de la crítica literaria" pero que compartía la opinión de Rodríguez Padrón de que el poemario de marras era un libro de "verdadera madurez poética".

Como ya escribí entonces, la culpa de que en su momento se publicara este desatino no es atribuible al poeta, que como mucho podría ser sospechoso de cómplice o de colaborador necesario, sino de quien estuviera al mando (salvo que estuviera organizado sin jerarquías, digamos democráticamente, que no creo que fuera el caso) del suplemento, que ha permitido que se publicara. Entiendo que, como me ha señalado con cierto desaliento un amigo, sacar semana tras semana este cuadernillo cultural (o el de Prensa Ibérica, o cualquier otro) no es nada fácil, sobre todo en estos tiempos en los que no se paga a (casi) ningún colaborador o colaboradora. Tienen que sobrevivir, como consecuencia, y esto lo digo yo, a base de retales: aportaciones interesadas, viejas glorias jubiladas o amateurs entusiastas con ganas de ver su nombre en algún sitio aparte del recibo de la luz.

Creo, además, aunque parezca contraintuitivo, que estas reseñas ditirámbicas, estos comentarios más que cordiales, no le hacen ningún favor al escritor o escritora cuya obra ha sido objeto del artículo, porque si disfrutaban de algún prestigio, ahora entrarían en el terreno de las suspicacia; y si carecían de él, este tipo de reseñas no los encumbrarán a ningún Parnaso. Quiero pensar que el público lector, a base de continuos desengaños y de un historial de falsas promesas de obras maestras, antes y despueses, hitos literarios y otras denominaciones por el estilo, comienza a discernir el valor de las reseñas o, al menos, a intuir su honradez. Harían bien los/as encargados de estos suplementos culturales en hacerse responsables de lo que permiten que se publique. Llámenlo tamiz, llámenlo filtro, llámenlo sentido del gusto o, al menos, del ridículo.

No obstante, la práctica habitual, como bien saben, sigue siendo el elogio desmesurado y el halago empalagoso en los medios de comunicación: la desfachatez normalizada. Deberíamos preguntarnos, deberíamos comprobar, si el panorama mediático cultural perdería con la desaparición de estas secciones culturales. Si a los editores les ha importado un bledo prescindir de los/as colaboradores valiosos y pagados, y se han quedado con la morralla (con las debidas excepciones) gratis, por qué deberíamos creer que nos están haciendo un favor con dichos cuadernillos. 

Es posible, me ha dado por pensar, que nos estemos aferrando a soportes obsoletos y a contenidos que se presumen culturales, pero que tal vez no sean sino un remedo, una pantomima, un simulacro kitsch de lo que podría representar verdadero contenido cultural: "Lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer", frase gramsciana tan sobada en otro contexto, tal vez sea de aplicación aquí. Podría modificarse un poco: "Mientras lo viejo no muera, lo nuevo no puede nacer". Al menos, el nacimiento de una revista (o cualquier otra estructura) a salvo de "amantes apasionados/as de la cultura" y de los mismos autores o autoras, quienes no dudan en calificar sin rubor de malos a los reseñadores que los critican negativamente y de buenos a quienes los alaban. Como podrán suponer, Canarias está llena de magníficos reseñadores/as.

Otro tanto podría decirse, quizá incluso en grado superlativo, de muchos de los programas de pretendido enfoque cultural que asuelan la televisión pública canaria, empeñadas las productoras proveedoras en ofrecer programas que sean "escaparates" o "divulgadores" sin el menor matiz crítico o, al menos, analítico: el talento local, es sabido, florece por doquier: Canarias es un vergel artístico. Por tanto, la satisfacción del público va de suyo (por ser lo único que se espera de él); y la adulación se exhibe con desparpajo, si no con impudicia: un mundo feliz, tal vez, pero que a mí me parece mero "estruendo consuetudinario". 

Para pegarse un tiro.




Para rebajar los niveles de cortisol, repito con Giorgio Manganelli, y como respuesta a una recomendación de dos fuentes distintas, he escogido Centuria.

A estas alturas, deberían saber que soy enemigo a muerte de los libros de aforismos, solución tan a mano para autores/as que han sentido la llamada, pero no saben para qué, y más o menos lo mismo de ese género llamado microrrelatos, atractor de lo peor que puede dar la literatura, salvo, tal vez, los libros que narran triángulos amorosos de empleados de banca o los relatos distópicos de zombis contra vampiros o Alien vs. Predator, trasunto de aquellos partidos de solteros contra casados. Sin embargo, en este libro, Manganelli ofrece cien relatos muy cortos, cada uno de página y media, casi dos en algunos casos, y no solo los he soportado sino que me han complacido, y de manera creciente, lo que me lleva a reflexionar sobre la firmeza de mis convicciones y la solidez de mis gustos.

Es curioso observar que hay una gran diferencia en el lenguaje de Manganelli de este Centuria respecto de La ciénaga definitiva, novela publicada póstumamente. Aquí el vocabulario es mucho menos vestido con los ropajes de lo arcaico, además de que las frases y los párrafos son más cortos. El ritmo de lectura es, pues, más rápido y, como digo, la consumación de cada capítulo o "breve novela-río" no se demora más allá de las dos páginas y poco. Es decir, en general, se entienda el sentido mejor o peor, resulta más accesible para el público lector medio. 

Por otro lado, Manganelli no duda en adjetivar, constante, metódicamente. Ya saben que periódicamente parece que es síntoma de literariedad, de exquisitez, la prosa pelada, el ofuscamiento en narrar por encima de todo, la atención exclusiva a la trama, el rechazo a la denominada "prosa sonajero". En Centuria, el escritor cuenta, y también adjetiva, y adverbia. Claro que con esa adjetivación inesperada, que guarniciona, adoba y especia a los sustantivos. A veces, de esa forma paradójica que lleva a expansiones de la propia cognición, a la extensión del contenido semántico del sustantivo. Que para eso están los adjetivos, claro, no para decir lo que ya se sabe o ya se ha escrito antes. Lo mismo puede decirse con los adverbios con respecto a los adjetivos, aquellos dejan de ser simples ancilares y metamorfosean a estos. No obstante, no es una prosa campanuda o pretenciosa. Hay un control sobresaliente de las posibilidades del lenguaje (y aquí, claro, traemos a colación al autor de la versión en castellano, Joaquín Jordá).


Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Alguna de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empuja a utilizar el teléfono. (Pág. 17)


El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y le alegraría un "no" dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un "sí" inmediato. (Pág. 33)


Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. (Pág. 51)


Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, consuntamente con la destrucción de los monumentos. (Pág. 67)

 

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que  ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás (...) (Pág. 145)


Son asimismo relatos sin moraleja evidente o evidentemente oculta: una manía de taller literario que también parece adherida a la obra de muchos/as poetas de gran prestigio. Las cosas son como son, o mejor, como digo que son, pienso que ha pensado el autor italiano al escribirlo. Hay mucho de paradoja, de inadecuación, de sorpresa, de acontecimiento insólito, si no absurdo, pero no a la manera rutinaria de un, digamos, Juan José Millás, escritor dominical, sino, a mi parecer, con la convicción de quien domina el lenguaje y se complace en sus juegos, así como los del pensamiento, con tendencia a llevar al extremo ciertas lógicas que, por lo mismo, se vuelven irracionales o fatídicas.

Eso no obsta para que no podamos considerar que existen relaciones de intertextualidad o alusiones en la mente del autor y que otros lectores más versados que yo podrán reconocer o explicar. En todo caso, ni siquiera hace falta develar el simbolismo para gozar de la expresión literaria que aquí se muestra. No lean atropelladamente estos relatos, merecen su atención. Tampoco lean más de tres o cuatro de corrido: cinco debería ser el límite.

Quizá apurando demasiado las impresiones de la lectura de Centuria, percibo una melancolía de ser, o una melancolía de lo que no es o no se ha sido: un anhelo de traspasar ciertas fronteras interiores que podrían explicarse, tal vez, como una transgresión, o, como el contrabando de unas nociones a regiones que no les son, en principio, propias, y cuyo comprador final, el lector o lectora, recibe con alborozo teñido con cautela. Es, pues, una exploración insólita de los mundos humanos posibles, al menos los concebibles por la imaginación.

En fin, con La ciénaga definitiva y, ahora, con Centuria, temo que prenda en mí ese espíritu fetichista, típico de lectores minuciosos y reconcentrados, totalizadores con respecto a la obra de un autor determinado, en este caso Giorgio Manganelli. Menos mal que me queda esa tendencia a la dispersión, no solo lectora, que impregna hasta los actos más banales de mi vida cotidiana, pero que no es, al fin y al cabo, más que un gesto -o aspaviento- ácrata. Pero no estamos aquí para hablar de mí.



lunes, 10 de abril de 2023

'El epitafio de los perdedores', de Andrew Szepessy

Tras la etapa radiofónica, confieso que ando más ocioso, con más tiempo para leer y para darles vueltas a las cosas, que no solo consisten en la aniquilación de los dueños/as de perros ladradores. Por un lado, echo de menos la emoción del directo, como suele decirse, y la colaboración de los compañeros, así como la posibilidad, por fantasiosa que fuera, de que de un programa de crítica literaria y cultural de esas características como era Polillas al anochecer germinara algo más grande en el futuro, independientemente de la audiencia que tuviéramos: no solo quienes bajaban los archivos de audio, sino también quiénes lo oían en casa o en el coche... He descubierto a posteriori quiénes eran algunos/as de esos oidores/as, y ha sido sorprendente.

 En cualquier caso, supongo que mi planteamiento, un tanto polémico, que no quiere ser "escaparate del talento" ni nada parecido, sino crítico, solo puede ser viable en radios o televisiones, digamos, alternativas y que por su poca capacidad de influencia no importen a nadie lo bastante como para que llamen para pedir el cese del programa o la expulsión del responsable.

Y aún así...

Lo que sí me resulta evidente ahora es que a mayor implicación en la radio, menos tiempo y energía me quedaban para escribir reseñas en el blog. Y viceversa: ahora que no tengo la atención dividida, más tiempo y ganas dispongo para leer y escribir. Quien no se conforma es porque no quiere.

En otro orden de cosas: a raíz del último libro de poemas de Pedro Flores (no se preocupen, pronto se convertirá en el penúltimo, si no lo es ya), también, cómo no, premiado (porque el mundo comenzará a venirse abajo si Flores no recibe al menos un premio al año), salieron en prensa las habituales reseñas elogiosas en las que su objeto, como siempre, es materia inmaculada, pura, perfecta sin el menor átomo de corrupción, poemario-serafín que vuela con gracia infinita arrojando saetas de sabiduría hacia nuestras almas ansiosas de trascendencia.

Como ya conocen mi opinión sobre estas reseñas, añado nada más que considero importante éticamente que el reseñador o reseñadora, sea cual sea la valoración final, aclaren el vínculo que les une al escritor: en caso contrario, si después uno descubre que, efectivamente, disfrutan o padecen de algún tipo de relación más allá de la del reseñador/a que lee poesía, podría darnos por pensar que dicha reseña estaba sesgada desde el principio, ya sea por interés, ya por amistad o animosidad. Por ejemplo, que el escritor o la escritora cuya obra se reseña sea amigo íntimo, pareja sentimental, compañera de la misma editorial/asociación, jefa en el curro, contacto en Darknet, etc.; o bien, némesis vital, enemigo desde el colegio, persona ofendida gravemente por algo que dijera o hiciese, y lo que se les ocurra. El público tiene derecho a saberlo.

A veces, me parece, y creo que a algunos/as de Vds.  también se lo parece, que pido lo impensable. De verdad: sólo creo pedir lo justo.




El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy (y, en la versión al castellano, de Esther Cruz Santaella) consiste, grosso modo, en 21 escenas del confinamiento en prisión del protagonista. La particularidad del asunto es que el libro (¿novela?) fue escrito sobre hechos ocurridos, según se lee al principio, "a mediados de la década de los 60", en una prisión de la República Popular de Hungría. A la sazón, en aquellas fechas, Hungría ya había pasado por su propia revolución antisoviética, había sido invadida por la URSS y seguía perteneciendo al Pacto de Varsovia (esta nota va dirigida al público lector joven, digamos nacido después de 2000, sólo por si acaso y no implica prejuicio).

Aunque jamás se devela la razón por la que el cronista se encuentra en aquella prisión, una de esas instituciones totales, cómo las denomina Erving Gofman, ni se nos proporcionan datos de sus circunstancias vitales, sabemos por alusiones que vivió (si no es que nació) en Inglaterra, en "el Occidente Capitalista". Para lo que nos interesa, el narrador cuenta sus experiencias en primera persona a lo largo de estos 21 capítulos, tanto sus reflexiones sobre acerca del modo en que afrontó ese periodo como los personajes, más o menos pintorescos, más o menos entrañables o sabios, con los que compartió presidio.

Ignorante este que les escribe de las vicisitudes de cualquier tipo de cárcel o encierro, uno no puede por menos de pensar si las circunstancias del encierro del protagonista-narrador se han idealizado, a pesar de alguna alusión a la violencia física de los guardias. Lo que más se pone de relieve es la inconsistencia de la propaganda comunista en relación con la vida de las personas, en general, y de los presos, en particular, así como el absurdo en que incurre, una y otra vez, la justicia socialista húngara, que nos tienta (no cae en esa tentación el narrador) para que le apliquemos, con razón, el sobado adjetivo de kafkiano. También, y quizá sobre todo, el aburrimiento, el tedio, que induce a que cualquier novedad sea saboreada y recreada con una intensidad inusitada.

Así y todo, la novela, por llamarla así, ofrece grandes momentos de intensidad narrativa, con una prosa eficiente, con brillantes metáforas o símiles que muestran, por momentos, a un escritor más que notable. Asimismo, hay descripciones, como la escena del girasol, que son bellas en grado sumo. También, como señalé, los personajes que ofrece a la vista del público lector es variopinta, y cada uno de ellos ofrece algo valioso que nos induce a meditar sobre el sentido de la vida y de la libertad y de la capacidad de resistencia ante situaciones adversas.


Era alto, un poco más de la media, delgado, sumamente bien proporcionado y estaba hecho un pimpollo. Tenía una tez clara e impecable, con ese tono cálido del albaricoque suele ser resultado de una vida entera pasada al aire libre. Lucía unos ojos azules danzantes y una mata espléndida de pelo blanco que encajaba tan bien en la bonita forma de su cabeza que siempre le resultaba favorecedora, daba igual lo sucia, despeinada o mal cortada que estuviese. Fuera, eso debía representar un auténtico golpe bajo para más de un joven varón que quisiera impresionar a un posible ligue con sus bucles modernos. Allí dentro, a todos nos flipaba ver cómo la melena natural de Mihály superaba la astucia incluso del más diabólico de los barberos de la cárcel. 

No importaba lo salvajemente que le asaltaran el pelo: la cabeza de Mihály siempre parecía como pintada; si le hacían trasquilones aquí y allá con una brutalidad arbitraria, el viejo acababa siendo el epítome de un peluquero de vanguardia; si le cortaban la cabellera, salía pareciendo el modelo de una masculinidad rapada; si pasaban de él, se convertía en el apogeo del tupido encanto bohemio. Su inmunidad al corte de pelo institucional nos permitía a todos echarnos más de unas risas (Pág. 42)


Karesz era un muchacho de campo que había aprendido a manejar buldóceres en el Ejército y se había superado a sí mismo al regresar a la vida civil y conseguir trabajo construyendo carreteras y derribando edificios. Tenía treinta y tantos años y era fuerte y fibroso, con las manos ásperas, poderosas y callosas de quien hace un trabajo manual duro y con los pómulos anchos y pronunciados de quien lleva la sangre de muchas generaciones de campesinos magiares.

Su familia, pese a que había trabajado la tierra durante siglos, nunca había sido propietaria de ningún terreno. Un pasado así se consideraba muy próximo al ideal en la Dictadura del Proletariado. Por tanto, Karesz había vivido, sin duda, mejor bajo el Comunismo o el Imperialismo Soviético, o como quiera que al final terminara llamándose, que bajo ningún otro régimen anterior.

Pese a que su pedigrí fuese el ideal, era evidente que su personalidad dejaba bastante que desear. Por naturaleza, tendía a dejar que fueran los demás quienes se preocupasen de abstracciones como el Socialismo Internacional, la Dialéctica Marxista, el Marxismo-Leninismo, la Inevitabilidad Histórica, el Glorioso Ejemplo de la Unión Soviética y demás. El prefería ponerse a hacer el trabajo que tuviese entre manos. Eso lo convertía en un buen ejemplo de Hombre de Clase Obrera, pero también lo dejaba en el último peldaño de la escalera del Partido; posición no carente de ventajas, claro, dado que le garantizaba una vida que, aun estando repleta de trabajo, por suerte, estaba al mismo tiempo exenta de incidentes y razonablemente libre de competidores envidiosos (Pág. 86)

 

Allí, alzándose sobre el follaje y las rocas, estaba el girasol más gigante que yo hubiese visto nunca. Su poderoso tallo subía y subía hasta que la cabeza sobrepasaba incluso el alto muro exterior de la prisión que tenía detrás. Su rostro colosal y amarillo relucía sobre la dolorosa claridad del cielo más azul de la más hermosa de las hermosas mañanas de verano. 

Peter presionaba suavemente hacia abajo. Yo empujaba con terquedad hacia arriba. Incapaz de mover un solo párpado entre ambos, los dos nos quedamos mirando la espléndida inmensidad del girasol. El guarda estaba fuera de nuestra vista y de nuestra mente. Pese a todas las ventajas de su rango, aquel pobre diablo nunca habría podido entender en lo más mínimo lo que estábamos haciendo nosotros en aquel momento. Ni aunque la rueda de la fortuna girase alguna vez lo bastante para permitirle ver el mundo desde nuestro punto de vista. Y es que ¿dónde iba a estar para entonces aquel girasol, el más precioso de todos los girasoles? 

Mientras tanto, sorbimos la vista de aquella flor celestial como colibríes que extraen néctar. Qué enorme, qué amarillo. Qué alto en mitad del cielo. Qué claro con el fondo azul. El más amarillo de los amarillos bañados por el sol. Rebosante de flores botón de oro, maizales y señoritas de extremidades morenas que apilaban heno secado al sol. Repleto de albaricoques casi maduros, maíz erquido y caballos relucientes, castaños, negros y alazanes. Saludándonos con las bendiciones del verano, el terreno fértil y la tierra inocente. (Pág. 209)

 

Los diálogos, además, están bien construidos, contribuyendo a perfilar a los personajes. Normalmente, a base de frases cortas, atinadas, nunca banales, con tomas y dacas dinámicos. Un arte este el de escribir diálogos que es más complicado de lo que parece.

Así pues, a pesar de un estilo engañosamente simple, la prosa de Szepessy en El epitafio de los perdedores no carece de hondura, precisamente, y las reflexiones de los personajes-convictos están muy lejos de ser majaderías o autoafirmación de masculinidad anabolizada como solemos ver en las películas norteamericanas o en cierta literatura negra, impregnada siempre de violencia explícita. Los vínculos de la camaradería, de la comprensión del sufrimiento de los compañeros de fatigas de esa prisión húngara, de la valoración por algunos personajes del momento vital que supone, a pesar de todo, la posibilidad de poner en orden sus pensamientos y su papel en este mundo no son irrelevantes para un/a lector/a de esta época en los que los fantasmas autoritarios tienen otro signo y otras excusas.

En definitiva, un libro recomendable, con momentos de intenso lirismo o de emoción, aderezados aquí y allá por acertados toques de humor, a pesar del sombrío contexto carcelario.


lunes, 3 de abril de 2023

'Vivir abajo', de Gustavo Faverón Patriau

La semana pasada, Samuel Rodríguez nos alegró el día en Facebook a cuenta de la presentación de la reedición de una biografía del fallecido poeta Leopoldo María Panero (El contorno del abismo, de Benito Fernández). Según cuenta Samuel, de repente, un asistente entre el público intervino a voz en grito, reprochando al Sr. Fernández la omisión de la importancia que tuvo él (esta persona del público) en la vida de Panero durante los dos últimos años. Acto seguido, se dirigió a él fuera de sí con la intención de agredirlo. Varias personas, empero, estorbaron su propósito y finalmente lograron expulsarlo del lugar. 

Entiéndanme bien: mi alegría no se suscitó por el deplorable intento de agresión por un sujeto que atravesaría algún momento de desquiciamiento. Nada más lejos de mi sentido moral. Más bien, mi gozo en abstracto venía motivado porque había ocurrido algo. Por el recuerdo de ya lejanas presentaciones en librerías, bibliotecas o cosas así, o las más recientes de la Feria del Libro, me siento inclinado a afirmar que no hay presentación buena de libros si no surgen disrupciones y trastornos en ella. Esto tampoco quiere decir que avale yo la intención de esas personas que acuden a este tipo de actos (o a cualquier asamblea o reunión, desde la de comunidad de vecinos hasta la de un partido político) no para preguntar, informarse o proponer sino para hablar de sí mismos hasta el asco y el hastío de las demás personas, tomadas como rehenes, ("No quería hacer una pregunta, sino un comentario...") o, como en la anécdota de Panero, para ejercer la violencia física o verbal o ensayar el abucheo.

Tal y como me las imagino, estas presentaciones mejorarían mucho, servirían para algo, si se planteara algún tipo de polémica o interrogante; que hubiese, digámoslo así, picante intelectual, algún forma de crisis. Por lo general, no sé si estarán de acuerdo, estas reuniones promocionales suelen caracterizarse, con las puntuales excepciones, por los casi infinitos matices de lo plúmbeo y de lo empalagoso, de lo banal y de lo pretencioso. No hay paseo más tranquilo que el que conduce a los lugares comunes. Es evidente, creo yo, que habría que establecer normas de cortesía en la discusión, en el diálogo, para evitar que alguien incurra en el boicoteo señalado en el párrafo anterior. Supongo que no es tan sencillo como parece.

Muchas veces, aclaro, la culpa no es del escritor o escritora que, ya ufanos, ya resignadas, deben velar por la promoción de su obra, que tanto trabajo les ha costado, sino de la persona encargada de presentar a las anteriores. Hay auténticos especialistas del arte de no decir nada y que, en demasiadas ocasiones, lo digo ya, son los mismos almibarados reseñadores que tanto he criticado en este blog. Llámenlo casualidad, llámenlo destino, llámenlo X. Llámenlo tal vez, mundillo literario rancio. 

Tampoco me olvido de Vds., público asiduo a esos eventos, a esas puestas de largo: reconozcan que van condicionados al asentimiento, que son un público predispuesto a la sonrisa, al aplauso, a la empatía contra toda crítica. Público, casi siempre, sumiso y conforme que tampoco se merece nada original porque de él tampoco surge nada que incite a ello. No son capaces de sacar lo mejor del artista que tienen delante, que posiblemente tampoco los tenga en gran aprecio. Al final, son dos expectativas rutinariamente satisfechas que dejan a todos y todas igual que antes de la experiencia. Prefiero un estanque turbado por las ondas que producen las ranas y los insectos que por ahí pululan o por las piedras saltarinas que arrojamos que otro plácido, quieto, sereno: servil espejo del cielo.

Por eso, todas aquellas personas a las que, al parecer, se invitó a la presentación del libro sobre Panero, confirmaron su asistencia y, al final, les surgieron mejores cosas que hacer perdieron la oportunidad de asistir a un evento, a fin de cuentas, emocionante. Me ha dado por pensar que los/as mismos/as ciudadanos/as de la República de las letras que acuden a la presentación más banal, más institucional o más pintoresca del autor amigo/conocido/conocido del conocido, etc. no son capaces de soportar los libros de autores/as realmente importantes, verdaderamente significativos y cuya obra forma parte de la historia de la literatura que perdurará. Quizá no sea paradoja, ni mucho menos, sino mezquindad,  que de eso sabemos mucho en esta tierra.

Tras lo anterior y consiguiente epatamiento de Vds., público lector, pasemos a la novela de hoy: Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau, publicada por Candaya.

Para mí, al menos, es mucho más difícil explicar por qué una novela me parece magnífica que una llena de defectos. Es curioso, los autores y los fans-hardcore parecen pensar al revés, y siempre piden explicaciones al reseñador cuando a este una novela le parece deplorable, pero nunca cuando la considera fantástica y a su autor/a un maestro, etc. Es más, hay reseñadores que aseguran que cuando se hable de tal o cual escritor sobran las reseñas y debemos salir corriendo, cualesquiera que sea la indumentaria que vista uno en ese momento de revelación pabliana, a adquirirla en la librería más próxima.

Vivir abajo me ha parecido, sencillamente, una novela sensacional. Una novela en la que se comprueba el dominio del arte de narrar, que hurta al lector el descanso cognitivo que proporciona la previsibilidad de la trama y las acciones de los personajes y lo hace asomarse al abismo. Efectivamente, el abismo de esta ficción le devuelve la mirada a uno.

 La historia gira en torno a la reconstrucción biográfica del personaje principal, George Bennet hijo a cargo de un mero conocido, periodista por más señas que, a raíz de la muerte de un hombre, se obsesiona con él. No obstante, a lo largo de la novela se intercalarán otros puntos de vista, otras miradas, otros ángulos desde los cuales espiaremos las motivaciones, angustias y resoluciones de George, que desde su Norteamérica natal emprenderá un viaje al sur del continente, cuyo objetivo iremos descubriendo poco a poco.

Un mosaico de personajes cómicos, trágicos, risibles, amenazadores, sombríos o esperpénticos aparecerán como hitos de una geografía y una historia hispanoamericanas acuchilladas por los regímenes dictatoriales y el consiguiente aparato represivo y torturador, cuando no asesino. Aparato metódico y sistemático que en la novela se desarrolla sobre todo en Paraguay, Bolivia, Perú y Chile y su irradiación desde los Estados Unidos y que se remonta al menos tras la II Guerra Mundial, con el comienzo de la Guerra Fría.

 Es una historia en absoluto panfletaria, más bien de tono detectivesco, también de documental, que sabe demorarse en las situaciones, trágicas y terribles, y en los personajes, profundamente humanizados (algunos, verosímiles en su inverosimilitud), sin duda, pero, sobre todo descansa en un uso del lenguaje que me parece sobresaliente, que conforma el estilo de un autor único, y en un semillero de alusiones y citas tan bien encajadas que jamás sospecharíamos pedantería sino erudición literaria y filosófica. De hecho, podríamos sacar una bibliografía extensa de los autores, obras y alusiones presentes en las 653 páginas de la novela. El estilo se caracteriza por párrafos extensos, disgusto por el punto y aparte, ejercicio de la hipotaxis, enumeraciones atinadas: una prosa en la que aprecio precisión y regodeo, exactitud y complejidad al mismo tiempo.


Yo solamente soñaba los jueves y durante nueve semanas seguidas todos mis sueños fueron sobre las novelas incesantes, cada jueves una novela distinta. Eran sueños raros porque en ellos una voz, que era mi voz, hablaba como un crítico literario posmoderno. También eran raros porque no los soñaba dormida, sino despierta y caminando por las rotondas de piedra y entre los mausoleos y las tumbas del cementerio. El primer jueves la voz habló sobre la novela del bibliotecario que vive en una isla frente a Valparaíso. Dijo (la voz) que detectaba en la novela la influencia de Bioy Casares y de La Eva futura de Auguste Villiers de l'Isle -Adam, cosa natural, dijo, por que La Eva futura es una de las fuentes de Bioy. También dijo que parecía un libro argentino ("Trasunta argentinidad", dijo, o quizás dijo: "Tiene un Zeitgeist o un je ne sais quoi rioplatense") pero que un escritor argentino jamás escribiría sobre Chile, de modo que quedaba descartada la posibilidad de que fuera argentino. Más factible era que se tratara de un chileno argentinizado, es decir, un chileno que deviene argentino, o de un uruguayo de pathos bondadoso y psique deteriorada, o sea, cualquier escritor argentino. (Pág. 123)

 

De pronto la perdió de vista. Aguzó la mirada y fue como si hubiera aguzado las orejas, porque no vio nada pero escuchó pasos (crujidos) y palabras (gruñidos) y entonces ya fue tarde para volver al carro porque la sombra, que ya no era una silueta sino una sombra, porque ya no era un contorno sino un cuerpo opaco, se encontraba demasiado cerca y además porque no era la sombra de un hombre sino la sombra de un oso, lo cual resultaba preocupante, sobre todo porque el carro estaba a unos ¿ocho, diez metros detrás de George?, mientras que el oso estaba justo en frente de él, a ¿dos, tres metros?, de manera que si George intentaba volver al carro la cosa se iba a poner peluda, siguiendo el ejemplo de la sombra, que se había puesto peluda en un santiamén. En ese estado de la cuestión, George se preguntó, como Lenin, qué hacer. Miró al oso un rato y tuvo la impresión de que el oso lo miraba a él y que ambos guardaban una similar actitud, digamos, ajedrecística, de observación cautelosa y pánico tras bambalinas, es decir, de la cara hacia atrás. George recordó que, para encuentros de esa naturaleza, la recomendación popular es alzar las manos como un cajero asaltado en una agencia bancaria, para lucir más alto que el animal. Vio que al subir las manos era, en efecto, quizás un par de pulgadas más alto que el oso pero también se dijo que el presente oso no caería nunca en una trampa tan tonta y bajó las manos ipso facto. El oso sonrió. Alzó las manos y las bajó ipso facto (el oso) y después miró hacia el norte y hacia el noreste y luego en dirección al sudeste y George creyó percibir que el animal estaba perdido en el bosque y le preguntó: 

-¿Quieres ir a alguna parte? -señalándole el carro. (Pág. 206) 


Una vez, dice Orpo, llegó a la cárcel un estudiante universitario. Nadie sabía de qué estaba acusado. En verdad no estaba acusado de nada. Había formado parte de una protesta laboral cualquiera, ni siquiera eso, estaba implicado en el planeamiento de una protesta en contra de algo, no sabíamos qué. No teníamos nada que preguntarle, él no tenía nada que esconder. Sonreía durante los primeros interrogatorios, el primer día, el segundo. Recuperaba la conciencia y sonreía. Al tercer día Egon Schiele me pidió que le preguntara al chico cualquier cosa al azar. Imagínate que es un activista de la oposición y que tiene lazos con el comunismo internacional, lazos con Moscú, dijo Egon Schiele. Yo pensé un rato y le pregunté al muchacho dónde estaba Ulianov. El muchacho me miró sorprendido, no sabía de qué hablaba. Todos nos miramos con placer y con humor. La pregunta era absurda: trabajamos sobre ella. Egon Schiele se ocultó detrás del biombo, nosotros seguimos interrogando al muchacho. Si no recuerdo mal, le clavamos agujas bajo las uñas, usamos las picanas argentinas y el procedimiento del teléfono, ya después te contaré qué es eso. Hicimos todo sin saber para qué, lo atormentamos por horas, después le pregunté nuevamente por Ulianov. El chico dijo que nunca había escuchado ese nombre. Lo seguimos trabajando y le volvimos a preguntar y entonces dijo que sí, que sí sabía quién era Ulianov. Le pregunté quién era y en qué contexto lo conocía. Dijo que Ulianov era el nombre en clave de un agente boliviano, el alias de un doble agente boliviano, un espía boliviano o ruso que venía de Bolivia, o algo así. Le pregunté cómo había conocido a Ulianov. Dijo que no lo conocía en persona. Egon Schiele regresó de atrás del biombo horas más tarde. El estudiante parecía un escarabajo rojo sobre una sábana blanca. Egon Schiele le recitó un poema y le cogió el sexo con ambas manos y después se fue y nosotros seguimos con lo mismo. Después Egon Schiele volvió y otra vez le cogió el sexo al muchacho, y empezó a masturbarlo, y después de eyacular el muchacho dijo que en verdad sí conocía a Ulianov. Dijo que Ulianov se llamaba Luis Novia y que no era boliviano, sino paraguayo, pero que estaba medio loco y decía ser un famoso poeta boliviano. (Págs. 324-325)


(...) ¿Cómo te llamas?, pregunta George. Me llamo Atanasio Fuentes, dice el guitarrista. Me dicen el Murciélago o el Hombre Murciélago, a veces Batman, por el tatuaje, se abre la casaca. Pero me llamo Atanasio Fuentes. Lo que pasa es que Atanasio Fuentes no es nombre de rockero, sonríe, más parece nombre de escritor costumbrista, refunfuña, por eso me puse Chuck Atanasio, abre la boca, como homenaje a un gran guitarrista, mueve los dedos. ¿Chuck Atanasio?, pregunta George. Ya te dije que ese es el nombre que me puse, repite el Murciélago. Me lo puse en honor de mi héroe, abre los ojos, un famoso guitarrista americano, mira al techo, alza las manos. George cada vez entiende menos pero entonces el Murciélago le dice me puse Chuck Atanasio en homenaje a Chuck Berry. Me iba a poner Chuck Fuentes, guiña un ojo, pero eso suena más como a pandillero californiano o a coyote del desierto de Arizona o a jefe distrital del Partido republicano en algún suburbio de Miami, se rasca la barriga, así que me puse Chuck Atanasio, por Chuck Berry, que es mi guitarrista favorito, se muerde los labios, porque en sus canciones todo es guitarra pero no parece que hubiera una guitarra, lo que uno escucha es como el roce de un rayo de luz que toca la superficie de un planeta en un solo punto y, sin embargo, con ese solo roce, saca al planeta de su órbita y lo deja danzando en el éter, en el éter errante, vagabundo: vagaroso en el éter va el planeta. Así suena la guitarra de Chuck Berry, como la luna entre los árboles, como una estrella fugaz, como una aurora boreal, como el aleteo de un arcángel. (Págs.449-450)


También podría escribir que la novela va de vidas devastadas, de cuerpos torturados, de psiques deterioradas y enfermas, de inteligencias demasiado agudas, de planes demasiado perfectos y del universo, que si para algo conspira es para hacernos desgraciados e infelices, si no torturados en alguna cárcel subterránea, arrojados desde un avión militar o arrojados a la cuneta con un tiro en la cabeza, enterrados como basura en cualquier fosa común, escombros de humanidad.

También, repito, el autor hila una trama en la que las andanzas del personaje central se mezclan con la de los otros personajes que pueblan la novela. Personajes necesarios, podríamos decir, que cambian cada uno a su modo la perspectiva de George sobre el mundo y sobre sí mismo, que deslizan consciente o inconscientemente conceptos en su mente y que le impulsan a tomar determinadas decisiones. En cierta manera, también es Vivir abajo una novela de formación, una bildungsroman a ratos trágica, a ratos atrabiliaria, a ratos cómica, a pesar de todo.

La novela, con ese telón de fondo de meticulosa inhumanidad no puede sino volverse cada ve más oscura y fatídica, aunque al final hay una suerte de reconciliación que no deja de parecer frágil y provisional. Recordando lo que uno, miembro de la clase media española y canaria, feliz en su anonimato político y social, ha leído sobre los muertos y represaliados de la Guerra Civil, de los torturados y asesinados de Argentina, de Chile, de Brasil, de Paraguay, de México, de todos estos países africanos, de Malasia y la matanza de los comunistas en los años 60, de Camboya y los jemeres rojos, y de los hutus y tutsis, y de tantos países, y de tantos regímenes, de tanto genocidio y de tanta masacre, una lista que se hace interminable e inabarcable, que sigue siendo interminable e inabarcable, que tiene trazas de no acabar nunca, uno, repito, no puede evitar pensar que tal vez, como señala un personaje: "La mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo". 

Una reflexión desesperanzadora, una perspectiva pavorosa.

jueves, 23 de marzo de 2023

'Los árboles', de Percival Everett

Cualquiera, digamos que artista para lo que nos concierne, podría sentirse tentado de recibir un premio de una institución pública con la excusa de que, como su dirección está a cargo de políticos, que, a su vez, han resultado elegidos en unas elecciones democráticas, la misma institución representa, aun indirectamente, a la ciudadanía. Así, el/la artista que recibe el galardón podría pensar, quizá con algo de mala conciencia y calculando los beneficios, que el premio se lo concede aquella.

No obstante, hay que ser un poco ingenuo para creer en esa transferencia casi mística de voluntades, en tal suerte de sucesivas reencarnaciones. Una vez elegidas, y hablamos aquí sólo de las personas a cargo de las instituciones culturales o de las que se relacionen aunque sea episódicamente con el mundillo artístico-cultural, hacen y deshacen según su santo parecer, y rara vez, si es que alguna, consultan a la ciudadanía sobre futuras decisiones. El concepto de política cultural democrática les resulta ajeno, y si no lo fuera, es probable que les repugnara.

De aquí, que si a nuestro/a artista le comunican que ha recibido un premio, honor o distinción, debería plantearse la posibilidad de que en vez de recibir un reconocimiento ciudadano en realidad va a ser uno político-partidista, y también sospechar que quizá el premio no le premia a él, sino a la institución que se lo concede o, peor aún, al partido o al político al frente de ella: una manera de recibir publicidad o promoción mediante el prestigio del premiado/a. Ejemplos, mil, ¿verdad? Claro que el/la artista puede pensar que le importa un comino todo lo anterior y lo que quiere es la pasta y la posible sinecura, provenga de donde provenga el trofeo, la condecoración y el cheque a su nombre.

Por tanto, y mientras no vivamos en una democracia no solo representativa, sino imperfectamente representativa, y mientras no vivamos en una sociedad mucho más justa e igualitaria que la actual, sin sus agudas desigualdades, estoy convencido de que el deber de un/a artista que pretenda ser algo más que "productor de contenidos" y aspirar a algo más que el agasajo mediático es rechazar todo honor o premio institucional público, como muestra y recordatorio, como reproche, de que no hacemos todo lo posible por nuestros semejantes. Por no hablar de los galardones de las instituciones o fundaciones privadas más conspicuas, sobre todo cuando están patrocinadas o sufragadas por entidades de las que abominamos a diario. Lo propongo como ideal normativo, claro está, que sé que es de casi imposible cumplimiento: cada uno/a tiene sus propias necesidades y angustias; económicas, sin ir más lejos.

Lo que me resulta intolerable, en definitiva, es ver a estos/as artistas recibir este o aquel premio como si fueran cachorros jadeantes a la vista de la galleta. A veces, resulta profundamente entristecedor contemplar sus expresiones de alegría, el brillo lacrimoso, la sonrisa sardónica, como si solo entonces hubiesen alcanzado algún tipo de Parnaso, el definitivo hito en su carrera, la confirmación final de su talento. Después, serán capaces de conceder entrevistas hablando, sin rubor, de su compromiso crítico con la sociedad, su solidaridad con los más desfavorecidos, etc., o de ejercer de intelectual desde la columna de un periódico o de tertuliano en una emisora. Lo que tampoco es óbice para que desprecien a "las masas", "la pérdida de valores" o cosas semejantes: "Y qué me dicen", bramarán estos artistas devenidos en intelectuales, "del totalitarismo woke", etc.

Casi prefiero a los más cínicos/as, que se limitan a mascullar: "El mundo es así" y no nos espetan jeremiadas insensatas e hipócritas.




Los árboles, de Percival Everett (y traducida por Javier Calvo) es una novela engañosa. No porque sostenga mentiras o algo así, sino que el inicial tono ligero y humorístico va dejando paso, aun sin desvanecerse del todo, a una narración de los abusos y asesinatos raciales en el sur de los Estados Unidos durante más de un siglo. Esa excavación histórica, tal despliegue genealógico del racismo visceral de ese país se concreta y desarrolla a partir de la llegada de unos policías encargados de la investigación de varios asesinatos (acompañados de elementos sorprendentes) en el pueblo de Money, Mississippi.

Esa aparente ligereza (predominio de los diálogos, ágiles, a menudo con una sola oración, ausencia de descripciones, protagonistas pintorescos, frases cortas en los párrafos tampoco extensos, y capítulos de pocas páginas, a veces, una o dos) evita, por un lado, que la narración en tercera persona se convierta en un mero tópico de denuncia antirracista. Por otro, logra que el lector, que podría sentirse remiso a afrontar este tipo de asuntos, se implique con una trama que resulta, a medida que se avance en la lectura, cada vez más oscura. Asimismo, con esa facilidad va inserta un veneno que solo se experimenta después, con el libro ya abandonado sobre la mesa. Una pastilla dulce que se devela como amarga una vez ingerida.

No obstante, y a pesar de los méritos que para mí sin duda los tiene, me quedo con la molesta sensación de que el desenlace de la trama o la solución escogida por el novelista para concluir (si se puede aplicar este verbo) la obra me resulta insatisfactoria para un asunto cuya gravedad, progresivamente, se ha ido incrementando como la oscuridad de un eclipse social que amenaza con no marcharse jamás.

Como dice el nunca excesivamente agudo (perdonen la construcción sintáctica) Emilio González Déniz, resulta fácil achacarle defectos a cualquier obra. Creo ver allí esa perspectiva popular, siempre errada, de considerar sagrada la obra (literaria, artística) ya canonizada, como, por ejemplo, El Quijote, cuando hasta grandes críticos y admiradores y estudiosos no dudan en señalar sus errores y defectos (véase, por ejemplo, El escritor que compró su propio libro, de Juan Carlos Rodríguez). También, esa idea del autor como genio, o geniecillo, dedicado a una hercúlea, noble, casi divina, misión, la de escribir, por lo cual el respeto debido consiste, al parecer, en no hacer crítica de su obra. No obstante, si eso no forma parte también de la tarea, del deber del crítico/reseñador/recensor/comentarista literario, no sé qué lo será.


-Mierda. Si hay algo que odio, son los asesinatos -dijo el sheriff Red Jetty-. Te pueden estropear el día entero. 

-¿Porque son un desperdicio de vidas? -le preguntó el forense, el reverendo Cad Fondle. Acababa de declarar muertos a Junior Junior y al cadáver negro sin identificar sin siquiera tocarlos. 

-No, es porque son un marrón. 

-Dejan mucha sangre -dijo Fondle. 

-La sangre me importa un cuerno. El problema es el puñetero papeleo. -Jetty señaló el suelo-. ¿Qué vas a hacer con las pelotas de Milam? 

-Dile a tus hombres que las guarden en una bolsa. No le veo demasiada utilidad a volver a cosérselas. Pero lo puede decidir el tipo de la funeraria junto con la familia. 

El sheriff Jetty se agachó, con cuidado de no apoyar la rodilla en el suelo; examinó el cadáver negro y le ladeó la cabeza. 

-¿Qué ves, Red? -preguntó Fondle. 

-¿No te suena de algo? 

-No le puedo ver la cara. Tiene demasiadas lesiones. Además, a mí me parecen todos iguales. (Pág. 24)


 Ed y Jim entraron en la comisaría mal iluminada. Los recibió una mujer alta y de hombros estrechos que llevaba unas gafas de ojo de gato sujetas con cadenilla. 

-¿Los puedo ayudar en algo? -les preguntó. 

-Venimos a ver al sheriff Jetty -dijo Jim. 

-Voy a ver si está. -Caminó hasta la puerta abierta de la oficina del sheriff y dijo-: Han venido dos hombres a verte. ¿Estás? 

-Pues supongo que ahora tengo que estar, ¿no? -dijo Jetty. Se asomó por la puerta. Se quedó un momento sorprendido por el aspecto de los hombres, pero se recuperó enseguida-. ¿Venís de Hattiesburg? 

-Soy el detective especial Jim Davis y éste es el detective especial Ed Morgan. Somos del MBI. 

-Detectives especiales -repitió Jetty. 

-Y no es sólo porque seamos negros -dijo Jim-. Aunque es una de las razones. 

Aquello descolocó a Jetty. La recepcionista, que se llamaba realmente y de nacimiento Hattie Berg, soltó una risilla brusca. (Págs.45-46)

 

Siguieron a Mama Z por un pasillo corto con las paredes cubiertas de fotos familiares hasta otra habitación. Había archivadores de altura media por todas las paredes y otros más bajos debajo de la única ventana. 

-¿Qué es esto? -preguntó Ed. 

-Los archivos -dijo Mama Z-. Son los archivos. Cuéntaselo, niña -le dijo a Gertrude. 

-Es casi todo lo que se ha escrito sobre todos los lichamientos perpetrados en los Estados Unidos de América desde 1913, el año en que nació Mama Z. 

-Un momento, dijo Jim-. Eso quiere decir que tiene usted... 

-Ciento cinco años, dijo ella. 

-¿Todos los linchamientos? -preguntó Ed. 

-Pocos faltarán -dijo Mama Z-. Antes me dedicaba a recorrerme todas las bibliotecas del estado y a leerme todos los periódicos. Ahora uso Internet. Debéis saber que yo considero linchamiento a las muertes por disparos de la policía. Sin ánimo de ofender. 

-No nos ofendemos -dijo Jim. 

-¿Por qué hace esto? -preguntó Ed. 

-Porque alguien tiene que hacerlo. Cuando me muera y se conozca este sitio, confío en que se convierta en un monumento a los muertos. 

A Gertrude se le llenaron los ojos de lágrimas. 

Jim Davis y Ed Morgan, que lo habían visto casi todo, habían disparado a gente y habían recibido disparos, habían visto muerte y dolor y habían matado en acto de servicio, se quedaron callados. Permanecieron allí de pie mirando la faz gris de los archivadores. Jim contó mentalmente. Había veintitrés. Los cajones se parecían a los de una morgue. (Págs. 124-125)


Volviendo a Los árboles, es de reseñar que cuenta con personajes carismáticos, en especial la pareja de policías inicial más una tercera investigadora, que se sumará con posterioridad, y que parecen de vuelta de todo. También, como contraparte, los personajes sureños blancos (por hablar a la manera anglosajona: esa teoría, esa manera de ver el mundo que es el de la gota de sangre), esa white trash o red necks tan citados últimamente, resultan convincentes, aunque, tal vez, demasiado estúpidos (es posible que la labor de la traducción resultara problemática: es decir, más de lo normal). En los últimos capítulos, todo hay que decirlo, aparecen de forma súbita nuevos personajes, sin demasiado peso, lo que resulta por momentos un tanto confuso y distrae la atención: otros puntos de tensión añadidos a los iniciales, tanto topográficos como étnicos, no favorecen, en este caso, la coherencia ni el clímax de la novela.

Todo esto hace que a esta obra, en mi opinión, aun siendo interesante, a ratos conmovedora y, repito, muy amena, le falte un punto de cocción, un poco de paciencia para que hubiera resultado más espesa, más contundente y con mayor cuajo. Esto es como todo: lo que se añade por un lado a veces se detrae de otro.

Para terminar, y por lo escrito anteriormente, se deduce que Los árboles es una novela política y social, de denuncia, aunque no nos demos demasiado cuenta al principio por su hábil camuflaje. Puede ocurrir incluso que los lectores y lectoras no norteamericanos/as no se den por aludidos/as y no se planteen otra cosa que una lectura detectivesca, divertida, amena y con un final un tanto mágico-rocambolesco. 

En cualquier caso, una novela recomendable.


P.D. Una reseña anglosajona, aquí.