Mostrando entradas con la etiqueta Juan R. Tramunt. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juan R. Tramunt. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de abril de 2024

Fondo de armario

Acaba abril, y los artículos de Elsa López son tan irrelevantes como siempre. Produce cierta tristeza comprobar que el único artículo que tuvo algo de repercusión se caracterizó por arremeter de manera lamentable contra unos artistas que no encajaban en su definición de lo que es ser hombre o mujer, espetando algún insulto que otro para evitar sutilezas. Era tan aberrante que no lo aceptó el propio periódico en que, curiosamente, sigue colaborando de manera habitual y que, como casi todos, publica cualquier cosa mientras no tenga que pagarlo. Algunos, no obstante, y contra toda evidencia, la consideran como un "faro ante tanta penumbra". Saco a colación a esta señora por ser la última Premio Canarias de Literatura y por asumir lo que piensa mucha gente: que, por haber recaído en ella un premio literario, lo que tenga que decir sobre asuntos ajenos a la literatura resultará de interés.

Dado que no es así, pasemos a otra cosa.

Les será más o menos interesante saber que este mes de abril, en lo que a mí respecta, se ha caracterizado por la cantidad de libros que han llegado a mis manos, la mayoría en detrimento de mi cuenta corriente y algún otro como obsequio amical, que todavía quedan amigos de esos. A la sazón, son los siguientes:




-La reconquista, ¿la reconquista?, la reconquista, editado por David Porrinas.

-Ni una, ni grande, ni libre, de Nicolás Sesma.

-De cine, aventuras y extravíos, de Eugenio Trías.

-Filosofía para una vida peor, de Oriol Quintana.

-La vista desde las estrellas, de Cixin Liu.

-El orden de los acontecimientos, de Miguel Morey.

Un poco de varias áreas del conocimiento, como ven. En especial, me interesan los de la historia de España, dado la ola revisionista de los últimos años. Ya les contaré.

Es, como podrán imaginar, un esfuerzo baldío para intentar abarcar lo pasado y lo presente, vano empeño para comprender el mundo, efímera ilusión por comprender el mundo. Si a estos les unimos los que compartí con Vds. en el pasado artículo, se harán cabal idea del luminoso y estudioso futuro lector que me espera. Por no hablar de lo insoportable que me voy a poner, palillo de dientes mediante.

Por otro lado, han salido publicados dos libros que me han despertado cierto gusanillo: Arenas blancas, de Juan R. Tramunt, y, vayan Vds. a saber por qué, Reguetón, de Luis León Barreto. En cualquier caso, toda lectura y análisis consiguiente quedan pospuestos para después de la primera quincena de mayo, comenzando por el ya mentado Barrio chino. Asuntos más urgentes reclaman mi atención, como son los participios griegos. Voy acumulando lecturas para sobrellevar la resaca estudiantil.

Dentro de poco, por cierto, será la feria del libro en LPGC, abierta ya la veda en nuestra Comunidad. La verdad es que poco interés me despierta, salvo el atávico goce que supone el caminar en compañía de otros seres humanos dando vueltas sin tino como si buscáramos algo inencontrable: tal vez la gracia del Arte con mayúscula, o quizá el roce salvífico con el Autor/Autora. Pero, de verdad, incluso como ritual carece de atractivo. Quizá sea posible regenerar la feria, pero me pregunto si una feria es regenerable: tal vez lo que ofrezca es lo único que puede ofrecer, y si ofreciera otra cosa, no alcanzaría los objetivos que tiene toda feria (de libros o de lo que sea), que no es sino vender. En todo caso, ya es un asunto que me ha dejado de interesar, si bien es cierto que nunca me resultó especialmente polémico, salvo sus sempiternos problemas de organización.

Eso es todo por ahora.


sábado, 12 de febrero de 2022

'Traficante de historias', de Juan R. Tramunt

Supongo que no les importará demasiado que me salte el orden de lecturas y que anteponga la novela Traficante de historias, de Juan R. Tramunt a Nevada, de Claire Vaye Watkins. Las diversas ocupaciones de la vida y la indolencia que asalta a veces como una lluvia inesperada me han llevado a posponer la publicación de los artículos del blog. También, es cierto, la oralidad que supone la radio y la obligación de producir un programa cada semana han influido. Lo primero, porque de algún modo tiendo a pensar que el trabajo ya está hecho al comentar la obra en el programa; lo segundo, porque el ritmo, aunque pudiera no parecerlo, no admite apenas interrupciones o dilaciones. Si estas surgen, retomar la actividad siempre se hace con demora y lentitud.

Además, y volviendo a la decisión inicial de priorizar la reseña de Traficante de historias, la historia que cuenta Juan R. Tramunt tiene que ver con nosotros de una manera más directa y cotidiana, mientras que los relatos de Claire Vaya Watkins son, pese al título, de naturaleza más general. Relatos notables, les adelanto, y que bien merecerán su atención.




Esta novela cuenta una historia de inmigración, una de tantas miles que se gestan cada año, cada mes. Lo singular, si se puede denominar así, es que es vivida y narrada, fundamentalmente, a través de un personaje canario, de clase media, profesor de instituto, por más señas: Tobías Arencibia..

A raíz de la muerte de su novia, Tobías experimenta una suerte de crisis vital por la que decide que sus conocimientos serían mejor aprovechados si abandonara su plaza en el instituto y comenzar a dar clases de español en un centro de internamiento de inmigrantes. Es entonces cuando comienza esta aventura, que le llevará de Canarias a diversos países de África, motivado por su amistad con uno de los integrantes del centro, Seydú Mahamane Keita. Seydú le había ayudado de modo inestimable en la puesta en escena de una obra de teatro que pretendía retratar el momento en que unos inmigrantes intentaban cruzar la frontera para entrar en territorio español.

A partir de la representación, se forja aquella amistad entre Tobías y Seydú. El segundo le relata al primero su odisea personal, las motivaciones que le llevaron, como a Tobías, a abandonar una vida más o menos cómoda y embarcarse por su país con una furgoneta llena de libros. Pretendía que la gente los leyera y, si no eran capaces, él se ofrecía a contar las historias que contenían, si no a contar otras nuevas. Un cruce entre propagandista cultural moderno y rapsoda antiguo. 

Tiempo después del retorno de Seydú a su país, a Tobías le llega una larga carta de éste que le pone al tanto de su situación. Una dolencia cardiaca le impide seguir con sus viajes y le ha obligado a dejar su furgoneta en un lugar remoto. Tobías decide visitar a su amigo y traerle de vuelta el vehículo con sus libros.

Ya el resto lo leen Vds. de primera mano.

Vayamos al desmenuzamiento. Para comenzar, la obra es más que digna. En este país, en este archipiélago canario, decir que algo "es bueno" o "está bien" significa, a efectos prácticos, que algo es malo. Peripecias de la lengua y de su sentido. Si realmente algo está bien, uno tiene que usar el superlativo. No hay espacio para apreciaciones intermedias. Lo explico en la siguiente tabla:


                                Ámbito íntimo          Ámbito público

Valoración                 Muy deficiente    Subvencionable/Autor, joven promesa

                                     Malo                 Elogiable/Autor de primera línea

                                     Regular             Notable/Autor es un maestro                                                                                     traducido al rumano y al albanés

                                     Bueno                    Sobresaliente/Autor genial

                                 Muy bueno          Obra maestra/Autor universal-¡Premio                                                                        Canarias ya! Casa Museo, efigies. 


Abundando en esto, a la inversa, si uno en el ámbito público utiliza un adjetivo queriendo expresar su significado recto, se traducirá así por los receptores del mensaje:

"Buena"---se traducirá, se entenderá como mediocre.

"Notable"----se traducirá por un quiero y no puedo

"Sobresaliente"---se traducirá por buena

"Obra Maestra---se traducirá por habrá que leerla.

Así, si digo que Traficante de historias es una buena novela, lo más probable es que entiendan Vds. que me ha parecido regular. Es lo que tiene la inflación de adjetivos, la hiperbolización del elogio, la sacralización de lo mediano. Se ve de manera visual y auditiva en el teatro, por ejemplo: si al público le ha gustado la obra, no hay que quedarse en silencio. Admitamos que hay que aplaudir para que los actores, aparte de cobrar por la entrada, sientan el gustirrinín del reconocimiento público; pero en España no basta con aplaudir cinco segundos de manera discreta, no. Hay que partirse las manos hasta que sangren y se quiebren las falanges, y hacer salir a los actores siete veces; mejor si se les jalea con gritos de "¡Bravo, bravo!". Y eso para una obra normalita. No les digo nada de la ópera: si sale Plácido Domingo, hay que, además, quedarse en pie un cuarto de hora y abjurar a voces del feminismo castrador.

Lo que quiero decir es que esta obra, con sus defectos, está bien, que merece ser leída. Es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de las novelas que por aquí he analizado, y que en muchísimas ocasiones han sido ensalzadas hasta el empalago más denigrante..

Ya que estamos, vayamos con los defectos:

La editorial se jacta/enorgullece de tener un equipo de "cuatro profesoras de Literatura" en cuyas manos está aceptar los manuscritos. También cuenta con "dos correctores distintos". Ya vimos en La ternura del caníbal, del ínclito Víctor Álamo de la Rosa, que ese orgullo carecía de fundamento, al menos en ese caso (espero que no vuelvan a pedirme el curriculum vitae para que puedan "valorar mi formación y experiencia").

 En Traficante de historias, lo que se echa de menos, en varias ocasiones, es la presencia, siempre necesaria, de la correctora (aunque figure en la segunda página del interior del libro). He apreciado, al menos una vez, una coma entre el sujeto de la oración y el verbo, construcciones en las que una oración subordinada aparece como complento del nobmre cuando lo correcto era el relativo "cuyo". Además, hay ciertas repeticiones, algunas elecciones de adjetivos, varios sintagmas prescindibles o esa práctica tan periodística de eliminar los adjetivos ordinales a partir del décimo. El mismo estilo de estas primeras decenas de páginas se corresponde más bien con uno alicaído y rutinario, propio de los periódicos. Fenómenos y prácticas que no deberían haber escapado a la atención de una correctora profesional. O, al menos, atenta.

Además, sobre todo en las primeras veinte páginas, el estilo de la novela vuela bajo, como el grajo y el frío del carajo. Como si al autor le costara calentar la muñeca, pero, en frío, tuviera ganas de llegar al meollo de la historia. Un editor atento tendría que habérselo hecho notar. ¿Para qué conformarnos?, me pregunto.

Lista de ejemplos:

Cuando su novia, Silvia, con sus padres y su hermano, de regreso de su útimo viaje de soltera en familia, embarcó en aquel fatídico vuelo de Madrid a Gran Canaria, de un plumazo la vida que Tobías veía enfilada cambió, y el esperado auncio de boca concidiendo con su treinta cumpleaños se trastocó en pedir la excedencia como funcionario y aceptar el puesto de docente en un centro de emigrantes, lejos de compañeros y alumnos condescendientes. (Pág. 18)

Lo que aquellos pergaminos contuvieran, podría ser tan importante o más que cualquiera de los libros que se apilaban en la biblioteca ambulante (...) (Pág. 48)

Además, a excepción de Seydú, aquella gente era bastante joven, y una vez más Tobías tenía que hacerse el reproche personal de no conocer la realidad de buena parte de la juventud africana. (Pág. 53)

Esa isla es un hermoso lugar del que conviene no olvidar nunca lo que significó. (Pág. 109)

Como suele ocurrir, sus clases dirigentes, peleles de lo que se decida en el Palacio del Elíseo, disfrutan de grandes privilegios que el pueblo llano ni siquiera puede pensar en ellos. (Pág. 113)

 Siento algo vergüenza de haber nacido en unas islas africanas (...) (Pág. 128)

A medida que avanzaba el día, perdía la esperanza de que apareciera alguien. Se intentaba sobreponer buscándole alguna lógica a su situación, a la de las otras personas que, supuestamente, paraban por allí. A medida que avanzaba el día podría aparecer alguien, pero esa posibilidad desaparecería totalmente al oscurecer porque nadie -suponía- se aventuraría a circular en aquel terreno carente de toda señalización, y con el riesgo de meter el vehículo en una zanja o algo peor. (Pág. 141)

Nadie mencionó los secuestros, y Tobías no quiso añadir más "condecoraciones" a aquel personaje del que volvía a precisar sus servicios. (Pág. 167)

Supuso que se turnaban en vigilar las pocas pertenecías con que viajaban. (Pág. 168)

Le venían sensaciones parecidas a las vividas en su primera juventud, donde más de una vez pernoctó en solitario en el pinar de Tamadaba y otros lugares de la isla. (Pág. 186)

Solamente, Silvia había mostrada interés por esas experiencias y quiso compartir las sensaciones que un Tobías algo escéptico le contaba cuando la conoció. (Págs. 186-187)


Quizá sea pedir demasiado, pero hay conceptos que hace tiempo que ya no se utilizan, al menos en las ciencias, como el de "raza" referido a los seres humanos. Que haya variadades fenotípicas motivadas por la relativa separación entre grupos humanos a lo largo del tiempo junto con su aclimatación a las distintas zonas geográficas del planeta no califica para establecer una separación genética que vendría dada por aquellas características físicas externas. También, decir "hombre blanco" o "negro" aclara poco, salvo, tal vez, para los supremacistas anglosajones. Por otro lado, se prefiere utilizar etnias para distinguir comunidades culturales o sociedades. Al igual que hablar de África, en general, como si las realidades de todo tipo de, digamos Argelia, pudieran corresponderse con las de Egipto, Chad, Congo, Mali, Etiopía, o Lesoto. Diría que utilizar estos términos de alguna manera contradice la intención de Tramunt, que, me atrevo a suponer, pretende quitar el velo que cubre la visión simplista, cuando no directamente xenófoba, de muchos/as canarios/as (y españoles/as, en general) sobre la arribada de inmigrantes a nuestras costas.

Quiero añadir que me resulta débil el intento de explicar la inmigración con ese repetido "no hay trabajo", que soslaya la integración relativamente reciente de numerosas comunidades al sistema capitalista, cuando no la explotación colonial y su esquilmante herencia. Asimismo, una vez integrados en la economía mundial, muchos de estos países africanos desempeñan un papel subordinado, limitado a permitir la extracción de materias primas destinados a los países del denominado primer mundo. En ocasiones, incluso, se elabora toda una estrategia destinada a socavar la instauración efectiva de estados fuertes y consolidados, porque es más sencillo y más barato lidiar con los denominados estados fallidos o con cualquiera de las facciones que se disputan el poder en esas regiones. Como digo, un asunto que dispone de una bibliografía enorme, y que no se puede solventar literariamente con trazo tan grueso.

Aunque hay numerosas obras en la denominada literatura poscolonial en las que se aborda la migración desde el punto de vista del/la viajero/a, con autores/as distinguidos/as ya por el reconocimiento occidental, no deja de tener interés esta novela, vista desde el punto de vista de un occidental, aun su periférica situación. Juan R. Tramunt, a pesar de los titubeos iniciales y quizá falto de una justificación psicológica más convincente para las motivaciones de Tobías, elabora una aventura que a cada página que pasa se vuelve más emocionante, trágica e, incluso, bella. Las andanzas de Tobías narradas en tercera persona no omnisciente, centrada en él, despliega un buen número de relaciones que se complejizan, ya desde su primer encuentro con Seydú. A estas alturas, el lenguaje ya ha adquirido vigor. El autor se mueve con firmeza y confianza adentrándonos con él en la historia.

Además, el mismo Tobías cambia, lo que convierte a esta aventura en una especie de novela de formación. Algo, que si no me equivoco, ocurría también con las andanzas del protagonista principal de Anturios en el salón. Su creciente comprensión del sufrimiento de las personas que se ven obligadas a emigrar en circunstancias arriesgadas y en condiciones penosas es también la nuestra. Esos padecimientos, que acaba sintiendo en primera persona, amplían su visión de este fenómeno de un modo singular, de un modo que jamás podría haber alcanzado antes. Algo de esa comprensión, vendría bien a muchos cuando ante el lamentable espectáculo hace unos meses del puerto de Arguineguín, hablan de "invasión", de "inseguridad", etc. En este sentido, la novela de Tramunt me parece eficaz, aparte de bien estructurada y bien narrada.


Anotó en su cuaderno de viaje: "Siento algo (de) vergüenza de haber nacido en unas islas africanas, disponer de ciertas condiciones que me permitieron en el pasado viajar a países lejanos, y, sin embargo, desconocer estas tierras maravillosas que se extienden a pocos kilómetros de nuestro hogar, saber tan poco de sus gentes, afanadas en sobrevivir. he vivido toda la vida de espaldas a su realidad y la estoy descubriendo casi por puro azar, a la vez que hago firme mi compromiso de conocerla mejor". (Pág. 128)

 

También hay que resaltar que, a pesar de su insistencia en el concepto hombre blanco, no establece una división maniquea entre blancos y negros o entre europeos (incluyendo a los canarios) y africanos. Hay una gama de grises que resulta verosímil y convincente en la caracterización en los personajes. Los diálogos, así mismo, no son abundantes pero cumplen bien su función de resaltar las acciones y la moralidad de quienes hablan. 

Por último, quizá el autor podría haberse detenido más en la descripción física del paisaje y de los entornos urbanos que atraviesa el protagonista. Salvo la vívida escena del ferrocarril, los parajes que describe son un tanto evanescentes, opacios. Sin suponer un menoscabo a la novela, creo que podría haberse detenido un poco en el ambiente para resaltar la inmersión de Tobías en su aventura, para perfilar aún más esas vidas llevadas al límite.

Conclusíón: A veces, hay que detenerse en los defectos de una novela para apreciar mejor su alcance y, sobre todo, sus posibilidades. Repito que, con algunas correciones, Traficante de historias podría haber sido todavía mejor. Aun así, destaca en el panorama literario, repleto de obras tan autocomplacientes como carentes de interés alguno. Como en su novela anterior o en los relatos de Nunca más la noche, Tramunt nos proporciona buenos motivos para leer y para pensar. Recomendable.


POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA

lunes, 9 de noviembre de 2020

'Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Totti', de Anelio Rodríguez Concepción

Entiéndase, insisto, que mi crítica literaria carece en absoluto de animosidad personal, primero, y sectorial, después. Comprendo el deseo que mueve al artista a vivir del fruto de su trabajo. También, que en los digitales tiempos en los que vivimos, el autor, aparte de ser autor, se ve obligado, salvo que su prestigio literario se haya cimentado, digamos, hace más de dos décadas, a convertirse en administrador de redes sociales como Facebook y Twitter, devenir instagramer, y colgar vídeos en YouTube, por citar las más conocidas. Además, tiene que esforzarse por llevarse bien con los guardianes del campo cultural que, en nuestro especial caso de comunidad macaronésica, son los periodistas culturales de los medios de comunicación (aunque atendiendo a su grado de autonomía real, mejor sería denominarlos pasos a nivel o algo semejante). Y decir sí a todo: conferencias, jornadas, charlas, excursiones, guateques, merendolas, cafés, tés y ejercicios espirituales a los que muchos preferirían no acudir si encontrasen la oportunidad. 

En los últimos tiempos, tanto para ganar un dinerillo para merendar como para crear un público o una audiencia, los escritores dan clases de escritura, enseñan el proceso de elaboración de su novela, exponen o legan los borradores de sus novelas, ejercen de prologuistas, fajilleros, pregoneros, y lo que haga falta etc. No es raro imaginar (ya se hace en el mundo anglosajón), la organización de reuniones informales con lectores a los que se les cobraría la posibilidad de departir en persona con el artista en cuestión («¿Escribe a mano o en un portátil? ¿A qué hora se levanta? ¿Qué consejos puede darme? ¿Cuándo le llega la inspiración?», etc.).

Desde siempre se ha sabido que decirle "no" al concejal de cultura podía significar la pérdida de un ingreso dentro de unos meses, cuando más falta hiciera, o negarse a escribir una reseña gratis o una colaboración sin cobrar en una tertulia de un medio de comunicación (qué más da de lo que se hable) implicaba que cuando sacara su próxima novela, no tendría, por decirlo así, preferencia. Hoy en día, el autor ya no puede permitirse vivir alejado del mundanal ruido, sino que debe esforzarse por estar en él de manera casi permanente, haciéndose ver, una y otra vez. Esa es otra razón que explica el porqué de que un mismo escritor publique tan seguido: debe evitar el olvido del público, aun a costa de la calidad de su trabajo. Y no olvidemos que todo artista tiene mucho menos de genio que de trabajo, menos de inspiración que de técnica, que se depura a base de horas de frente al papel o la pantalla del ordenador. Recordemos a este respecto, el ejemplo de Ión, en el diálogo homónimo de Platón.

Dura es la vida del artista, dura es la del escritor, al que no le basta esforzarse por crear, atenazado muchas veces por la duda y la sensación de incompetencia, sino que además tiene que ejercer de empresario de sí mismo y dedicar su tiempo y energías a labores más mundanas y desgastadoras. Eso puede dar como resultado que otros, menos avezados en la creación artística o literaria, pero que se sienten cómodos en las relaciones personales o disfrutan de posiciones de privilegio por disponer de capital social o simbólico obtengan una visibilidad desmesurada, al menos en relación con su destreza artística. 

Por desgracia es ya habitual leer los comentarios de autores/as a los que la editorial "anima" a incrementar sus seguidores en las redes sociales y a ejercer otras actividades de animación para sus fans. No seré yo el que escriba que el artista/escritora debe refugiarse en la misantropía y limitarse a mirar con desdén a los que compran libros (o cualquier cosa) a Amazon. Hoy es imposible que un escritor pueda comportarse como Pynchon y vivir bajo anonimato, o como Salinger, que podía permitirse fijar las condiciones de publicación incluso en lo que se refería a la portada de sus libros. Es un signo de nuestro época que un autor necesite pasar más tiempo vendiéndose que escribiendo o, simplemente, pasando el rato como quisiera en la intimidad.

Si la vida es difícil para los autores que publican dentro de un sello editorial, imagínense la enormidad del esfuerzo extraliterario para el escritor que pretenda autopublicarse. Recuerden que hace tiempo ya que vivimos en la era del "hágalo Vd. mismo", y si un escritor pretende llegar a alguien más que a sus familiares desprevenidos, debe funcionar igual que un pequeño negocio. Para muchos, una perspectiva desalentadora. Quizá nunca hubo una edad dorada, unos «buenos tiempos», pero todo apunta a que estos en los que vivimos ahora son peores a su manera.




Por comenzar a hablar ya de esta novela, Historia de Mr. Sabas
 me recuerda enormemente a aquella notable obra de Luis Junco, Entrelazamientos: ambas parten de un suceso de la vida real y proceden a literalizar la investigación subsiguiente y que, al menos en este caso, bordea la crónica periodística. Además, muy en la línea de las novelas pseudobiográficas o de autoficción como la infumable Ordesa, de Manuel Vilas, se pretende reforzar su "basado en hechos reales" con la aportación de fotografías, esquelas, artículos periodísticos, etc. En una era en la que ya estamos de vuelta del collage, del palimpsesto, de la intertextualidad y de toda suerte de posmodernidades, más me habría complacido, sin que esto suponga demérito de esta novela, una completa invención de trama y de fuentes, tal y como lo hacían Borges o Lovecraft, sin ir más lejos, y por citar a dos autores disímiles.

Parece que, tal y como nos lo cuenta el autor, Anelio Rodríguez Concepción, una anécdota suscitara el recuerdo de un suceso que había quedado mitificado en la memoria colectiva de Santa Cruz de La Palma, y que el autor pretendiera seguir el hilo para recuperar todo el ovillo histórico. En ese sentido, no tengo nada que objetar. Lo que me molesta, en general, y sobre todo a estas alturas, es que la pretendida alusión a la realidad que se menciona sobre todo en la cinematografía y en la literatura pueda otorgarle prestigio alguno a la obra concebida como artística. En absoluto creo que sea así.

No obstante, y para que esto no implique un reproche a esta novela, Historia de Mr. Sabas es una obra notable, con un alto nivel estilístico (salvo en un par de ocasiones en las que el autor se complace en agregar un tono campechano-coloquial al texto que no hace sino rebajarlo) y muy bien hilada. Aquella anécdota inicial, la muerte de un león que se había escapado (es el de la foto de la portada) da paso al relato que a pesar de (o por) su apego a lo verídico, llega a emocionar, al darnos cuenta, mediante indagaciones en hemerotecas, sucesivas entrevistas y la feliz intervención del azar, de las aventuras, desventuras y avatares varios de la familia circense a la que pertenecía el personaje del título y que recuerda a esa enmarañada red de parentesco que formaban los Buendía de Cien años de Soledad. Este recorrido vital conecta de un modo que me parece fascinante Canarias con México y Yugoslavia, pasando por Alemania, Italia o la Península. 


Y entonces, sin ser invocado, me rozó uno de esos tenues destellos de remembranza que conforme se acercan van alcanzando la consistencia del relámpago. Entreabrí la boca y entrecerré los párpados para centrarme en un recuerdo de la infancia, hasta ahora perdido o aletargado, caramba, un recuerdo cada vez menos difuso, una estampa que como por ensalmo superaba las veladuras del tiempo, la imagen en blanco y negro de varios hombres de uniforme posando junto a un león escarranchado con la lengua fuera, una fotografía colgada en la pared de un bar, sí, en concreto el quiosco de la plaza de San Pedro, en el cercano municipio de Breña Alta, y yo de pie mirándola desde abajo en silencio, con embeleso, como debiera mirarla un niño aficionado a los tebeos del Capitán Trueno. (Pág. 19)

 

Hasta que le llegó el turno a Yolandita, quien con aplomo y redaños impropios de su edad se explayó apretando el entrecejo: "Traigo esta flor para recordar al pobre Bubú, un león muy bueno que murió en este mismo lugar, fusilado por la Guardia Civil". Al público allí reunido le hizo gracia la salida del guion previsto, pero sólo los más viejos, abuelos y jubilados ociosos, conocedores del trasfondo de aquella mención, sintieron en el cogote un palmetazo de justicia poética mediante el cual recobraban algo de sí mismos que creían extinguido. Fue así como, sin ser consciente de ello, ni falta que hacía, Yolandita le dio nuevo sesgo, real de cabo a rabo, a la libre recreación de un castillo en el aire. Debiéramos intuir que no todo está perdido mientras de vez en cuando sigan obrándose milagros como éste. (Págs. 49-50)

 

Poco más tarde, honrándome con una confianza que raras veces se deposita en desconocidos, y menos en los que llegan de improviso, Lale y Cristina me mostraron como guías de excepción las instalaciones de las tres carpas y sus alrededores, desde los cuadros de luces con las correspondientes torretas hasta el alineamiento de caravanas, furgonetas y trailers en el solar de al lado, y en el mismo recorrido por aquella minúscula ciudadela tuvieron la gentileza de presentarme a cada artista que nos salía al paso en albornoz o en chándal, así como a cada utilero que por aquí y por allí daba retoques con herramientas de carpintería; y entretanto, como la cosa más natural del mundo, acaricié la cabeza de un osezno que tomaba leche de biberón, y me acerqué más de lo aconsejable a la jaula compartimentada de los tigres de Bengala y al terrero donde se solazaba un elefante justo a la hora de la ducha. Entre bufidos y olores de criatura salvaje, la sombra de un ángel en reposo parecía adueñarse de aquel espacio de márgenes difusos que en ningún momento, ni siquiera a media mañana, ni siquiera para sus moradores, podía resultar anodino. (Pág. 154)


Así, de un modo que ni resultado engolado ni empalagoso, el autor consigue mostrarnos un mundo del circo desmitificado, pero dotándole de un aura que, a pesar de todo, sigue siendo, a pesar del relato pormenorizado de las tareas, oficios y funciones de sus miembros, y a falta de otra palabra mejor, "mágico". Lo que no es poco, ni mucho menos. Además, un dato final revelado se muestra como un colofón sorprendente a una historia que había comenzado de manera trágica. Más discutibles son algunas de sus conclusiones, que no discutiré aquí por no develar el desenlace.

Por lo demás, Rodríguez Concepción ya forma parte para mí de esos escritores serios de nuestra Comunidad, junto con, por ejemplo y sin ánimo exhaustivo, Luis Junco y Juan R. Tramunt, quienes, además, no suelen ser pasto de entrevistas ni de reseñas. Lo cual, sin duda, ofrece un lado bueno, consistente en que su obra no sea devorada por la crítica mediocre empeñada en el ensalzamiento descorazonador. Lo malo, claro, es que no son tan conocidos por el gran público, consumidor de periódicos y sus suplementos, programas de radio, videos y demás baratija intelectual. Ojalá existiera un término medio, pero en la era de Internet, ahora como nunca, el 1% de lo publicado, que no tiene por qué ser lo mejor, se lleva el 99% de la atención y de las recompensas.



miércoles, 14 de agosto de 2019

'Nunca más la noche', de Juan R. Tramunt

Con 325.000 euros para las fiestas de San Ginés en Lanzarote y más de 400.000 euros (se estima) para el festival WOMAD en Las Palmas de Gran Canaria, así se estrenan nuestros gobiernos progresistas: viva la fiesta, a veces denominada también Cultura, porque eso genera consenso y cohesión social. ¿Qué puede haber menos político que una fiesta?, se preguntarán. 

Algo de razón pueden tener, si reparamos en que el enfoque cultural de todos los partidos que han estado en el poder en Canarias es similar. Ya sea por su presunto carácter apolítico, ya sea por no suscitar la posible ira de la opinión pública o publicada, no hay PP, PSOE, CC, NC o Podemos que no insista en sufragar con dinero público todo tipo de fiestas, festejos y festivales, amén de clubs deportivos profesionales y demás proyectos más o menos rimbombantes. Puede, sin embargo, que la razón sea más profunda, lo que no significa que ni siquiera los políticos en el cargo sean conscientes del todo: la cultura o, en nuestro caso, los festejos de diversa índole son amortiguadores del conflicto social: las líneas divisorias y los conflictos entre grupos y clases sociales parecen difuminarse cuando comparten pasiones y diversiones, y aunque sea solo por unos días la distancia entre gobernantes y gobernados, entre élites y pueblo, entre ricos y pobres se reduce al mínimo.

Que los partidos conservadores hagan de la cultura, las artes y las fiestas un foco de su acción política, sobre la base de ese carácter pacificador, parece lógico. Que los partidos de izquierda se limiten a mantener esa visión resulta perturbador. La izquierda que aspira a transformar la sociedad con el objetivo de ahondar en su democratización (nombren Vds. al partido que crean que mejor se adecua a lo que escribo) no pretende, en su acción política, saltar sobre los conflictos: donde haya injusticia, pretende que se instaure la justicia; donde hay desigualdad, lucha porque haya igualdad; donde existe marginación y pobreza, trabaja por que haya inclusión y mínimas condiciones para llevar una vida digna. Es dudoso que esto se consiga detrayendo dinero del erario para música, clásica, popular, folclórica o multicultural, para deporte profesional, para fundaciones de artistas con castillo incluido o para cualesquiera otras regalías, sinecuras, chiringuitos, pesebres o acuarios.

La derecha sabe, al menos sus representantes más doctos, que la instauración del sentido común se basa en gran parte en actuar sobre la cultura, pero no solo en contenidos o en el perfil de artistas que comulguen con su ideología, sino también en la configuración de la relación de la ciudadanía con ella: cliente y consumidor, y la creación de sentido común. Es decir, ciudadanía pasiva y atomizada, ideología de consumo. Que la izquierda comparta esas prácticas y esa concepción resulta llamativo, y más aún cuando acusa a los críticos de esta forma de proceder de "anarcoliberales". Al reino de las paradojas se llega por muchas vías.






Cualquier colección de cuentos, por su propia razón de ser, es dispar. A veces, podemos apreciar un hilo semántico que, por fino que sea, los recorre. También, cuando todos son obra del mismo autor, reconocemos un estilo y un tono propios. En Nunca más la noche, Juan R. Tramunt incide en la ruptura del orden vital de sus personajes. Dicha ruptura se origina a raíz de un error o mala praxis profesional como un encuentro perturbador con un extraño o por una fiesta de tres días y tres noches, el deterioro de la convivencia en un piso de estudiantes o la muerte del marido, que se corresponden con cada uno de los cuentos.

El primer cuento, más bien una novela corta, me resulta, sin duda, el más flojo de todos, con diferencia. Tramunt se empeña en llevarnos de la mano, o más bien nos agarra del antebrazo, por una historia en que una mala decisión médica ocasiona el quebranto emocional de un doctor de edad madura, y con él, el de su mujer. Escribo esto porque salvo en alguna ocasión, como en el pasaje de los bulbos cortados quirúrgicamente, Tramunt no nos enseña, sino que nos explica. Eso, que da la impresión de la poca confianza del autor en el arte de narrar la historia, se ve agravado por ciertos clichés que indican, también, pereza del pensamiento o fatiga en el escribir.

Amalia prefirió no insistir. Por experiencia sabía que la resolución de un duelo no se puede forzar. No hay atajos para recanalizar el estruendo emocional que se desboca en el alma de quien lo sufre. Hay que ser sutil, extremadamente paciente, cariñoso incluso, para ir permitiendo que esa tormenta amaine lentamente mientras discurre por cada centímetro de la piel, por cada segundo de la vida de quien ha recibido la embestida. Alguien como su marido, que vive entre la vida y la muerte de los demás, rara vez escapa de enfrentarse a estas vicisitudes y rara vez los numerosos éxitos clínicos aseguran mayor fortaleza ante cualquier fracaso, porque siempre será una vida humana perdida la que arrastrará indefectiblemente la balanza hacia el otro lado. (Pág. 20)

La charla fue bastante animada. Mateo conversaba con Ernesto sobre el error que había cometido al permitirles a sus hijos tanto acceso a la informática y otros dispositivos electrónicos, y aquel le recriminaba que si no hubiera sido por el despliegue de tecnología difícilmente se hubiera hecho con ellos tras su divorcio y desapego de la madre. Amalia participaba según pudiera, pero su mayor interés era observar a su marido, y pudo contrastar el estado de ánimo del momento con el de la legada unas horas antes. Parecía como si el agua de una alberca, momentáneamente alterada por la caída de una hoja, volviera a tranquilizarse. Amalia se sosegaba en su interior poco a poco, pero a su vez se daba cuenta de su propia vulnerabilidad. Había bastado una pequeña variación de la norma por parte de su marido, de quien estaba locamente enamorada, que algo se saliera del esquema que ella atesoraba en su corazón, para que una oleada de dudas demoníacas se le hubiera venido encima. (Pág. 28)

Salió de allí compungida, pero con la mejor sonrisa de que fue capaz en la cara. En recepción le confirmaron, una vez más, que su marido no había llegado. Llamó a casa para ver si había vuelto, pero nadie respondía. Cada minuto que pasaba su angustia iba creciendo, y la certeza de que a Mateo le hubiera ocurrido algo se desbocaba. Tenía miedo de perder la compostura y montar una escena en cualquier momento, así que prefirió refugiarse en su casa y esperar, esperar a que las aguas volvieran a su cauce, a que todo volviera a estar bien, como siempre, como siempre le gustó. Abominaba de los pensamientos de épocas horas antes referidos a librarse paulatinamente de esa dependencia del devenir previsible, conocido. Ahora lo que deseaba con todas sus fuerzas era zafarse del dogal que poco a poco se estaba cerrando en su cuello y que la estaba colocando al borde de una crisis nerviosa. Volvió a casa como cualquier animal herido busca la seguridad de su madriguera. (Págs. 43-44).

Es una escritura plúmbea, hecha a base de metáforas comunes y gastadas, con adjetivos y adverbios que no sorprenden, repetitiva y algo exasperante. La intención al narrar la historia se ve del todo contaminada por la forma. Estoy seguro de que con un corrector de estilo, un/a amigo/a leído/a, o quizá un sentido de la disciplina que no desdeñara la flagelación literaria, el autor no habría entregado así el relato. Es una pena, porque despojada de todos los defectos, podría haber sido una buena historia. Por mi parte, abandoné en la página 56. Si me perdí algo que me hubiese redimido del sufrimiento anterior, me disculpo.

SIN EMBARGO, y a pesar de haber comenzado de esta manera, reclamo su atención, porque los siguientes tres cuentos son, en sentido ascendente, muy buenos. Esa ruptura con lo cotidiano de la que escribía al principio logran materializarse de manera artística. Por fin, Tramunt nos ofrece literatura, y se despoja de esa manía por contar lo banal y omitir lo extraordinario. De repente, La habitación abuhardillada, La fiesta y Zapador, cada uno de estos cuentos aún mejor que el anterior, nos introducen en regiones perturbadoras. En el primero, una inquietante (aunque no del todo original, qué le vamos a hacer) reflexión sobre la propia identidad, y sobre la creación artística y sus productos, está escrita de una forma casi admirable. Y digo "casi" porque la catarsis que aparentemente experimentó tras acabar Betsabé no logró acabar con esos "dar los frutos esperados", "perfecta armonía", "hacer las delicias", etc. que tanto daño hacen. Propongo que a esas expresiones tópicas las sustituyamos por una letra del abecedario. Así nos ahorraremos el esfuerzo tanto quien escriba como quien lea. Por ejemplo: "Juan amaba locamente a María", por "Juan x María". O: "Decidió esperar a que las aguas volvieran a su cauce", por "Decidió z". Otro ejemplo: "Flanagan bebió un café. Era un café asqueroso", por "Flanagan r". Sin duda, haría la lectura más ágil y no perderíamos nada con el cambio.

Iba diciendo que, a pesar de esa manía, Tramunt hila una historia que se lee con interés y creciente inquietud en el que los dos protagonistas se encuentran, por decirlo así, a ambos lados del proceso creativo. En la tercera historia, la historia de una estudiante en Madrid que se muda no podría parecer, en principio, más anodina. Sin embargo, el autor logra insertar en la cotidianidad de esta estudiante una mota oscura, un grano de suciedad, que poco a poco acabará devorándolo todo. La historia adquiere una marcha aceleradamente angustiosa que demuestra que Tramunt cuando quiere, cuando se esfuerza y se libra de la verborrea cómoda como en Zapador logra una escritura tan fina y ajustada como la musculatura de un corredor de larga distancia, a pesar de esos latiguillos que no quiero volver a mencionar. 

El segundo de los relatos que he mencionado, La fiesta, tiene la particularidad de transmitir una atmósfera de paz, serenidad y alegría durante la celebración de un cumpleaños. Como la imagen especular en un lago de altas montañas y cielo despejado. Aquí, a diferencia de los relatos anteriores, la disrupción de la normalidad no aparece al principio, sino al final. Quizá pueda juzgarse su final de efectista, pero, aun concediendo esto, es de un extravagante que resulta convincente. Esa atmósfera onírica y ese ambiente nirvánico lo merecían.


Qué significaba mi nombre en aquella estantería, y por qué estaba vacío el espacio. No era la primera vez que encontraba mi nombre en espacios similares. El trabajo de escritor, y con algún reconocimiento además, comporta que su obra pueda aparecer en las estanterías y catálogos de muchas bibliotecas, pero aquello no era exactamente una biblioteca, o en todo caso yo no era autor de obras ilustradas, ni tan siquiera tenía idea de que mis relatos o novelas se hubieran ilustrado alguna vez pese a haber bromeado con Fabián al respecto. Tampoco era lugar para colocar libros propiamente dichos, con lo cual la posibilidad de que estuviera haciendo hueco para colocar algunas de mis novelas era poco probable, aunque no la descartaba del todo dada la peculiaridad de aquel individuo. (Págs 148-149, La habitación abuhardillada)

Es posible que alguien crea que estuvimos tres días hasta las cejas de alguna droga o combinado de ellas que nos hiciera perder la noción del tiempo  y de la realidad. Para serles franco yo mismo estaba convencido de eso hasta que, como les he dicho, me paré a reflexionar sobre lo que ocurrió ese día. Cierto es que hubo alcohol: la cerveza se servía en grifos desde varios puntos del perímetro, y las botellas de espirituosos estaban también cerca de cualquiera allá donde se encontrara; pero también es cierto que no se vio en ningún momento a nadie tirado en la hierba vomitando o simplemente tambaleándose. (...) No sé cómo se las arregló Leandro, pero los que allí estábamos, estábamos bien porque sí. (Pág. 172, Fiesta)

Posiblemente cuando quisiera darse cuenta Orlando habría desaparecido del piso como otros tantos. A lo sumo notaría durante unos días un cepillo de dientes nuevo en el baño, otra toalla, o alguna marca diferente de café en la cocina. Así había sido anteriormente y nada ameritaba que ella hiciera cambio alguno de planes a corto plazo. Como pasatiempo se planteó detectar qué elemento novedoso le daría información sobre su estancia, y después su ausencia indicaría su partida. 
Efectivamente, al día siguiente, en el baño, un nuevo cepillo de dientes se hacía notar en el recipiente al efecto. Estaba despeluzado. Como si se hubiera usado para limpiar los quemadores de la cocina, uno que en ocasiones recibían los suyos cuando los desechaba por viejos. Aquel lógicamente aún se usaba en la boca de su propietario, y atribuyó su estado al mal recibido apodo de "el furioso". Esta conclusión provocó la risa silenciosa de Adela mientras se preparaba para ir a clase. Lo mantendría vigilado. Tenía curiosidad por ver si se decidía a cambiarlo en el tiempo que estuviera allí. (Pág. 189, Zapador)

El quinto cuento, Aurora, la ruptura del orden ha venido por la muerte del marido del personaje. A pesar de ello, intenta preservar ese orden, incluso imaginando que sigue vivo, manteniendo cada cosa en su sitio, cada rutina en su momento. Un orden, un ámbito, que pretende legar. Un relato correcto con el que confirmo que Tramunt es mejor cuando cuenta que cuando explica, cuando da paso a la acción que cuando pretende resumir, con cierto apresuramiento, los antecedentes. En muchas ocasiones, estos son innecesarios. El sexto, Relato inconcluso, puede tener varias lecturas: un relato inacabado que se retocó para mandarlo a la editorial, una reflexión sobre la autoría y la creación, relacionado en estos aspectos con La habitación abuhardillada, o como otro experimento metaliterario sin mucho recorrido. Prefiero quedarme con la segunda posibilidad.

Nunca más la noche es, concluyo, un valioso conjunto de cuentos, salvo la excepción de Betsabé. Con sus errores, Tramunt intenta ir más allá del relato lineal y naturalista. Sus experimentos con la ficción, su reflexión literaria sobre la (im)predecibilidad de la vida, sobre la ruptura del orden, me parecen valiosas y dignas de leerse. Solo le reprocho ese descuido con los clichés, esa tendencia al adormecimiento sobre lechos lingüísticos más que sobados. Lo admiro, en cambio, cuando es atrevido en sus planteamientos y consigue hacer de lo nimio una aventura existencial.




















viernes, 9 de junio de 2017

'Puro cuento', de Yolanda Delgado Batista

Henos aquí de nuevo con los cuentos. O lo que quiera que se entienda últimamente por ellos: escenas, confesiones, reflexiones, microrrelatos, memes, y ocurrencias. No es el lugar ahora para discutir sobre la definición de cuento y sus diferencias, por ejemplo, con la agudeza que uno puede permitirse en 140 caracteres, pero lo que está claro que, bajo el rótulo genérico de cuentos, algunos/as escritores/as nos endilgan cualquier cosa que les salga de la narices. Eso sí, en un rapto de genialidad o algo peor.

Ya dice Juan R. Tramunt que todos somos libres de probar cosas y de estrellarnos al intentarlo. Él se refería, claro, al mundillo literario, en el que, aunque pocos sean los llamados y menos los elegidos, pareciera que escribir literatura es lo más sencillo del mundo y publicar, un trámite que se resuelve por sí solo, una vez que las/os editoras/es han abdicado de su labor y se limitan a llamar a la imprenta y luego a las librerías, montando, eso sí, coloquios con psicóloga incluida. Lo malo no es eso, sino que las/os reseñadoras/os se vuelcan en alabanzas, elogios y "éxtasis literarios" varios sin distinguir entre seda, lana, algodón, cuero, esparto o papel de fumar. Sólo nos es dado distinguir entre quién es maestro/a y quién más maestro/a aún, pero todos/as son de Antología, volumen II. La conclusión a la que se llega de modo casi necesario de esta labor editora y reseñadora es que Canarias ha sido tocada, sin duda, por la Gracia de la Literatura. Por ello, se deduce, es necesario el apoyo de las administraciones públicas para que se nos conozca en todo el mundo y más allá, y que se traduzca todo ese tesoro a todos los idiomas pasados y presentes, que eso viste mucho y nos permite presumir de que aquí no todo es turismo y surf, y pobreza y desigualdad social escandalosas. 

Todo esto viene a cuento, más o menos, de la heteróclita colección de escritos de Yolanda Delgado Batista que lleva como título Puro cuento.





Les confieso que mi actitud ante las obras de autores cuya existencia ignoraba hasta el momento de la lectura suele ser la de esperanzada expectación. La de, expresado con llaneza, poder exclamar: "Este/a, sí!". Sin embargo, lo habitual hasta ahora, en la mayoría de las reseñas de los autores/as locales es pensar lo siguiente: "Este/a, tampoco..."

Yolanda Delgado Batista, en una polifonía que en principio no tiene que provocarnos desconfianza, se atreve con personajes diversos, hombres, mujeres y niños; infieles y asesinos/as; curas y no curas. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los cuentos carecen de singular ingenio o de creatividad, quedándose en ocasiones en trasunto de relatos o películas ya leídos o vistas como, sin ir más lejos, el primer cuento: "El forastero", con esa escena de vecinos portando antorchas en plan cabreo irracional contra quien no se lo merece. El segundo cuento es una versión corta del clásico "Qué hipócritas son los curas", sin nada más que llame la atención. En el tercero, la autora se atreve a darle voz a Dios en un diálogo más que banal con el protagonista, también cura. El cuarto, "La revolución" me parece que no está mal, con un estilo algo impostado, pero en el que el desenvolvimiento de la trama, en una cárcel, logra, por fin, que nos interese lo que va ocurriendo. Quizá el final sea previsible, pero a estas alturas ya nos conformamos. El quinto, "Yo Tarzán, tú Stalin" es el relato del entrecruzamiento histórico de estas dos figuras de desigual importancia en las que la autora parece haber recogido datos curiosos del mandatario soviético y de Johnny Weismuller, o se los ha inventado con verosimilitud, que lo mismo da. Sin embargo, tampoco da para mucho. "Hablar de más" es una anécdota bien contada, con cierta gracia. "Cambio de coche" es la típica historia de cuernos, que hace pasar por encrucijada vital profundísima lo que no es sino el engaño, llamémosle hastío, quizá calentón, de uno de los miembros de una pareja que ya lleva demasiados años juntos. Son once páginas (una enormidad para el estándar de este libro) de diálogos banales y pensamientos apolillados, pero que, con el ojo que tengo, imagino que será el más elogiado por deudos y allegados. "El último verano" nos recuerda a "Un día perfecto para el pez plátano" en que la autora y Salinger incluyen a un niño, a un adulto y a un pez en el relato. "La ensaladilla rusa" tiene algo de enjundia por la atención al detalle y el simbolismo representado por la ensaladilla. Consigue no aburrirnos al segundo párrafo, y, bueno, ya es algo. 


Algo que es poco.

¿Qué más? Cierta propensión a la frase hecha, a la expresión requeterrepetida, tales como: "llamar poderosamente la atención", "pantorrillas torneadas", "éxito rotundo", "persona de armas tomar", "era como un huracán", "frase antológica", "vasta geografía americana", "despertó pasiones encontradas", que en otros contextos, por ejemplo una novela, podrían molestar menos, pero en cuentos de 2 o 3 páginas... Además, se echa en falta a ese corrector que pasó por alto el pequeño detalle de que entre sujeto y verbo no se pone coma: "Frente a nosotros el edificio de cuatro plantas como el resto de la calle, pedía a gritos unas manos de pintura" o "Me pregunté si los escasos peatones que se movían a esas horas por el barrio, notaban como yo aquel olor persistente a tiempo gastado".


Dice la autora, en una de esas entrevistas amables que tanto se estilan: "Entre bromas y veras, he intentado acercarme a las dificultades que tenemos las personas que nos movemos en un mundo convulso, a veces esquinado, y las complicaciones que surgen a la hora de intentar comunicarnos con el otro, de romper el cristal de esa soledad que rodea nuestra individualidad". 
En esa línea van los reseñadores que he leído. Así, en esta reseña se dice que este libro "marca un antes y un después en la carrera literaria de Yolanda Delgado Batista" o en esta que "En Puro cuento la escritora y periodista Yolanda Delgado Batista se incorpora a los que creen que la mínima estructura del relato descubre una realidad enriquecida que se aliña con el onirismo y lo simbólico, que admite unos hilos de crítica social y propone sendas abiertas para que los itinerarios de la memoria se ensanchen con recorridos por explorar". Muy lírico-onírico, sin duda. En esta, además: "Cada una de sus historias, así tengan veinte renglones o veinte palabras, golpea certeramente en ese lugar exacto en el que las emociones se activan sobre la marcha". 

No digo yo que no lo piensen de verdad, no digo tampoco que la autora no lo intentara ni haya puesto voluntad, empeño y fe, además de horas frente al ordenador o escribiendo en una libretita mientras se tomaba un cortado en una terraza junto al mar y reflexionaba sobre las veleidades de la fortuna. En mi opinión, sin embargo, Puro cuento es un fracaso literario: el resultado de su escritura no ha acompañado a aquellas intenciones, quedándose en un aparente ejercicio de autocomplacencia sin profundidad moral ni estilo. No sé Vds., pero yo ando buscando otra cosa.









jueves, 27 de abril de 2017

Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt

No es raro que, para quien no conoce el mundillo literario local (yo mismo), seguramente abducido por las fuerzas conspiratorias del canon literario mundial y español, se ignoren novelas y autores de Canarias que, para ciertas figuras de ese mundillo, resultan imprescindibles. Tampoco lo es que no nos haya marcado ninguna obra de autores/as canarios/as. Qué triste que hayamos tenido que conformarnos con Tolstói, Dickens o Conrad (sí, también Conan Doyle). Bueno, a Galdós lo incluimos, pero ¿quién, en serio, lo considera autor canario? Quizá la pregunta es errónea, quizá el topónimo sobra a la hora de juzgar la literatura que nos interesa. También es verdad, hasta cierto punto, que las obras dependen, para su inmortalidad e inclusión en un canon, tanto de su calidad literaria como, simplemente, de su distribución: que el público sepa que existe. Así, como todo el mundo sabe, siempre ha resultado más fácil no sólo publicar, sino llegar a una gran masa lectora y, sobre todo, caer dentro del campo de visión de los críticos literarios y de los suplementos de los grandes diarios, si uno residía en Madrid o Barcelona y no en Teror o en Yaiza. Nada nuevo.

En el caso que nos ocupa, resulta que no conocemos de nada al autor ni la novela. Además, por lo que sé, no ha habido promoción de esta, ni entrevista en La 2 ni en un programa buenrollito de la televisión o radio autonómica. O quizá sí que ha habido algo de eso, pero es entonces la estrategia promocional la que no ha dejado huella, (lo que íntimamente agradecemos). En todo caso, una reseña breve allí, otra de circunstancias por allá, pero nada serio, nada comprometedor

Uno, pues, antes de acometer la tarea de leer otras novelas (o lo que quieran hacer pasar por tal) que ya han sido reseñadas antes de publicarse o cuyos comentaristas la elogian hasta el empalago por razones extraliterarias (llámense ETA, llámense Guerra Civil, llámense Feminismo y Maneras de Campesino) prefiere adentrarse por caminos menos hollados y esperar, con la fe, no del creyente, sino del que duda, que algún tipo de providencia bienintencionada nos salga al encuentro y salve el día.

Así, metafóricamente hablando, fue como llegué a Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt.







Un hombre ya entrado en años vuelve a Gran Canaria con las cenizas de su esposa después de cinco años en el exilio en Barcelona. La isla estaba amenazada de radioactividad por una explosión en una central nuclear marroquí en el Sáhara y el Gobierno decidió evacuar las islas orientales manu militari. Por una serie de casualidades, aderezadas con una mentira sobre su estado de salud, el protagonista logra que le den los permisos extraordinarios necesarios para volver. En la isla solo queda una base militar. El capitán le confía que hay presos fugados por la isla y, no menos peligrosas, jaurías de perros asilvestrados.

Nada de eso amedrenta a nuestro protagonista, que con las maneras de un Robinson Crusoe de izquierdas, las hechuras de un personaje de Jack London y cierta complacencia espiritual en algunos momentos que nos recuerda al Walden de Thoreau, logra sobrevivir con no poca inteligencia y no menos valor en su antiguo hogar en Agüimes, donde también reposan los restos de su hija muerta. Así pues, la soledad y la muerte son sus primeros compañeros en esta nueva vida, aunque no serán los únicos.

No negaremos que haya amagos de vanidad en el escritor; que haya frases que hagan descender el tono de la narración, normalmente vigoroso, concentrado y adecuado a la trama; que deja constancia de cierto pensamiento que quiere ser reivindicativo, pero que se queda poco más que en frases hechas y pensamiento ecoizquierdista de vuelo raso (que contrasta con el respeto casi sagrado a la propiedad privada ajena); además de cierta manía por la repetición de palabras algo irritante, como "bulto mediano", "corazón palpitante" o la "sensación de ser vigilado". Hay también alguna errata y algún error gramatical que podrían haberse arreglado fácilmente con la figura de un corrector o de un lector amigo atento. Por otro lado, sus reflexiones sobre la dependencia energética o alimentaria del archipiélago las envuelve en un marco político geoestratégico cuando quizá debería añadir (o ser sustituidos por) la trama de relaciones capitalistas en el entorno de un mercado globalizado. También el autor concede demasiado a la ligera que los grupos organizados que luchan contra los poderes que él mismo tanto critica sean "terroristas". Al menos, se habría agradecido un punto de vista más polemizador. Si al Leviatán autoritario sólo se le oponen "terroristas" resulta difícil tomar partido o implicarse en la discusión. Si se hace una crítica política habría que afinar más con los términos. En caso contrario, acabaremos por llamar terrorista a cualquier opositor vehemente que no se limite a votar de vez en cuando. Quizá cierta consistencia filosófica habría ayudado a que la parábola resultase redonda.

No es una novela perfecta, claro que no.

SIN EMBARGO, Tramunt logra narrar una historia digna de ser leída. Un personaje principal cuya figura se agranda y se hace psicológica y moralmente más compleja a medida que se suceden los hechos.Es una novela de transformación espiritual de un hombre a punto de ser anciano: prudente, pero valiente; sensible y también rebelde. Quizá los personajes secundarios (el capitán, Mamadou, etc.) no estén a su altura, pero cumplen bien el papel de ser, al menos, catalizadores de experiencias catárticas para el protagonista.

La historia se inserta bien dentro de los tres planos que dibuja el autor: a) un contexto político mundial en franca regresión de las libertades que aún existen y donde se agudizan los conflictos por los recursos naturales y las fuentes de energía; b) el entorno de la isla, donde asistiremos a las peripecias del protagonista; y c) el mundo interior de éste, poblado de recuerdos y de donde saca la energía y la motivación para hacer frente a las dificultades.

En este sentido, la atmósfera casi postapocalíptica de una Gran Canaria casi desierta llega a fascinar y a acongojar en muchos momentos, así como los momentos de acción están bien sostenidos y resueltos. Es, asimismo, una historia lineal en su acción, pero apoyada por los recuerdos del protagonista, con un desenlace que, hasta cierto punto, podríamos cuestionar como incoherente con sus intenciones primeras. Sin embargo, esa evolución psicológica de la que hemos hablado conduce a unas decisiones que no tienen por qué ser ilógicas. En todo caso, la soberanía del fatum corresponde al autor.

Anturios en el salón, con sus defectos, es una novela seria (al igual que lo decíamos de Entrelazamientos, de Luis Junco). También, amena (que no es poco). No es un experimento literario, ni una muestra de creatividad desbordante meta-algo, ni un conjunto de relatos que tenía el buen hombre por ahí bien escondidos. Es una historia sólida, bien contada, a ratos emocionante y nunca aburrida. 

Qué más puedo decir.