Valgan estas líneas como expresión de un estado de ánimo, como reacción al mundo humano, que con el paso del tiempo comprendo cada vez menos. O que se me presenta cada vez más complicado de asumir, al menos en su parte de maldad y de desprecio por nuestros congéneres y por la naturaleza en su conjunto. En ningún caso, como esbozo de una teoría.
Sin duda, había que preguntarse por qué escribir después de Auschwitz, y de Hiroshima y Nagasaki. También, hoy, para qué escribir reseñas cuando hay tanta guerra y tanta muerte desgarradora y criminal cada día, como en Ucrania o en Gaza. O los innumerables conflictos en África que, por ser África y seguramente por otras razones vergonzosas, no aparecen en los medios de comunicación. Serían incontables las guerras y los muertos tras 1945. Infinitos antes. Tiempos de barbarie son todos: no dejan de serlo porque creamos que estamos a salvo.
Cómo ser feliz uno cuando no tan lejos la tierra arde y la gente muere a miles y aparecen fosas comunes como malas hierbas tras un día de lluvia. Cómo, cuando nos parece una gran decisión cambiar de serie de Movistar a HBO, mientras cientos de emigrantes se apiñan en cáscaras de nuez para cruzar el mar y muchos/as acaban como alimento para los peces.
Qué cerca estamos de la barbarie. Ocurre todos los días que un poder arbitrario y sin corazón arrastra a seres humanos (y a los animales) a una trituradora de carne, a un embudo de sangre y bilis. El mundo como un camposanto permanentemente bombardeado en el que los cuerpos abiertos en canal cuelgan de los nichos y los huesos quebrados y las vísceras se desparraman con abigarrada promiscuidad. Las hendidas calaveras nos miran con sus cuencas embarradas y preguntan por qué, joder.
Aquí estoy yo, pues, haciéndome estas preguntas, sin la imaginación suficiente para hacer algo que mitigue esta punzada en la conciencia. Sin poder individual, sin mirada olímpica que sopese y evalúe cada uno de los matices de la realidad, no puedo sino conformarme con mi mediocridad existencial, también con esta apariencia de seguridad en la que circunstancias, casi todas ajenas a mi posible mérito, me han instalado.
En mi silloncito, con el café a mano, rodeado de libros: parece la única realidad posible.
En otro orden de cosas, llevamos una semana teniendo a la ultraderecha, compañera natural de la derecha y no solo por metonimia, protestando, envuelta en la bandera nacional, contra un concepto a las puertas del PSOE. Es evidente que el concepto se hará letra y ley para llegar a un acuerdo político con la derecha independentista catalana, (que no era demasiado independendista hasta hace 10 años). Pero de eso se ha escrito mucho ya. Si la política democrática era el medio para evitar la violencia entre grupos humanos con proyectos políticos y sociales diferentes, no parece demasiado reprochable lo que se está gestando (en estos momentos, cuando estoy a punto de sacar el artículo, se ha registrado ya en el Congreso la propuesta de la ley).
Dice Juan Carlos Rodríguez que Brecht se preguntaba -le reconcomía- por qué la disolución del mundo pequeñoburgués creaba nazis, por qué tanta gente aceptaba el sistema que los explotaba. En nuestros días, nos preguntaríamos por qué tanta gente humilde vota VOX o PP, que abogan abiertamente por privilegiar a los ya privilegiados y al capital -normalmente con la excusa de que su bonanza será la bonanza de los de abajo- y penalizar las rentas del trabajo, es decir, a casi todos nosotros/as.
No obstante, el PSOE, que ahora parece casi épico resistiendo a las hordas nostálgicas del franquismo y del imperio de los Austrias, siempre ha sido connivente con el sistema capitalista -como buen partido socialdemócrata- y si no lo ha promovido activamente sí ha sido también complaciente con lo que Corey Robin considera una característica de la mente conservadora -o reaccionaria-, el popularizar los privilegios. Por ello se entiende la posibilidad de que uno, independientemente de su clase social, posea algún privilegio -o sea capaz de tenerlo o ejercerlo- respecto de otra persona o grupo de personas, ya sea por riqueza, etnicidad, género o ciudadanía. Lo traduzco como el rico frente a los pobres -o frente a las clases medias-, el hombre frente a la mujer, el payo frente al gitano, el español frente al extranjero sudamericano, magrebí o subsahariano, etc. En un contexto más familiar y, por tanto, casi desapercibido, aceptamos que haya palcos en recintos de naturaleza pública, como en los teatros dependientes de cualquier institución pública; o zonas exclusivas en los grandes conciertos. O, en los aeropuertos, zonas VIP, asientos business, y el resto para los comunes; tenemos, además, copago para no hacer cola.
¿Y cómo que asientos reservados para las autoridades? ¿Por qué lo consideramos como algo natural y no como una excepción?
Por no hablar del poder estratificador del dinero: Educación y Sanidad. Vivienda. No hay mejor disolvente de una comunidad humana.
Todo nos parece normal. La desigualdad social está normalizada en nuestra democracia representativa.
Entonces, cómo hacer crítica literaria de un modo que no considere la literatura como un compartimento estanco, como una habitación aislada del mundo, mientras los cristales de las ventanas tiemblan con el sonido de las bombas, el techo amenaza con desplomarse sobre nuestras cabezas y la sangre de las víctimas se extiende por todo el planeta. Cómo escribir crítica sin mencionar todas las insidiosas -o abiertas- y lacerantes formas de desigualdad dentro de un país y entre los países.
Crítica de un modo que no sea divagación de estética o de técnicas narrativas; o se limite a enumerar los solecismos y los lugares comunes. Todo esto sin caer tampoco en el discurso de acompañamiento que se limite a elogiar al autor o autora y a alucinar con hermenéuticas del texto hasta el paroxismo. Para que nos entendamos, hay mucho cretino suelto convencido de la performatividad de sus elogios.
Una crítica que no se considere simple otorgadora de diplomas de calidad, que por mero efecto inflacionario pierden valor nada más se emiten; que no sea muñidora de organizaciones editoriales ni festejadora de campañas institucionales y, lo peor, que asuma motu proprio el papel de lubricante del mercado. Una crítica que se considere menos literatura -quizá que se considere así en absoluto- que filosofía. Una crítica, en definitiva, que haga algo en el mundo.
Porque menudo mundo este.