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jueves, 12 de marzo de 2020

'Tener una vida', de Daniel Jándula

Quién nos iba a decir que acabaríamos experimentando una pandemia de serie de televisión, aunque sea sin zombis. El caso es que se está llevando a muchas personas por delante y aunque la mayoría podríamos jactarnos de nuestra capacidad de resistencia física, lo que se dice asustar, asusta un poco, sobre todo para aquellos/as con padres o madres mayores, o abuelos. Esta tarde estaba el supermercado a reventar, con largas colas de carros llenos de todo tipo de productos en previsión del próximo desabastecimiento que seguirá a la inminente guerra nuclear total y a la inevitable invasión alienígena.

En estos momentos, sería interesante saber qué fondo de armario libresco disponen Vds. para estos 2-4 meses que nos esperan. También, por qué no, cuántas garrafas de agua están acumulando en el piso y cuántas latas de fabada. En lo que a mí respecta, y ya que estamos en esa parte de la película en la que los protagonistas confiesan sus miserias ante la inminencia de una muerte atroz, les puedo decir que tengo empezada, y esta novela da para varias cuarentenas, Antagonía, de Luis Goytisolo. Por la mitad, llevo Stoner, de John Williams, y un poco cuesta arriba se me está haciendo Fragmenta, de Javier Pastor. Títulos de una sola palabra, por cierto. Ya avanzada, La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec. Acabando estoy La herida se mueve, de Luis Rodríguez. Además, tengo en boxes a Herzog, de Saul Bellow, y Hormigón y Extinción, de Thomas Bernhard. Algún/a escritor/a local caerá pronto, a buen seguro, si me dejan llegar a la librería (*).

En lo que respecta a ensayos de ciencias sociales y humanidades, tengo entre manos Peasant-Citizen and Slave, de Ellen Meiksins Wood, La conciencia y la novela, de David Lodge, una entrevista a Rancière, El litigio de las palabras, a cargo de Javier Bassas, Las dimensiones morales, de Thomas Scanlon. Sigo, con parones, con La teoría del lenguaje literario, de José María Pozuelo Yvancos, y tengo en espera El valor de las cosas, de Mariana Mazzucato. Recientemente, he acabado, por cierto, la magnífica El nacimiento de la política, de Moses I. Finley y la no menos impactante La tragedia de nuestro tiempo, de Andrés Piqueras.

En todo caso, si este no es el momento de las grandes plataformas de series y películas para hacerse con la supremacía del ocio, no sé cuándo será.

Vamos a lo nuestro. Hoy tenemos:





Esta es una obra que, cómo decirlo, estando bien escrita, con los puntos y comas en su sitio, evitando casi siempre bien las frases hechas y expresiones manidas, resulta insatisfactoria. En otras palabras, me ha resultado un coñazo. Salvando las distancias, se parece a aquella novela perpetrada por Manuel Almeida, Evanescente, en situar un acontecimiento insólito como arranque y motor de la novela. Si en aquella, los objetos comenzaban a desaparecer uno tras otros en una escalada que acabaría afectando a la humanidad entera haciéndola caer en un estado de barbarie, en esta es la aparición de un agujero tragalotodo, cada vez mayor, en la pared de la vivienda del narrador lo que se le ocurre al autor para desplegar su artificio literario.

Entiendo que es complicado escribir una novela de calidad a partir de excusa tan endeble, aunque la historia de la literatura se empeña en contradecirme si lo elevara a categoría de axioma. Después de un comienzo prometedor o, al menos estimulante, lo habitual es que la trama se desinfle o se vuelva absurda. Al menos, Jándula, a diferencia de Almeida, tiene voluntad de estilo. En las primeras páginas, encuentro frases hermosas, frases de escritor:


Compongo un mosaico de lo que no podrá ser. La fauna austral, la memoria de extraños naufragios, de faros escondidos. Los lagos a los que los alemanes llamaban "el infierno verde". Hojas de pangue y hornos de piedra. Algas rojas en el mar. Ríos de hielo desplazándose con extrema lentitud, su espuma afilada derramando cuchillos. (Pág. 16)

En los inviernos en que el vino vuelve a la tierra, el aire huele a humedad. El verano siguiente al entierro de las copas se elevan los vapores dulzones del suelo sediento y el cielo se tiñe de violeta. Es un ciclo bien calculado. (Pág. 29)


Sin embargo, esta ocasional brillantez se difumina pronto, lo que es una pena, en un lenguaje simplemente correcto. Sin la motivación del estilo, el resto no da para sostener la obra, lo que es de lamentar.

En lo que se refiere a la historia, no puedo dejar de señalar que, en mi opinión, las reflexiones del narrador, no requerían, para empezar, de ningún agujero cuarto milenio. Perfectamente podían haberse elucubrado en circunstancias menos misteriosas. Se me ocurre, simplemente, el hecho de que el avión que pierde haya desaparecido sin dejar rastro. Puede interpretarse el agujero como se quiera, símbolo de esto, metáfora de lo otro, pero más allá de ese ejercicio lúdico-filosófico, nos queda una historia sin interés de un personaje sin interés que nos mueve al absoluto desinterés. No es porque se aleje de una historia más o menos convencional con su presentación-nudo-desenlace: a estas alturas, hemos visto y leído casi de todo, y la transgresión de ciertas convenciones (casi las que sean) forman otra tradición nada desdeñable. En este blog, además, se las suele acoger con cariño, liberalidad y altura de miras. Es, más bien, porque la descripción que hace de sí mismo, de sus sensaciones y pensamientos están muy lejos tanto de los personajes de Albert Camus en El Extranjero o de Dostoievsky, en Memorias del subsuelo, por citar obras conocidas y con las que se la ha comparado, con los que no hace falta empatizar ni sentirnos identificados para que ejerzan gran impresión sobre nosotros, los lectores. 


El sonido de la casa está cambiando. Han desaparecido los utensilios que encontré ayer en la cocina y que dejé sobre la  mesa del salón. Creo que mi piso está más vacío que nunca, aunque puede que sea solo una sensación para mí, pues no percibo el sonido hueco y molesto propio de los espacios vacíos. Cubro el agujero, para el que he utilizado alrededor de tres cuartas partes de la masilla, pongo la mano cerca, acariciando la pared como si pudiera detectar un latido en el interior de la pasta. Después pego el oído a la pared. Está fría. Es agradable ver los muros de una casa como si fuesen sábanas, y a la vez resulta desconcertante el hecho de apoyarme contra algo inerte sumido en la certeza de que esta división entre espacios nos parezca cada vez más imprescindible. 
Hay ocasiones en las que la compartimentación tiene sus ventajas. Me gustaría poder meter cada etapa de mi vida en una caja, guardarla en un lugar apropiado y poder avanzar sin que una etapa invada la otra. Especialmente me sucede en lo que respecta a las relaciones personales. (Págs 37-38)

Mi padre y yo hemos discutido a menudo acerca de cómo veíamos el trabajo cada uno. No eran diferencias insalvables, pero entre hombres delante de un vino los cambios de opinión cuentan bastante poco. Mi posición es que para que un trabajo sea considerado como tal, debe rendir alguna clase de beneficio; todo lo demás es esclavitud, o voluntariado. Mi padre decía que en su casa nunca hubo oportunidad de analizar las cosas: o trabajas o mueres. Repetía lo que había visto desde pequeño: su padre cambió cualquier filosofía del trabajo por más trabajo. Yo no lograba entender esa indisoluble relación entre trabajar y vivir, pues para mí el trabajo se hizo para el hombre y no al revés. Mi padre decía que yo confundía trabajo con esfuerzo. Ahora veo lo que quería decir, aunque sigo sin estar de acuerdo. (Pág. 63)


A veces, a fuerza de pretender ser profundo o trascendente, el escritor o escritora puede caer en la trampa de la banalidad. Trampa honda, sin duda, no tan fácil de evitar. Los riesgos de contar la propia mediocridad deben contar con algún elemento de aprendizaje o descubrimiento para el lector para que suscite el interés de la que esta obra carece, en mi opinión. En Tener una vida hay algo de regodeo en el yo de este narrador que me repele, aunque no se trate de vanidad en este caso: su soledad, su ruptura sentimental, sus problemas físicos, etc., no logran suscitar en mí más que indiferencia, aburrimiento y algo de desesperación por este tiempo perdido nada proustiano. Saqué bandera blanca en la página 67. Tienen derecho a reprochar tal flaqueza.




(*) Finalmente, fui a la librería. Me chocó que no hubiera colas ni gente ansiosa por llevarse las novedades para soportar la caída de la civilización. Dos novelas más para la saca, pero ninguna local.