miércoles, 14 de agosto de 2019

'Nunca más la noche', de Juan R. Tramunt

Con 325.000 euros para las fiestas de San Ginés en Lanzarote y más de 400.000 euros (se estima) para el festival WOMAD en Las Palmas de Gran Canaria, así se estrenan nuestros gobiernos progresistas: viva la fiesta, a veces denominada también Cultura, porque eso genera consenso y cohesión social. ¿Qué puede haber menos político que una fiesta?, se preguntarán. 

Algo de razón pueden tener, si reparamos en que el enfoque cultural de todos los partidos que han estado en el poder en Canarias es similar. Ya sea por su presunto carácter apolítico, ya sea por no suscitar la posible ira de la opinión pública o publicada, no hay PP, PSOE, CC, NC o Podemos que no insista en sufragar con dinero público todo tipo de fiestas, festejos y festivales, amén de clubs deportivos profesionales y demás proyectos más o menos rimbombantes. Puede, sin embargo, que la razón sea más profunda, lo que no significa que ni siquiera los políticos en el cargo sean conscientes del todo: la cultura o, en nuestro caso, los festejos de diversa índole son amortiguadores del conflicto social: las líneas divisorias y los conflictos entre grupos y clases sociales parecen difuminarse cuando comparten pasiones y diversiones, y aunque sea solo por unos días la distancia entre gobernantes y gobernados, entre élites y pueblo, entre ricos y pobres se reduce al mínimo.

Que los partidos conservadores hagan de la cultura, las artes y las fiestas un foco de su acción política, sobre la base de ese carácter pacificador, parece lógico. Que los partidos de izquierda se limiten a mantener esa visión resulta perturbador. La izquierda que aspira a transformar la sociedad con el objetivo de ahondar en su democratización (nombren Vds. al partido que crean que mejor se adecua a lo que escribo) no pretende, en su acción política, saltar sobre los conflictos: donde haya injusticia, pretende que se instaure la justicia; donde hay desigualdad, lucha porque haya igualdad; donde existe marginación y pobreza, trabaja por que haya inclusión y mínimas condiciones para llevar una vida digna. Es dudoso que esto se consiga detrayendo dinero del erario para música, clásica, popular, folclórica o multicultural, para deporte profesional, para fundaciones de artistas con castillo incluido o para cualesquiera otras regalías, sinecuras, chiringuitos, pesebres o acuarios.

La derecha sabe, al menos sus representantes más doctos, que la instauración del sentido común se basa en gran parte en actuar sobre la cultura, pero no solo en contenidos o en el perfil de artistas que comulguen con su ideología, sino también en la configuración de la relación de la ciudadanía con ella: cliente y consumidor, y la creación de sentido común. Es decir, ciudadanía pasiva y atomizada, ideología de consumo. Que la izquierda comparta esas prácticas y esa concepción resulta llamativo, y más aún cuando acusa a los críticos de esta forma de proceder de "anarcoliberales". Al reino de las paradojas se llega por muchas vías.






Cualquier colección de cuentos, por su propia razón de ser, es dispar. A veces, podemos apreciar un hilo semántico que, por fino que sea, los recorre. También, cuando todos son obra del mismo autor, reconocemos un estilo y un tono propios. En Nunca más la noche, Juan R. Tramunt incide en la ruptura del orden vital de sus personajes. Dicha ruptura se origina a raíz de un error o mala praxis profesional como un encuentro perturbador con un extraño o por una fiesta de tres días y tres noches, el deterioro de la convivencia en un piso de estudiantes o la muerte del marido, que se corresponden con cada uno de los cuentos.

El primer cuento, más bien una novela corta, me resulta, sin duda, el más flojo de todos, con diferencia. Tramunt se empeña en llevarnos de la mano, o más bien nos agarra del antebrazo, por una historia en que una mala decisión médica ocasiona el quebranto emocional de un doctor de edad madura, y con él, el de su mujer. Escribo esto porque salvo en alguna ocasión, como en el pasaje de los bulbos cortados quirúrgicamente, Tramunt no nos enseña, sino que nos explica. Eso, que da la impresión de la poca confianza del autor en el arte de narrar la historia, se ve agravado por ciertos clichés que indican, también, pereza del pensamiento o fatiga en el escribir.

Amalia prefirió no insistir. Por experiencia sabía que la resolución de un duelo no se puede forzar. No hay atajos para recanalizar el estruendo emocional que se desboca en el alma de quien lo sufre. Hay que ser sutil, extremadamente paciente, cariñoso incluso, para ir permitiendo que esa tormenta amaine lentamente mientras discurre por cada centímetro de la piel, por cada segundo de la vida de quien ha recibido la embestida. Alguien como su marido, que vive entre la vida y la muerte de los demás, rara vez escapa de enfrentarse a estas vicisitudes y rara vez los numerosos éxitos clínicos aseguran mayor fortaleza ante cualquier fracaso, porque siempre será una vida humana perdida la que arrastrará indefectiblemente la balanza hacia el otro lado. (Pág. 20)

La charla fue bastante animada. Mateo conversaba con Ernesto sobre el error que había cometido al permitirles a sus hijos tanto acceso a la informática y otros dispositivos electrónicos, y aquel le recriminaba que si no hubiera sido por el despliegue de tecnología difícilmente se hubiera hecho con ellos tras su divorcio y desapego de la madre. Amalia participaba según pudiera, pero su mayor interés era observar a su marido, y pudo contrastar el estado de ánimo del momento con el de la legada unas horas antes. Parecía como si el agua de una alberca, momentáneamente alterada por la caída de una hoja, volviera a tranquilizarse. Amalia se sosegaba en su interior poco a poco, pero a su vez se daba cuenta de su propia vulnerabilidad. Había bastado una pequeña variación de la norma por parte de su marido, de quien estaba locamente enamorada, que algo se saliera del esquema que ella atesoraba en su corazón, para que una oleada de dudas demoníacas se le hubiera venido encima. (Pág. 28)

Salió de allí compungida, pero con la mejor sonrisa de que fue capaz en la cara. En recepción le confirmaron, una vez más, que su marido no había llegado. Llamó a casa para ver si había vuelto, pero nadie respondía. Cada minuto que pasaba su angustia iba creciendo, y la certeza de que a Mateo le hubiera ocurrido algo se desbocaba. Tenía miedo de perder la compostura y montar una escena en cualquier momento, así que prefirió refugiarse en su casa y esperar, esperar a que las aguas volvieran a su cauce, a que todo volviera a estar bien, como siempre, como siempre le gustó. Abominaba de los pensamientos de épocas horas antes referidos a librarse paulatinamente de esa dependencia del devenir previsible, conocido. Ahora lo que deseaba con todas sus fuerzas era zafarse del dogal que poco a poco se estaba cerrando en su cuello y que la estaba colocando al borde de una crisis nerviosa. Volvió a casa como cualquier animal herido busca la seguridad de su madriguera. (Págs. 43-44).

Es una escritura plúmbea, hecha a base de metáforas comunes y gastadas, con adjetivos y adverbios que no sorprenden, repetitiva y algo exasperante. La intención al narrar la historia se ve del todo contaminada por la forma. Estoy seguro de que con un corrector de estilo, un/a amigo/a leído/a, o quizá un sentido de la disciplina que no desdeñara la flagelación literaria, el autor no habría entregado así el relato. Es una pena, porque despojada de todos los defectos, podría haber sido una buena historia. Por mi parte, abandoné en la página 56. Si me perdí algo que me hubiese redimido del sufrimiento anterior, me disculpo.

SIN EMBARGO, y a pesar de haber comenzado de esta manera, reclamo su atención, porque los siguientes tres cuentos son, en sentido ascendente, muy buenos. Esa ruptura con lo cotidiano de la que escribía al principio logran materializarse de manera artística. Por fin, Tramunt nos ofrece literatura, y se despoja de esa manía por contar lo banal y omitir lo extraordinario. De repente, La habitación abuhardillada, La fiesta y Zapador, cada uno de estos cuentos aún mejor que el anterior, nos introducen en regiones perturbadoras. En el primero, una inquietante (aunque no del todo original, qué le vamos a hacer) reflexión sobre la propia identidad, y sobre la creación artística y sus productos, está escrita de una forma casi admirable. Y digo "casi" porque la catarsis que aparentemente experimentó tras acabar Betsabé no logró acabar con esos "dar los frutos esperados", "perfecta armonía", "hacer las delicias", etc. que tanto daño hacen. Propongo que a esas expresiones tópicas las sustituyamos por una letra del abecedario. Así nos ahorraremos el esfuerzo tanto quien escriba como quien lea. Por ejemplo: "Juan amaba locamente a María", por "Juan x María". O: "Decidió esperar a que las aguas volvieran a su cauce", por "Decidió z". Otro ejemplo: "Flanagan bebió un café. Era un café asqueroso", por "Flanagan r". Sin duda, haría la lectura más ágil y no perderíamos nada con el cambio.

Iba diciendo que, a pesar de esa manía, Tramunt hila una historia que se lee con interés y creciente inquietud en el que los dos protagonistas se encuentran, por decirlo así, a ambos lados del proceso creativo. En la tercera historia, la historia de una estudiante en Madrid que se muda no podría parecer, en principio, más anodina. Sin embargo, el autor logra insertar en la cotidianidad de esta estudiante una mota oscura, un grano de suciedad, que poco a poco acabará devorándolo todo. La historia adquiere una marcha aceleradamente angustiosa que demuestra que Tramunt cuando quiere, cuando se esfuerza y se libra de la verborrea cómoda como en Zapador logra una escritura tan fina y ajustada como la musculatura de un corredor de larga distancia, a pesar de esos latiguillos que no quiero volver a mencionar. 

El segundo de los relatos que he mencionado, La fiesta, tiene la particularidad de transmitir una atmósfera de paz, serenidad y alegría durante la celebración de un cumpleaños. Como la imagen especular en un lago de altas montañas y cielo despejado. Aquí, a diferencia de los relatos anteriores, la disrupción de la normalidad no aparece al principio, sino al final. Quizá pueda juzgarse su final de efectista, pero, aun concediendo esto, es de un extravagante que resulta convincente. Esa atmósfera onírica y ese ambiente nirvánico lo merecían.


Qué significaba mi nombre en aquella estantería, y por qué estaba vacío el espacio. No era la primera vez que encontraba mi nombre en espacios similares. El trabajo de escritor, y con algún reconocimiento además, comporta que su obra pueda aparecer en las estanterías y catálogos de muchas bibliotecas, pero aquello no era exactamente una biblioteca, o en todo caso yo no era autor de obras ilustradas, ni tan siquiera tenía idea de que mis relatos o novelas se hubieran ilustrado alguna vez pese a haber bromeado con Fabián al respecto. Tampoco era lugar para colocar libros propiamente dichos, con lo cual la posibilidad de que estuviera haciendo hueco para colocar algunas de mis novelas era poco probable, aunque no la descartaba del todo dada la peculiaridad de aquel individuo. (Págs 148-149, La habitación abuhardillada)

Es posible que alguien crea que estuvimos tres días hasta las cejas de alguna droga o combinado de ellas que nos hiciera perder la noción del tiempo  y de la realidad. Para serles franco yo mismo estaba convencido de eso hasta que, como les he dicho, me paré a reflexionar sobre lo que ocurrió ese día. Cierto es que hubo alcohol: la cerveza se servía en grifos desde varios puntos del perímetro, y las botellas de espirituosos estaban también cerca de cualquiera allá donde se encontrara; pero también es cierto que no se vio en ningún momento a nadie tirado en la hierba vomitando o simplemente tambaleándose. (...) No sé cómo se las arregló Leandro, pero los que allí estábamos, estábamos bien porque sí. (Pág. 172, Fiesta)

Posiblemente cuando quisiera darse cuenta Orlando habría desaparecido del piso como otros tantos. A lo sumo notaría durante unos días un cepillo de dientes nuevo en el baño, otra toalla, o alguna marca diferente de café en la cocina. Así había sido anteriormente y nada ameritaba que ella hiciera cambio alguno de planes a corto plazo. Como pasatiempo se planteó detectar qué elemento novedoso le daría información sobre su estancia, y después su ausencia indicaría su partida. 
Efectivamente, al día siguiente, en el baño, un nuevo cepillo de dientes se hacía notar en el recipiente al efecto. Estaba despeluzado. Como si se hubiera usado para limpiar los quemadores de la cocina, uno que en ocasiones recibían los suyos cuando los desechaba por viejos. Aquel lógicamente aún se usaba en la boca de su propietario, y atribuyó su estado al mal recibido apodo de "el furioso". Esta conclusión provocó la risa silenciosa de Adela mientras se preparaba para ir a clase. Lo mantendría vigilado. Tenía curiosidad por ver si se decidía a cambiarlo en el tiempo que estuviera allí. (Pág. 189, Zapador)

El quinto cuento, Aurora, la ruptura del orden ha venido por la muerte del marido del personaje. A pesar de ello, intenta preservar ese orden, incluso imaginando que sigue vivo, manteniendo cada cosa en su sitio, cada rutina en su momento. Un orden, un ámbito, que pretende legar. Un relato correcto con el que confirmo que Tramunt es mejor cuando cuenta que cuando explica, cuando da paso a la acción que cuando pretende resumir, con cierto apresuramiento, los antecedentes. En muchas ocasiones, estos son innecesarios. El sexto, Relato inconcluso, puede tener varias lecturas: un relato inacabado que se retocó para mandarlo a la editorial, una reflexión sobre la autoría y la creación, relacionado en estos aspectos con La habitación abuhardillada, o como otro experimento metaliterario sin mucho recorrido. Prefiero quedarme con la segunda posibilidad.

Nunca más la noche es, concluyo, un valioso conjunto de cuentos, salvo la excepción de Betsabé. Con sus errores, Tramunt intenta ir más allá del relato lineal y naturalista. Sus experimentos con la ficción, su reflexión literaria sobre la (im)predecibilidad de la vida, sobre la ruptura del orden, me parecen valiosas y dignas de leerse. Solo le reprocho ese descuido con los clichés, esa tendencia al adormecimiento sobre lechos lingüísticos más que sobados. Lo admiro, en cambio, cuando es atrevido en sus planteamientos y consigue hacer de lo nimio una aventura existencial.




















2 comentarios:

  1. Agradezco que me leas, así como tu crítica exhaustiva. Tengo claro que la opinión de los lectores exigentes como tú me ayudan a seguir en el oficio. Ahora bien, te rogaría que terminaras Betsabé.

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  2. De nada, Juan R. La lectura valió la pena. Ahora, no sé si pides demasiado...

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