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miércoles, 20 de diciembre de 2023

Las listas de fin de año, 2023

Sin ser capaz de despojarme de cierta sensación cenagosa, a la manera de Manganelli, respecto de la República de las Letras en Canarias y del mundo de la cultura, en general, abordo exhausto este final de 2023. La constatación, tras estos años de mando de Podemos en la consejería de Cultura, de que todo es más o menos lo mismo en la gestión pública como en la visión de los partidos políticos resulta desalentadora. Lo peor es que el desaliento se ha convertido en costumbre, y acostumbrarse al desaliento no suscita sino conformidad, por no decir indiferencia, respecto de las políticas institucionales y de las iniciativas privadas en materia cultural. De todos modos, no es costumbre inquirir la opinión de la ciudadanía, en general, ni del público, en particular. El papel de estos últimos, su función, es la de ser mero receptor de una mercancía, mera excusa para la ejecución de presupuesto público y, lo que es lo más importante, para la publicidad y promoción del ente organizador.

Todo lo anterior, insisto, es aplicable estando al cargo de la consejería un/a representante de Podemos, otro/a de Coalición Canaria o, en su caso de PP o PSOE. Así lo han demostrado y así lo volverán a demostrar.

Vayamos a lo nuestro, que este año, en materia literaria, ha habido, sobre todo, magníficas lecturas. Aquí les dejo mi lista particular de lo bueno y, cómo no, de lo malo. Respecto de la segunda, por si acaso, recalco mi convencimiento de que los/as escritores/as son magníficas personas en lo moral y sumamente esforzadas en lo literario, pero, a pesar de esto, sus obras, a mi juicio, son desdeñables. Para más comentarios, les remito a la lectura de la reseña correspondiente.


Lo mejor de lo mejor de 2023:

-Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya.

-La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli. Editorial Siruela. Traducción de Carlos Gumpert.

-Centuria, de Giorgio Manganelli. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordá.

-El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy. Editorial Siruela. Traducción de Esther Cruz Santaella.

Estas cuatro lecturas, acabo de comprobarlo, se sucedieron entre abril y marzo: imagínense qué estado de satisfacción alcancé en ese período. Dudoso es que vuelva a repetirse algo parecido.









Lo peor de 2023:

-Leche condensada, de Aida González Rossi. Editorial Caballo de Troya.

-La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores. Editorial Maclein y Parker.




Añado que hay algunas obras que, por diferentes razones, se quedaron en el casi de llegar a la primera lista, como fueron Nunca preguntes a un pájaro, de Andrés Ibáñez; Los árboles, de Percival Everett; Bisutería auténtica, de Daniel María; o La paz de las colmenas, de Alice Rivaz.

Ya me disculparán por el magro contenido de la relación de lecturas, pero este año ha sido bastante convulso y mis intereses y actividades han tomado otros derroteros que tienen que ver más con el ensayo sociológico y filosófico.

A la sazón:

Sugerencias de lectura de no ficción

-De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, de Juan Carlos Rodríguez. Editorial Akal.

-Lujo comunal, de Kristin Ross. Editorial Akal. Traducción de Juanmi Madariaga.

-Mundo soñado y catástrofe, de Susan Buck-Morss. Editorial Libros Antonio Machado. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

-El 18 de Brumario de Luis Bonarte, de Karl Marx. Editorial Akal. Edición, prólogo y traducción  de Clara Ramas Sanmiguel.

-Mentira romántica y verdad novelesca, de René Girard. Editorial Anagrama. Traducción de Joaquín Jordán.

-Pocos contra muchos, de Nadia Urbinati. Editorial Katz. Traducción de Gabriel Barpal.

-La tragedia griega, de Jacqueline Romilly. Editorial Gredos. Traducción de Jordi Terré.

-La mente reaccionaria, de Corey Robin. Editorial Capitán Swing. Traducción de Daniel Gascón.

-Retóricas de la intransigencia, de Albert O. Hirschmann. Traducción de Tomás Segovia.

-Todo lo que entró en crisis, coordinado por José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado. Editorial Akal.

-Estados del agravio, de Wendy Brown. Editorial Lengua de Trapo. Traducido por Jorge Cano y Carlos Valdés.

-Rompiendo algo, de Belén Gopegui. Editorial DeBolsillo.


Por último, un apartado que suscitaba bastante diversión era mi lista de reseñadores/as deplorables, pero este año no he leído nada que mejore lo que escribí el pasado año. Son los/las mismos/as (salvo la mortecina novedad de Javier Doreste) escribiendo de igual modo en su ansioso deambular de lo huero a lo inane.

En fin, lean buenos libros y sean felices, si no es a costa de los demás.


jueves, 1 de junio de 2023

'La isla de los muchachos hermosos', de Pedro Flores

Para algunos, un mundo ideal sería aquel en el que cada cual recibiría según sus necesidades y daría según sus capacidades. Quizá no tan ideal para muchos, que prefieren creer que cada uno de nosotros ya recibe lo que se merece y da lo que le da la gana. Normalmente, esto último lo piensan aquellos/as a quienes les va bien, y en gran parte les va bien porque han heredado una posición en la que es más fácil que vaya bien. Qué triste resulta cuando esa visión del mundo la hace suya un paria que no tiene dónde caerse muerto.

En fin, debe de ser que tengo el ánimo un poco sombrío, a la par que reivindicativo, por el resultado de las elecciones. Me pregunto claro, cómo imaginar una sociedad futura donde la democracia tuviera un valor sustantivo y no meramente procedimental. En el caso de nuestra democracia representativa, el voto condensa muchas aspiraciones y deseos, prejuicios y resentimientos, a veces no pensados, si no irracionales. Cuando la participación de la ciudadanía se reduce normalmente sólo al acto de votar, puede ocurrir de todo, claro. Por eso, tal vez no sea del todo justo reprochar a los más pobres y marginados entre nosotros que hayan votado a un partido de derechas, conservadores del statu quo. O por qué aquellos y también la clase media se identifica antes con las cuitas o iniciativas de Juan Roig o de Amancio Ortega que con los problemas de sus conciudadanos/as. 

Claro está que la izquierda a la izquierda del PSOE se ha esforzado al máximo por destruirse a sí misma, de derrota en derrota hasta la derrota final. Hablo de los/las dirigentes y de su séquito, porque supongo que al electorado potencial poco lo importaba que Alberto Rodríguez fuera primero o segundo en la lista, o las rencillas que Noemí Santana mantuviera con los denominados pitistas (seguidores de Mery Pita, la anterior jefa del partido en Canarias, que posteriormente abandonó, pero sin renunciar a su escaño en el Congreso), etc.

Hace tiempo, además, que el declive de Podemos era visible, electoralmente hablando. La desintegración de los cuadros, por no hablar de los círculos, es anterior, y, al final, hasta parte de los dirigentes de mano de hierro (o de genuflexión férrea) se han ido marchando o les han ido largando. Los que tenemos memoria recordamos, por ejemplo, la dimisión de casi todos los miembros de la lista de Podemos al parlamento canario hace cuatro años, veinticuatro horas antes del cierre de candidaturas. Por otro lado, es posible, como factor añadido, que a Podemos sólo se le haya oído en los últimos meses por sus reivindicaciones feministas. No se confundan, estoy de acuerdo con esas políticas, pero a parte del electorado de izquierdas o de esos indecisos del nebuloso centro político le podría haber parecido que los beneficios en tales derechos ya estaban amortizados y la insistencia en ellos, por mucho que la realidad le diera la razón al partido, suscitara más irritación que simpatía, más cansancio que entusiasmo. Esto podría haber dado la razón, aunque indirectamente a los defensores de la "trampa de la diversidad", izquierdistas (al menos, se proclaman) que piensan que la única clase verdaderamente oprimida es la obrera, y que toda actividad política debe dirigirse por y para esa clase, desdeñando otros tipos de opresión como la femenina, étnica, etc., porque sus demandas -aseguran- solo le hacen el juego al capitalismo. Es decir, que son funcionales a él. Mi opinión, parafraseando a Axel Honneth, es que la izquierda debe hacer suyas todas las luchas contra la dominación y la explotación ya sean económicas, sexuales, étnicas o cualesquiera otras que menoscaben la autonomía y la dignidad de las personas.

También es cierto, que los medios de comunicación han estado más atentos a los desacuerdos en el Gobierno que a otra cosa, mostrando a Podemos casi siempre como el aguafiestas, como el elemento díscolo, discordante, problemático y poco fiable, sin capacidad de tener altura de Estado.

Se me ocurre pensar, en momentos de máxima melancolía, que, si la mayoría del pueblo votara lo que le conviene, hace tiempo que habrían dejado de organizarse elecciones.





La novela, grosso modo, cuenta la investigación de Jesús Arévalo acerca de la vida y obra de un tal Bebo Ríos, que murió en la carretera a los dieciocho años de edad, justo tras ganar un premio de poesía. El hallazgo por casualidad del poemario de Ríos motiva a Arévalo a comenzar una indagación que espera que resulte compensatoria tras su fracaso académico (consistente en no haber sido capaz de acabar la carrera de Filología) y que le suponga el reconocimiento del mundillo de las letras.

Bien podríamos comenzar, y casi acabarla, la reseña citando a un personaje, el poeta brasileño Paulo de Souza, quien, hablando de una obra en prosa de Bebo Ríos, titulada La isla de los muchachos hermosos, en un juego de espejos o de novela dentro de novela, afirmó: "(...) nada demasiado interesante, para ser sinceros". No obstante, y aunque no me considere prolijo en detalles por lo general, considero que hay dar las explicaciones pertinentes.

La novela no es demasiado interesante comenzando por el mismo argumento, que resulta un tanto visto, no solo de escritores/as, sino de artistas en general, ya sea por la investigación y develamiento de facetas ocultas de la vida del personaje de turno, ya como, en este caso, de su temprana, prematura muerte. O, quizá más interesante: el tema de cuantos Sócrates hay criando cerdos: es decir, cuánta gente no podrá o no ha podido desplegar sus capacidades por ser pobres, por estar explotados, por haber nacido en un contexto social en el que las oportunidades apenas existen. Esto podría perdonarse, claro, si el despliegue de la novela fuera brillante en sus aspectos lingüísticos (exuberancia verbal, estilo, etc.) como en los técnicos (construcción de la obra) o por un contenido fértil en ideas y sugerencias que desbordara ese estrecho cauce y consintiera en hablarnos de asuntos que nos conmovieran y, además, nos estimularan cognitivamente. 

Asimismo, los diálogos, sobre todo los que mantiene Bebo Ríos con su maestra Isabel, que es quien detecta la chispa de artista en él, me resultan tremendamente impostados. Me atrevo a sugerir que la insistencia del autor por adjetivar con "puto" y "cabrón/a" todo lo que piense el personaje Bebo resulta un factor importante. Pedro Flores señala, de manera iluminadora, en una entrevista, que las personas en las que se inspiró para esta novela "hablaban así". Quizá habría que recordar que transcribir el habla popular tal cual es, como si estuviera recogida en una grabadora, no suele dar buenos resultados. Por lo mismo, transcribir los hechos tal cual sucedieron suele acabar por convertirse en un ejercicio plúmbeo de naderías en su mayor parte. Siempre hay un proceso de recorte, selección y, por supuesto, de artificio para que, paradójicamente (o no tanto), lo que se cuente resulte verosímil y, sobre todo, convincente. Entiendo, pues, que el habla de los personajes carece en muchas ocasiones del necesario trabajo de invención para hacerlos naturales.

Puedo añadir que hay unos cuantos pasajes en que apenas hay sustantivo sin adjetivo, lo que resulta cargante, excesivo, como si Flores hubiera dado rienda suelta a su espíritu creador, pero en mal momento. A este respecto, he anotado numerosas metáforas bastante forzadas, que suelen corresponder a la voz de Bebo Ríos. Podríamos aceptar a regañadientes que no es Flores quien escribe así, sino Bebo, pero, de todos modos, irrita y desconcentra; también, los cambios de estilo en su relato, de coloquial-vulgar a elevado. La excusa no puede aplicarse de ningún modo al narrador de las pesquisas de Arévalo. Por cierto, a veces se habla de que tal o cual expresión es un tópico, pero aun así insiste en ella. No entiendo la razón. Si se es consciente, ¿para qué escribirlo?


Cuántas veces habría repasado ya, fatigado, que diría Borges, cada texto, cada uno de los versos como un dardo lanzado al pozo sin fondo del olvido (...) (Pág. 27)

En la calle, nos descojonamos, dentro de nuestros zapatos desgastados y sucios, como ogros rencorosos que hubieran cercenado las alas de un dragón volador. (Pág. 44)

Arrastrándose como un ciempiés gangoso (Pág. 46)

 El crepúsculo llameante y las dunas de arena casi blanca, que se mueven como paquidermos líquidos con el suave viento del mar son un mundo prístino, qué lindo adjetivo este, y abundante, tan distinto al nuestro de pisos diminutos y húmedos, escaleras con olor a meados y perros sarnosos tomando la sombra, espantando con el rabo tábanos del color del carbón, grandes como helicópteros. (Págs. 47-48)

Y le vino a la cabeza a Arévalo la piel de un tigre, un brutal animal dormido en la espesura de naftalina y abandono de una anciana avariciosa, un tigre que él volvería a la vida pasando sus dedos por la dormida piel, abriendo al mundo las fauces anquilosadas de sus carniceras páginas. Se recreó el hombre en el vértigo de su excesiva metáfora, y se relamió, si no como un tigre, al menos como un gato. (Pág. 51).

 Pero la de don José fue la primera, la que lo puso sobre el rastro, como un sabueso filológico que olisquea la ropa siempre usada, el sudor reincidente de la poesía. (Pág. 52) 

Para mí pedían siempre un refresco de naranja que yo me sentaba a beber fuera, en la acera, a la hora en que las chicharras llenan el aire del verano endémicos de esos andurriales con su letanía de violín herido. (Pág. 56)

A mí me gusta ir caminando, voy pensando en la escritura, en la poesía, este paisaje me resulta, como diría la vieja, inspirador, y no porque yo escriba poemitas sobre el paisaje, el sol o los cabrones lagartos grandes como hipopótamos que toman el calor de las piedras lisas, con las garras y los buches amarillos expuestos a la canícula, como la ofrenda antediluviana para un dios abrasador (Págs. 91-92) 

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. Pero he aquí que se ha convertido ya nuestro hombre en siervo de su inercia investigadora, de su fantasía filológica, de su tendencia a la mitomanía, de sus ínfulas de free lance de la literatura. (Pág. 99) 

Ella bucea entonces por el intrincado y vibrante arrecife de su biblioteca, con sus patitas de rana, su arrugado cuello de tortuga, su talle de hipocampo, sus ojos de pejesapo. Busca por entre los libros, cuyos lomos desgastados por el uso son como los cascos oxidados de los pecios mortificados por las olas cuchilleras del bajío (...) (Pág. 129)

Yo soy una bicha lerda que repta por el fango sinuoso de su manglar recóndito y engulle un pajarraco zancudo y altanero, y el sabor de ese pájaro, trasegado sin conciencia a su insensato estómago tubular, acudirá a su lengua bífida muchos años más tarde, cuando, sin piel ya que mudar, casi no pueda arrastrarse por su pantano de mierda. (Pág. 143)

(...) y eran todavía las tres de la madrugada y la mañana era una anciana paquiderma que nunca llegaba al abrevadero del día. (Pág. 148)

 

Por otro lado, me produce perplejidad el narrador en tercera persona: no es solo que a veces hable en primera y otras en tercera del plural, porque podría entenderse que es un plural de modestia o aquel que se usa para incluir a los lectores, sino el tono. No es el neutral más corriente, con sus matices, sino que a veces toma partido, juzga. No se sabe quién es ni qué pretende, por qué nos cuenta la historia de Jesús Arévalo y de un poeta muerto hace tanto tiempo. Me pregunto, en definitiva, por qué he reparado en este narrador cuando en muchas otras novelas, haciendo lo mismo, la voz que cuenta pasa inadvertida. 

Por ejemplo:

Jesús Arévalo rememora los modestos sucesos de su búsqueda, que él pretende quijotesca, mientras que la guagua semivacía enfila la carretera paralela a la costa. (Pág. 51)

Recostado esa mañana en el cómodo asiento de la guagua, miraba, medio adormilado por el sol de octubre, aún cálido en la isla, el lomo de cocodrilo plateado y descomunal del mar, que, dicho sea de paso, a Jesús Arévalo nunca le había gustado demasiado, el mar, digo. (Pág. 85)

No hemos dado muchas noticias sobre la historia, características físicas o morales de Jesús Arévalo, ni lo haremos en demasía, pues poco importan, pero sí que dejaremos caer, cómo no, alguna anécdota, algún rasgo, que nos lleve a conocer, aunque solo sea someramente, al hombre que se ha embarcado en esta dudosa misión de rescate de un poeta furtivo y remoto. (Pág. 85)

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. (Pág. 99) 

 

Los personajes secundarios están escasamente perfilados, apenas sombras. Los amigos de Bebo son casi todos parecidos, y uno tiene que revisar quién era quién cuando Arévalo los visita al cabo de los años. También, el juvenil amor de Bebo, Julia, no puede estar descrito de manera más negligente, con esos ojos "color verde gato", etc., repetidos en un par de ocasiones, por si nos hubiéramos olvidado. La maestra, doña Isabelita, caracterizada sobre todo a través del diálogo que mantiene con Ríos, no suscita apenas simpatía: resulta difícil describirla más envarada. Quizá sea Souza, el poeta brasileño, el que más se hace carne. Hasta Arévalo, el otro personaje central no genera más que una tibia empatía, de esas que no comprometen, como la que le profesamos al vecino al que le damos los buenos días, y a otra cosa.

Por otro lado, las breves menciones de aquel al mundillo literario no aportan tampoco nada apreciable ni escandaloso, y las reflexiones sobre la creación literaria, un esperable punto fuerte por ser Pedro Flores un conocido y laureado poeta, tal vez interesen a alguien. Preséntenmelo si llegan a conocerlo.

No es descartable que el escritor de La isla de los muchachos hermosos haya pecado de indolencia, de cierta laxitud en cuanto a su propia exigencia literaria en el caso que nos ocupa. Tal vez, algo se dice en la entrevista señalada, escribirla fuera más bien una tarea pendiente, y que poder publicarla le quitaría ese enojo. Señala: "No soy un novelista ni un narrador ni un escritor, sino un tipo al que en un momento dado le interesó contar la historia de un poeta ficticio". Le creo.

En otro orden de cosas, me interesa que se novelicen las disparidades sociales, la lamentable desigualdad en los puntos de partida vitales de las personas, la literatura (como cualquier otra cosa en la que se destaque) como primer peldaño para mejorar en la vida, el contentarnos con lo anterior y primar el talento y la excelencia en vez de la justicia, la dignidad y la redistribución, cosas así, entre otras. Flores escribe un par de apuntes al respecto, como, por ejemplo, en la página 43: "Nos habla de nuevo, como siempre, de los setenta, de las suecas ávidas de sol y de hombres oscuros y rudimentarios, tan distintos a aquellos suyos civilizados y correctísimos, de un mundo donde lo escabroso y lo miserable son un río subterráneo bajo el asfalto de la abundancia, tras el barniz de la opulencia". Me habría interesado mucho más esta novela si el autor se hubiese decidido a seguir por esa senda, eso sí, tras un profundo y minucioso pulimentado del estilo. No digo que todos los escritores en todas sus obras deban abogar por la emancipación de las clases oprimidas (que hay unas cuantas), pero sí constato que soy tendente a aburrirme con historias que meramente se empeñen en cartografiar el espacio sentimental personal. Hay que preguntarse por qué las cosas son como son, y no dar las cosas por sentado. Despertar del espejismo que supone creer que el mundo está dado así, y no construido. Injustamente construido.

En fin, que me desvío. Para mí, La isla de los muchachos hermosos es una novela mejorable en tantos aspectos que me pregunto si no habría sido mejor haberla reescrito por completo.



P.D. Por cierto, habría que prohibir la palabra rompecabezas a la hora de comentar la obra de que se trate, aun en el caso de que, efectivamente, fuese un libro de rompecabezas. También, que el entrevistador parafrasee la contraportada. Es triste o algo peor. También, como ya comentamos en aquella lejana reseña dedicada a aquel bodrio de El tren delantero del sin par Emilio González Déniz, decir que la obra de uno (o la del vecino, la de tu escritora favorita, etc.) es una "caja china" o un "collage" es una invitación al desprecio, porque uno (yo, al menos) tiende a pensar de inmediato que el autor se está excusando por su vagancia o por su incapacidad de estructurar con algo de lógica, si no con inteligencia, el material de que consta la obra.


P.D. Mes y medio después, Eduardo García Rojas hace una crítica casi entusiasta. 

lunes, 10 de abril de 2023

'El epitafio de los perdedores', de Andrew Szepessy

Tras la etapa radiofónica, confieso que ando más ocioso, con más tiempo para leer y para darles vueltas a las cosas, que no solo consisten en la aniquilación de los dueños/as de perros ladradores. Por un lado, echo de menos la emoción del directo, como suele decirse, y la colaboración de los compañeros, así como la posibilidad, por fantasiosa que fuera, de que de un programa de crítica literaria y cultural de esas características como era Polillas al anochecer germinara algo más grande en el futuro, independientemente de la audiencia que tuviéramos: no solo quienes bajaban los archivos de audio, sino también quiénes lo oían en casa o en el coche... He descubierto a posteriori quiénes eran algunos/as de esos oidores/as, y ha sido sorprendente.

 En cualquier caso, supongo que mi planteamiento, un tanto polémico, que no quiere ser "escaparate del talento" ni nada parecido, sino crítico, solo puede ser viable en radios o televisiones, digamos, alternativas y que por su poca capacidad de influencia no importen a nadie lo bastante como para que llamen para pedir el cese del programa o la expulsión del responsable.

Y aun así...

Lo que sí me resulta evidente ahora es que a mayor implicación en la radio, menos tiempo y energía me quedaban para escribir reseñas en el blog. Y viceversa: ahora que no tengo la atención dividida, más tiempo y ganas dispongo para leer y escribir. Quien no se conforma es porque no quiere.

En otro orden de cosas: a raíz del último libro de poemas de Pedro Flores (no se preocupen, pronto se convertirá en el penúltimo, si no lo es ya), también, cómo no, premiado (porque el mundo comenzará a venirse abajo si Flores no recibe al menos un premio al año), salieron en prensa las habituales reseñas elogiosas en las que su objeto, como siempre, es materia inmaculada, pura, perfecta sin el menor átomo de corrupción, poemario-serafín que vuela con gracia infinita arrojando saetas de sabiduría hacia nuestras almas ansiosas de trascendencia.

Como ya conocen mi opinión sobre estas reseñas, añado nada más que considero importante éticamente que el reseñador o reseñadora, sea cual sea la valoración final, aclaren el vínculo que les une al escritor: en caso contrario, si después uno descubre que, efectivamente, disfrutan o padecen de algún tipo de relación más allá de la del reseñador/a que lee poesía, podría darnos por pensar que dicha reseña estaba sesgada desde el principio, ya sea por interés, ya por amistad o animosidad. Por ejemplo, que el escritor o la escritora cuya obra se reseña sea amigo íntimo, pareja sentimental, compañera de la misma editorial/asociación, jefa en el curro, contacto en Darknet, etc.; o bien, némesis vital, enemigo desde el colegio, persona ofendida gravemente por algo que dijera o hiciese, y lo que se les ocurra. El público tiene derecho a saberlo.

A veces, me parece, y creo que a algunos/as de Vds.  también se lo parece, que pido lo impensable. De verdad: sólo creo pedir lo justo.




El epitafio de los perdedores, de Andrew Szepessy (y, en la versión al castellano, de Esther Cruz Santaella) consiste, grosso modo, en 21 escenas del confinamiento en prisión del protagonista. La particularidad del asunto es que el libro (¿novela?) fue escrito sobre hechos ocurridos, según se lee al principio, "a mediados de la década de los 60", en una prisión de la República Popular de Hungría. A la sazón, en aquellas fechas, Hungría ya había pasado por su propia revolución antisoviética, había sido invadida por la URSS y seguía perteneciendo al Pacto de Varsovia (esta nota va dirigida al público lector joven, digamos nacido después de 2000, sólo por si acaso y no implica prejuicio).

Aunque jamás se devela la razón por la que el cronista se encuentra en aquella prisión, una de esas instituciones totales, cómo las denomina Erving Gofman, ni se nos proporcionan datos de sus circunstancias vitales, sabemos por alusiones que vivió (si no es que nació) en Inglaterra, en "el Occidente Capitalista". Para lo que nos interesa, el narrador cuenta sus experiencias en primera persona a lo largo de estos 21 capítulos, tanto sus reflexiones sobre acerca del modo en que afrontó ese periodo como los personajes, más o menos pintorescos, más o menos entrañables o sabios, con los que compartió presidio.

Ignorante este que les escribe de las vicisitudes de cualquier tipo de cárcel o encierro, uno no puede por menos de pensar si las circunstancias del encierro del protagonista-narrador se han idealizado, a pesar de alguna alusión a la violencia física de los guardias. Lo que más se pone de relieve es la inconsistencia de la propaganda comunista en relación con la vida de las personas, en general, y de los presos, en particular, así como el absurdo en que incurre, una y otra vez, la justicia socialista húngara, que nos tienta (no cae en esa tentación el narrador) para que le apliquemos, con razón, el sobado adjetivo de kafkiano. También, y quizá sobre todo, el aburrimiento, el tedio, que induce a que cualquier novedad sea saboreada y recreada con una intensidad inusitada.

Así y todo, la novela, por llamarla así, ofrece grandes momentos de intensidad narrativa, con una prosa eficiente, con brillantes metáforas o símiles que muestran, por momentos, a un escritor más que notable. Asimismo, hay descripciones, como la escena del girasol, que son bellas en grado sumo. También, como señalé, los personajes que ofrece a la vista del público lector es variopinta, y cada uno de ellos ofrece algo valioso que nos induce a meditar sobre el sentido de la vida y de la libertad y de la capacidad de resistencia ante situaciones adversas.


Era alto, un poco más de la media, delgado, sumamente bien proporcionado y estaba hecho un pimpollo. Tenía una tez clara e impecable, con ese tono cálido del albaricoque suele ser resultado de una vida entera pasada al aire libre. Lucía unos ojos azules danzantes y una mata espléndida de pelo blanco que encajaba tan bien en la bonita forma de su cabeza que siempre le resultaba favorecedora, daba igual lo sucia, despeinada o mal cortada que estuviese. Fuera, eso debía representar un auténtico golpe bajo para más de un joven varón que quisiera impresionar a un posible ligue con sus bucles modernos. Allí dentro, a todos nos flipaba ver cómo la melena natural de Mihály superaba la astucia incluso del más diabólico de los barberos de la cárcel. 

No importaba lo salvajemente que le asaltaran el pelo: la cabeza de Mihály siempre parecía como pintada; si le hacían trasquilones aquí y allá con una brutalidad arbitraria, el viejo acababa siendo el epítome de un peluquero de vanguardia; si le cortaban la cabellera, salía pareciendo el modelo de una masculinidad rapada; si pasaban de él, se convertía en el apogeo del tupido encanto bohemio. Su inmunidad al corte de pelo institucional nos permitía a todos echarnos más de unas risas (Pág. 42)


Karesz era un muchacho de campo que había aprendido a manejar buldóceres en el Ejército y se había superado a sí mismo al regresar a la vida civil y conseguir trabajo construyendo carreteras y derribando edificios. Tenía treinta y tantos años y era fuerte y fibroso, con las manos ásperas, poderosas y callosas de quien hace un trabajo manual duro y con los pómulos anchos y pronunciados de quien lleva la sangre de muchas generaciones de campesinos magiares.

Su familia, pese a que había trabajado la tierra durante siglos, nunca había sido propietaria de ningún terreno. Un pasado así se consideraba muy próximo al ideal en la Dictadura del Proletariado. Por tanto, Karesz había vivido, sin duda, mejor bajo el Comunismo o el Imperialismo Soviético, o como quiera que al final terminara llamándose, que bajo ningún otro régimen anterior.

Pese a que su pedigrí fuese el ideal, era evidente que su personalidad dejaba bastante que desear. Por naturaleza, tendía a dejar que fueran los demás quienes se preocupasen de abstracciones como el Socialismo Internacional, la Dialéctica Marxista, el Marxismo-Leninismo, la Inevitabilidad Histórica, el Glorioso Ejemplo de la Unión Soviética y demás. El prefería ponerse a hacer el trabajo que tuviese entre manos. Eso lo convertía en un buen ejemplo de Hombre de Clase Obrera, pero también lo dejaba en el último peldaño de la escalera del Partido; posición no carente de ventajas, claro, dado que le garantizaba una vida que, aun estando repleta de trabajo, por suerte, estaba al mismo tiempo exenta de incidentes y razonablemente libre de competidores envidiosos (Pág. 86)

 

Allí, alzándose sobre el follaje y las rocas, estaba el girasol más gigante que yo hubiese visto nunca. Su poderoso tallo subía y subía hasta que la cabeza sobrepasaba incluso el alto muro exterior de la prisión que tenía detrás. Su rostro colosal y amarillo relucía sobre la dolorosa claridad del cielo más azul de la más hermosa de las hermosas mañanas de verano. 

Peter presionaba suavemente hacia abajo. Yo empujaba con terquedad hacia arriba. Incapaz de mover un solo párpado entre ambos, los dos nos quedamos mirando la espléndida inmensidad del girasol. El guarda estaba fuera de nuestra vista y de nuestra mente. Pese a todas las ventajas de su rango, aquel pobre diablo nunca habría podido entender en lo más mínimo lo que estábamos haciendo nosotros en aquel momento. Ni aunque la rueda de la fortuna girase alguna vez lo bastante para permitirle ver el mundo desde nuestro punto de vista. Y es que ¿dónde iba a estar para entonces aquel girasol, el más precioso de todos los girasoles? 

Mientras tanto, sorbimos la vista de aquella flor celestial como colibríes que extraen néctar. Qué enorme, qué amarillo. Qué alto en mitad del cielo. Qué claro con el fondo azul. El más amarillo de los amarillos bañados por el sol. Rebosante de flores botón de oro, maizales y señoritas de extremidades morenas que apilaban heno secado al sol. Repleto de albaricoques casi maduros, maíz erquido y caballos relucientes, castaños, negros y alazanes. Saludándonos con las bendiciones del verano, el terreno fértil y la tierra inocente. (Pág. 209)

 

Los diálogos, además, están bien construidos, contribuyendo a perfilar a los personajes. Normalmente, a base de frases cortas, atinadas, nunca banales, con tomas y dacas dinámicos. Un arte este el de escribir diálogos que es más complicado de lo que parece.

Así pues, a pesar de un estilo engañosamente simple, la prosa de Szepessy en El epitafio de los perdedores no carece de hondura, precisamente, y las reflexiones de los personajes-convictos están muy lejos de ser majaderías o autoafirmación de masculinidad anabolizada como solemos ver en las películas norteamericanas o en cierta literatura negra, impregnada siempre de violencia explícita. Los vínculos de la camaradería, de la comprensión del sufrimiento de los compañeros de fatigas de esa prisión húngara, de la valoración por algunos personajes del momento vital que supone, a pesar de todo, la posibilidad de poner en orden sus pensamientos y su papel en este mundo no son irrelevantes para un/a lector/a de esta época en los que los fantasmas autoritarios tienen otro signo y otras excusas.

En definitiva, un libro recomendable, con momentos de intenso lirismo o de emoción, aderezados aquí y allá por acertados toques de humor, a pesar del sombrío contexto carcelario.