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viernes, 10 de junio de 2022

'Azulmadre', de Javier Estévez

Parece que estamos en racha con la literatura local: después de una feria del libro (decepcionante para unos/as, estupenda para otros/as) con su plantel de figuritas extraliterarias, por un lado, y de escritores/as de verdad, autores/as noveles y la mayoría con ínfulas, por otro, pronto llegará un festival (el enésimo) de novela negra a Las Palmas de Gran Canaria, que según dicen, se extenderá a otros municipios. También, un presentador de telediario nacional que no llegó a tiempo a la feria firmará sus libros en unos grandes almacenes, y Rafael-José Díaz se desplaza hoy (viernes, 10 de junio) también a nuestra isla para presentar su último libro de relatos, cuentos o como considere él que deben ser nominados.

Por otro lado, se falló el premio de poesía de Las Palmas GC y se lo concedieron a una señora de Venezuela, excelente poeta seguro. Internet, la globalización y el petróleo barato han provocado que las convocatorias de premios hayan abandonado su rancio y pueblerino arraigo local para convertirse en cosmopolitas brindis por la literatura, el arte, etc. Así las cosas, uno se pregunta cuál es el sentido de un premio dotado por el Ayuntamiento que puede ganar cualquier persona del mundo y cuya conexión con la localidad, en este caso con Las Palmas GC, no se requiere en absoluto. Es bastante posible que muchos/as de los participantes ni siquiera se molestaran en localizar en un mapa la ubicación de la ciudad. Entendería, aun con mi conocida reticencia a todos estos premios de juegos florales, que se crearan para dar conocimiento de poetas jóvenes, nuevos, no descubiertos/as, etc., ya fueran de la ciudad, de la isla, etc. Tal y como está planteado, la verdad es que no le veo el sentido.

En fin, vivan la poesía y la madre que nos parió, los centros irradiadores y los motores de desarrollo económico-cultural. 

También, he visto publicado por ahí que Santiago Gil va publicar un libro. Pero no teman si no tienen hijos pequeños: es de temática infantil. Es posible que me equivoque, pero creo que es el único nicho de mercado en el que no se había introducido nuestro polifacético, celebérrimo y multipremiado escritor (me avisan de que no es la primera vez que escribe para tan tierno público, que conste). El talento, ya se sabe, se desparrama y se filtra por cualquier intersticio que se presente. Si no, recuerden las goteras que nos caen por culpa del vecino de arriba. Le deseamos la mejor de las suertes en su nueva empresa narrativa, que, a buen seguro, no será la última.




La novela de hoy, de corte autobiográfico, es Azulmadre, del escritor grancanario (de Guía, por más señas), Javier Estévez, cuya anterior novela, Días de paso, ya habíamos reseñado por aquel año pre-pandemia de 2018. Encima, de manera prudentemente elogiosa, lo que, lamento decir, es más bien raro. Es por lo anterior que, aunque sin ansiedad, había estado esperando su siguiente novela. Al menos, preguntándomelo cada cierto tiempo. 

Azulmadre me recordó a Gilead, de Marylinne Robinson que, cómo no, también reseñé en 2018, justo después de la novela de Estévez, lo que no deja de ser curiosa coincidencia. Aquella Gilead y esta Azulmadre consisten en un padre que se dirige a su hijo, vástago que se convierte en excusa para que el narrador rememore su vida y los acontecimientos que le han conducido hasta el momento de la escritura. Es por tanto, y ya nos centramos en la novela de Estévez, un proyecto destinado a vertebrar una vida. Ya se sabe que los humanos tendemos a crear un relato coherente, como si realmente fuese una historia con etapas lógicas, por muy locas que pudieran haber sido, que desembocan en el yo actual. Así, claro, recordamos y dejamos de recordar de modo selectivo, subrayando, en parte de modo consciente, en parte, no, los hechos que consideremos hitos fundamentales o decisivos y dejando en el olvido otros menos importantes. Bien pudiera ser que fueran justo al revés, o que nuestra vida haya sido la mayor parte del tiempo una sucesión de tumbos sin rumbo ni control en que el azar ha determinado gran parte de los que nos ha ocurrido. O, por el contrario, que la libertad que creamos que hayamos tenido en nuestro discurrir vital no ha sido más que el disfraz ideológico (en esta época de individualismo a ultranza) de una trayectoria marcada por la clase, el lugar y la época. Así, la vocación "que se lleva en la sangre"; así, el tema tan de moda hoy del meritaje en sus múltiples variantes.

Si hay que criticar algo en la novela es que el lenguaje no siempre se mantiene al mismo buen nivel. Hay a lo largo de ella cierto uso superfluo de los adjetivos, como si dos fueran mejor que uno, y dos, mejor que tres. No digo que tengamos que ser avaros con la palabras como un accionista del Santander con sus dividendos, pero sí que usar, y aun menos abusar, del típico adjetivo con el típico nombre o el típico adverbio con cierto verbo ("amar perdidamente", sin ir más lejos) no solo no aporta nada, sino que empobrece. Es cierto que no es un rasgo definitorio de Azulmadre, ni esta mácula que señalo "la rebaja al nivel de su propia degradación", sí que no la deja descollar, no la deja elevarse hasta donde podría haber llegado con un poco más de cuidado, con un poco menos de prosa fácil o tal vez en este caso, prosa emocionadaTambién, con un corrector o correctora profesional, pero ya sabemos que en nuestras editoriales estos detalles son cosas de finolis, de gente pudiente.

Pongo aquí un ejemplo:

(...) Ella sufrió, que duda cabe, pero estoy seguro de que si Lita le encontró sentido a su vida nunca fue a través del dolor, sino tal vez del compromiso con su realidad, en la coherencia como forma de vida y en la fidelidad irrenunciable a sus principios. No era una mujer pesimista ni tampoco optimista. Durante las no pocas conversaciones que tuve con ella, jamás me habló del sufrimiento. Pero tampoco del bienestar o de la felicidad. No se lamía las heridas. Eso no iba con ella. Me gustaba su silenciosa trascendencia, que ella llamaba conversaciones con Dios. Adoraba oírla bisbisear las cuentas mientras rezaba el rosario o su concentración casi budista cuando tejía aquellas rebecas y abrigos de los que yo presumía con visible orgullo. Admiro su pragmático sacrificio y agradezco en los (sic) más profundo de mi ser la generosidad ilimitada que mostró, primero, con sus hijos y, luego, con nosotros, sus nietos. Confieso que Lita, mi abuela, a la que tanto quise, es de las personas que más admiración me han despertado en mi vida. Por su perenne humildad. Y su amor incondicional. (Págs. 50-51)


En todo caso, Azulmadre es una novela notable, de intensidad in crescendo, que emociona en ciertos momentos. Una novela, al fin y al cabo, de saga familiar, de linaje que se entremezcla, aunque esa no sea su intención ni lo subraya, con las distintas Españas y Canarias a lo largo del tiempo. No deja de ser también, una historia de superación personal en cada uno de los niveles genealógicos, en especial de las mujeres de la familia. Asimismo, es la crónica de la relación con la madre, admirada y amada; y, finalmente, una suerte de bildungsroman. Algo digno de aprecio es que logra ser sensible sin ser sensiblero.


En aquella isla que era la vieja casa, levantada en las estribaciones de un barranco amplio y profundo y rodeada de un platanar prodigioso, la vida transcurría envuelta en una especie de felicidad simple, de alegría, de satisfacción física y, en cierto modo, espiritual. Sólo nos teníamos a nosotros, así que no había más posibilidad que la vida en familia. Compartíamos cama para dormir, comíamos siempre juntos, íbamos y regresábamos juntos de la playa, jugábamos juntos en la única mesa que había en el comedor. Todo era colectivo. Plural. Y muy primario porque allí lo que más abundaba era el tiempo. Había tiempo de sobra para todo. Quizá eso explique ese recuerdo de libertad y felicidad que tengo de aquel confín, de aquel apéndice de la isla donde nunca ocurría nada. (Pág. 82)


La música era ella. Las horas de estudio, el tic tac del metrónomo, de aquel dedo de acero implacable, obsesivo. Ella me hacía parar, repetir fragmentos, volver a ellos con paciencia, con humildad, primero, con las manos separadas, me recordaba la técnica de la tecla hundida, lentitud. Me hacía repetirlo una y otra vez. Ella, siempre presente, sentada en el sofá, en la cocina. Escuchaba con atención y celebraba sin reparos mis progresos. Qué alegría sentía cuando me pedía que tocara una pieza, un fragmento, porque le gustaba. Y yo, tocaba, por supuesto. Para ella, cuantas veces hiciera falta. (Pág. 99)


Todo está bien contado e interesa, que no es poco, y, como digo, está salpicada la historia de momentos particularmente vibrantes. Eso sí, no esperen experimentalismo literario ni literatura posmoderna. En este sentido, Javier Estévez es un escritor realista, y me da la impresión de que nunca se ha planteado no serlo ni escribir de otra manera.

EN DEFINITIVA: una novela que merece el tiempo empleado en su lectura, y Javier Estévez, un autor digno de tener en cuenta.


POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA



viernes, 9 de marzo de 2018

'Días de paso', de Javier Estévez

A veces, no sé muy bien por qué, sin duda presa de un estado de ánimo singular, me vienen a la mente aquellos versos de Bécquer: "Yo sé un himno gigante y extraño /que anuncia en la noche del alma una aurora": una caliginosa calma que me gustaría que presagiara eventos formidables. Puede, sin embargo, que no sea más que melancólico pensamiento desiderativo, en vista de la continua decepción del devenir. Pues las noches del alma son bien oscuras, y encontrar los caminos que nos permitan emerger de ellas resulta, con el paso del tiempo, cada vez más difícil.

En mi caso, esos estrechos caminos están pavimentados, además de con buenas intenciones, con libros, con el legado cognitivo y a veces estético que otros seres humanos -los imagino también en la oscuridad, apenas iluminados por un fanal anacrónico- se esforzaron por dejarnos. Es por eso por lo que la creación humana en muchas de sus vertientes es admirable -evito nombrar aquí los monumentos a la iniquidad-. Nos sacan de nuestro quicio, de la conformidad enraizada en la impotencia y en la ignorancia, y a veces nos empujan a salir de nosotros mismos, a descentrarnos. No siempre somos tan detestables como solemos demostrar a diario.

Por algo nos sentimos atraídos por el arte, como descubrimiento, y por los avances científicos y sociales: la apertura hacia lo nuevo, el develamiento de lo oculto, la transformación de uno/a mismo/a como resultado, a pesar de nuestras miserias personales  y como especie.

En fin, todo lo anterior es más un torpe canto a la esperanza que la constatación de un pesimismo siempre disponible.






Este es un libro cuya lectura surge como recomendación de un lector habitual de este blog (y también reseñador por un breve periodo). Lo cierto es que, quizá por el tráfago de aquellos días, tras unas pocas páginas lo abandoné. Tiempo después, y sin que ninguna motivación especial me animara a ello, volví a su lectura. ¿Qué había cambiado en ese tiempo? Quizá cierta pausa. 

Esa pausa es necesaria para leer Días de paso. Salvando las distancias, en ciertos momentos nos recuerda esas lecturas silvestres de Thoreau o cosmológicas de Stapledon en las que uno entra reticente y sale ungido. Hay una trama, sin duda, pero creo que uno de los valores de la novela radica en la capacidad de expresar sin cursilería el lirismo que la naturaleza (el mar, el bosque) de Gran Canaria hace aflorar en el narrador. El autor logra transmitir sin pretenciosidad un panteísmo convincente, personaje mediante, con un vocabulario ajustado, sin sumirse en términos demasiado técnicos que pudieran alejar al lector ignorante, como yo mismo, en materias geobotánicas.

La obra comienza con el descubrimiento de un diario en una casa: la técnica del manuscrito encontrado. Es el diario de un botánico que en los años de la ocupación francesa a principios del siglo XIX tiene la intención de viajar a La Habana y se ve obligado a recalar en Gran Canaria, en el imaginado pueblo de Lucena (aunque existe un caserío llamado así en el municipio de Gáldar), mientras en la vecina isla de Tenerife se ha desatado un episodio de fiebre amarilla que tiene a la isla en cuarentena. Allí, en Lucena, permanece alrededor de un año.

Como si el autor estuviera cada vez más seguro de sí mismo, de su capacidad para crear este mundo mitad imaginado, mitad real, de Lucena y sus alrededores, la novela va desplegándose lenta pero firmemente. Además de la geografía isleña, descrita con algo más que entusiasmo, Éstevez se centra en mostrar la posibilidad de la amistad, en subrayar la latencia de fraternidad entre desconocidos. Pero sin almíbares empalagosos ni con la filosofía pretenciosa de tanto escritor ensimismado, sino con sencillez, sabiendo, simplemente, elegir bien las palabras y la cadencia de las frases.


Pero es en el fondo de los valles, en las alargadas hondonadas donde se extiende el reino de la umbría, donde crecen los árboles más espléndidos de todo el bosque, donde cada ejemplar irradia tal majestad y solemnidad, tal porte y altura que entremezclados con la bruma ofrecen una atmósfera irreal. Fue en este punto donde al unísono descendimos de nuestras monturas. Nadie nos obligó y nadie lo propuso, pero de una manera natural entendimos que nuestro comportamiento a partir de ese punto tendría que ser igual de respetuoso que si estuviésemos dentro de una catedral. Y no es un ejemplo caprichoso pues es este bosque un inmenso templo pagano que parece no haber visitado nunca el tiempo. Y de la misma manera, se impuso entre nosotros un silencio absoluto solo interrumpido por el bisbiseo del arroyo, de las fuentes, que aquí no callan nunca, por el aleteo revelador de las palomas y el silbido constante de otros pájaros y del viento que sacudía con timidez las copas altas de los árboles. Aquí, en las vaguadas más profundas, las nieblas se remansan y como si de un mar dócil se tratara, bañan el bosque durante todo el año creando un ambiente de humedad tan extrema que la vegetación permanece empapada incluso en el estío. Hay tal serenidad dentro del bosque que uno aseguraría que la vida, bajo estas sombras, se sucede sin drama alguno. (pág. 87)

Desde la solana de la casa, en un pequeño banco de madera adosado a la misma, esperamos sentados ambos la llegada de la noche en silencio, observando como (sic) la niebla se acerca, ocultando los valles profundos y dejando en resaltes los lomos que ahora se aparecen ante nuestros ojos como pequeños islotes que sobresalen sobre el mar de nubes. Las nieblas ascienden e inciden sobre las crestas. El interior del bosque, siempre tan atractivo, gotea con persistencia y es aún más sugestivo cuando permanece envuelto por el tenue velo de la niebla. Es un privilegio observar esta naturaleza majestuosa, disfrutar estos espacios donde el espíritu se recrea y se alimenta del silencio y las sensaciones que emanan del paisaje, del aire, de los árboles. (pág. 90)

He vuelto esta tarde al jardín, a ver el drago. La visión de este árbol mítico y místico me consoló por el fracaso del ascenso al pico. He buscado la perspectiva que más me gusta y he grabado en mi cuadernillo un retrato detallado del mismo. Al finalizar, he imitado a Mateo y le he dado unos golpes fraternales a su tronco, a modo de despedida. Luego, he vuelto al lugar donde había hecho el dibujo, he escogido el cuadernillo y los lápices y me he marchado con una agradable sensación de felicidad. Deberíamos vivir como viven estos árboles prodigiosos: mereciéndonos la eternidad. (pág. 108)

Un poco más adelante, la novela se embarca en una descripción cuasi camusiana sobre los estragos de la peste en el pueblo y las miserias y grandezas humanas frente a ella, mientras un cometa (signo de desgracias, como es bien sabido) surca las noches. Llama la atención, sin embargo, que salvo algún personaje femenino levemente esbozado, las mujeres son casi invisibles, lo que no deja de llamar la atención. No es que pretenda decir que tenga que existir paridad alguna en la elección de personajes por parte de un/a novelista, pero resulta raro que en la interacción del personaje con la población, apenas se perfile alguna mujer o niña.

No obstante, al igual que en otras reseñas he subrayado que, a pesar de la ocasional idea brillante o la invención de una trama original, lo que fallaba, en ocasiones de modo muy lamentable, era el tono (falso, impostado, pretencioso, etc.), aquí he de decir que el autor consigue que suene verdadero, entendiendo por ello la adecuación de la historia con el estilo, de la conciencia del personaje con la expresión de sus pensamientos, más allá de que nos encontremos un adverbio mal usado por aquí, un solecismo por allá o nos asalte la sospecha de que alguna palabra es demasiado moderna para la época en la que se sitúa la novela. Poca cosa.

En todo caso, lo que debe resultarles evidente a tenor de lo que llevo escrito, no esperen ningún experimento posmoderno-metaliterario ni nada parecido. Dado que es un diario, la novela es un relato en primera persona de las impresiones y vicisitudes del protagonista, sin más. A veces, como aquí, este tipo de relato clásico resulta más que suficiente. Una historia así de bien contada y un más que correcto despliegue de reflexiones de corte moral no es algo tan habitual por estos pagos, así que celebrémoslo.