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martes, 19 de enero de 2021

'Kraft', de Jonas Lüscher

No es infrecuente que un libro, escrito de forma correcta y con una tesis de fondo con la que incluso podemos simpatizar, nos aburra. Quizá las expectativas se tornaron demasiado altas cuando, como es habitual, a uno le hayan contado que ha sido premiado y requetepremiado, y lo mejor que se haya dicho de él es eso mismo.

Tal es el caso de Kraft, de Jonas Lüscher, caracterizada según la editorial (Vegueta Ediciones) como "universitaria, sátira erudita y dura crítica contra el capitalismo". La verdad, no se me ocurre nada peor para anunciar una novela. Lo de la literatura, y el mundo del Arte, en general, y la "crítica contra el capitalismo" es para partirse de la risa o, al menos, para la mueca sardónica. Resulta aporético que una crítica contra el capitalismo desde instituciones capitalistas, de tal modo que la misma crítica es absorbida y, por tanto, anestesiada por el sistema que la cobija y la ventila. Así, en general, el arte subvencionado por las instituciones públicas. Así, en concreto, el arte patrocinado o esponsorizado por instituciones privadas con ánimo de lucro. Las dos censuran, las dos crean clientela, las dos son cónyuges de conveniencia con el mundillo del arte. Ya es hora de ir buscando una tercera vía que, solo apunto, podría ser paralela a la de la gestión de los medios de comunicación: no solo privado, pero no solo estatal, sino público, entendiendo por esto la gestión y participación ciudadana motivada no por ánimo de lucro ni por los intereses del partido de turno. 

A mayor abundamiento, y aunque nos desviemos un poco del asunto, cada vez que anuncian una exposición de arte en el CAAM o, ya puestos, en el Reina Sofía o en el Thyssen anunciada como "crítica" contra "la sociedad de consumo", contra "la mercantilización de la cultura" o cualquier frase de esas, es para maravillarse o ante el cinismo o ante la ignorancia, en especial cuando se considera, a estas alturas y con la que ha caído, que el museo sigue siendo el lugar donde una obra, corriente o expresión adquiere el rango de artística.




Pues Kraft es, más que anticapitalista, explícitamente antineoliberal, aunque de un modo tan obvio que le resta contundencia: la crítica no se ejemplifica a través de las consecuencias en los personajes de determinadas políticas o ambiente social, sino a través del discurso de un narrador omnisciente. No digo que a veces tenga su gracia la ironía o la crítica, pero en muchas otras no solo resulta un tanto panfletaria, sino panfletariamente aburrida. 


Estaba convencido de que aquél era su deber, y las palabras de Reagan le habían insuflado la valentía de un león. Se sentía dispuesto a salirle al paso a una horda de comunistas desatadas, a pecho descubierto, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual. En aquel entonces, las redes sociales y el Internet móvil no se habían inventado, nadie se podía imaginar algo semejante, y tal vez fuese una suerte, porque, de esa manera, los dos amigos no supieron de los dramáticos acontecimientos que se iban a producir en la Nollendorfplatz. De haber sido así, Kraft no habría podido detener a István, que habría acudido allí, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual, exponiéndose a una lluvia de adoquines de la que habría salido, a lo sumo, eso es cierto, con un ojo morado. En cambio, conocían por los periódicos el lugar en el que iba a desarrollarse la manifestación de mujeres, la única que las autoridades, en su celo, no habían prohibido terminantemente. (Pág. 47)


Tal vez Kraft habría comprendido mejor la supuesta torpeza de sus interlocutores para entender aquel concepto si se hubiera dignado leer la obra del economista liberal de izquierdas, que apostaba por la demanda, J.K. Galbraith. Éste contaba que, en su juventud, la teoría de Trickle-Down era conocida como la teoría de la mierda de caballo: si uno mete suficiente avena en un caballo está claro que, antes o después, la parte posterior del animal dejará caer sobre el pavimento algo con lo que los gorriones se pueden alimentar. Pero Kraft no leía este tipo de libros. Por lo tanto, seguía cantando en un tono demasiado alto su himno al bienestar, un bienestar que caería sobre todos, desde el séptimo cielo del libre mercado, como una cálida lluvia tropical; razón por la cual, en la Freie Universität, empezó a ser conocido sarcásticamente como "el hacedor de lluvia". Por supuesto, aquel sobrenombre iba en contra de su deseo de agradar. Las cosas no son tan sencillas... Nada es fácil... Nunca lo ha sido y nunca lo será. (Págs.134-135)

 

El mal, por lo tanto, debe existir... y EXISTE... sin lugar a dudas. Ahora hay que explicar por qué el mal no es, ni mucho menos, tan malo. Tal vez debería pasar directamente a la great chain of being... La idea de la cadena es buena, trae a la mente algo mecánico, eslabón a eslabón se crea una estructura sólida y clara. Paso a paso. Si uno dispone de una cadena, puede remontarse, eslabón a eslabón, hasta su origen, donde se produce un punto de inflexión, la brecha del conocimiento, y choca contra la roca madre que es la verdad última. (Pág. 201)


Las andanzas del personaje principal no revisten tanto interés al leerlas como entusiasmo manifiesta el autor al escribirlas. Aprecio regocijo, pero también verborrea, al relatarnos la evolución que va del estudiante universitario thatcherista al Kraft profesor universitario y sentimentalmente fracasado. Es difícil encontrar una frase estéticamente valiosa, y, aunque una traducción (a cargo de Roberto Bravo de la Varga), no se refleja en ella que el autor se preocupe tanto por el lenguaje como por el mensaje. A este respecto, es oportuna la comparación con Peter Stamm, también suizo germano parlante, que, con una prosa mucho más sobria (nos atenemos a las traducciones de José Aníbal Campos), alcanza una intensidad sentimental mucho más poderosa, y cuyas reverberaciones de índole cognitiva no son menores, a pesar de que la carga filosófica explícita de Kraft es mayor.

Es por ello por lo que insisto que suele ser más efectivo contar que explicar, dejar que, mediante la la narración, el lector o lectora llegue a sus propias conclusiones, y no que se la sirvan en una bandeja escolar, con cada ración de pensamiento en su hueco correspondiente. Hay más maneras de argumentar y de apoyar una tesis que mediante una novela. En esta, y no digo que Kraft no esté correctamente escrita, como señalé al principio, el contenido desequilibra la balanza respecto de la forma. Esto, que en otras circunstancias, podría no ser decisivo, aquí se ve radicalizado por la escasa originalidad de la tesis: el neoliberalismo es malo, sus apóstoles, errados o locos. Las grandes emporios tecnológicos con sede en Silicon Valley son aspirantes a dictadores en traje hippy. Muy bien, pero que aunque, a grandes rasgos y en alguno pequeño, uno pueda estar de acuerdo, la forma de comunicarlo no puede ser simplona, porque no lo son ninguna forma de capitalismo ni ningún otro sistema económico o político ni, ya que estamos, las consecuencias de los avances tecnológicos. La realidad consta de mil matices por lo que la sutileza y la prudencia nunca llegan demasiado temprano.

domingo, 20 de diciembre de 2020

'Marcia de Vermont', de Peter Stamm

 Entre tanta trilogía magufa o tostón amoroso-costumbrista de 500 páginas, resulta un alivio leer un cuento o un relato más o menos corto escrito por alguien competente. Ni siquiera una colección de ellos, sólo uno. Tal fue el caso de Ballena, de Paul Gadenne, o, el objeto de la reseña de hoy, Marcia de Vermont (traducido, una vez más, por el infatigable y admirable Aníbal Campos, como admirables son todos/as esos/as traductores/as que nos ayudan a que vislumbremos algo más allá de nuestro propio ombligo cultural), de Peter Stamm, un habitual de estas páginas. 

Como digo, un único cuento puede provocarnos ese shock benjaminiano, ese repentino resplandor en la noche oscura del alma, esa sacudida de nuestra inadvertida alienación. Seria ocioso recordar a tantos escritoras y escritores maestros del cuento, y también su innecesaria defensa frente a la novela, etc. Si hay algún debate serio suscitado por la literatura, no es ese.

En apenas 75 páginas, que además son casi de bolsillo y con tipografía de tamaño mediano, un relato puede seguir interrogándonos, o haciendo que nos interroguemos, sobre el paso del tiempo, que nos detengamos en la diferente perspectiva que sobre los mismos hechos pueden tener sus participantes, y que nos aferremos, con la melancolía consiguiente, casi inevitable, al recuerdo, a la memoria de cuando estaba todo por hacer y por hacernos, de cuando nos preguntábamos por el futuro y este no era sinónimo ni de decadencia ni de muerte.




Es probable que con Marcia de Vermont, Stamm no haya escrito su obra más redonda, que con ella no asegure su recuerdo como clásico. No obstante, las vacilaciones y mudanzas del personaje protagonista son asimilables por cualquier lector/a que sea algo consciente de sí mismo. Su argumento, el retorno de un artista (profesión que aquí, sospecho, contiene más connotaciones negativas que positivas) veinte años después a Nueva York, resulta en gran medida inverosímil por la acumulación de coincidencias un tanto forzadas o ad hoc. Aunque la realidad puede proporcionarnos casualidades más increíbles, no dejo de tener la sensación de que el desarrollo de la trama está al servicio, así lo veo yo, de destrascendentalizar descaradamente la importancia de los hitos biográficos propios, aquellos que considerábamos momentos liminales de nuestra existencia, en nuestro vano empeño de dotarla de sentido, de crear una narrativa que dé cuenta de ella como un todo estructurado con algún propósito. 


Era como si cada hecho, cada vivencia y cada aventura se hubieran llevado un fragmento de esa vida, como si en esa época fuésemos más nosotros mismos, por irracional e inmaduro que resultara nuestro comportamiento entonces. Había creído en el tópico según el cual una biografía es más rica cuanto más extensa, pero era todo lo contrario: cada decisión tomada destruía otros cientos de posibilidades. Al final llegábamos todos al mismo punto y nos disolvíamos en la nada. (Pág. 51)

 

"A diferencia de otras personas, yo no poseo recuerdos de mi infancia -afirmaba Marcia en aquel reportaje-. A veces pienso que mis únicos recuerdos son los que me he inventado en torno a las fotos de mi niñez. Tal vez esté inventándome mi propio pasado. Desconfío de mis recuerdos, pues también podrían ser ficción". (Pág. 57)


Pero cumple su objetivo: en el relato, más alegórico que simbólico, el personaje cierra, por decirlo así, el círculo de una experiencia que concluye (tanto hace veinte años como en el momento presente de la narración) en Navidad, como si fuera un trasunto del cuento de Charles Dickens, más que el moderno de Paul Auster. Un cuento, sin embargo, que tal vez no sea de redención, pero sí de reflexión sobre, como señalé antes, la memoria y sus fantasmas, y sobre las vivencias consideradas como bagaje, y más en esta época en la que el espíritu economicista posfordista que lo domina todo pone a la venta "experiencias" como si fueran mercaderías de supermercado con las que construir una personalidad, o, como dirían algunos/as vendedoras de crecepelo, una "marca personal".

Por otro lado, y como ya he señalado en otras ocasiones, como en referencia a su excelente novela Monte a través, Stamm posee un estilo depurado, entendiendo por esto el tendente a la frase corta y precisa, exenta en gran medida de adjetivación, prefiriendo las oraciones coordinadas y optando en escasa medida por la subordinación, sin que ello se encarne en una prosa árida, ni mucho menos. También, depurado, porque es reconocible y personal, habiendo alcanzado una manera propia, singular, de expresarse. Como tal, es una virtud, al menos en nuestra moderna concepción del arte y del artista.


Mi estudio estaba en una casa de madera pintada de blanco como las que se ven en las películas estadounidenses. Tenía una veranda con una mecedora y una mosquitera en la puerta principal. El inmueble se hallaba en un estado bastante ruinoso y necesitaba con urgencia una buena mano de pintura. Albergaba cuatro estudios, dos en la planta baja y otros dos en la planta superior. El llavero indicaba el número de mi estudio, situado en el piso de arriba, de modo que subí por una escalera que crujía a cada paso. El estudio consistía en una amplia habitación con una cama de matrimonio enorme y un colchón demasiado blando, un tresillo y un escritorio antiguo. Encima de una cómoda había un viejo televisor y, en un rincón del salón, una pequeña nevera, una cafetera y un microondas. Había incluso algunas provisiones: café molido, té negro, avena y una lata de sopa de fideos. Junto a la nevera, una puerta conducía al cuarto de baño, equipado con una pequeña bañera y un tendedero destartalado. La ventana estaba entreabierta, y se colaba un aire frío. (Pág. 31)

 

Estuvo nevando durante días. Me había pasado la mayor parte del tiempo en el estudio, contemplando una y otra vez el libro de Marcia, hasta el punto de que llegó a parecerme más real que el mundo circundante. Cuando por fin aclaró, ya nada me retuvo en la habitación. Di un paseo hacia el pueblo y, como hacía sol, me alejé por la carretera despejada de nieve. En un lugar del camino que discurría muy cerca del río, a pesar de no llevar botas, me acerqué torpemente a la orilla pisando la nieve. Una capa de hielo cubría la superficie, y en algunos puntos podía verse el agua fluyendo debajo. (Pág. 61)


En fin, en mi opinión, Marcia de Vermont podría haber dado para más. El personaje de Marcia me resulta más interesante que el del mismo protagonista, a pesar de que ella es solo recordada y leída. Es posible que el autor no estuviese tan interesado en desarrollar una biografía como la de introducirnos en su particular visión sobre la existencia humana. Tal vez, con el desplegar de Marcia, el relato podría habérsele ido de las manos y le hubiese obligado a escribir una novela con mayor complejidad. En este sentido, la narración en primera persona limita la posibilidades, pero es justo lo que el autor se propone para no desviarse del camino trazado.



sábado, 1 de febrero de 2020

'Monte a través', de Peter Stamm

Tiene que ser complicado que te consideren una persona adecuada para presentar libros, así, en general. No digo "un libro", porque podría parecer entonces que esa elección estaría fundada por la biografía vital, profesional, artística o académica. Digamos que eres abogado o juez y te piden que presentes el libro de un jurista sobre legislación mercantil: parece correcto. Lo mismo, si uno es ingeniero civil y un colega quiere que le presentes su libro sobre puentes colgantes. En fin, que cada cual saque un ejemplo. Digo que es complicado porque, en rigor, el presentador debería haber leído el libro y juzgado que es bueno. Se supone que su experiencia profesional y su prestigio tienen algo que ver con ello. El asunto tiene sus matices, no obstante.

En el ámbito literario, suele ser común que un escritor o escritora presente la nueva novela de otro autor. Es lo normal. Sin embargo, el problema surge cuando ese escritor (o escritora) se desdobla como presentador habitual. Ya no nos encontramos con que acuda a arropar con su presencia y sus palabras a un colega amigo o a un antiguo alumno de taller de escritura (gracias al cual paga Netflix o la conexión a la fibra óptica) estimulado por la calidad de la obra. No: se transforma él mismo en una categoría sociológica, y donde quiera que se presente un libro, tenemos un elevado índice de probabilidad de encontrárnoslo en el foro destinado a la ocasión: museo, casa-museo, salón de actos, hotel, librería, biblioteca, carpa, terraza, bar, buhardilla o sótano.

Tales presentaciones, cuyo convencionalismo, entre otros, reside en esa presentación a cargo de escritor conocido, no son sino un ritual de paso por el que, si el escritor presentado es novel, se le franquea la entrada a un estadio superior de desarrollo, en este caso el artístico. No es la escritura de la novela en sí, tampoco, al menos del todo, su publicación: el acceso a la categoría de literato culmina en el acto de la unción. Con otras palabras: cuando X presenta la novela de Y ante el público (merecería este otro artículo) se ejecuta un acto simbólico-performativo por el que Y, a partir de ese momento, se convierte en escritor.

En mi ociosidad sin límites, me he preguntado cuándo se convierte en necesaria la presentación y cuándo se disocia la presentación del presentador, fenómeno por el cual, dentro de unos límites más o menos laxos, cualquier presentador vale para presentar cualquier novela o poemario. Y cuándo ciertas personas normalmente escritores, resultan las elegidas de manera recurrente para ejercer tal función. Me pregunto, en fin, cuáles son las características que debe reunir tal persona para ejercer esa labor, casi sin desmayo. Estas preguntas adquieren un relieve más afilado, sin duda, cuando en vez de un escritor o escritora, esa función es asumida por un/a periodista, cultural o no.

Dicho lo cual, espero que para escándalo de propios y extraños, sugiero que pasemos a la novela de hoy:





Monte a través, de un escritor reseñado ya en este blog, Peter Stamm, es la historia de un hombre, Thomas ("un tipo normal y corriente") que una noche se marcha de su casa sin razón aparente o explícita. Atrás, en la casa familiar, quedan su mujer, Astrid, una hija, Elle, y un hijo, Konrad. Thomas trabaja de contable y lleva una vida tranquila, sin estridencias ni vicios conspicuos. Justo él y su familia acaban de volver de unas vacaciones en España, lo que precisamente acentúa la normalidad, por no decir el convencionalismo, de su vida.

Esa misma noche, tras la vuelta al hogar, una vez que Astrid entra en la casa después de haber tomado una copa de vino en el porche, Thomas, como Lázaro, se levanta y anda... Con una frase extraordinaria, Stamm (o, también, el traductor, José Aníbal Campos, quien es el encargado de verter a un excelente español el original en alemán) describe ese momento en que el protagonista sale de su vida habitual para comenzar otra sin nada más que lo que lleva en los bolsillos.


Thomas se puso de pie y recorrió el estrecho camino de grava que discurría en paralelo a la casa. Al llegar a la esquina, vaciló un instante, antes de doblar y poner rumbo a la puerta del jardín con una sonrisa de perplejidad de la que apenas era consciente. (Pág. 9)

No contaré la novela, que para eso están Vds. Sólo quiero compartir mis impresiones, y ya decidirán. Pienso que Thomas no es un hombre que se marcha, frente a una mujer cuidadora de la casa y de la familia. Yo lo interpreto como la posibilidad de cierto instinto primigenio de nomadismo y exploración nacido con el ser humano desde su origen hace 200.000 años en el sur de África, quizá enmohecido, tal vez sepultado bajo generaciones de arraigo, de nomadismo, pero siempre latente, que se actualiza con la convicción de que hay un mundo enorme del que solo ocupamos una millonésima parte. Además, cada hombre o mujer tiene ante sí, aunque la mayoría no lo consideremos el lapso de tiempo suficiente para considerarlo una reflexión seria, una nueva vida con solo desearlo (coacciones y encarcelamientos aparte). Con solo atreverse a salir por la puerta.Tiene su momento de vértigo, a poco que nos imaginemos.

Thomas deja atrás mujer, hijos, padres y hermana, empleo y su lugar en la sociedad sin mayor propósito consciente que caminar y seguir caminando hacia las montañas. Por su lado, Astrid, tras acudir a la policía y rastrearlo, llega, si no a comprender, sí a empatizar con él. El espacio vacío que deja Thomas no puede dejar de influir en ella y en sus hijos, pero todos continúan con su vida, de una manera u otra. 

¿Es la, me resisto a emplear la palabra "huida", marcha de Thomas una metáfora del ansia de escapar de una vida convencional, entendiendo por tal una de clase media europea? ¿Es, como escribí antes, un instinto atávico que se despierta sin saber sus causas? ¿Es un trasunto neoliberal de la frase "libertad para elegir", el mundo como un supermercado? ¿Es posible hacer un restart como si nada hubiera pasado? Antes de la crisis, era común oír y leer que era bueno cambiar de trabajo (sobre todo refiriéndose a los ejecutivos) cada dos años, máximo cinco. De moda estaba la "flexibilización" en todos los órdenes de la vida: residencia, empleo, pareja... Hoy en día, parece inimaginable aquella suficiencia vital inspirada por el desorbitado crecimiento económico, fundado a su vez en la burbuja de la construcción, la financiarización y el crédito. Las preguntas remiten, en fin, a qué podemos considerar como una vida digna de ser vivida, qué una vida lograda.

Quizá, nada de lo anterior:


En todos esos años, sin embargo, no volvió a cruzar la frontera de Suiza, pero tampoco eso había sido el resultado de una decisión firme, sino algo que surgió sin más, del mismo modo que surgía todo lo demás. No todo lo que uno hacía tenía un motivo. (Pág. 158)

Al menos consciente, claro.

En lo que se refiere al lenguaje, parece ser que en el idioma alemán, Peter Stamm se caracteriza por un estilo seco, casi árido. Sin embargo, la versión de José Aníbal Campos no me lo parece en absoluto. Eso sí, predomina la frase corta, sin abrumarnos con un laconismo extremo. Frases, en su mayoría, sin excesivo adorno adjetival, pero precisas, que esconden connotaciones no siempre fáciles de captar si uno lee distraído.


Hacía rato que el último tren había partido. Thomas se sentó en un banco delante del edificio de la estación y comió y bebió la cerveza helada. Mientras tanto, estuvo hojeando un periódico gratuito que alguien había dejado olvidado. Pero las breves noticias sobre el salvamento de tres cachalotes varados, una estatua satánica desnuda que alguien había expuesto en Vancouver o el hombre con la lengua más larga del mundo sólo consiguieron deprimirlo, así que acabó arrojando el periódico a la basura. A continuación, se quitó los zapatos y los calcetines y se examinó los pies bajo la chillona luz de una farola. Los tenía enrojecidos, con rozaduras en los talones, pero por suerte no encontró ninguna ampolla. (Pág 69)


Por primera vez desde que se marchó, Thomas despertó descansado y lleno de energía. La lluvia había cesado, pero el sol aún no había asomado detrás de los altos flancos de los montes. El aire era húmedo y frío. Bajo la luz matutina, las superficies verde claras del paisaje parecían pintadas sobre un lienzo. Tras un breve desayuno, con pan y algunos frutos secos, recogió sus cosas y partió. El camino era todavía más vertical que el día anterior, y Thomas empezó pronto a andar con el lento paso pendular que había aprendido en las montañas y que podía mantener durante horas. El bosque se acababa y la flora empezaba a ser más escasa y áspera. Los prados se llenaban de ortigas, al borde del camino crecían el ruiponce y la genciana de otoño, y también pequeños helechos entre las grietas de la roca. (Pág. 97)


 A veces, sin embargo, nos regala frases como esta: 
Los prados de color pardo estaban llenos de gibas y hondonadas, y en algunos de esos bajíos crecían los erióforos sobre un suelo lodoso, en otros se habían formado pequeños pantanos en cuyas aguas los haces de unas hojas muy estrechas y largas flotaban como cabelleras de personas ahogadas. (Pág. 110)

En todo caso, la sensación que me produce la escritura de Stamm (y la versión del traductor) es la de un autor que expresa con exactitud lo que pretende. No hay un adjetivo, un adverbio fuera de lugar. Precisión, justeza, finura. Además, al menos en Monte a través, no exenta, ni mucho menos, de la capacidad de transmitir tanto la belleza de la naturaleza como la sutileza de las emociones de los personajes, que no se encarnan en los convencionalismos habituales basados en pares de opuestos. Stamm, además, no juzga, aunque el narrador en tercera persona nos introduce en sus pensamientos, ora en Thomas, ora en Astrid. Los personajes actúan, hablan y piensan de tal modo que emergen de la narración como las montañas que recorre aquel: fáciles de ver, difíciles de recorrer. Vidas complejas bajo una pátina de sencilla cotidianidad que vuelven a traer a colación el poema de Emily Dickinson: 

Our lives are Swiss— 
So still—so Cool— 
Till some odd afternoon 
The Alps neglect their Curtains 
And we look farther on! 
Italy stands the other side! 
While like a guard between— 
The solemn Alps— 
The siren Alps 
Forever intervene!

Una buena novela para pensar.



























jueves, 5 de octubre de 2017

'Noche es el día', de Peter Stamm

Suiza: un lugar donde no pasa nada, parece. A veces, y más en estos tiempos convulsos, uno querría llevar vidas suizas ("tan quietas, tan frescas"), como escribió Emily Dickinson. Así, sin ir más lejos, si hay un ejemplo de diversidad lingüística y feliz cohesión política y social (al menos, en apariencia), ese lo representa Suiza. Otro asunto, digamos la cara B, es que durante décadas haya sido sede de la banca receptora de las ganancias de dictadores, defraudadores y evasores fiscales del mundo entero. No puede haber paraíso sin infierno.  

En Suiza, también, aunque pueda resultar chocante, la gente sufre y goza, y vive vidas más o menos normales, más o menos extraordinarias, con sus correspondientes avatares y ciclos vitales de nacimiento, aprendizaje, alegría, decepción y muerte. Tan dignas de ser noveladas como cualquiera, incluso como las españolas, aunque no dispongan, o gracias a eso, de un Javier Marías o de un Pérez-Reverte que digan las grandes verdades a la cara, con dos cojones, sin pelos en la lengua

España: eso sí que es un dilema.





La novela de hoy es Noche es el día, de Peter Stamm. Como no les costará adivinar, es un escritor suizo, y que ha leído a Shakespeare (como todos nosotros). No podrán quejarse, Dickinson y Shakespeare en el mismo post.

Soneto XLIII

When most I wink, then do mine eyes best see,
For all the day they view things unrespected;
But when I sleep, in dreams they look on thee,
And darkly bright, are bright in dark directed.
Then thou, whose shadow shadows doth make bright,
How would thy shadow's form form happy show
To the clear day with thy much clearer light,
When to unseeing eyes thy shade shines so!
How would, I say, mine eyes be blessed made
By looking on thee in the living day,
When in dead night thy fair imperfect shade
Through heavy sleep on sightless eyes doth stay!
All days are nights to see till I see thee,
And nights bright days when dreams do show thee me.



Noche es el día nos relata un lapso de vida de siete años aproximadamente de dos protagonistas, Gillian, periodista cultural y luego animadora de hotel en las montañas alpinas, y Hubert, artista y profesor. Se conocen cuando ella está casada y él tiene novia. Después de una entrevista, ella le insiste para que la pinte y le haga fotos desnuda: no follan, aunque parecía lo más lógico. Se reencuentran al cabo de ese septenio y al fin follan, aunque eso es lo de menos. Entre medias, Hubert se ha separado, Gillian ha sufrido un grave accidente de coche a resultas del cual muere su marido, Matthias, y, además, ella sufre heridas en el rostro, de las que se recupera con lentitud. 

No hay nada extraordinario en la trama, ningún gran suceso, salvo, quizá, el accidente, que actúa como galvanizador del cambio de vida de Gillian. En cuanto a Hubert, menos aún, si exceptuamos la ruptura con su pareja, Adriana, con la que ha tenido un hijo. Tras el encuentro con Gillian, su vida como artista se adormece, activándose, en cambio, la de padre y profesor de Arte. Gillian, tras una estancia en la casa de sus padres en la montaña, se recoloca como animadora sociocultural en un hotel cercano. En su nueva vida, utilizará otro nombre: Jill. Hubert acaba en la misma localidad que Jill porque le han propuesto una exposición en un centro de arte cercano al hotel de aquella. No les cuento más para no revelarles un final que tampoco es revelador. Sin embargo, no consideren que la novela sea sosa o aburrida. Hay un movimiento interior de los personajes a medida que avanza la historia que, aunque pausado, los lleva a tomar decisiones significativas que cambian el modo en que transitan por la vida: resultan, en consecuencia, convincentes. Nada extraordinario, insisto, pero bien contado. 

Así pues, puede interpretarse Noche es el día como el bildungsroman tardío, maduro, de estos dos personajes, contado por un narrador omnisciente, que de modo sutil y contenido se transforma en estilo indirecto libre. Para los que ya tenemos una edad y nos repelen narraciones egocéntricas tipo "mi primer polvo" o "qué loco soy que hago botellón los viernes", el relato de estos cambios nos hace reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestras decisiones pasadas y presentes; lo que, sin duda, constituye un éxito para cualquier novela.


Cuando entró en el mundo del periodismo se sintió más segura. Obtuvo el puesto como presentadora y empezó a representar a la periodista cultural bella y exitosa; representaba el papel para los espectadores, para los medios, para Matthias y para sí misma. No cometía errores graves, y Matthias actuaba con ella; en el fondo, él era mejor actor que ella. Constantemente tenían que dejarse ver por algún motivo, dar información, representarse. Entonces hablaban más alto, en público se movían de forma distinta. Cuando llegaban a casa, achispados y cansados, cuando se metían junto en la ducha o se cepillaban los dientes, Gillian no podía menos que reírse de aquellas dos caras en el espejo. Pero incluso esa risa era parte de la farsa. (pág. 55)

Con cada nueva modelo Hubert se fue sintiendo más tranquilo; las fotos, por su parte, iban mejorando. Sin embargo, en algún momento las sesiones se convirtieron en algo rutinario, y él se dio cuenta de que empezaba a aburrirse. Eso sucedió poco antes de la exposición, y mientras dejaba que los demás celebraran su obra, soltando tonterías en cada entrevista, sabía que tendría que emprender un trabajo nuevo. Su galerista le habló de un artista americano que durante quince años había pintado a la misma mujer, una vecina. Nunca había expuesto aquellos cuadros, ni siquiera su mujer o el marido de la modelo sabían nada de ellos. Hubert consiguió un catálogo con los cuadros y decidió concentrarse en una sola modelo. Cuando Gillian fue a visitarlo al estudio, pensó que tenía que ser ella. (pag. 101)

Asimismo, hay que señalar el pertinente uso de la analepsis (escena del pasado, flashback), que, a mi juicio, no entorpece ni irrita como en tantas novelas sino que ilumina la trama en diversos momentos. Por lo demás, en el estilo es evidente el predominio de las frases cortas, sin excesivas frases subordinadas, como habrán comprobado. Sin florituras ni barroquismos. Igual que los diálogos. Todo depurado, preciso, limpio: suizo. Aunque sea por comparación con las últimas novelas que he reseñado, sobre todo las de Víctor del Árbol y Toni Hill, me sabe a gloria.


En la casa hacía frío. Jill no había encendido la luz. El cielo azul que se veía a través de la ventana le recordaba a Hubert el póster de la exposición de Thea. Jill se sentó a su lado y encendió un cigarrillo. 
-¿Qué tipo de farsa es ésta? -preguntó Hubert. 
-¿Te refieres a la obrita de ayer? -preguntó Jill-. Es sólo para divertirnos, no hay que tomársela en serio. 
-Me refiero a todo lo que está pasando -dijo Hubert-. A la invitación a venir al centro cultural, a que me quitéis en el último momento el espacio para exponer y me pongáis delante de las narices a una artista que acaba de licenciarse. Y tú trabajando en ese ridículo hotel, vamos. No puedes pensar que eso es serio. No eres tú. 
-Puede ser -dijo Jill-, pero la vida aquí es menos dura. Los huéspedes del hotel quieren pasarlo bien, y para eso pagan y cuando lo consiguen, se muestran agradecidos y satisfechos.  
Entonces se sentaron frente a frente y se miraron en silencio. 
-Al principio mantenía hacia todo una distancia irónica -continuó Jill por fin-, pero con el tiempo le fui cogiendo cariño a la gente. Te asombraría el tipo de personas que vienen a pasar las vacaciones aquí. Hubert quiso decir algo, pero Jill lo interrumpió-. Creo que deseaba mostrarte todo esto por lo que ocurrió entonces, cuando me sermoneaste y me dijiste que no estaba presente. -Entonces Jill se puso de pie, se plantó delante de él como una actriz y le sonrió-. ¿Y bien? ¿Te gusta lo que ves? (págs. 136-137)

Puestos a imaginar y a reflexionar, el hotel puede ser Suiza o cualquier país más o menos desarrollado en el que esa clase media satisfecha busca sin encontrarla nunca una razón definitiva que le permita soslayar la mediocridad de su vida y, esto lo incluyo yo, la conciencia de que la relativa prosperidad de unos se basa en la pobreza de muchos otros. Esa conciencia de que hay algo en nuestro interior por el cual parece que solo nos estimulan banalidades y fruslerías y de que hay un secreto al que nunca accederemos por nuestra propia incompetencia moral. Al menos, algunos lo intuyen y, aun dando palos de ciego, aspiran a algo más que a satisfacer su vanidad del modo más pueril o a pasar el tiempo, la vida, de la manera menos dolorosa posible. En el caso que nos ocupa, Gillian sí parece dispuesta a hacer lo que sea necesario para esa transformación; en cambio, Hubert, por lo que parece, por otro lado, una crítica a las razones que impulsan a los artistas a desplegar su creatividad, da la impresión de cambiar solo para retroceder. Su nueva exposición consiste, por cierto, en descomponer los hilos de las sábanas, manteles y ropa, las astillas de la madera, etc. Como si quisiera encontrar la esencia de las cosas, por ende, tal vez, la esencia de la vida, solo para fracasar. Reflexión moral sin moralina, urdida con un estilo propio, sin aspavientos.

Quizá el final sea un poco apresurado, cerrando de un modo un tanto forzado un círculo entre la niña Gillian y la adulta Jill. En todo caso, después de tanta prosa atrapada entre la impotencia y la pretenciosidad, es una novela que le reconcilia a uno con la Literatura.



P.D. Hay que señalar que toda la anterior reflexión sobre el lenguaje la hago sobre la versión en español, por lo que es obligado señalar al traductor, José Aníbal Campos, como responsable y, digámoslo así, coautor de la obra en nuestro idioma. Nunca será lo bastante elogiado el papel de los/as traductores/as, y también espero no cansarme nunca de subrayarlo.