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lunes, 19 de abril de 2021

'Las estribaciones occidentales de Cydonia', de Sergio Barreto

Permítanme, estimado público lector, una introducción ad hominem, para variar y por mero jugueteo:

 Cuando veo una fotografía de Sergio Barreto, el autor de este libro de tan hermoso título, Las estribaciones occidentales de Cydonia, no puedo sino sentir que estoy ante la presencia de un artista CON MAYÚSCULAS, al menos como nuestro imaginario lo representa: incómodo con la vestimenta (la que sea), desgreñado, con anteojos, delgado hasta parecer escuálido, pero con ese brillo en los ojos, tal vez chispa divina de Eros, de la que parece deducirse un universo creativo, un torrente nilótico de inspiración, una aprehensión de ese instante en el que el artista se funde con instancias superiores intelectivas y creativas de todo tipo, género y condición.

Además, es poeta, y su figura nos trae a colación, de inmediato, a Baudelaire, a Verlaine, a Rimbaud, a Panero, a Bukowski... A todo ese malditismo al que, al menos por su estética, debería ingresar de inmediato. No obstante, el malditismo se queda ahí, pues Barreto es un literato apreciado en el mundillo artístico local, además de ganador, entre otros, de un premio tan arraigado y considerado en Tenerife como es el Benito Pérez Armas (novela Vs.), con su consiguiente recompensa económica. Muy atrás ha quedado, enterrado para siempre, aquel rechazo de la aprobación burguesa, cuando el reconocimiento deseado era el de los pares, tan malditos como él, embarcados en la misma odisea creativa. 

Sea como fuere, lo cierto es que, por otro lado, ya estamos hartos de novelistas que parecen empleados/as jubilados de la Caja de Ahorros o de otros/as que uno confundiría con el/la jefe de departamento de, digamos, la compañía municipal de aguas (si existiera); o de aquellos/as que se diría que acabaran de terminar de corregir exámenes de primaria y se dispusieran a sacar al chucho. Tampoco queremos más Cercas o más Vilas, medio humildes, medio soberbios. Ni siquiera, más Pérez-Revertes o Javier Marías, eternamente enfadados en su sillón de orejas, calzados con pantuflas. ¡Queremos genialidad, queremos mística, queremos levitaciones en distintas alturas y ángulos, queremos poses que nos eleven sobre la vil mundanidad!

En este sentido, Barreto se convierte en un fetiche útil, pues prorroga con su figura y su obra el mito (o la ilusión) del artista como genio solitario y multidisciplinar, que surge con el Romanticismo, y que a pesar de las sucesivas deconstrucciones y posteriores refutaciones, amenaza con no abandonarnos nunca, porque, idealismos aparte, es ideal para los departamentos de marketing de las empresas de la industria cultural. Es comprensible: un poeta maldito, un genio provocador, un transgresor (todo lo anterior debe también escribirse en femenino) resulta atractivo como mecanismo atractor y diferenciador para el potencial público consumidor de estos abalorios artísticos. Lo de menos es que, efectivamente, sea rebelde, provocador o transgresor de verdad. Si estos adjetivos pueden aplicarse o no a Sergio Barreto, lo ignoro, dicho sea de paso.

Eso, si el/la artista es importante. Para la inmensa mayoría de los/las que intentan hacerse un nombre en el campo artístico, la apariencia de genialidad o de distinción se construye a base de filtros de Instagram, ocurrencias tuiteras y fotos que te hace un amigo mirando al mar o bajo un árbol. Y todos los likes que se puedan, aunque se consigan mendigándolos. No olvidemos que estamos en la era de la autoexplotación y del háztelo tú mismo.

En fin, vayamos a los cuentos que componen este volumen.



Mi impresión general de los relatos aquí publicados, ya se lo adelanto, es, en general, buena. Como diría un amigo, al menos "tiene frases", como la que inaugura el primer relato: 


Mi oficio consiste en preservar la oscuridad.

 

Así, nada más comenzar, este conjunto de relatos ya tiene mucho ganado: un título evocador y una primera frase magnífica. Lo difícil, claro, es mantener el nivel. En este primer relato, La pata superior izquierda del reptil, no lo consigue, aunque no deja de ser aceptable. Le sobra un alarde de minuciosidad por aquí, un adjetivo por allá, un adverbio en -mente acullá... El caso es que la idea del relato, un guardián de la oscuridad atento a cualquier disrupción lumínica en la noche, aunque sugerente y original no fragua en un relato redondo. También, termina de manera un tanto impaciente. Pero es apreciable.

El segundo, que da título al volumen, Las estribaciones occidentales de Cydonia, me pareció estupendo. Me recuerda por su atmósfera a aquella novela suya, Vs., aunque más reconcentrada y firme. Quizá por ser un relato corto, no se pierde en las tonterías que critiqué entonces. Logra una acción ajustada, una atmósfera polvorienta que, aquí sí, puedo leer como metáfora de las almas, con un personaje duro e insondable, y otro, iluminado como un profeta, pero, como tal, rayano con la locura. Muy bien.

El tercero, La ruta de las montañas, el más largo de todos, se lee con interés. Quizá lo que puede criticársele es que la indulgencia consigo mismo del autor se traduce en cierto preciosismo verbal innecesario (combinado con alguna expresión tópica) y la habitual recaída en las referencias artísticas tipo "vean qué culto soy, que se trasluce en mi escritura". Esto amenaza con desprestigiar el relato, pero es un peligro que no termina de ser mortal. Me gustan sus personajes, sobre todo el de Alexandre von Waskërber, tan impertinente e impaciente. No obstante, aunque el final sorprende y redondea el relato, también puede acusársele de inverosímil en su inopinada resolución. Yo soy más bien partidario de votar a favor, pero ya verán Vds.


-Veo que le interesa mucho la historia de este país.

-No, no me interesa en absoluto. Esa es mi colección de señores de guerra.

-¿Y la cabeza de jabalí también pertenece a la colección?

-Eso a usted no le incumbe, caballero.

Se encontraba tendido boca arriba, con el albornoz alrededor del cuerpo, una sábana blanca encima y las botas de miliciano descubiertas. Miraba el techo. Eché un vistazo hacia arriba, pero allí sólo había una grieta y manchas de humedad. Al poco Waskërber se incorporó y habló con la sábana blanca entre las manos.

-Tenemos que preparar la ruta. (...)

 

El cuarto, El próximo personaje, me deja indiferente. Un relato que se queda en mero bosquejo de algo que quizá podría haber sido, pero que, sin duda, no es. No digo que Barreto fuera dominado en esta ocasión por la pereza, pero la alternativa es que fue demasiado estricto en su propósito de condensar la trama. Unas cuantas páginas más nos habrían sentado bien a todos, si es que sabía a dónde se dirigía.

Con un aire, en algunos momentos, a El perfume, de Patrick Süskind, Según Illiana no deja de ser un relato curioso, con momento onanista de la protagonista, una mujer que roza la sesentena, que pone en el foco las cuestiones de la sexualidad madura e insatisfecha y de la soledad. A mí me produce la impresión de un ejercicio de estilo estimable pero con el que tampoco sabía muy bien qué hacer.


El olor a incienso, vainilla y pan recién hecho se expande por la habitación, mueve las cortinas y escapa por las ventanas hasta invadir las pituitarias de vecinos y transeúntes que, hechizados, dejan lo que están haciendo, miran al aire y esponjan la nariz para exclamar: "Qué rico huele, por Dios! Ummm, ese olor abre el estómago de los muertos. ¿No te huele a la panadería de Tito Peppino?"

 

Ni se te ocurra pensar en Vicky me recuerda, a alguno de los cuentos de Cortázar. Carece, sin embargo, de la profundidad y rotundidad de estos porque a Barreto vuelve a urgirle la prisa. Acaso porque temiera que se apagara sin aviso la chispa original, no desarrolla un asunto que, bien mirado, acaso tampoco mereciera una novela, sino, tal vez, cuatro o cinco páginas más.

Por último, El diván asiático, retoma de manera tangencial el asunto del primer cuento, el peligro de la luz y la oscuridad. Aunque tiene fallos estilísticos como añadir el prefijo auto- a un verbo como "imponer" (cuando ya se dispone de los pronombres átonos), la prosa del autor logra el tono y ritmo adecuados. Es, con el segundo, el relato que más me ha convencido.


Por eso, no pienses en ella cuando llegues y abras la verja y te reciban las cuadras, los graneros, la casa de madera que levantó la familia Cosme hace dos siglos... Ni se te ocurra pensar cómo la encontramos derrumbada en aquella habitación de la casa, con el cuerpo grande, inmóvil en el albornoz rosa, y la mirada fija (...).

 

EN DEFINITIVA, no se le puede negar al autor un estilo propio, la creación de atmósferas particulares y la construcción de personajes con carácter singular. Son la marca de un escritor que, si eliminara esa complacencia consigo mismo que creo detectar y trabajara más los textos, podría crear una obra verdaderamente poderosa.

A este respecto, soy de la opinión que una editorial que sea merecedora de ese nombre no puede, sin más, recoger los textos de un autor, quizá corregir alguna errata, y mandarlos a imprimir. Editar no debería consistir solo en saber diseñar portadas y pagar a los empleados/as, sino en mantener un pulso con el escritor o escritora para pulir los textos o, en su caso, eliminarlos. 

En este sentido, Las estribaciones occidentales de Cydonia, que suponen un avance respecto de su novela laureada, habrían ganado si alguien hubiera mantenido una conversación, tal vez difícil, con el autor para que éste se hubiera sentido desafiado, e incitado a exigirse más. Todos habríamos salido beneficiados. En fin, un libro de relatos estimable.

















 



















domingo, 27 de mayo de 2018

'¿Quién cuidará de mis guardianes?', de Alba Sabina Pérez


Cuando, al cabo del tiempo, uno ya le ha dado cera a los representantes más conspicuos de una novelística, a grandes rasgos, deplorable, en el ámbito local (y a unos cuantos en el nacional), dado que estos personajes ejemplares campan a sus anchas en suplementos culturales, artículos y otras tribunas escribiendo todo tipo de maravillosismos y buenrollismos ajenos y propios sin enmiendas ni rectificaciones, se encuentra con que tiene libertad para lanzar otra mirada a la creatividad. O más bien, una mirada a otra creatividad, es decir, puede comenzar a indagar en la obra de escritoras/es de exposición más discreta con la esperanza de encontrar una fuente de luz, aun vacilante (me conformo con eso) que ilumine estas tinieblas literarias. Y disculpen la metáfora, pero guardo otras más escatológicas.

Es por eso por lo que uno recoge pistas aquí y allá, lee esas obras que unas y otros a veces valoran como "injustamente tratadas", "insuficientemente reconocidas", etc., o que, sin que sea incompatible con lo anterior, pertenecen a jóvenes autoras/es, digamos en sus primeros pasos, pero que se atreven a publicar (lo cierto es que hoy las editoriales no editan, solo publican) sin demasiado pudor ni vergüenza anticipada. En el pecado está la penitencia, y llegados a este punto, son tan merecedoras/es de reconvención o de elogio como otros autores más populares y dicharacheros, aunque no disfruten de la mención del mentor habitual ni impartan cursos de escritura creativa. En todo caso, mi intención no es cercenadora sino más bien lo contrario, aunque parezca difícil de creer.

El propósito no es otro, al fin y al cabo, que experimentar, recogiendo palabras de Rafael-José Díaz, una "epifanía" artística, estética, literaria... Es encontrarse ante esa experiencia de asombro, aprendizaje y reconocimiento que solo algunas manifestaciones artísticas son capaces de suscitar. Me conformaría con una sola de las tres, no soy tan exigente. Sin embargo, y como parece lógico, esos momentos de epifanía son raros, qué le vamos a hacer. 

Por otro lado, no puedo sino apreciar el esfuerzo, como he reconocido en otras ocasiones, con el que unas y otros se empeñan en contar historias, por muy lamentables que terminen siendo los resultados. Esto no quita para que la crítica horade la superficie de la obra y saque a la luz defectos y virtudes, para que imagine otras posibilidades, para que devele lo innombrado o latente, para que reflexione a partir de ella. Es en este sentido que la actividad reseñadora consistente en elogiar sin tino, favorecer sin tapujo o glosar sin vergüenza resulta no solo una estafa informativa y un ultraje intelectual sino también una inmoralidad. Sus razones tendrán aquellas/os que la perpetran.






Así que entre otros autores más o menos jóvenes y relativamente desconocidos, aunque obtengan su elogio aquí o su mención allá, escogí por razones que van desde lo azaroso hasta la curiosidad por repetición una colección de cuentos con cuya reseña me tropecé en un par de ocasiones. Claro que es posible que casi nada de lo anterior sea cierto, y Alba Sabina Pérez sea un fenómeno literario sin parangón y yo sólo esté revelando, una vez más, mi ignorancia. 

Pero vayamos a los cuentos.

¿Quién cuidará de mis guardianes? comienza con dos cuentos yoístas: las tribulaciones de una joven allende los mares que comienza a vivir una vida adulta que no le agrada demasiado. Sí, la materia no parece que pudiera interesar a nadie más que a la escritora, y, todo hay que decirlo, la forma, el estilo tampoco ayudan. En el primero, dos amigas van en tren y conocen a otros viajeros más o menos singulares, y en el segundo, la narradora nos cuenta retazos de su juventud en Madrid. 


Siguió contando su relato, muy a nuestro pesar, aunque también con no cierta dosis de odiosa curiosidad por nuestra parte; aunque se negase a compartir con nosotras el secreto de sobrevivir a base de pipas de sandía. Y resulta que en el tiempo en el que tenían que compartir su guarida con el Matador, Nicole se empezó a hacer mujer, y él no podía más que admirar como cada mes sus pechos iban creciendo y su cuerpo adoptaba "formas de Venus". Entonces, él, que por aquel entonces también era muy joven, sintió la necesidad imperiosa de quitarle él mismo el virgo, porque, según su propio razonamiento: "¿Quién mejor?" Así que un día, no sin antes pedirle permiso, le quitó la ropa con cuidado y le hizo el amor con la precisión de un experto; aunque, según nos dijo, "también era casto hasta ese día". De todas formas sacamos nuestras propias conclusiones de hasta qué punto aquellos escabrosos detalles eran verídicos." (págs. 26-27)

Había bares nuevos llenos de diversos elementos hypsters de la recién llegada manada de cervatillos prisioneros del séptimo arte, solo que éstos no habían crecido con Garci ni con su Puro humo y quedaba poco para la maldita ley que cambió mi vida y mi forma de ver y de oler a los demás, sobre todo darme cuenta de que el tabaco disimulaba bastante bien el terrible aroma de algunos. Pronto llegó Laura, con su bellísimo rostro de inocencia que espero que aún conserve; aunque temo que la inocencia ya la habíamos perdido hacía algún tiempo, y poco quedaba de aquellas tres hippies de instituto que pensaban que en segundo de carrera sus vidas estarían encaminadas, al menos, hacia alguna parte. Entramos en uno de esos nuevos locales, ellas pidieron otro café y yo un cóctel. Necesitaba alcohol, amigas y tabaco, todo eso que no tomaba en Barcelona porque el hastío, la pereza, y el maldito cielo naranja no me dejaban. Y las tres, que nos leíamos las caras y las almas más deprisa que yo El guardián entre el centeno cuando estoy triste, por primera vez no sabíamos qué decir. Laura traía el pelo mojado de lluvia sin paraguas, y un folleto del cine con las películas que podíamos ver. (págs 32-33)


Sin embargo, el tercer cuento, . El reloj de mi padre está evidentemente más estudiado, más estructurado. Está pensado. Es probable que eso pueda parecer menos arriesgado, menos apasionado, menos romántico o cualquier otro adjetivo insensato, pero aquí ya nos encontramos con algo valioso. Ya no son las divagaciones bostezantes de una intelectualoide en ciernes, sino el relato preciso y evocador de una anécdota que trasciende. De repente, los personajes, un objeto (un reloj) y hasta un país adquieren fuerza simbólica, de tal modo que se quedan con nosotros después de leído el relato: un padre que vincula su felicidad a su reloj irrompible que se rompe, la niña que no juzga a su padre como un mentecato, sino que considera necesario intervenir, a su infantil manera, para ayudarlo; una Suiza de relojeros tal que ni evocada por Emily Dickinson... Las líneas de diálogos son las que tienen que ser. En la narración, los párrafos se engranan como si no pudiesen existir de manera independiente. Surge esa síntesis entre forma y contenido por la que la literatura cobra sentido. Un cuento corto, sencillo, que se agradece como una brisa de verano. Esto es literatura, algo que a veces ocurre cuando se dejan a un lado la pretenciosidad y el yoísmo.


Mi padre tenía los ojos aguados y la expresión muy triste. Traía su reloj fracturado en una bolsita de terciopelo que había en casa desde hacía tiempo. Era la bolsa de las joyas rotas. mi padre había sacado las joyas y las había dejado sobre el joyero de madera, y había puesto el reloj con mucho cuidado dentro. Ahora lo sacaba de su bolsa y yo tenía ganas de llorar porque nunca había visto a mi padre tan triste, ni siquiera cuando se murió mi pez. Le pasó el reloj al relojero, con mucho cuidado. El relojero lo cogió con sus manazas y miró el cristal. 
-No sé si el cristal tiene garantía, tengo que mirarlo; pero es muy raro, debe ser que vino defectuoso... 
Tenía en la frente una lupa, pero se ve que lo que le sucedía al reloj de mi padre no era tan importante como para usarla. (pág. 42)


Empecé a estar muy triste. Mi padre seguía llamando al arregla-relojes del barrio, el señor gordo, moreno y alto que no hacía nada por nosotros, y que siempre le decía lo mismo. Yo no paraba de mirar el buzón pero nunca llegaba nada. Todos los días pedía que llegase el reloj y pedía que mi mente me dejase olvidar el asunto y volver a ser feliz porque, de pronto, todas las cosas me daban igual: las notas, las vacaciones a la vuelta de la esquina, las tardes en el parque con mis amigas, las poesías en las libretas y los libros. Solo me importaba el reloj, y volver a ver cómo mi padre se lo ponía en la muñeca y nos contaba cómo aquel era el reloj que llevaban los galanes en las películas de los cincuenta, cuando la gente tenía clase de verdad, y solo quería que me dijese que siempre iba a estar brillante y que era un reloj que duraría toda la vida. Pensé incluso en coger un tren hacia Suiza, pararme en la fábrica de BlanHorloge y decirle al dueño: "¿Qué pasa con el reloj de mi padre?" (pág. 48)


Es de lamentar que la autora no siguiera por esa vía. Para mí, sólo con este cuento demuestra que tiene hechuras de escritora. Bien podría habernos ahorrado los demás.

El cuarto relato recae en la enfermedad del yo misma en la facultad y mira cuánto cine he visto, el siguiente va de cómo llenar 10 páginas con insustancialidades, y el sexto, titulado como una advertencia Ociosas banalidades consiste en las reflexiones de unos personajes contadas por un narrador omnisciente. Van de personaje a personaje cuando salta su nombre. Y uno y otro, y después el de más allá... ¿Interesante? No, banalidades. Que digo yo que para qué. El sexto, pues más divagaciones o recuerdos, qué sé yo, contadas en primera persona de cuando la protagonista tenía menos de cuatro años. Y paro de contar, que las historias no mejoran.

A mi entender, lo que otros comentaristas señalan como virtudes, como las tan traídas intertextualidades o las referencias filosófico-cinematográfico-literario-artísticas, si no se manejan bien no hacen más que convertirse en autorreferencias expresivistas que no interesan a nadie más que a la autora. A veces me da por pensar que, en realidad, uno habla de sí mismo cuando no tiene nada que contar. A pesar de las mil excepciones, supongo.

En fin, cinco años han pasado desde entonces, y Sabina Pérez ha tenido tiempo para escribir una novela y un poemario, que yo sepa. Me pregunto si habrá seguido la escondida senda que comienza (o quizá lo hace en otro lado, en algún relato olvidado, en algún párrafo escrito en una libreta perdida) con El reloj de mi padre, o está recorriendo esa autopista hacia la nada que consiste en hablar sobre sí misma y lo mucho que ha leído, lo mucho que ha visto, lo mucho que ha oído y las experiencias que ha sufrido/disfrutado y en empeñarse en contárnoslas porque, al fin y al cabo, siente esa necesidad. Me resulta llamativo que el prologuista de esta colección de cuentos sea Sergio Barreto Hernández, paisano de Sabina y autor de una novela (también reseñada en este blog) que adolecía, hasta el hastío y más allá, de esos defectos aludidos, defectos que estropean cualquier novela y que asesinan, por cierto, cualquier conversación. 







P.D. Como reseña, digamos, meliflua, por no decir algo peor, aquí.
















jueves, 16 de febrero de 2017

Estado de la cuestión y alguna cosa más

A la espera de nuevas lecturas y sus correspondientes reseñas, he decidido compartir con Vds. una breve reflexión sobre la tarea del reseñador bloguero. Con estas trece primeras novelas, me he dado cuenta de que el trabajo del reseñador literario es más duro de lo que parecía en un principio. ¿Por qué? Pues porque me identifico con aquel personaje de Ampliación del campo de batalla que decía: "Ojalá se me hubiera dado una vida sólo para leer" (ya me perdonarán la tilde en sólo, pero soy de la generación del Spectrum 48k, y esta madurez se plasma en que hay pequeñas batallas que uno no deja de librar, aunque transija de vez en cuando). No sabía entonces, pero sí ahora, que el reseñador no sólo lee libros buenos, no sólo lee libros de los que se convence que son buenos so pena de caer en el ostracismo del mal gusto, sino que por fuerza lee libros mediocres, malos y aún peores a los que jamás se habría acercado de otro modo. Llámenle a eso olfato o, si quieren, pre-juicios.

En todo caso, estas trece reseñas dan cuenta de libros cuya calidad, a mi entender, es de lo más dispar. Eso sí, los autores masculinos son abrumadora mayoría (12 a 1). Espero compensar esa proporción en los próximos días. Haciendo otra división, esta vez étnico-comunitaria, se puede ver que 7 corresponden a autores canarios, 3 a rusos, y 1 a un canadiense, a un austriaco y a un checo. Esa era mi intención desde un principio: dedicarle especial atención, pero no exclusiva, a la literatura escrita por canarios.

El balance es desalentador. Si excluimos, por considerarlo ya un clásico a Alonso Quesada, nos queda que, de los autores canarios reseñados, sólo Luis Junco, con su Entrelazamientos, da la talla. Las razones ya las he explicado en su reseña correspondiente. Sin ser una obra maestra, que no lo es, sí es una novela digna de ser leída. No puede decirse lo mismo de El sepulcro vacío, de Cecilia Domínguez, que, además de adolecer de una estructura confusa y de errores de incardinación temporal de la trama, suscita un aburrimiento insuperable. De hecho, es la única que no he terminado, una vez que reconocí que constituía una tarea superior a mis fuerzas. Por otro lado, Las calmas aparentes, de Federico J. Silva y La otra vida de Ned Blackbird, de Alexis Ravelo aspiraban a ser algo. Sin embargo, no han entrado en el reino de la ontología, sino que se han quedado en la cuneta de la historia. Seguramente hay destinos peores. Vs, de Sergio Barreto es una historia que sabe a ya leída muchas veces, y su estilo irrita que da (dis)gusto. Por último, de El tren delantero, de Emilio González Déniz, ya he señalado que es una tomadura de pelo completa. Debería estudiarse en la Universidad como ejemplo de escritura torpe y pretenciosa. Ya la primera frase le pone a uno el corazón en un puño: "Mi manera de vivir se aleja mucho de lo que se acepta socialmente". Joder, que estamos en 2017 (2016 cuando se publicó la cosa).

Hago constar que estas reseñas no implican un juicio a su trayectoria. Son críticas a una obra concreta, y me he esforzado por señalar y argumentar tanto sus defectos como sus virtudes. Que en algunos casos la novela (o lo que sea) suponga una nueva cima literaria o un desgraciado baldón es responsabilidad casi exclusiva de ellos/as.

Todos estos autores disfrutan de (cierta) fama y han ganado/recibido numerosos premios, seguramente por su obra anterior. Alexis Ravelo, por ejemplo, goza de reconocimiento nacional por sus novelas negras. Emilio González Déniz posee premios de todo tipo y disfruta de la admiración de numerosos seguidores. Cecilia Domínguez Luis, que es Premio Canarias 2015; Federico J. Silva, que ha ganado el premio Tomás Morales y el Ciudad de las Palmas de poesía, por lo que he leído; y Sergio Barreto (premio de novela Benito Pérez Armas, entre otros) son reconocidos poetas que en sus ratos libres se dedican a la prosa. Quizá el autor menos popular es, curiosamente, Luis Junco, aunque también ha recibido premios, etc. Con sus más y sus menos, todos han disfrutado en una época u otra del calor institucional en forma de patrocinios, cursos, conferencias, ediciones, etc. Lo cual no es necesariamente malo.

Quizá es difícil ser un/a escritor/a rebelde y vivir de la escritura. Quizá es que las administraciones públicas son entes neutros que apoyan la Literatura por su valor intrínseco (cualquiera que sea). Quizá es que cuando arrecia la vanidad, desaparecen los escrúpulos. Sin premios, además, parece que no eres nadie. Soy de la opinión que depender de los caprichos del concejal/consejero de turno no puede ser bueno para el artista, pero quizá estoy equivocado. Al igual que tampoco me parece saludable carecer de amigos que te señalen cuándo escribes tonterías o de un familiar jocoso que te ridiculice cuando crees que eres la leche.

Insisto en que habría que preguntarse por la razón de ser de los premios. En especial,de los premios otorgados por las administraciones públicas. Nadie los cuestiona, y ahí están todos esos artistas que por la mañana levitan entregados a la creación y por la tarde se pegan hostias por conseguir el premio de marras. O esos que una vez que lo han ganado/recibido, suspiran y exclaman, entre aliviados y enfadados: "¡Me lo merecía!" o "Ya era hora". 

Asimismo, creo que cualquier reseñador/a con un mínimo de honradez debería tomarse en serio su tarea. Debería darse cuenta de que si la gente lo/la lee es porque espera un guía: alguien que, con su sincera opinión, ya sea por tiempo, lecturas o estudios sea capaz de hacer juicios y de argumentarlos. Lo que no puede ser, lo que es escandaloso, lo que resulta indignante, es que el/la reseñador/a mienta. Que, además, hurte al lector la información de que es amiga del escritor o su primo hermano, o que pertenece al mismo sello editorial, o que le debe un favor, etc. O, simplemente, el miedo a quedar mal. Hacer que el lector acuda engañado a la librería a comprar el librito recomendado es, simplemente, de sinvergüenzas.

Qué triste todo.








lunes, 19 de diciembre de 2016

'Vs.', de Sergio Barreto

Antes de comenzar con esta reseña, creo que es obligado hacer un reconocimiento a la gente que se dedica a escribir: el esfuerzo de darle a las teclas para formar palabras y frases durante cientos (miles) de páginas con la voluntad de crear una historia. Hasta al peor de los escritores/as debería concedérsele el mérito que supone ese desempeño, cuyo resultado carece, en muchas ocasiones, de valor artístico alguno. Digamos que esa es la base de cualquier blog de reseñas, y a partir de ahí, de ese reconocimiento, puede comenzar la crítica. 

Esta novela, Vs., ganó el premio Benito Pérez Armas (de la Fundación Cajacanarias), de rancia raigambre en Santa Cruz de Tenerife, sobre todo por el premio, que es de 12.000 euros. El jurado estaba compuesto por Juan José Delgado, Juan Cruz Ruiz, Juan-Manuel García Ramos, Nilo Palenzuela y Cecilia Domínguez. Casi nada.




Bien. Comencemos señalando que en Vs., al menos, hay una historia. Podría no haberla. Ojo, que no desdeñaría que el virtuosismo o la singularidad de la forma nos absorbiera de tal forma que la trama fuera lo de menos. No es este el caso. Alabemos al menos como una virtud que el autor tiene algo que contarnos.

Pues bien, en la novela se narra que, a la muerte de su antiguo jefe, Viejo Araña, cuatro ex-empleados, que también eran amigos entre sí, se reúnen después de siete años para meterle mano a sus pertenencias. Según se infiere, era un individuo detestable. Como prueba de ello se cuenta que mató a su caballo, Obsidiana, por capricho, en un acto de brutalidad irracional. Este grupo salvaje no encuentra nada a lo que echar mano en esa casucha ruinosa llena de basura. Eso sí, se llevan su coche y unos uniformes que encuentran en unos cajas en el cobertizo. Así se pasan 29 páginas de las 200 que tiene la novela, y buena parte de mi paciencia. Esos cuatro personajes son el propio narrador, Mediacara, Marcelo y Octavio. El narrador no tiene nombre, pero tampoco nos importa; Mediacara es un tipo con la mitad de la cara quemada (lo pillan, ¿verdad?) y en los estertores de la novela también se dirigen a él por su verdadero nombre, Aldo; Marcelo es, también, "nuestro indio" (un nativo de esa llanura muy polvorienta, desolada y tal, llamada Cicatuac de pretensiones míticas) cuando el narrador se cansa del nombre, aunque a partir de la pág. 70 les sirve Polaco o Polaquito; y luego está el líder carismático weberiano, el tal Octavio, al que el narrador, al parecer, le profesa una secreta admiración, ya que no para de denominarle como "nuestro tipo duro", "nuestro cowboy" o "nuestro vaquero". A veces, incluso, por su apellido, Vargas. Cuando digo que no para, es que no lo hace. Se ve que el simple nombre "Octavio" no caracterizaba al personaje, así que Sergio Barreto decidió transferir al narrador-participante de la historia la pesada tarea de la connotación. ¿Cargante? Pues sí.

Sigamos. Como no encuentran nada de valor, salvo el coche (un Mercedes, dato vital) al que llaman Obsidiana (como el caballo), y cuatro uniformes militares, se plantean dudas existenciales. Sin embargo, como Marcelo ha creído recordar que en un puticlub (el Cráter) el dueño invita a los soldados, pues nada, deciden marcharse a ese lugar a aliviar sus frustración de ladrones sobrevenidos. Sergio Barreto, que también (o sobre todo) es poeta, debe de ser admirador de Kavafis, pues como ese lugar está donde Jesús perdió la sandalia, la tropa siempre está en camino y les pasan cosas terribles durante el viaje, que les recuerdan cosas del pasado, les revelan dimensiones hasta ahora ocultas de su personalidad y tal. Un bildungsroman breve, un On the road cortito sin Dean Moriarty, que todo no puede ser.

La novela, sin embargo, salvo ocasionales destellos, aquí y allá, normalmente relacionados con algún estallido de violencia (uno sospecha que precisamente esa violencia se inserta para que uno no se rinda al tedio e ice la bandera blanca), va aburriendo cada vez más, cada vez más deprisa. Porque hay algo de impostado en toda ella: la llanura, de telón de fondo telúrico en plan es un personaje más, los protagonistas que pululan por ella, los diálogos y el monólogo interior del narrador... Hasta la trama misma nos parece sucedánea, como el trasunto de otras tramas ya leídas. Como la colonia vieja de la que nunca decidimos desprendernos. Así, uno parece oler un poco de Meridiano de Sangre, otro poco de Viaje al fin de la noche, otro poco más de Bailaré sobre vuestras tumbas, y ya, si nos entusiasmamos, El corazón de las tinieblas. Pero no se exciten demasiado, es un olor desleído, fermentado, que no atrae sino que repele.

Lo peor de todo, propio de las novelas quiero y no puedo, ocurre cuando el autor se pone filosófico y les hace decir a sus personajes (en este caso, el narrador) tonterías de adolescentes en camino hacia su primer coma etílico:


El bourbon formó un pequeño charco bajo la lengua que, una vez en descenso por el esófago, ardió para inundar el estómago como si fuera napalm. ¿Vale la pena morir por esto?, pensé, pensando, a su vez, en Viejo Araña y su alcoholismo irredento. Por supuesto que vale, siempre vale la pena morir por algo, aunque se trate de una gilipollez, me dije, sí, sí que vale la pena, confirmé para mí, al fin y al cabo hay gente que la diña por nada, que desaparece y se funde a lo que son, a esa niebla contra la que han luchado a lo largo de su vida.


Aunque mi forma de pensar contradiga a la todopoderosa sabiduría de los anuncios nunca me ha gustado conducir. Además soy un borracho. Ir trompa y tener el poder de varias toneladas de chatarra que circulan a toda hostia y con cuatro tíos dentro cuyas vidas dependen de la destreza de un trompa, aunque pueda transmitir, en un  primer momento, sensación de poder; luego eso, la sensación de poder, se va al garete y queda algo así como vacío y miedo y una idea de responsabilidad demasiado grande para un borracho. Uno se funde con el coche. Forma parte del cacharro y, de algún modo, pierde un poco de humanidad. Se convierte en la única pieza verdaderamente frágil.

Otra cosa que saca de quicio es que este narrador innominado expresa esos pensamientos de soledad de fin de año con un lenguaje que a veces es lírico-pastoril y otras propio de un empleado de matadero (su actual oficio). Por qué, hombre, por qué.


Se trata, el Cráter, de uno de esos locales con rótulos de neón en la fachada y enormes gorilas con cara de gilipollas en la puerta. (...) Las rameras que desfilan por el Cráter son capaces de hacer lo que sea por dinero. Desde dejarse prolapsar el recto con succionadores hasta montárselo con un equipo de fútbol. Por un puñado de billetes llevan a los clientes de la mano hasta habitaciones forradas de terciopelo rojo.

Además, dispone, porque sí, de un vocabulario y de conocimientos superiores a los de sus compañeros. Incluso, en repetidas (demasiadas) ocasiones, se disculpa por ello, no fuera a ser que lo tomáramos por un mindundi pretencioso. Sin embargo, algo no cuadra: ¿Terminó la EGB? ¿Se matriculó en la Universidad en Ingeniería de Minas? ¿Era lector autodidacta? ¿Veía Saber y Ganar? ¿O era la vida salvaje del llano que le había otorgado infinita sabiduría y las respuestas del Trivial? El llano llanea, seguro. Nada se explica, sin embargo, sólo se nos dice que fue empleado del muerto (al que odiaban mucho) y que ahora trabaja matando vacas, lo que le embrutece, y tal. 

Bueno, la novela avanza o lo que sea y tras algún episodio gore, surgen más reflexiones sobre la vida, la muerte, sigue pasando alguna cosa que otra, después algún giro inesperado, más sangre, luego el sexo, más consejos prudenciales por si los echábamos de menos, tampoco falta la crítica al capitalismo, venga el llano otra vez, etc. 

¿Que si hay cosas buenas? A veces, alguna descripción no nos hace bostezar y, en cambio, nos permite entrever ese mundo eternamente salvaje y polvoriento. También, cuando el autor (o su alter ego) se olvida de sí mismo, la narración se vuelve, incluso, interesante. Dura poco, pero son bosquejos de algo que, a pesar de no ser nada original ni profundo, podría haber sido una historia pasable con un poco más de estilo, con personajes mejor delineados, con algo más de concentración

No todo tiene que ser original ni profundo.

Conclusión: no digo yo que no haya lectores a quienes les pueda entretener (lo que no es poco), pero, a un servidor, los descansos en la lectura se le hacían cada vez más largos y urgentes. Me pregunté, lo confieso, en este temprano estadio de mi ejercicio como reseñador, qué necesidad tenía yo de leer novelas así, si no me estaba "devanando a mí mismo en loco empeño". Esa debe ser, a buen seguro, la periódica ordalía de los críticos profesionales, quienes a partir de ahora me suscitan genuinos sentimientos de compasión (solo un poco). Me planteé en serio dejar la novela a algo menos de la mitad y darla por terminada, porque, ¿qué más podría pedírseme? A pesar de todo, tozudo como un llanero de Cicatuac, decidí continuar porque creí que sería más honrado publicar esta reseña si me la leía entera.

 No tiene por qué volver a ocurrir.

El jurado del premio Benito Pérez Armas declaró en la concesión: "Ha nacido un narrador". Mi conclusión de Vs., sin embargo, es otra: una novela con evidentes fallos de estilo, cuya trama se sostiene a duras penas, con lagunas, y que, en todo caso, parece hecha por alguien que está orgulloso de los muchos libros que ha leído y de toda la música que ha escuchado, y quiere que los demás lo sepan. 

Si este es el parto de Sergio Barreto como narrador, muy prematuro nos ha salido.