lunes, 26 de junio de 2023

Libros, veleidades y ferias

No debería sorprenderles que, así, sin previo aviso, les comunique que tengo avanzada la lectura del libro de Saul Bellow El legado de Humboldt. Comparte, por cierto, espacio en el suelo al lado de la cama con la difícil (para mí) obra de Blumenberg sobre el mito platónico de la caverna y sus alusiones filosóficas a lo largo de los tiempos (desde Aristóteles hasta... por ahora he llegado a Bacon), Salidas de caverna. Durante un tiempo estuvo también ahí la novela de Marlon James Leopardo negro, lobo rojo, pero no ha resistido la pujanza de Humboldt.

Asimismo, escribiendo las líneas anteriores, recordé que tengo iniciada la lectura de otra obra de Bellow, Herzog, pero debe de estar escondida en alguna caja de esta mudanza que nunca concluirá. No escribe nada mal este señor, obvio es. Por otro lado, tengo haciendo ejercicios de calentamiento la novela, que al parecer es la primera de una trilogía (si una novela no forma parte de una trilogía en esta época, el autor o autora no es nadie), titulada Los tres cuerpos, del autor chino Cixin Liu. Se va a poner de moda (de nuevo) porque Netflix va a estrenar una serie basada en ella. Hasta ahora he resistido la tentación. A duras penas: veleidoso que es uno.

Además de lo anterior, el otro día pasé por mi librería de referencia (trato amable: saben mi nombre, y cercanía al domicilio: básico) y compré un libro sobre arte; otro, de Marx, la novela de Liu, una monografía de análisis cultural y otro libro a cuenta de los clásicos griegos y latinos.

Libro de arte: La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, de Rosalind Krauss (traducción de Adolfo Gómez Cedillo).

Libro de Marx: El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. La novedad es el estudio previo (y la traducción) de Clara Ramas Sanmiguel, que ocupa sus buenas 50 páginas.

Libro de análisis cultural (o de lo que sea): Los antiguos y los posmodernos, de Fredric Jameson (traducción de Alcira Bixio).

Libro de inspiración clásica, sobre cuestiones políticas: El hilo de oro, de David Hernández de la Fuente.

Y Los tres cuerpos (traducción de Javier Altayó).

El martes, leyendo la Apología de Sócrates, caí en la cuenta de que había en la traducción de Gredos, a cargo de Julio Calonge, un latinajo que no venía a cuento en la boca de Sócrates ("in absentia"). Dichoso mundo este en el que encontré rápidamente a dos personas con las que pude comentar este asunto. También, en el Legado de Humboldt, el protagonista cuenta en cierto momento cómo su novia y él pasaban las tardes traduciendo a Plauto. ¿Es posible leer los Diálogos de Platón sin sentirse exquisito ni nada parecido? ¿Que sea una actividad tan cotidiana como cualquier otra en la que emplear el tiempo? Con frecuencia, en estas charlas melancólicas con personas de mi generación, afirmo que si pudiera volver a tener 17 años, con todos los medios necesarios a mi disposición, estudiaría Clásicas. Fantaseo con que estudiar estas lenguas debe suponer el ingreso en un club muy discreto, donde se habla griego antiguo con soltura y se bebe vino aguado en copas anchas proveniente de ánforas con motivos mitológicos. Cuando los miembros de este club se aburren, fornican o se postulan a dirigir el Estado. No olvidemos a Boris Johnson.

No descarto que otros/as piensen algo semejante respecto de Ingeniería o de Biología. 

Otro asunto: Javier Doreste ex-concejal de Urbanismo de LPGC que ha ido transubstanciándose en reseñador durante el último año y pico, a fin, supongo, de invertir su capital político en cultural ha proclamado que La otra vida de Ned Blackbird, de Alexis Ravelo es una "obra maestra de la literatura fantástica española". Entiendo, ya lo dije en alguna ocasión, que Ravelo sea un escritor querido, añorado y llorado, incluso que su legado literario sea leído con delectación por parte del público, pero de ahí a calificar sus novelas de "joyas literarias" (como escribió una periodista cultural en La Provincia) y, en concreto, La otra vida con ese "obra maestra" no es sólo exagerado, sino también inútil y no le hace ningún favor ni al fallecido escritor ni a los futuros lectores (también es verdad que los adjetivos que le añade Doreste a obra maestra pueden entenderse más como reductores que como intensificadores). Otro reseñador al que despreciar, por si andábamos escasos. 


Actualización del domingo, 25 de de junio

Por cierto, desde que escribí los primeros párrafos hasta este en el que estoy ahora han pasado unos cuantos días. Los bastantes para apreciar que El hilo de oro realiza un recorrido político por la Antigüedad como inspiración para, si no solucionar, al menos enmarcar muchos de los problemas de naturaleza política que padecemos hoy: la demagogia, el populismo y la crisis de la democracia, entre otros. Además, proporciona abundante bibliografía para quien quiera saber más, sobre todo, de historia antigua. Buena manera de empobrecerse monetariamente, sin duda. Debe de haber algún paraíso para los lectores que anhelan lo infinito que les queda por conocer, aun a costa de su patrimonio.

Feria del libro: finalmente estuve en el parque de San Telmo. Me dio la impresión de un evento algo desangelado. Quizá con menos casetas (tal vez, no, pero parecía que faltaban), mucha menos gente que otros años. Tampoco estaban los puestos de abalorios diversos (que tanto le gustan a mi media naranja y a los cuales, indefectiblemente, me veía arrastrado) ni los de artesanía. Ni siquiera, el de los triángulos de energía. Sí que había un grupo numeroso de adolescentes congregados dentro y frente a la carpa de la juventud. Algo es algo. 

El parque está medio en obras, por lo que la impresión general era de provisionalidad, lo que es acorde con el estado mismo del proyecto ferial. Vi por ahí a Santiago Gil, impasible el ademán, al siempre cordial Leandro Pinto y al cada vez más joven Miguel Aguerralde. Todo sea dicho, no fallan nunca en personarse. También, en un alarde de reconocimiento facial, vi a dos escritores más, de esos a los que les tengo echado el ojo, pero ya se sabe que la literatura es un mar proceloso: uno se echa a él para volver a la patria y acaba en islas ignotas.

Por casualidad, me senté pasadas las seis de la tarde en la carpa Alexis Ravelo y estuve escuchando a los autores de Saritísima (una biografía ilustrada de Sara Montiel), Daniel María y Carlos Valdivia, que estaban acompañados por tres drags (lo siento, he olvidado los nombres, pero hay foto). Una presentación interesantísima, por cierto, y que me hizo ver la figura de la actriz y cantante española de otro modo. Sin duda, brillante y aleccionadora.



Conclusiones: salvo el detalle de que la editorial publicatodo Mercurio prohibió (quizá, no prohibió, tal vez, aconsejó negativamente) a sus escritores/as acudir como invitados/as a las carpas, no he oído mayores quejas. Tampoco, elogios. Dejando aparte la referencia rutinaria de los periódicos locales, llama la atención que esta feria haya resultado desapercibida, al menos en mi círculo más próximo. Quizá la indiferencia sea el mayor mal de este tipo de saraos mercantiles-librescos, por naturaleza minoritarios y cuyo éxito se mide por el volumen de las ventas. No sé si la abulia ha sido cosa de la asociación de los/as libreros/as, del público o mía. A fin de cuentas, si resulta que en la feria de este año se ha vendido más que el pasado, todo habrá estado bien.


                     



viernes, 16 de junio de 2023

'La casa de mi padre', de Pablo Acosta

A veces, se juntan demasiadas lecturas. Al menos en mi caso, suelen ser de lo más dispar en cuanto a género y temática. Por ejemplo: Salidas de caverna, de Hans Blumenberg, sobre el mito de la caverna en La República de Platón. O El legado de Humboldt, de Saul Bellow. O Rompiendo algo, de Belén Gopegui. Por qué no, Ciudad Mori, de Sergio Mayor. También, Leopardo negro, lobo rojo, de Marlon James. Finalmente, La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Esto es lo que llevo leyendo desde nuestro último encuentro. Cuando termine de escribir este artículo, no sería de extrañar que hubiese incorporado algún otro título más o menos extravagante.

A este respecto, he acabado, al menos, la colección de artículos y ponencias de Gopegui, libro que para todo aquel que no se plantee sólo escribir sino para qué en nuestros tiempos debería ser lectura forzosa¡. No sería extraño que cambiara su punto de vista (si es que tenía alguno) sobre la función o funciones de la literatura y del arte en general. Si no es así, al menos, resultará zarandeado. Ante las tesis de Gopegui uno se siente obligado a tener una posición, ya sea a favor o en contra. Obligado a pensar: si uno no escribe contra, ¿escribe a favor? En todo caso, el libro resultará útil para todos aquellos habitantes de la República de las Letras que abogan por la estricta separación entre política (o, al menos, su concepción de la política) y arte (lo mismo: según lo que entiendan por ello). 


La escritora trató de aprender de cuanto había leído, visto y escuchado y llegó a una conclusión. Se dijo, y dijo también a los demás, que ella no escribía por qué sino para qué. Poco a poco fue elaborando una teoría que la calmaba. La teoría rezaba más o menos como sigue: "Escribir novelas es un modo de representar la realidad, es componer historias que podrían haber sucedido y componer a la vez el mundo en que podrían haber sucedido. Componer, en fin, una realidad paralela que, entre otras cosas, nos permita establecer una comparación. Para eso escribo, pretendo construir una posición que nos faculte para mirar nuestro mundo no sólo como algo dado, inamovible, inevitable, sino también como un proyecto que se realiza a través de cada acto, de cada elección". (Pág. 227)


Ese empeño por ser apolítico en términos artísticos es lo que convierte a los artistas (muchos de los cuales se califican a sí mismos de "progresistas", de "izquierdas", etc.), en palabras de Gopegui, en "vanguardia flotante". "Prefieren ser la vanguardia de nada antes que la retaguardia de algo imperfecto, pero real" (pág. 285). Aquí lo dejo.

En otro orden de cosas, permítanme que les recuerde que dentro de nada volverá a abrir la feria de libros de Las Palmas de G.C. No por nada especial, sino porque es esta ciudad donde vivo, y desplazarme a otros lugares como Agaete o Telde, mucho menos a otra isla, para eventos similares se me antoja tarea imposible, un ocho mil sin oxígeno. Me imagino como Sócrates, que apenas salió de Atenas (para servir como hoplita). En realidad, sólo soy muy gandul.

En fin, acabada la deplorada regencia de Jorge Balbás, por fin han revelado la identidad de los miembros del nuevo equipo. También, los escritores y escritoras (o gente famosilla, en general) que vendrán, firmarán, hablarán, decepcionarán o cancelarán a última hora. Habrá que ver a quién se le otorgará tratamiento VIP (carpa Alexis Ravelo) y quién el de común. La mayoría, claro, se limitará a poner morritos frente a los ejemplares de su novela sentado en una silla. Por lo menos, acarícienles el lomo. Salúdenles, denles una galletita.

A la sazón, sería injusto afirmar que las ferias de libros (en realidad, solo me refiero a la feria del libro de Las Palmas GC) me decepcionan, porque, de entrada, nada espero. Cuando voy, encuentro lo que ya me imaginaba: casetas con los mismos libros, presentaciones entusiastas y predecibles, gente paseando con ligero desinterés, el parque de los perros en San Telmo lleno de esas bestias, etc. En las ciudades de provincias cualquier cosa que sea gratis reúne a muchas personas ociosas o que encuentran una oportunidad para salir, mas brevemente, de su marasmo vital. Por otro lado, sé que hay letraheridos (Juan Cruz, un saludo) entre Vds. que se vuelven locos por saludar al escritor o escritora de turno, ya sea por genuina admiración, ya sea por ver si se pega el aura de la fama, el fetichismo de conseguir la firma del ejemplar de su último libro... Recuerdo que una vez vino Vargas Llosa a nuestra ciudad y hasta los más izquierdistas de nuestros periodistas le llamaban, con empalagosa devoción, "maestro". 

No olviden, empero, que es una feria de libros, no una feria de la literatura. Así que podemos ser breves y comedidos en la indignación si un/a youtuber viene a promocionar su libro de consejos sobre maquillaje o un presentador de la tele quiera contarnos también en ese formato cómo superó la enfermedad X (elija la que quiera) o cualquier variación delirante sobre asuntos triviales. Eso sí, ojalá esas birrias sirvieran, como compensación, para que la organización se animara a traer a escritores/as interesantes. Claro, aquí está el problema: defínanme "interesante".

En mis fantasías, el dueño de mi librería también lee a Proust, a McCarthy y a Coetzee cuando no tiene clientes, lee a Hierro en el retrete y los fines de semana se dedica a repasar a Foucault y Bourdieu.




En lo que al libro de hoy respecta, La casa de mi padre, del tinerfeño, bien que residente en Barcelona, Pablo Acosta, viene precedida por una reseña entusiasta del voraz y omnívoro Eduardo García Rojas. Sabemos que García Rojas, salvo alguna excepción llamativa, tiende a la acritud crítica sólo cuando se dirige a los cargos políticos culturales, en especial, a Juan Márquez (de quien alguien pensó que valía para el cargo porque era músico, ya ven), lo que me parece muy bien. En lo que se refiere a las obras literarias, suele ser más blandito. Cada uno es como es.

Pues bien, La casa de mi padre no es una novela, ya nos advierte el autor. Más bien, es un viaje literario introspectivo para, como se solía decir durante un tiempo con esa expresión tremebunda, exorcizar sus demonios interiores, o, también, algo más laica, lidiar/ajustar cuentas con su pasado. En este caso, representado sobre todo por su padre. Esto no debería hacer retroceder al crítico o empujarle a caer en la tentación de utilizar el cuchillo de la margarina en vez del de la carne. Por mucho desgarramiento sentimental que se muestre, por mucha empatía que uno pueda sentir por el sufrimiento ajeno, por las variadas ordalías espirituales que haya superado, el autor no ha escrito una obra para sí mismo y guardado en el cajón, ya más sereno de espíritu por haber expulsado a Belcebú, sino que la ha, fíjense, publicado.

Resonancias bíblicas tiene el título, no obstante (Juan 14:1-3), pero lo que nos importa es que no se puede negar que el autor posee un estilo propio, un idiolecto concentrado, rítmico y, por momentos, repetitivo, lo que viene bien a ese intimismo por momentos ligeramente opresivo. Salvo alguna expresión, la prosa tiene altura, sin ser compleja, y es de lectura sencilla.

Por otro lado, el narrador en primera persona se dirige, en principio, a nosotros, como guía de un recorrido doméstico corto en extensión, largo en duración. A veces, nos sustituye por su padre, que es añorado y vituperado. Su muerte es un hito vital que propicia esta narración o, más bien, recapitulación.


Quiero extraerla de mi mente, montarla como un juguete recio, sin resquicios, tabla a tabla del parqué, esquina a esquina manchada, en estas páginas. Si esto no es un libro, es decir una novela, es porque no conozco la trama (no hay una trama), ni las motivaciones de los personajes (no hay personajes), y todo esto no son tan solo trucos de un narrador en primera persona. Así, muchas de las historias que contendrá nos llevará a callejones sin salida, porque en ellos me encuentro yo tantas veces, y mi vida no es un videojuego en el que tengas que mover un ladrillo del muro para que una puerta se abra (Págs. 11-12)


Hace años se inundó la casa de mi padre. Sin avisar, un día, cayó una tromba impensable sobre la isla y por fin la gente, al reventar de las alcantarillas, pudo echarse a la calle como tantas veces habían visto en los reportajes. Sacaron los botes hinchables del trastero para ir al rescate de viejas que venían de la compra, se habían quedado de agua hasta los sobacos y esperaban atascadas en rotondas. Los coches flotaron y se dejaron bogar hacia el mar; primero suaves nenúfares por las carreteras, después kayaks embravecidos rodando por los barrancos... (Pág. 17)


Hagamos algo. Mostraré dos imágenes del estudio que me vinieron en sueños. Primero, como en un juego, saldremos y volveremos a entrar. Miraremos lo que soñé un día, volveremos a salir y al entrar por segunda vez ya nos quedaremos allí, buscando objetos para fijar la memoria. ¿Estamos preparados? Mantendremos los ojos abiertos o no, da igual, porque mi padre aparecerá y tendremos que mirarlo con unos ojos o con otros pues mi padre en el estudio es. Y tenemos que mirarlo. Cogemos la manilla dorada, la presionamos hacia abajo. (Pág. 41).

 

El estudio queda atrás, enfilamos el pasillo. Es de día: a mitad de recorrido hay una ventana. Entra una luz inconcreta de patio de luces que se extiende como una mancha por la pared de la izquierda. Esa pared se divide en dos aglomeraciones colgadas: desde el recibidor hasta la mitad del chorro de luz, la colección de mariposas disecadas de mi padre (siempre fue un coleccionista a rachas: todo durante unos años y nada en adelante). Alas brillantes o ya cuarteadas, con el eje de extraterrestre seco, con la careta de gas del gusano microscópica, invisible, pero que imaginamos agujereada, deshaciéndose polvorosa. (Pág. 55)


Pero la lectura de La casa de mi padre no tarda en cansar. Ese recorrido habitación por habitación, que suscita recuerdos de momentos vividos con su padre y sueños, que provoca emociones y reflexiones, pronto se vuelve letárgico porque el interés decae tras unas cuantas páginas. Es posible que esto se deba, a que carece de la densidad y riqueza verbal de, por ejemplo, Georges Perec en su novela, también topográfica, La vida instrucciones de uso (y las mil y una historias que despliega el escritor francés, que toma como referencia las estancias de un edificio de viviendas). Además, esta historia es tan autocontenida, tan firme y sólida en su desarrollo (lo que debería ser una virtud) que, de modo paradójico, tiene como consecuencia la falta de capacidad de salir de sí misma, de relacionarse con nosotros, los lectores.

Me explico: creo que la razón principal de que, a medida que se avanza, uno se pregunte por qué debería interesar este asunto personal, los problemas del narrador con su padre, su obsesión por él, consiste en que estos no adquieren grandeza ni trascendencia más allá de la vida privada del escritor-narrador. No aprecio ni en la figura del padre ni en la del hijo elementos para admirar, asombrarme o detestar, nada ejemplificador, nada que me suscite una reflexión especial. 

Ya digo que tanto el dolor, el gozo como las buenas intenciones no bastan para conformar una novela aceptable (o unas memorias, si se quiere), ni mucho menos para que la crítica deba soslayar las imperfecciones. Aun así, podría haberme sentido conmovido por esta relación paterno-filial, lo cual ya habría sido algo valioso, pero tal sentimiento, lamentablemente, no llega nunca. 

Además, y es algo que se explicita dentro de la obra, a veces da la impresión de haberse construido con retales: un texto de aquí, otro texto de allá (esa rememoración de los sueños) y qué bien encaja todo, lo que ahonda, a mi juicio, en ese distanciamiento emocional:


Al principio, cuando me fui de las islas dolorido por tantas cosas (un amor obsesionante dejado allá, mi padre aún caliente en el cementerio y yo usando su dinero para continuar mis estudios en Barcelona), me compré mi primer portátil y creé un archivo que se llamaba La casa de mi padre. En él fui escribiendo durante más de diez años mis recuerdos, los sueños relacionados con él que iba teniendo, conversaciones ficticias que se iban por un sumidero. Esas páginas estaban llenas de ira y de una incomprensión que solo deseaba saber. (Pág. 88)

 

Aun así, esta obra merece consideración. Percibo una voluntad seria de creación literaria, por no hablar del mentado estilo propio del que hablé al principio una voz singular, sin duda. Es posible que mi falta de empatía no se corresponda con la de otros lectores y que lo que a mí me resulta indiferente, hasta el punto del aburrimiento, a otros/as les suscite grados variables de interés.


P.D. Otra reseña más, aparte de la de García Rojas, aquí.


jueves, 1 de junio de 2023

'La isla de los muchachos hermosos', de Pedro Flores

Para algunos, un mundo ideal sería aquel en el que cada cual recibiría según sus necesidades y daría según sus capacidades. Quizá no tan ideal para muchos, que prefieren creer que cada uno de nosotros ya recibe lo que se merece y da lo que le da la gana. Normalmente, esto último lo piensan aquellos/as a quienes les va bien, y en gran parte les va bien porque han heredado una posición en la que es más fácil que vaya bien. Qué triste resulta cuando esa visión del mundo la hace suya un paria que no tiene dónde caerse muerto.

En fin, debe de ser que tengo el ánimo un poco sombrío, a la par que reivindicativo, por el resultado de las elecciones. Me pregunto claro, cómo imaginar una sociedad futura donde la democracia tuviera un valor sustantivo y no meramente procedimental. En el caso de nuestra democracia representativa, el voto condensa muchas aspiraciones y deseos, prejuicios y resentimientos, a veces no pensados, si no irracionales. Cuando la participación de la ciudadanía se reduce normalmente sólo al acto de votar, puede ocurrir de todo, claro. Por eso, tal vez no sea del todo justo reprochar a los más pobres y marginados entre nosotros que hayan votado a un partido de derechas, conservadores del statu quo. O por qué aquellos y también la clase media se identifica antes con las cuitas o iniciativas de Juan Roig o de Amancio Ortega que con los problemas de sus conciudadanos/as. 

Claro está que la izquierda a la izquierda del PSOE se ha esforzado al máximo por destruirse a sí misma, de derrota en derrota hasta la derrota final. Hablo de los/las dirigentes y de su séquito, porque supongo que al electorado potencial poco lo importaba que Alberto Rodríguez fuera primero o segundo en la lista, o las rencillas que Noemí Santana mantuviera con los denominados pitistas (seguidores de Mery Pita, la anterior jefa del partido en Canarias, que posteriormente abandonó, pero sin renunciar a su escaño en el Congreso), etc.

Hace tiempo, además, que el declive de Podemos era visible, electoralmente hablando. La desintegración de los cuadros, por no hablar de los círculos, es anterior, y, al final, hasta parte de los dirigentes de mano de hierro (o de genuflexión férrea) se han ido marchando o les han ido largando. Los que tenemos memoria recordamos, por ejemplo, la dimisión de casi todos los miembros de la lista de Podemos al parlamento canario hace cuatro años, veinticuatro horas antes del cierre de candidaturas. Por otro lado, es posible, como factor añadido, que a Podemos sólo se le haya oído en los últimos meses por sus reivindicaciones feministas. No se confundan, estoy de acuerdo con esas políticas, pero a parte del electorado de izquierdas o de esos indecisos del nebuloso centro político le podría haber parecido que los beneficios en tales derechos ya estaban amortizados y la insistencia en ellos, por mucho que la realidad le diera la razón al partido, suscitara más irritación que simpatía, más cansancio que entusiasmo. Esto podría haber dado la razón, aunque indirectamente a los defensores de la "trampa de la diversidad", izquierdistas (al menos, se proclaman) que piensan que la única clase verdaderamente oprimida es la obrera, y que toda actividad política debe dirigirse por y para esa clase, desdeñando otros tipos de opresión como la femenina, étnica, etc., porque sus demandas -aseguran- solo le hacen el juego al capitalismo. Es decir, que son funcionales a él. Mi opinión, parafraseando a Axel Honneth, es que la izquierda debe hacer suyas todas las luchas contra la dominación y la explotación ya sean económicas, sexuales, étnicas o cualesquiera otras que menoscaben la autonomía y la dignidad de las personas.

También es cierto, que los medios de comunicación han estado más atentos a los desacuerdos en el Gobierno que a otra cosa, mostrando a Podemos casi siempre como el aguafiestas, como el elemento díscolo, discordante, problemático y poco fiable, sin capacidad de tener altura de Estado.

Se me ocurre pensar, en momentos de máxima melancolía, que, si la mayoría del pueblo votara lo que le conviene, hace tiempo que habrían dejado de organizarse elecciones.





La novela, grosso modo, cuenta la investigación de Jesús Arévalo acerca de la vida y obra de un tal Bebo Ríos, que murió en la carretera a los dieciocho años de edad, justo tras ganar un premio de poesía. El hallazgo por casualidad del poemario de Ríos motiva a Arévalo a comenzar una indagación que espera que resulte compensatoria tras su fracaso académico (consistente en no haber sido capaz de acabar la carrera de Filología) y que le suponga el reconocimiento del mundillo de las letras.

Bien podríamos comenzar, y casi acabarla, la reseña citando a un personaje, el poeta brasileño Paulo de Souza, quien, hablando de una obra en prosa de Bebo Ríos, titulada La isla de los muchachos hermosos, en un juego de espejos o de novela dentro de novela, afirmó: "(...) nada demasiado interesante, para ser sinceros". No obstante, y aunque no me considere prolijo en detalles por lo general, considero que hay dar las explicaciones pertinentes.

La novela no es demasiado interesante comenzando por el mismo argumento, que resulta un tanto visto, no solo de escritores/as, sino de artistas en general, ya sea por la investigación y develamiento de facetas ocultas de la vida del personaje de turno, ya como, en este caso, de su temprana, prematura muerte. O, quizá más interesante: el tema de cuantos Sócrates hay criando cerdos: es decir, cuánta gente no podrá o no ha podido desplegar sus capacidades por ser pobres, por estar explotados, por haber nacido en un contexto social en el que las oportunidades apenas existen. Esto podría perdonarse, claro, si el despliegue de la novela fuera brillante en sus aspectos lingüísticos (exuberancia verbal, estilo, etc.) como en los técnicos (construcción de la obra) o por un contenido fértil en ideas y sugerencias que desbordara ese estrecho cauce y consintiera en hablarnos de asuntos que nos conmovieran y, además, nos estimularan cognitivamente. 

Asimismo, los diálogos, sobre todo los que mantiene Bebo Ríos con su maestra Isabel, que es quien detecta la chispa de artista en él, me resultan tremendamente impostados. Me atrevo a sugerir que la insistencia del autor por adjetivar con "puto" y "cabrón/a" todo lo que piense el personaje Bebo resulta un factor importante. Pedro Flores señala, de manera iluminadora, en una entrevista, que las personas en las que se inspiró para esta novela "hablaban así". Quizá habría que recordar que transcribir el habla popular tal cual es, como si estuviera recogida en una grabadora, no suele dar buenos resultados. Por lo mismo, transcribir los hechos tal cual sucedieron suele acabar por convertirse en un ejercicio plúmbeo de naderías en su mayor parte. Siempre hay un proceso de recorte, selección y, por supuesto, de artificio para que, paradójicamente (o no tanto), lo que se cuente resulte verosímil y, sobre todo, convincente. Entiendo, pues, que el habla de los personajes carece en muchas ocasiones del necesario trabajo de invención para hacerlos naturales.

Puedo añadir que hay unos cuantos pasajes en que apenas hay sustantivo sin adjetivo, lo que resulta cargante, excesivo, como si Flores hubiera dado rienda suelta a su espíritu creador, pero en mal momento. A este respecto, he anotado numerosas metáforas bastante forzadas, que suelen corresponder a la voz de Bebo Ríos. Podríamos aceptar a regañadientes que no es Flores quien escribe así, sino Bebo, pero, de todos modos, irrita y desconcentra; también, los cambios de estilo en su relato, de coloquial-vulgar a elevado. La excusa no puede aplicarse de ningún modo al narrador de las pesquisas de Arévalo. Por cierto, a veces se habla de que tal o cual expresión es un tópico, pero aun así insiste en ella. No entiendo la razón. Si se es consciente, ¿para qué escribirlo?


Cuántas veces habría repasado ya, fatigado, que diría Borges, cada texto, cada uno de los versos como un dardo lanzado al pozo sin fondo del olvido (...) (Pág. 27)

En la calle, nos descojonamos, dentro de nuestros zapatos desgastados y sucios, como ogros rencorosos que hubieran cercenado las alas de un dragón volador. (Pág. 44)

Arrastrándose como un ciempiés gangoso (Pág. 46)

 El crepúsculo llameante y las dunas de arena casi blanca, que se mueven como paquidermos líquidos con el suave viento del mar son un mundo prístino, qué lindo adjetivo este, y abundante, tan distinto al nuestro de pisos diminutos y húmedos, escaleras con olor a meados y perros sarnosos tomando la sombra, espantando con el rabo tábanos del color del carbón, grandes como helicópteros. (Págs. 47-48)

Y le vino a la cabeza a Arévalo la piel de un tigre, un brutal animal dormido en la espesura de naftalina y abandono de una anciana avariciosa, un tigre que él volvería a la vida pasando sus dedos por la dormida piel, abriendo al mundo las fauces anquilosadas de sus carniceras páginas. Se recreó el hombre en el vértigo de su excesiva metáfora, y se relamió, si no como un tigre, al menos como un gato. (Pág. 51).

 Pero la de don José fue la primera, la que lo puso sobre el rastro, como un sabueso filológico que olisquea la ropa siempre usada, el sudor reincidente de la poesía. (Pág. 52) 

Para mí pedían siempre un refresco de naranja que yo me sentaba a beber fuera, en la acera, a la hora en que las chicharras llenan el aire del verano endémicos de esos andurriales con su letanía de violín herido. (Pág. 56)

A mí me gusta ir caminando, voy pensando en la escritura, en la poesía, este paisaje me resulta, como diría la vieja, inspirador, y no porque yo escriba poemitas sobre el paisaje, el sol o los cabrones lagartos grandes como hipopótamos que toman el calor de las piedras lisas, con las garras y los buches amarillos expuestos a la canícula, como la ofrenda antediluviana para un dios abrasador (Págs. 91-92) 

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. Pero he aquí que se ha convertido ya nuestro hombre en siervo de su inercia investigadora, de su fantasía filológica, de su tendencia a la mitomanía, de sus ínfulas de free lance de la literatura. (Pág. 99) 

Ella bucea entonces por el intrincado y vibrante arrecife de su biblioteca, con sus patitas de rana, su arrugado cuello de tortuga, su talle de hipocampo, sus ojos de pejesapo. Busca por entre los libros, cuyos lomos desgastados por el uso son como los cascos oxidados de los pecios mortificados por las olas cuchilleras del bajío (...) (Pág. 129)

Yo soy una bicha lerda que repta por el fango sinuoso de su manglar recóndito y engulle un pajarraco zancudo y altanero, y el sabor de ese pájaro, trasegado sin conciencia a su insensato estómago tubular, acudirá a su lengua bífida muchos años más tarde, cuando, sin piel ya que mudar, casi no pueda arrastrarse por su pantano de mierda. (Pág. 143)

(...) y eran todavía las tres de la madrugada y la mañana era una anciana paquiderma que nunca llegaba al abrevadero del día. (Pág. 148)

 

Por otro lado, me produce perplejidad el narrador en tercera persona: no es solo que a veces hable en primera y otras en tercera del plural, porque podría entenderse que es un plural de modestia o aquel que se usa para incluir a los lectores, sino el tono. No es el neutral más corriente, con sus matices, sino que a veces toma partido, juzga. No se sabe quién es ni qué pretende, por qué nos cuenta la historia de Jesús Arévalo y de un poeta muerto hace tanto tiempo. Me pregunto, en definitiva, por qué he reparado en este narrador cuando en muchas otras novelas, haciendo lo mismo, la voz que cuenta pasa inadvertida. 

Por ejemplo:

Jesús Arévalo rememora los modestos sucesos de su búsqueda, que él pretende quijotesca, mientras que la guagua semivacía enfila la carretera paralela a la costa. (Pág. 51)

Recostado esa mañana en el cómodo asiento de la guagua, miraba, medio adormilado por el sol de octubre, aún cálido en la isla, el lomo de cocodrilo plateado y descomunal del mar, que, dicho sea de paso, a Jesús Arévalo nunca le había gustado demasiado, el mar, digo. (Pág. 85)

No hemos dado muchas noticias sobre la historia, características físicas o morales de Jesús Arévalo, ni lo haremos en demasía, pues poco importan, pero sí que dejaremos caer, cómo no, alguna anécdota, algún rasgo, que nos lleve a conocer, aunque solo sea someramente, al hombre que se ha embarcado en esta dudosa misión de rescate de un poeta furtivo y remoto. (Pág. 85)

Después de su breve pero fructífera conversación telefónica con Paulo de Souza, una febrilidad mayor si cabe se apoderó de Jesús Arévalo en su tan tenaz como probablemente irrelevante empresa. (Pág. 99) 

 

Los personajes secundarios están escasamente perfilados, apenas sombras. Los amigos de Bebo son casi todos parecidos, y uno tiene que revisar quién era quién cuando Arévalo los visita al cabo de los años. También, el juvenil amor de Bebo, Julia, no puede estar descrito de manera más negligente, con esos ojos "color verde gato", etc., repetidos en un par de ocasiones, por si nos hubiéramos olvidado. La maestra, doña Isabelita, caracterizada sobre todo a través del diálogo que mantiene con Ríos, no suscita apenas simpatía: resulta difícil describirla más envarada. Quizá sea Souza, el poeta brasileño, el que más se hace carne. Hasta Arévalo, el otro personaje central no genera más que una tibia empatía, de esas que no comprometen, como la que le profesamos al vecino al que le damos los buenos días, y a otra cosa.

Por otro lado, las breves menciones de aquel al mundillo literario no aportan tampoco nada apreciable ni escandaloso, y las reflexiones sobre la creación literaria, un esperable punto fuerte por ser Pedro Flores un conocido y laureado poeta, tal vez interesen a alguien. Preséntenmelo si llegan a conocerlo.

No es descartable que el escritor de La isla de los muchachos hermosos haya pecado de indolencia, de cierta laxitud en cuanto a su propia exigencia literaria en el caso que nos ocupa. Tal vez, algo se dice en la entrevista señalada, escribirla fuera más bien una tarea pendiente, y que poder publicarla le quitaría ese enojo. Señala: "No soy un novelista ni un narrador ni un escritor, sino un tipo al que en un momento dado le interesó contar la historia de un poeta ficticio". Le creo.

En otro orden de cosas, me interesa que se novelicen las disparidades sociales, la lamentable desigualdad en los puntos de partida vitales de las personas, la literatura (como cualquier otra cosa en la que se destaque) como primer peldaño para mejorar en la vida, el contentarnos con lo anterior y primar el talento y la excelencia en vez de la justicia, la dignidad y la redistribución, cosas así, entre otras. Flores escribe un par de apuntes al respecto, como, por ejemplo, en la página 43: "Nos habla de nuevo, como siempre, de los setenta, de las suecas ávidas de sol y de hombres oscuros y rudimentarios, tan distintos a aquellos suyos civilizados y correctísimos, de un mundo donde lo escabroso y lo miserable son un río subterráneo bajo el asfalto de la abundancia, tras el barniz de la opulencia". Me habría interesado mucho más esta novela si el autor se hubiese decidido a seguir por esa senda, eso sí, tras un profundo y minucioso pulimentado del estilo. No digo que todos los escritores en todas sus obras deban abogar por la emancipación de las clases oprimidas (que hay unas cuantas), pero sí constato que soy tendente a aburrirme con historias que meramente se empeñen en cartografiar el espacio sentimental personal. Hay que preguntarse por qué las cosas son como son, y no dar las cosas por sentado. Despertar del espejismo que supone creer que el mundo está dado así, y no construido. Injustamente construido.

En fin, que me desvío. Para mí, La isla de los muchachos hermosos es una novela mejorable en tantos aspectos que me pregunto si no habría sido mejor haberla reescrito por completo.



P.D. Por cierto, habría que prohibir la palabra rompecabezas a la hora de comentar la obra de que se trate, aun en el caso de que, efectivamente, fuese un libro de rompecabezas. También, que el entrevistador parafrasee la contraportada. Es triste o algo peor. También, como ya comentamos en aquella lejana reseña dedicada a aquel bodrio de El tren delantero del sin par Emilio González Déniz, decir que la obra de uno (o la del vecino, la de tu escritora favorita, etc.) es una "caja china" o un "collage" es una invitación al desprecio, porque uno (yo, al menos) tiende a pensar de inmediato que el autor se está excusando por su vagancia o por su incapacidad de estructurar con algo de lógica, si no con inteligencia, el material de que consta la obra.


P.D. Mes y medio después, Eduardo García Rojas hace una crítica casi entusiasta.