viernes, 8 de febrero de 2019

'Ventajas de viajar en tren', de Antonio Orejudo

Sigo preguntándome, en esta época en la que percibo ya juventud acumulada, cómo se conforma ese itinerario en el que uno comienza siendo un buen tipo, con algunas intenciones loables, apenas sin maldad ni segundas intenciones y acaba siendo un corrupto. Me fascina, sobre todo, esa imperceptibilidad de la degradación: esos pequeños actos que no parecen sumar -uno siempre encuentra una justificación exculpatoria- pero que, si se mirara, aunque fuera solo por un momento hacia atrás se encontraría con una cifra abultada de inmoralidad. Fantaseo con una corporeización de ese proceso, como si pudiera tenerlo sobre lo mesa como un bulto, y examinar ese irse dejando, ese ir concediendo, ese ir rindiéndose, ese -a pesar de todo- intento final de considerarlo todo un sacrificio por un bien mayor o ese miserable concluir de que se sustancia en el "qué más da".

De repente, puestos a imaginar, que se encuentre uno, digamos, ya con cincuenta o sesenta y tantos, quizá admirado, un tanto menos envidiado, siempre presente en todos los saraos, los micrófonos abiertos para conferencias, discursos o presentaciones, sin notar nunca falta de cortesanos ni de alegres compadres, sentado, no sé, en la taza del váter, con ese ánimo ligeramente melancólico con el que se afrontan este tipo de diligencias, y vislumbrar siquiera por un instante la propia indigencia, el desastre, el naufragio, el pecio opaco en que se ha convertido cuando aspiraba a ser águila imperial. Debe de ser terrible. 

Y es que no hay mayor pesadumbre que la vida consciente.







Podemos convenir en que la novela, escrita al parecer en 2000 (aunque publicada en Alfaguara en 2011) no es exquisita, que la historia (o la sucesión de ellas) deviene rocambolesca, que los personajes, en fin, no son verosímiles, sino casi caricaturas. Podríamos quizá encontrar aquí y allá más defectos, y sin embargo Ventajas de viajar en tren me parece una obra deliciosa, por sus mismas extravagancias, por sus acrobacias con el lenguaje, por sus elementos de metaliteratura y por su sentido del humor, por el sentido lúdico que atraviesa la obra de principio a fin.

Esta novela, que data de 2011, me retrotrae al regocijo que se experimentaba por sistema con las primeras lecturas de juventud, y que ahora, casi está de más escribirlo, solo siento en en raras ocasiones. Yendo más allá de las emociones, es decir, si ahondamos en la reflexión sobre cómo se suscitan, no puedo dejar de subrayar que el peso recae en el lenguaje. Esto, que parece obvio por tratarse de una novela, no lo es tanto cuando reparamos en que lo que prometen muchos autores (o los departamentos de marketing de las editoriales) es LA HISTORIA sobre lo que sea (novela DE AMOR, novela HISTÓRICA, novela ERÓTICA, novela sobre CORRUPCIÓN, THRILLER, novela NEGRA, etc.). Aquí, bien es cierto, hay una (varias historias, quizá ensambladas como, oh, horror, una muñeca rusa), pero es el poder arrebatador, la energía y el ritmo de las palabras, sus inteligentes cambios de estilo, incluso en el mismo párrafo o frase, lo que otorga fuerte personalidad, mucha fantasía y grandes dosis de humor a Ventajas de viajar en tren.



Además, está demostrado desde los tiempos de la Retórica que si se utilizan las palabras adecuadas en el orden preciso es posible desencadenar en el sistema nervioso esas reacciones bioquímicas que denominamos risa o inquietud, pero también otras más complejas, que reciben los nombres de calidez, proximidad, o esa otra sensación, la impresión de que los seres humanos tenemos alma, espíritu, personalidad, una dimensión interior a fin de cuentas. Pero no hay dimensión interior que valga. Eso que las personas buscan en el arte al caer la tarde, después de haberse comportado por el día como bestias, y que suelen llamar presencia humana, autenticidad, verdad, heridas del alma, eso no es más que un orden de palabras. Yo me río mucho de mis colegas en la clínica cuando hablan de la dimensión interior del ser humano. Yo les digo que la dimensión interior del ser humano es un cuento, y lo demuestro. (Págs. 17-18)

La novela fue saludada con simpatía por la crítica, que con la hondura, el rigor y la sensibilidad que caracterizan su lúcido discurso escribió: 
El libro de Ander me ha gustado mucho. Trata de un chico joven que escribe guiones de las cosas que pasan en el telediario, en los partidos, etcétera. La idea es muy original y me ha gustado. También me ha gustado porque pone entre los capítulos como si dijéramos unos anuncios de publicidad que te pueden servir a lo mejor porque quieres comerte una pizza que te apetece y no encuentras en ese momento el teléfono y vas al libro y lo encuentras y mientras esperas la pizza pues lees un cacho. El lenguaje que utiliza es muy rico y variado abundando los nombres comunes o sustantivos, los adjetivos calificativos y los verbos como mirar, decir, pensar, etcétera, por ejemplo. También me ha gustado la foto que pone, aunque parece mayor de lo que dice. Yo lo conocí en la presentación del libro y me pareció un chaval muy simpático y dicharachero, que estaba de acuerdo conmigo en todo y luego me invitaron a cenar y me puse morado, la verdad. Luego nos fuimos a unas discotecas con otras personas del mundo de las letras. Sólo decir que nos lo pasamos requetebién, aunque me sentaron mal los calamares. (Págs. 75-76)

¿Qué puedo decir? La vida me pareció mucho más monótona, monocorde e insustancial que esa otra vida que reflejaba la literatura. Eso es lo que dicen los escritores, ¿no? Pues es verdad. Así como los personajes de una buena novela usan registros verbales diferentes, yo pensaba que cada persona hablaba de un modo marcadamente distinto, y que una conversación, como las discusiones de las novelas, era un corredor de voces entremezcladas, que se contaminaban las unas de las otras, formando una especie de caleidoscopio verbal. ¡Qué decepción! En la vida real casi todas las personas hablan del mismo modo, hablan como en el telediario, o peor. (Pág. 111)

Más que la riqueza verbal, que la tiene, o el punto de vista, marcado en este caso entre alternancias entre narrador en primera o tercera persona, yo lo que subrayaría es el tono de la novela, brillantemente consistente, sin caídas abruptas o desmayos ante callejones sin salida, tan habituales en escritores menos talentosos. Un tono firme y un estilo propio que revelan a un autor con personalidad, a un creador singular, como mínimo.

Puestos a criticar, podría reprocharse una mayor cohesión entre las historias, una ligazón menos caprichosa entre ellas y un mayor trabajo de los personajes secundarios, dentro de una estructura tampoco demasiado compleja. 

Como apuntábamos al principio, no es una obra maestra. Ni siquiera creo que el autor aspirara a ello o que se propusiera escribir la gran novela española. Sin embargo, si fuera una primera novela, recién salida, yo escribiría aquello de "autor al que conviene seguir". Como no es la primera y Orejudo ya ha escrito varias más después, será cuestión, mejor, de leer las siguientes y comprobar su evolución (o decadencia) y ver de qué ha sido capaz. Recomendable.





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