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martes, 16 de mayo de 2023

Sic transit gloria mundi

Aprovecho esta deliciosa temporada (probablemente, próxima a su fin) en la que he conseguido evitar lecturas soporíferas (este año sólo he padecido Leche condensada, de Aida González) o ensayos banales sobre literatura (a la manera de Elisa R. Court, para que se hagan una idea), y, en cambio, he tenido la fortuna de decidirme por obras muy gratificantes, para compartir con Vds. algunas reflexiones o, si este término les parece demasiado presuntuoso, pensamientos variados que me han ido surgiendo respecto de nuestro mundillo cultural, que, como saben, es pequeño, peludo, esponjoso y un tanto aciago.




Por un lado, me resulta difícil reconciliarme con la idea de que la antigua viceconsejera de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Dulce Xerach, se haya convertido en nuestro André Malraux porque no sólo escribe novelas policiacas, sino que, además, forma parte de jurados de premios de literatura. Ignoro si la última circunstancia se debe a los méritos contraídos por su paso por la política o por su actividad escritoril. Como saben, además escribe artículos relacionados con la arquitectura (su especialidad académica) en el suplemento cultural (o lo que sea, porque ya hace tiempo que no se sabe qué propósito tiene este cuadernillo) de Prensa Ibérica. El mundo es la escritura de Dios, según se entendía antes, y hay que saber leerla para conocerlo.


                                                     A. Malraux


Por otro, el Sr. Arroyo Silva, poeta laureado, pero que tiende a farfullar en prosa, bloquea en sus redes sociales a los críticos. No tiene nada de particular esta prudente decisión en cuanto que otros/as, algo más ilustres, ya la habían tomado antes, pero choca un poco cuando le hemos leído en varias ocasiones manifestar su respeto por la crítica ("je je je"). Como suele ser habitual, la única opinión respetable que admiten escritores como él es la elogiosa, que no necesita fundamentación. Intuyo que el mundillo poético en Canarias es aún más cenagoso y falto de oxígeno que el de la narrativa, que ya es decir.

Asimismo, considero un error el permitir que los artículos periodísticos publicados durante años se transmuten en un libro, salvo que quien los escribió hubiese mostrado una prosa deslumbrante y desplegado ideas originales y potentes. Si no es el caso, parece, a primera vista, un ejercicio de vanidad que, como mucho, solo suscita piedad (además de la esperable indiferencia). Adelanto, en calidad de representante plenipotenciario, que el Polillas al anochecer jamás lo pretenderá ni lo aceptará, y que la sola idea le provoca dolor de estómago, así que estén tranquilos/as. Tenemos varios ejemplos recientes, como Antonio Morales, muy consciente de haber escrito una obra importante; o, hace unos meses, Víctor Álamo de la Rosa, también convencido de estar legando un tesoro a la posteridad. Recuerdo, a la sazón, aquel director de periódico, cuyo nombre no recuerdo a causa de su irrelevancia, que pretendía deslumbrarnos con sus análisis geopolíticos y lo que surgiera, etc. Esta prosa de artículo periódico hay que dejarla arder una vez leída, ya digo, salvo excepciones. 

Por si les interesa, en el hueco inolvidable e imborrable (un hito) que dejó el programa homónimo del Polillas en Radio Guiniguada ya hay desde hace unas semanas (sic transit gloria mundi) otro programa cultural. No sé si es bueno, malo o todo lo contrario, como la cerveza 0,0, pero dejo nota aquí para que lo oigan y opinen. Después de pensarlo (a ratos, de manera espasmódica), he postergado cualquier proyecto podcast o radiofónico para la temporada 23-24. Veremos cuáles son entonces los compromisos que me he impuesto y mi grado de motivación. En todo caso, pensemos juntos qué tipo de programa podríamos inventarnos. Echo de menos, sí, los intercambios de ideas en vivo: no era frecuente que estuviéramos de acuerdo en todo, ni mucho menos.

Ha sido llamativo leer estos días en la prensa local el cierre de un par de fundaciones culturales por los impagos del Ayuntamiento de Las Palmas G.C., ya que estamos en vísperas de elecciones y esto puede considerarse una negligencia político-administrativa por su supuesta resonancia pública. Puede ser, también, que, en realidad, el cierre (temporal) de la sede de la fundación de Chirino y la de Francis Naranjo (de forma permanente) no le importe a casi nadie y el Ayuntamiento sea consciente de ello. Esto nos recuerda el riesgo que supone que la financiación de cualquier iniciativa (cultural o de otro tipo) esté en manos de agentes externos, sea una administración pública o un mecenas privado, y de la impostura que suele acompañar a la cultura con mayúsculas. En todo caso, acerca de la Fundación Chirino, no recuerdo que nadie la deseara, salvo el propio Chirino, el alcalde de entonces, Juan José Cardona y los demás contactos o cómplices en la política municipal que, a pesar de las críticas iniciales, han seguido esa senda plagada de espejismos de pagar por ponernos, supuestamente, en el mapa mundial de algo. Tampoco es descaminado pensar que, si desapareciera, nadie la echaría de menos.

Por esas cosas de las redes sociales, y sea debido a su algoritmo o por predestinación, caí en el muro de un escritor que en medio de un comentario decía algo así: "Me tomo un café mientras escucho la Primera de Mahler", y me recordó que suelo imaginar conversaciones con personas muy serias en las que suelto inopinadamente: "Estaba yo leyendo el Canto IX de la Ilíada cuando...". Lo que causa honda impresión, por supuesto.

Las tertulias: depende de si hay cortesía en el uso de la palabra, de que nadie se erija en sumo sacerdote o sacerdotisa y de que se considere de mal gusto proferir falacias ad hominen. Los demás non sequitur pueden deberse a ignorancia o a fallos en el razonamiento, lo que no implica mala fe. En mi opinión, una periodicidad bisemanal sería la apropiada, para dar tiempo a leer, pensar y preparar los asuntos. Si no es así, es muy posible que se caiga en el debate de barra de bar con palillo en la boca. Deberían estar organizadas de tal modo que, aunque fueran privadas, pudieran transmitirse de modo inteligible a un público imaginario. Entiendo, al respecto, que las divisiones tajantes entre literatura/arte y política que se quieran blandir son siempre incorrectas.




A la manera de Nick Hornby, pero sin su gracia, y para rematar este artículo misceláneo, les anuncio que ya obran en mi poder La isla de los muchachos hermosos, de Pedro Flores; Salidas de caverna, de Hans Blumenberg; Rompiendo algo, de Belén Gopegui y La casa de mi padre, de Pablo Acosta. Como paradójico anticlímax, me he visto compelido irresistiblemente a leer, justo cuando he vuelto a casa con los libros anteriores, una novela de Richard Powers, The echo maker, que llevaba años aguardando su turno en uno de los anaqueles.

jueves, 7 de julio de 2022

'La penúltima lectora', de Elisa Rodríguez Court

Para comenzar de buen rollo, les escribo que si alguien me acusara de "dinamizar la escena cultural" de la ciudad (precisen Vds. el ámbito geográfico o administrativo-territorial que les plazca), lo más probable es que me mesara los cabellos, me rasgara las vestiduras y abandonara familia y posesiones para subirme a una columna en mitad de cualquier desierto. A mí lo que me gustaría de verdad es, ya puestos a desvariar, dinamitar la cultura para que de entre los cascotes y los fragmentos, entre el detritus y la quincalla pudiera aparecer algo que no fuera meramente institucional y desalentadoramente conformista.

Hablando de dinamizadores y también de gestores de esa cultura que se empeñan en hipostasiar, me parece que estar en todos los saraos y figurar en todas las fotos no significa más que haberse currado el don de la ubicuidad, facilitada por una agenda bien cargada de contactos. Otra cosa es que efectivamente se gestione y dinamice algo más que subvenciones públicas, que digo yo que también podrían arriesgar alguna vez parte de su propio capital. Es importante, además, que estos/as dinamizadores/as y gestores/as no olviden pagar a las personas con las que trabajan o colaboran. Lo digo porque en numerosas ocasiones, seguramente embriagados/as por los efluvios que brotan de tanta cultura, estos/as gestores/as tienden a la dispersión y al olvido de las necesidades de sus semejantes.

Ese es uno de los problemas del sector cultural, tal vez de gran parte de la economía canaria y española: la precariedad, la temporalidad y los bajos salarios (cuando se pagan), amén de la casi exclusiva dependencia de la aportación pública. Esto último provoca la aparición de especialistas en captar subvenciones y el casi inevitable clientelismo (tanto el clientelismo como la censura surgen también cuando se depende de entidades privadas, no obstante). Por no hablar de que esa dependencia en muchos casos coarta la potencialidad rompedora o subversiva de cualquier iniciativa cultural si la tuviera en origen, ¿pues quién quiere enfadar al político, al mecenas? Además, no es descabellado pensar que muchos de estos productos (llamémosles así) culturales no se idean primero (como inquietud personal o grupal, tal vez, con objeto de compartirlo luego con la sociedad) y posteriormente se busca financiación, sino que están concebidos para obtener una subvención. Vistos así, no es de extrañar que cualquier gasto (como el pago a terceros) se considere insoportable o, al menos, fastidioso. Lo malo de estas cosas es que que proyectos culturales a cargo de promotores/as honrados/as y sacrificados/as conviven con los anteriores y todo el sector queda así bajo sospecha.




Antes de empezar, quizá debería avisarles que soy muy amigo de leer mamotretos, salvo para reseñar (por la imperiosidad del calendario), y poco de libros de aforismos o, menos aún, de esa perversión llamada microrrelatos. Entenderán, entonces, que cuando descubrí que La penúltima lectora era una colección de textos breves surgidos tras lecturas literarias y entrevistas a escritores/as me sentí algo desconcertado. No obstante, lo sorprendente acecha a cada esquina.

Es probable que lo más sobresaliente de este libro (que no tiene intención de ser un conjunto de relatos, quizá ni siquiera de reflexiones, sino de un paseo, mediante la alusión y la cita, por algunos caminos literarios transitados por la autora) sea la constatación de las numerosas lecturas de esta. Es evidente que el elogio es, simultáneamente, un reproche, porque la autora consigue algo que en principio no resulta fácil: que las anécdotas y citas de escritoras y escritores fatiguen (pese a  la predisposición potencial del público lector) a pesar de la corta extensión de los textos.

Mi crítica va dirigida, sobre todo, al uso del lenguaje. Las frases tienen un aire de, si no hechas, sí sobadas. Falta, en lo que soy capaz de apreciar preocupación por el estilo, reflexión acerca del peso de las palabras. Es esa escritura fácil que reprocho tan a menudo por la que parece que algún demiurgo se ha apoderado de nuestra mente y todo lo escrito parece natural y maravilloso. Pero no. Algún pasaje escapa, aquí y allá, de este tono general mediano y previsible, lo que añade amargura a este análisis porque así se vislumbra lo que podría haber sido, tratados los textos con un poco más de cuidado. Tal vez, no se disponía de la capacidad para transmitirlo. A veces, suena a columna periodística (como R. Court alude en una entrevista a un periódico local): esa recurrencia (yo diría, más bien, caída) en el sentido y en el lenguaje común poco suele añadir al acervo del lector/a, que solo confirma sus supersticiones.


El sentido de la figura del finalista admite numerosas dudas, sobre todo en ciertos concursos donde intervienen editoriales y a los que se presentan escritores noveles. Dicha figura parece responder en diversas ocasiones a un invento con ánimo de lucro. Una maniobra dirigida a la promoción de la editorial y a la captación de escritores, sometidos luego a condiciones humillantes. También los finalistas muerden con facilidad el anzuelo. Les emociona haber arañado el premio y caen en la trampa: piden a la editorial la publicación de sus manuscritos. Quizá obtengan a cambio un descuento. (Pág. 27)


Suelo escoger obras literarias que me agarren y me remuevan, obligándome a mirar de frente. La literatura es para mí la mirada petrificante de la medusa. Necesito una buena sacudida, sentirme navegando en alta mar entre las páginas de los libros. Elijo privarme de la seguridad de un ancla enterrada en el fondo del agua. Leer ha de parecerse al instante en que entro en mi frío dormitorio y mi propio cuerpo muerto me coge del todo desprevenida. (Pág. 42)


Me horroriza la defensa de la instrumentalización ideológica del arte. Su alcance práctico incluye, en el ámbito de la literatura, el adoctrinamiento de los lectores como cometido de la ficción literaria. Una apuesta así, descabellada, me ha recordado un lamentable suceso ocurrido a Coetzee tras la publicación de su novela Hombre lento. (Pág. 50)


El arte no guarda relación alguna ni con ideologías ni con juicios morales. Sin embargo, las obras de numerosos artistas fueron y son vetadas por motivos ideológicos. Queda en el recuerdo la polémica desatada a raíz de una interpretación musical en Israel. La orquesta de Barenboim tocó un fragmento de una ópera perteneciente a Wagner, denostado por el Gobierno israelí. 

Prohibir la música de Wagner basándose en supuestas razones ideológicas del compositor mata al arte. Lo mata asimismo la expulsión de Céline del panorama literario. ¿Acaso la gente deja de ir a la peluquería o se inhibe de entrar en un establecimiento comercial porque las ideas de los propietarios difieren de las suyas? (Pág. 67)


Mi deseo de posesión, escribe Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, se dispersa no sobre varios libros posibles, sino sobre todos los libros existentes. La adquisición de uno significa para él no un libro más, sino muchos libros menos. Les ocurre igual a lectores empedernidos. Observan asimismo el lado sombrío de sus lecturas: las que defraudan sus expectativas y las que se ignoran. En sus bibliotecas les esperan, no obstante, nuevos libros. Cualquier lector adicto suele tener a su disposición libros de sobra. (Pág. 93)


El mercado enaltece a numerosos autores iletrados. Otros son anunciados a bombo y platillo como un descubrimiento sublime. Se les considera el nuevo Marcel Proust, la renacida Virginia Woolf o el último Roberto Bolaño. Ellos, por su parte, carecen de escrúpulos y se vanaglorian de su capacidad para combinar el oficio de la escritura, fácil y rápida, con una vida social plena. (Pág. 103)


Sorprende su escritura de ritmo vertiginoso y cargada de sensualidad, la yuxtaposición de lo real, ficcional y onírico, y el rescate de lo esencial. También su inmersión en la naturaleza con cierta fragancia de Rulfo, sus conexiones con la narrativa, entre otros, de Kafka, Cortázar, Vila-Matas y de escritores japoneses como Kawabata y Kawakami. Con acertados giros inesperados, los desenlaces de los relatos cuestionan la ilusoria secuencia de los hechos. (Págs. 142-143)


Aunque no es solo el lenguaje, digamos la forma, lo que me causa este estupor siestero. Las reflexiones o conclusiones que suscitan tampoco me sorprenden ni me estimulan. Son previsibles, y más campanudas que llenas de sustancia. Hay, se nota, un interés de dotar de trascendencia a la literatura y a los/as literatos/as, pero me temo que el esfuerzo se torna baldío por la poca finura estilística de la autora, y quizá porque no dispone de la panoplia conceptual apropiada para las honduras que pretende sondar. Entusiasmo, eso sí, no le falta, pero no basta para las dimensiones de la empresa.

Así pues, aunque los pequeños textos de La penúltima lectora recogen citas y proponen reflexiones de raíz literario-filosófica es dudoso que susciten, a su vez, otras citas y otras reflexiones. Esto constituye para mí la prueba de su fracaso. Fracaso, entiéndanme bien, en el sentido que no logra prolongar las reverberaciones que aquella literatura suscitó en la autora y que tuvieron como consecuencia este libro. Esta impotencia es tanto más lamentable cuanto se percibe la cantidad de lecturas subyacentes y el esfuerzo para escribir los textos. No obstante, como alguna vez he subrayado, las energías gastadas no tienen por qué corresponderse con la calidad de la obra.

Por otro lado, este libro tiene la virtud, al menos, de ofrecer una gran cantidad de referencias literarias a los/as lectores. En algunos casos, puede suscitar la curiosidad o el interés por esta o aquella obra, por este/ o aquel/la escritor/a, lo que puede conducir a nuevas lecturas, y eso siempre está bien, por lo menos para Vds., que leen suplementos, blogs y artículos como el presente. En este sentido, Elisa R. Court puede habernos hecho un favor nada desdeñable. Muchos/as con más fama han hecho menos.

Por último: es difícil resignarse a ser solo lector/a cuando, por un sentimiento de verdadera generosidad, uno/a se ve impelido/a a compartir sus conocimientos y experiencias con los demás. Tal vez, es una posibilidad que me ronda por la cabeza, el crítico debería hacerse a un lado y dejar pasar textos como estos, semillas que flotan en un río hacia el mar. Promesas que no germinarán.



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA





miércoles, 24 de julio de 2019

'La fiesta del tedio', de Elisa Rodríguez Court

En España, vivimos en un ecosistema político en el que parece que casi todo es posible: un partido que ayer se decía socialdemócrata, se considera hoy liberal y alcanza pactos de gobierno con un partido tradicionalista poco amigo de la democracia, y los dos partidos de izquierda con mayor representación electoral, aun a punto de formar un gobierno de coalición, se tratan como enemigos. Sin embargo, lo que parece no es. Lo que es apunta a un planteamiento político conservador. Es decir, el mantenimiento de las bases del sistema económico y político, cuando no su perfeccionamiento.

Más allá de qué  partido pacte con cualquier otro, más allá de los aspavientos de los nostálgicos franquistas de unos o de las ínfulas reformistas de otros, deberíamos recordar lo que no es materia de discusión política en ningún partido. Intentemos llevar a cabo ese acto de extrañamiento del que hablé en la pasada entrada y preguntémonos qué hace, qué acata, de qué forma parte nuestro país en el mundo. Preguntémonos qué no se debate nunca, sobre qué hay consenso. Parece evidente que el centro político se ha desplazado a la derecha, y el sentido común gira en torno a valores, costumbres e instituciones que hace unas décadas habrían sido (o fueron) motivo de agrias discusiones en la esfera pública y de realineamiento de posiciones políticas.

Mientras tanto, nuestros/as novelistas escribiendo novelas en las que plasman sus batiburrillos íntimos y espirituales, sus tramas de acción o de detectives más o menos mal encarados, o sus triángulos sentimental-sexuales. Repetición, repetición y aburrimiento: la transgresión ha dejado paso a la pose malhumorada, y los propósitos revolucionarios se han convertido en lemas pretendidamente incorrectos en el perfil de Twitter. 

No digo que las novelas tengan que hablar siempre de nuestro precariado local y nacional de todo tipo, o de toda esa gente que vive en la pobreza sin apenas esperanzas de un futuro mejor. Es más bien una cuestión de enfoque y, sobre todo, de actitud. El esfuerzo del o de la novelista, del o de la artista, debería ir enfocado a sacar las cosas de quicio, a forzarnos al extrañamiento, a hamletizarnos y quijotizarnos un poco, un rato, al menos. En un mundo que premia, en cambio, la ripleización de las mentes y la concepción de cada uno de nosotros como mónada económica y egoísta echo de menos, en este sentido, un poco de preocupación social.





A este respecto, La fiesta del tedio, de Elisa Rodríguez Court, no nos va a suponer un bálsamo. La historia es sobre todo una recapitulación de la última fase, decadente y agónica, de una relación amorosa. Aunque a estas alturas la perspectiva de leer algo así suele provocarme sudores de todo tipo, reconozco que existe una tradición literaria en la que estos monólogos, o este yo que se dirige a un privado de palabra (aunque se inserten diálogos), han dado notables resultados literarios, como, por ejemplo, Cinco horas con Mario o Alexis o el tratado del inútil combate, sin ir más lejos. Seguro que a Vds. se les ocurren más ejemplos.


No es el caso de la obra que nos ocupa. Aunque Rodríguez Court lo intenta, y creo que podría afirmar que lo intenta con dignidad, es decir, trabajando la expresión y el tono, el resultado no consigue superar la barrera del asunto personal (real o imaginario), por bien escrito que esté, y metamorfosearlo en algo de interés para los/las lectores/as. No logra traspasar la burbuja de la anécdota ni conectar de un modo singular con las preocupaciones amorosas y existenciales que puedan suscitársenos. Aparte de eso, la autora, a mi pesar, no logra evitar su buena ración de frases hechas y pensamiento convencional, y algún error básico como escribir infringir por infligir (pág. 55).

La novela nos sitúa ya en un momento poslibidinal, más bien posliminal, en el que la autora rememora el declive amoroso, que se transustancia en una progresiva irritación respecto del hombre. Un progresivo cogerle coraje que, al situarlo desde el inicio, nos preguntamos a dónde va a parar. Me atrevo a sugerir que si la autora hubiese situado la acción (o el recuerdo) antes, habría podido expresar mejor ese tránsito del enamoramiento que lleva al amor o al hastío. O a cosas peores.

Entiendo que no es fácil abordar un asunto tan trillado y hollado como una relación de pareja heterosexual en declive. Sin embargo, en eso radica la originalidad del artista literario: más allá de su capacidad de escribir con una gramática más o menos pulida y un vocabulario amplio, debe ser capaz de proporcionar un enfoque, una mirada distinta que redunde en una ampliación de nuestro conocimiento. Me temo que Rodríguez Court no ha sido capaz de lograr esa alquimia, y salvo en alguna escena, en alguna frase, esta obra transita por lugares comunes, por despechos habituales y por incomprensiones ya digeridas. Además, es como si se empeñase, una y otra vez, en explicar en vez de, sencillamente, mostrar, lo que resulta en una escritura sobrecargada que termina resultando plomiza.


Las palabras terminan pasando factura. Parece difícil, cuando no imposible, identificar el momento en que se produce un cambio. Ya no reía de repente con la inocencia de antes y manifestaba con precaución mis opiniones. Mostrarse prudente supone correr determinados riesgos. Se echa mano de semitonos, que se estrellan de inmediato contra un mar de rocas ocultas. ¡Cuántos equívocos en ese trayecto que va de la propia boca a los oídos del otro! También cuántas mentiras. 
Dejé de expresarle ciertas impresiones porque no coincidían con las suyas. Dije, además, cosas que, lejos de corresponderse con la fidelidad de mis pensamientos, se concentraban en mi mirada a la defensiva y en la comisura de mis labios fruncidos. 
No podré trotar de nuevo alegre junto a él, pienso hoy en esta habitación blanca. La alegría quedó pronto atrás. Al frente esperaba el desencanto. (Págs. 24-25).

Discutimos aquel día hasta la medianoche. Nada más levantarme por la mañana enfilé a la cocina. Pensé que estaría desayunando. Busqué por todos los rincones y salí al jardín, donde tampoco se encontraba. Lo descubrí arrebujado entre las sábanas en el cuarto oscuro, abajo. ¿Qué te pasa? Disculpa si te hice daño, anoche. No pienso, en realidad, lo que te solté, dije. Me había desahogado, arremetiendo en su contra. Pues cuando te da por atacarme, se quejó, no conoces límites, desde luego. Él tenía razón, aunque a medias. Chico, te he pedido perdón, pero eres injusto si me echas a mí toda la culpa, protesté. Me sacaba de quicio su sarcasmo. Era un experto en controlar el tono en que me hablaba y su capacidad de contenerse no lo eximía ante mis ojos de sus comentarios mordaces. Vamos de paseo. Anda, vístete, dije, y le besé en la mejilla. No, no, me siento fatal. Tengo fiebre, dolor de estómago y diarrea, se justificó. (Págs. 38-39)


Hay que escribir con una cabeza fría y deliberada, dijo. Nuestra conversación giraba en torno a la creación literaria. No te imagino de ninguna manera, me lanzó, escribiendo una novela. Eres demasiado pasional. No sabrías contener tus impulsos tampoco en la escritura. Se debe escribir, continuó diciendo, con el corazón endurecido, en lugar de derramar su espuma sobre la página en blanco. Ya ves, añadió, yo he renunciado para siempre a la escritura, pero por otras razones. En la actualidad cualquiera se autoproclama escritor. ¿Te has fijado en la cantidad de escritores que surge hasta de debajo de las piedras? Además, se consideran a sí mismos de categoría. O todos son hoy escritores o ya no hay escritores. ¿Tú qué crees? Asentí en silencio con la cabeza y prosiguió su discurso. Pagan a una editorial mediocre una pasta gansa y a cambio se les publica sus libros, dijo. Huyo del mercadeo y detesto también la búsqueda de fama. Triunfa la banalidad. Difícil encontrar diamantes, que los hay, en medio de este basurero donde comen los cerdos. Perseguir el éxito es malograrse sin motivo, perderse del todo. La fama parece que se sacia como la sed. ¿No es verdad que la sed repite siempre la primera sed? Pues de eso se trata. Los escritores, los buenos escritores, deberían temer la popularidad si no desean ser derrotados por el triunfo. ¡Qué paradoja! (Págs. 52-53)


A mí, por lo demás, que tenga como telón de fondo la obra de Lispector o que hable de Magris, de Kundera o de Hofmannsthal no me sirve de nada, porque no es cuestión de la virtud de aquellos autores como de la falta de esta en La fiesta del tedio. Da la impresión de que el tono intelectual que pretende ser cardinal quizá no sea más que travestir la desilusión o el aburrimiento, tratados de modo que no podría calificar de original; un intento de trascender otra historia más de desamor que, literariamente, zozobra.

Me pregunto en estos casos no por qué Rodríguez Court quiso escribir la novela, sino por qué debería leerla yo. Esta cuestión se soslaya por muchos autores y autoras que no se preguntan qué novela les gustaría leer, convencidos/as de que su impulso de escribir se explicará por sí solo.