martes, 24 de enero de 2017

'El telón', de Milan Kundera

A veces, es conveniente no leer novelas, sino reflexionar sobre ellas. O, al menos, leer las reflexiones de los novelistas sobre su arte. Este es el caso, y esta es mi primera reseña (breve) sobre algo que no es una novela. Alguna vez tenía que ser. No se asusten: el ensayo de Milan Kundera vale mucho la pena. ¿Acaso no son también Literatura los Ensayos de Montaigne? O, para citar algo más moderno, ¿no lo es Zona, de Geoff Dyer, que no es sino una dilatada reflexión respecto de Tarkovski y su obra, partiendo de la película Stalker y volviendo una y otra vez a ella?

En todo caso, El telón no es un conjunto de ocurrencias aleatorias, sino que siguen un orden y tiene un propósito: mostrar el orden histórico de la génesis y desarrollo de la novela, y, sobre todo, su razón de ser: los sucesivos descubrimientos de la naturaleza del ser humano. Kundera, autor de sobra conocido, desarrolla, basándose en la lectura de sus novelas y autores favoritos (Henry Fielding, Laurence Sterne, Herman Broch, Kafka, Cervantes, Tolstói, Flaubert, Dostoievski, Gombrowicz, García Márquez), una incipiente teoría sobre la esencia de la novela.






No es este un asunto baladí. El de la razón de ser. Pensar que una novela es una historia con muchas páginas (una mera story) o una narración con personajes más o menos interesantes no da mucho de sí. A Kundera se le nota que le molesta la frivolidad a este respecto, porque la novela, para él, es un asunto serio, de naturaleza no solo estética, sino también, o sobre todo, epistémica.


La novela no es para mí un "género literario", una rama entre otras ramas de un único árbol. No se entendería nada de la novela si se le cuestiona su propia Musa, si no se ve en ella un arte sui géneris, un arte autónomo. Tiene su propia historia, marcada por periodos que le son propios (el paso tan importante del verso a la prosa en la evolución de la literatura dramática no tiene equivalente en la evolución de la novela; las historias de esas dos artes no son sincrónicas); tiene su propia moral (lo dijo Hermann Broch: la única moral de la novela es el conocimiento; es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta entonces desconocida.)

Quédemonos con Hermann Broch y la "moralidad" de la novela. Quizá nos sintamos más cómodos estableciendo una definición: una novela de calidad, una novela con pretensiones artísticas es aquella que descubre una parcela de la existencia "hasta entonces desconocida".

A este respecto, y esto lo digo yo, y no Kundera, la expresión "identificarse con un personaje" pierde su carácter de tópico o de frase manida para arrojar luz sobre esta definición. Nos "identificamos" cuando, de un modo u otro, la novela o los personajes de esta articulan, estructuran, dan nombre o nos "descubren" aspectos de nosotros mismos que o bien intuíamos o bien ignorábamos o para los que carecíamos de nombre alguno. No es un asunto meramente costumbrista o descriptivo o psicológico, sino, sobre todo, existencial.

Entendiendo la novela como lo hace Kundera, una novela mediocre no lo es tanto por la técnica, como por la ausencia no ya de descubrimiento sino tan siquiera de exploración de la existencia humana. Hay escritores que parten a rumbos lejanos y se aventuran en tierras ignotas y otros que se quedan en el quiosco de la prensa, qué le vamos a hacer. Sin embargo, el peso del estilo y de la estructura ideada para la novela son parte indisoluble de esa empresa descubridora, como se apresura a señalar Kundera. Eso no está reñido ni con el humor ni con la ironía, ni tampoco tiene que ver con dar sermones desde el púlpito del GRAN ESCRITOR. Mucho menos desde un programa cultureta de La 2 o desde las páginas de una revista cool (o lo que es peor, de un suplemento cultural). De hecho, si hay un rasgo característico del novelista mediocre es la tendencia a soltar, en la misma novela, parrafadas pseudofilosóficas que suelen provocar vergüenza ajena.

El mal novelista, el novelista mediocre, es el que se limita a escribir simples historias, o el que escribe de sí mismo sin trascendencia o bien el que, en realidad, no escribe de nada. En todo caso, la novela es un proyecto estético con aspiraciones de inmortalidad: si es descubrimiento, insiste Kundera, perdurará.


Toda novela creada con auténtica pasión aspira de un modo natural al valor estético duradero, lo cual quiere decir que aspira al valor capaz de sobrevivir a su autor. Escribir sin esta ambición es puro cinismo: porque mientras un fontanero mediano es útil a la gente, un novelista mediano, que produce a conciencia libros efímeros, corrientes, convencionales, por tanto inútiles, nocivos y que estorban sólo es digno de desprecio. Es la maldición del novelista: su honestidad está atada al potro infame de su megalomanía. 
(la cursiva es mía) 


Así pues, líbranos, Señor, de los escritores modestos, de los que sólo quieren hablar a su gente, y de aquellos que han suscrito contratos de a novela por año, pero también de los vanidosos que solo quieren hablar de sí mismos, y de los ansiosos de la fama que no quieren escribir novelas, sino que le hagan entrevistas. Líbranos, por favor, de todos esos escritores/as "dignos de desprecio".

Según parece, la novela es un asunto serio.
















martes, 17 de enero de 2017

'El sepulcro vacío', de Cecilia Domínguez

¿Qué nos recuerda el título de esta novela? Si han seguido la estela de mis reseñas, la respuesta la encontrarán rápidamente: sí, Entrelazamientosla novela de Luis Junco, nos narraba las pesquisas de un investigador aficionado cuyo biografía se encontraba entrelazada con los marqueses de la Quinta Roja. El sepulcro vacío se refiere al sepulcro que la marquesa mandó construir para su hijo, el marqués, a quien por masón la Iglesia le había negado entierro en el camposanto. No obstante lo cual, al final los restos del marqués nunca encontraron acomodo en el sepulcro de la Quinta Roja sino en el panteón familiar.

Casualidades al margen (algo que Luis Junco negaría con vehemencia), me resulta curioso que haya acabado leyendo dos novelas que, en parte, tratan sobre el mismo asunto y que se publicaran con escaso margen (la novela de esta reseña en 2015 y Entrelazamientos en 2016). Por esa razón, me pregunto cuál será el lugar y la influencia en el imaginario colectivo tinerfeño de estos marqueses tan novelados cuya existencia resulta tan ignorada, sin aparentes consecuencias, para el resto del mundo.






La escritora, Cecilia Domínguez, es poeta y novelista. Parece una constante entre los escritores/as de Canarias el pluriempleo literario. Pues aunque pudiera parecer lo contrario, poesía y novela apenas tienen que ver, salvo que se utilizan palabras. Pero, en fin, supongo que otros verán perfectamente natural pasar del verso a la frase y del mundo interior personal al descubrimiento de nuevas regiones de la naturaleza humana (que es mi concepción de lo que debe conseguir una novela). Tengo la impresión, llámenme mala persona, de que parece que lo que pretenden estos poetas metidos a novelistas (no significa que sea el caso de la autora) es ampliar su nicho de mercado. O, quizá, y no es incompatible con lo anterior, que su genialidad no se puede contener en poemarios que solo leen unos pocos escogidos (por la poesía, se entiende).

En cuanto al ego, Cecilia Domínguez debe de tenerlo colmado, pues le otorgaron el mismo año de publicación de esta novela, 2015, el premio Canarias de Literatura (30.000 euracos de nada, sin contar con Hacienda), aparte de ser miembro de la Academia Canaria de la Lengua desde 2011 (sí, hay una Academia Canaria de la Lengua). Le dejo a ustedes la consideración sobre el valor y el prestigio de dicho premio. Una nota curiosa es que desde su creación en 1984 hasta 1991 se concedía de forma anual. Posteriormente, de 1991 a 1997, cada dos. Por último, a partir de ese último año se da cada 3. La posibilidad de que se acabasen las/los autoras/es dignas/os de recibir tal galardón parece haber sido una razón importante para esta ampliación de los lapsos, lo que ha motivado furibundas protestas como esta. Canarias es un rico e inagotable vergel, en todo caso. Por otro lado, y como se lee aquí, la concesión del premio a veces suscita bonitas anécdotas de solidaridad isleña. 

 Lo que no parece haberse planteado nunca, por muy raro que parezca, es la necesidad de un premio institucional de estas características. Como suele plantearse en numerosas ocasiones, tanto los premios provenientes de instituciones públicas como privadas tienen como velado objetivo otorgar prestigio no a quienes reciben el premio (que también) sino a quien lo concede. No nos sorprendería que en relación con este fin volvieran a ampliar el interregno interpremios para que coincidiera con el ciclo electoral. Siempre he pensado que el mayor premio que puede recibir un novelista es el reconocimiento de sus lectores, que a veces se materializa en ventas, a veces, no. Puede que esté equivocado.

Dicho lo cual, El sepulcro vacío muestra, de nuevo, esa escritura plana que no crea personajes de verdad. Todos sabemos que la novela es ficción, pero no estaría mal que se esforzaran por crear la ilusión de que existen los personajes que la pueblan, al menos mientras leemos. La diferencia entre una novela tremenda como Las correcciones (por citar una moderna) y una novela que no lo es como El sepulcro vacío no consiste en el interés intrínseco de las historias de una y otra sino, sobre todo, en la presencia de los personajes. Exagerando, podemos decir que en una hay personajes y, en la otra, meros nombres.  En una se nos habla de todos nosotros y en otra, de cosas que pasan.

Sin embargo, el problema mayor de la novela es que aburre. Eso sí, no es pretenciosa. Aunque uno no sabe bien si es por falta de recursos o por falta de ganas. Ciertas transiciones temporales son abruptas y evidencian cierta prisa por llegar a lo que la autora tiene interés en contar. No obstante, y aunque la novela requiere de elipsis (como el teatro o el cine) también es cierto que, como decía Nabokov, el arte está "en los divinos detalles". 

Todas le parecían hermosas, y, sobre todo, una de ellas llamó su atención. Era una muchacha morena, de ojos grises y vivos que a él se le antojó diferente a las demás. Y esta es Andrea de Alfaro. Ella le sonrió y, al estrechar su mano Pablo creyó notar un ligero temblor que luego quiso achacar al aire de otoño que ya empezaba a hacerse sentir. 
La mansión seguía esperándolo. 
Se encontraban bajo una marquesina que había en el centro de una plaza frente a la casa donde Andrea recibía clases de francés. No eran encuentros furtivos, pero los dos sabían que era un buen lugar, sobre todo porque no estaba cerca de donde vivía cada uno.


Pim, pam, ya son novios, para qué molestarse, que hay prisa por llegar a la acción principal. Por no hablar, también, de cierta pobreza expresiva y que es nota predominante en toda la novela. De una frase a otra pasan meses, de repente. Además, hay saltos al pasado en mitad de la narración que quizá pretenden aclarar algún punto del presente de la novela, pero que resultan innecesarios y que dan la impresión de que están mal colocados. Así, por ejemplo, cuando se nos cuenta que Matías, el jardinero, huye para escapar de las preguntas de Pablo, el joven marqués. Capítulos más tarde, aparece en el sur de Tenerife, en una zafra en la finca de un amigo.  Inmediatamente a continuación, todo el proceso de su huida. A estas alturas, no se puede ser un fanático de la unidad de tiempo y lugar y volver a Aristóteles. Pero todo tiene que tener una intención, que contribuya al desenvolvimiento de la narración o a determinada finalidad expresiva. En esta novela, sospecho que algo no anda bien en la estructura narrativa.

Además, y esto es ya manía personal, comienza a irritarme en estas lecturas la constante de que los personajes femeninos nunca tienen los ojos marrones: suelen ser de color miel (como si no hubiera tonalidades en la miel), azules o grises. Pero nunca marrones. Los ojos marrones están prohibidos, por favor. Si son marrones no se les nombra, para qué, son ojos normales. Pero ¿qué importancia tiene que sean grises como las nubes de lluvia, azules como el mar o rojos como el pimentón? Me da que nada. 

Tampoco me importa que los diálogos se sucedan en el mismo párrafo sin que nada distinga una voz de otra. Al fin y al cabo, son licencias literarias. No es que se pretenda castigar al lector, por Dios, sino que le exige atención para que no se le vaya el hilo. O bien, es una modernez que prescinde de rígidos convencionalismos y tal. ¿No lo hizo Saramago? Pues adelante. Eso sí, para salvarnos del caos total, coloca entre comillas bajas los pensamientos. Lo que molesta de verdad, en cualquier caso, es que los diálogos sean anodinos y la narración, banal:

Se dio cuenta de que, al menos, las plantas y la pintura eran para su madre un alivio para la carga de sus días, una fuente de equilibrio y hasta de cierto placer, aparte de que le transmitía la seguridad de que aún podía controlar ciertas cosas de su vida. Tú siempre has tenido buena mano para las plantas, igual que para la pintura. Ya me lo aseguraban abuela Eulalia y Matías. A propósito de tu abuela, dentro de poco cumplirás veinte años y, aparte de que tendrás que empezar la carrera e ir a la ciudad de Aguere a estudiar, lo que no creas que no me preocupa, tendrás que prepararte porque cuando menos lo esperes, serás dueño y señor de la casona ¿Y qué piensas hacer? La voz sonó tan ansiosa que Pablo hubiera querido prometerle que se quedaría allí con ella. No lo hizo, aunque deseó mitigar sus temores. Aún no lo sé, madre, pero no pienses que te voy a dejar sola. No sé, Pablo, los hijos ya se sabe, cuando se hacen mayores. Además yo no volveré a vivir en esa casa, lo sabes muy bien.

La llegada de Pablo, acompañado de Andrea la salvó de nuevos comentarios. «Seguro que me iba a hablar de lo demasiado liberal y poco religiosa que es esa familia y no sé cuántas cosas más». Buenas tardes, sobrino, precisamente estábamos hablando de ti y de tu viaje. Imagino que esta señorita es Andrea. Encantada, soy Berta, la tía de Pablo. Isabel me ha estado hablando muy bien de ti. Pablo miró a su madre que lo reprendía por no haber presentado a su novia con mayor premura. Déjalo, mujer. Si apenas le ha dado tiempo. Fueron unos instantes embarazosos que él pretendió aliviar preguntando por su primo. Seguía con el mismo problema con los idiomas, por lo que este año le habían prometido un viaje a Londres si conseguía aprobarlos. Si hubiéramos sabido que te ibas a París... El estaría encantado de acompañarte. me imagino que dominas el francés ¿no? Andrea notó que Pablo hacía verdaderos esfuerzos para no responderle una impertinencia, e intervino. Londres es una ciudad preciosa, seguro que a su hijo le gustará y le vendrá muy bien para reforzar su inglés. Sí, desde luego, querida, y espero que tengas razón y David regrese hablando un inglés perfecto.


Quizá todo lo anterior sean tonterías, minucias que no desmerezcan la novela en su conjunto. En todo caso, está por demostrar que aporten algo.

En fin, en mi vida anterior, y siendo liberal en el derroche de tiempo, habría abandonado el libro sobre la página 20. Ahora que cargo con la responsabilidad que supone un público, me he esforzado por continuar, buscando algo notable que comentarles. 

En la página 112, desistí, que una cosa es paciencia, y otra, temeridad en el aburrimiento.



miércoles, 11 de enero de 2017

'Las calmas aparentes', de Federico J. Silva

Haciendo un recorrido por las reseñas de otros escritores metidos a reseñadores, me he encontrado, respecto de esta novela, descripciones fascinantes tales como "novela caleidoscópica", "libro para leer rápido y pensar despacio", "libro canalla, poético y rayuelo" o "una de esas novelas que se quedan cuando todo se va apagando". 
Lo de "rayuelo" y "caleidoscópica" se entiende porque la novelita (76 páginas) está compuesta de LIX pasajes o fragmentos o escenas o monólogos interiores y que se puede leer de dos maneras, de principio a fin o en plan piezas que se ensamblan por aquí y un poco de metaliteratura por allá. En principio, estos juegos arquitectónicos no me llaman la atención, pero tampoco es que vaya a quemar el libro por eso. Si lo hizo Cortázar...





Dejemos la arquitectura de lado, por un momento y centrémonos en la historia y en el estilo. Respecto de lo primero, lo que nos cuenta no es demasiado original, pero tampoco aburre: un periodista amargado que añora días mejores y que despotrica contra el curso que ha tomado el periodismo de ahora (todos sabemos que hubo una Edad de Oro en el periodismo, lo que ocurre es que nadie sabe muy bien cuándo fue ni cómo acabó). Este señor tiene una relación amatoria con una señora, que fue muy roja en su juventud y que, al parecer, es una leona en la cama y que engancha a los hombres con el sexo, como al periodista. Además, al rato aparece otro periodista, Manu, que se vuelve un Caballo de Troya en la redacción, y un personaje (creo que es político), Fernan, que le da por el cruising, y otra periodista más, Maica, que acabará por ser la preferida del protagonista (por lo que el arma del sexo no es tan definitiva como parecía) y escribe una novela que.... Algún personaje más hay y alguna cosa más pasa, pero es que soy muy bueno resumiendo y Las calmas aparentes se acaba pronto. Así pues, aparte de la(s) historia(s) de los personajes, hay crítica social, reflexión sobre el capitalismo de los últimos tiempos, el servil papel del periodismo y tal. 

Lo que no está nada mal. Lo de la crítica, digo.


PERO respecto del estilo: es probable que los seguidores de la obra poética del autor hayan quedado embelesados por las vueltas de tuerca creativas de las que, según dicen, hace gala ("transgresor y juguetón", señala Alexis Ravelo). En mi opinión, si de algo carece esta novela, lamentablemente, es de Literatura. Apenas alguna frase, algún adjetivo se salvan del estilo periodístico que impregna la novela, y que no emana de la personalidad de algún protagonista. No. Estilo periodístico que, se entiende, no es ningún elogio, sino un defecto grave. Me refiero a esa forma plana y estereotipada de contar las cosas, ese uso típico de unir sustantivos con adjetivos, de verbos con adverbios y, sobre todo, ausente de ideas. Lo dicho, apenas un átomo de Literatura, apenas una gota de escritor, por mucha denuncia que exprese.


Él me gusta y yo le gusto cuando callo y parezco como ausente aunque me rehúye y no me saluda con un beso como los demás de la redacción. Fue a consolarme cuando el director me echó la bronca. Mi primer trabajo después de terminada la carrera puesto que las prácticas en la televisión autonómica no cuentan. Empecé haciendo Cultura porque puse en el currículo que me fascina leer y quiero ser escritora y es el vía crucis habitual para ir soltándose en esto. No me creo mejor que nadie y na más que presumo de lo que he leído. Con el tiempo aprendí que era la sección de menor importancia en los medios y en el país y si la cagaba no pasaba nada.


En esta profesión por desgracia el intrusismo está generalizado, que a mí no me inquieta, aunque suele ser esa gente la que no dura mucho en esto. Cuando llega empieza a dejarse querer por los políticos y los prebostes empresariales para ir trabajándose un gabinete de prensa en el que vegetar y montarse. (...) Me la pela si no tiene el título porque tengo compañeros que tampoco lo tienen y me darían clases de periodismo hasta hartarse. Lo que sí me jode es que esté con lo de que esto se aprende en el primer día de clase y en la cafetería si leyeran El libro de estilo eso hay que saberlo como el Padrenuestro y el himno del Madrid, como si él lo hubiera escrito, el capullo.


Yo siempre he necesitado sentirme deseada. Estoy acostumbrada a llevarme al actor principal de la obra. Me hace sentir bien. No soporto que me rechacen. Mataría si eso ocurriese. No paré hasta que me levanté a mi antiguo jefe de negociado. Lo marqué desde que dijo que era hombre de una sola mujer. Se equivocaba. No te preocupes te guardaré el secreto. En esta ocasión es diferente. Asun dice que vivo en un mundo de espejos y que mis relaciones se hacen añicos cuando te cansas de las imágenes que reflejan. Ella es la mujer de las frases ingeniosas y de los libros de autoayuda. Y no estoy para sus sentencias de perfecta casada.


Hay algo que he venido notando, una especie de característica común, en las novelas de los autores canarios que he venido reseñando: cuanto más se esfuerzan por transcribir un habla coloquial o un idiolecto particular, más forzado parece el estilo. O eso, o se pasan al estilo folleto de Ayuntamiento. Les falta, a falta de otro término más preciso, naturalidad. Así, a los personajes les falta color, sustancia, corporeidad; uno tiene, a veces, que indagar quién está hablando/pensando en un momento determinado porque no están bien delineados. Les falta personalidad. En algún sitio leí que los poetas se ocupan de las palabras y los novelistas, de personajes. En esta novela, faltan ambos.

Algo bueno: no aburre. Bueno, no aburre demasiado. Tanto por la estructura (LIX pasajes) como por la extensión (76 páginas), no me sentí animado por ideas de aniquilación personal. A esta edad ya nota uno cómo la percepción del tiempo ha cambiado. ¿Qué es una hora leyendo? He perdido el tiempo con cosas peores, para ser sinceros, pero le falta poco.

No obstante lo anterior, uno se pregunta para qué escribir esta novela y para qué leerla. ¿Qué animó a un poeta laureado a embarcarse en la escritura de una novela o algo parecido? ¿Exploración? ¿Convertirse en un literato polivalente? ¿Vanidad? ¿Le convenció también una amiga reseñadora?

Algún día conoceremos la verdad.






lunes, 2 de enero de 2017

'El malogrado', de Thomas Bernhard

En mi afán por presentarles y reseñarles las últimas novedades, en esta ocasión me he decidido, por razones de motivación y oportunidad, por El malogrado, una novela de Thomas Bernhard, publicada en 1983. Es una novela, pues, que lleva de actualidad 33 años, lo que no está nada mal. Nuestro autor murió en 1989, por lo que esta obra no puede calificarse, con propiedad, de obra de juventud. El libro ha padecido numerosas reseñas (incluida esta), pese a lo cual no tengo la impresión de que jamás haya sido un libro popular, al menos en España, al menos en Canarias. Nadie te aborda por la calle y te suelta: "¡Oye, que he leído El malogrado!" o, "¡Menudo cabronazo, el Bernhard!"; ni cuando dos pedantes se encuentran y comienzan a enumerar los libros que los/las han marcado suelen citar esta novela ni al autor. Sin embargo, puede que esté equivocado; nunca hay que subestimar la propia ignorancia.

Así son las cosas.




Sin embargo, la novela da mucho de sí. No sé si es fácil de leer o no. Diría que no, en un principio. Cuando la compré a cargo del presupuesto familiar en El Círculo de Lectores, hace ya 27 años, no pude con ella. Les advierto que he sido de maduración tardía, pero de excelentes frutos, así que no hagan caso a aquel muchacho y sí a este hombre pletórico que les escribe. Debe de ser que me regocijo con la mala baba de un escritor, pasada por el tamiz del talento literario (qué es el talento, dime, mientras clavo mi dedo en tu pupila azul). Así que cómo no emocionarme cuando leo fragmentos como los siguientes:

La ciudad de Salzburgo misma, que hoy, recién pintada hasta el último rincón, es todavía mucho más horrible aún de lo que era entonces, hace veintiocho años, era y es contraria a todo lo que hay en un ser humano y lo aniquila con el tiempo, de eso nos dimos cuenta enseguida y nos fuimos de ella a Leopoldskron. Los salzburgueses fueron siempre horrendos, como su clima, y si hoy llego a esa ciudad no sólo se confirma mi opinión, sino que todo es todavía mucho más horrendo.

 Todos los años, decenas de millares de alumnos de escuelas superiores de música recorrían el camino del embrutecimiento de las escuelas superiores de música y perecían a causa de sus incompetentes profesores, pensé. Hasta llegan a hacerse famosos y, sin embargo, no han comprendido nada, pensé al entrar en el mesón. 

Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad. Y de esa humanidad aborrecida se apartó finalmente hace ya más de veinte años. Era el único virtuoso del piano de importancia mundial que aborrecía a su público y que, real y definitivamente, se apartó de ese público aborrecido. No lo necesitaba.

Odiaba aquellas habitaciones y odiaba el contenido de aquellas habitaciones y, cuando salía de la casa, odiaba a las personas que había ante la casa, era de repente injusto con todas aquellas personas, que sólo querían mi bien, pero precisamente eso, con el tiempo, me atacó los nervios, su altruismo ininterrumpido, que de pronto me repelió profundamente.

Le había hecho que tocara para él, para poder volver a dormirse, dijo Franz, porque la verdad era que el señor Wertheimer padecía siempre de insomnio, y luego le decía por la mañana que tocaba como un cerdo

Salzburgo: la patria de todos los melómanos, incluidos los de provincias de ultramar con ínfulas artísticas (y que en sus ciudades apoyan con vesania la organización de festivales internacionales de música clásica a cargo de los presupuestos públicos), queda desmitificada en un solo párrafo. ¿A cuento de qué viene todo esto? Pues de que la novela cuenta las trayectorias vitales de tres pianistas y de su destino, todo pensado por uno de ellos, que ejerce de narrador, o, más bien, de pensador. De hecho, "pensar" es el verbo más utilizado, y casi seguro que "odiar" es el segundo, no por casualidad. Los tres se conocen como estudiantes precisamente en Salzburgo, en el Mozarteum /una escuela superior de música) y ahí perfeccionan su técnica con la intención de labrarse un nombre como pianistas.

Como hemos señalado, la novela se cuenta desde el punto de vista de uno de los tres virtuosos (aunque hablando con propiedad, sólo uno, Glenn Gould, se convirtió en tal). El torrente de pensamientos, ordenados, eso sí, del protagonista nos relata las relaciones entres los tres personajes, el devenir de sus respectivas vidas y sus finales. Esta forma de narrar es un verdadero peligro en escritores más torpes y más pretenciosos, pero a Bernhard, a mi parecer, no se le puede aplicar ninguno de esos adjetivos. No es una novela de acción, precisamente. De hecho, más de la mitad de la novela transcurre entre el momento en que va a entrar a una posada y en el que, ya dentro, espera a la posadera. Digamos que, en el tiempo del narrador, cinco minutos; en el nuestro, lo que se tarde en leer ciento cincuenta páginas. Después va todo un poco más rápido.

Es, además, una obra sombría, de pensamientos oscuros, de fracaso, de rechazo, de suicidio, de muerte, en definitiva. De los tres estudiantes, sólo uno, Glenn Gould llegará a ser famoso mundialmente. Los otros dos, Wertheimer y el narrador, más tarde que temprano, renunciarán a la música. La razón es que frente al genio de Gould, nada pueden ni el talento ni el trabajo. Aunque puedas ser mejor que el resto, siempre estarás por debajo (aunque sea un escaloncito de nada) de Gould. Eso, claro, resulta insoportable:

Wertheimer había puesto todas sus aspiraciones en la carrera de virtuoso pianistico, como tengo que decir, yo no había puesto ninguna aspiración en esa carrera de virtuoso, ésa era la diferencia. Por eso, él se sintió mortalmente afectado por los compases de Goldberg de Glenn, no yo. Ser el mejor o no ser nada había sido siempre para mí mi pretensión, en todos los aspectos. Por eso acabé finalmente también en la calle del Prado, en un anonimato total, ocupado en mi insensatez de escritor. El objetivo de Wertheimer había sido el virtuoso pianístico, que demuestra al mundo musical su maestría año tras año, hasta derrumbarse, por lo que sé de Wertheimer, hasta la senilidad avanzada. Ese objetivo se lo quitó Glenn del anzuelo, pensé, cuando Glenn se sentó y tocó los primeros compases de las variaciones Goldberg. Wertheimer había tenido que oírlo, pensé, había tenido que ser aniquilado por Glenn. Si no hubiera ido yo entonces a Salzburgo y no hubiera querido estudiar sin falta con Horowitz, habría continuado y habría logrado lo que quería, decía Wertheimer a menudo.

La novela, es, grosso modo, una reflexión sobre el arte, no circunscrito a la música, y sobre la justificación de la propia existencia. Sobre la autoexclusión de la vida, sobre la amistad. Sobre el narcisismo y el maltrato a los demás. De la soledad. El lector poco avezado, por la estructura de la novela puede sentirse, en algunos momentos, arrastrado por la corriente del pensamiento del narrador. Incluso sobrepasado, confundido, atribulado (pero no arrebolado, salvo que tenga pretensiones artísticas). A veces, es bueno dejarse llevar. Y el estilo (aunque sea una traducción) lo es casi todo.

Supongo que podría pensarse que esta es una novela no apta para melómanos/as por su contenido brutalmente desmitificador del arte y de la música. No obstante, quizá es también la novela indicada para ellos/as. El reverso del genio es el malogrado; del éxito, el fracaso, etc. Las historias que nos presentan los medios de comunicación y los tomos académicos son las del triunfo de la voluntad, cómo no.

El noventa y ocho por ciento de todos los estudiantes de las escuelas superiores de música ingresan en nuestras academias con las más altas pretensiones y, tras terminar la escuela superior, pasan los decenios de la vida como lo que se llama profesores de música, de la forma más ridícula, pensé. Esa existencia se me evitó a mí y se le evitó también a Wertheimer, pensé, pero también aquella que nunca he odiado menos, y que lleva a nuestros pianistas conocidos y famosos de una gran ciudad a otra y, finalmente de un balneario a otro, y finalmente de un poblacho de provincia a otro hasta que los dedos se les paralizan y la senilidad del intérprete se ha apoderado de ellos totalmente. Si llegamos a algún pequeño poblacho, veremos con seguridad, en un cartel clavado en un árbol, el nombre de nuestros antiguos compañeros de estudios, que, en la única sala del lugar, la mayoría de las veces una posada degenerada, tocan Mozart, Beethoven y Bartók, pensé, y se nos retuerce el estómago.

Diríamos, sobre todo tras la penúltima polémica del Festival de Música de Canarias (guiño local), esa reflexión sigue siendo de actualidad. Oyendo a algunos, la música (sobre todo la clásica) cohesiona la sociedad, la unifica porque trasciende las clases, la eleva por encima de su vil materialidad y nos hace mejores, lo que es coherente con una visión despolitizada del mundo. Como dice un amigo mío, sólo les falta levitar: Sin embargo, por mucha Música, por mucho Arte, por mucha Cultura que se irradie desde los Auditorios, museos, salas de exposiciones y demás, la desigualdad, la pobreza y demás lacras creadas por nosotros mismos siguen estando ahí.

Por no hablar del público, con esa mentalidad de consumidor de supermercado. Por no hablar de la reificación del artista...

Nuestra existencia consiste en estar continuamente contra la Naturaleza y actuar contra la Naturaleza, decía Glenn, en actuar contra la Naturaleza es más fuerte que nosotros, que, por altanería, nos hemos convertido en un producto artístico. Al fin y al cabo no somos seres humanos, somos productos artísticos, el pianista es un producto artístico, un producto repulsivo, decía de forma concluyente. (...) En el fondo, queremos ser un piano, dijo, no un ser humano, sino un piano, durante toda la vida queremos ser piano y no ser humano, huimos del ser humano que somos, para ser totalmente piano, lo que, sin embargo, tiene que fracasar, pero en lo que, sin embargo, no queremos creer, según él.

Bernhard nos habla, en definitiva, del reverso de la genialidad, pero sobre todo de sus víctimas: los malogrados. Añadiría que sobre el coste de alcanzar el virtuosismo en cualquier especialidad. Ese sentimiento de pesar que atenaza cuando le cuentan a uno todo lo que ha sufrido tal o cual deportista para llegar a la cima. Hoy en día, la genialidad ha mutado del músico al deportista de élite. La pregunta es: ¿les valió la pena a todos esos cientos, miles de individuos que se quedaron atrapados en la sombra? ¿Les valió la pena incluso a los que obtuvieron el éxito? Esto también nos sirve para cuestionar el énfasis exagerado en la denominada cultura del esfuerzo o de la meritocracia. No es demasiado discutible que cierto nivel de competencia en ciertos ámbitos es útil. Y que sin esfuerzo, nada se consigue. Todos de acuerdo. Sin embargo, con la precaución de no caer en esa filosofía del aforismo que tanto detestaba Bernhard, también deberíamos cuestionarnos si en muchos ámbitos no deberíamos sustituir la competencia por la colaboración, la rivalidad por la solidaridad, y el mérito por la compasión.

Comenzamos bien 2017.