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martes, 19 de enero de 2021

'Kraft', de Jonas Lüscher

No es infrecuente que un libro, escrito de forma correcta y con una tesis de fondo con la que incluso podemos simpatizar, nos aburra. Quizá las expectativas se tornaron demasiado altas cuando, como es habitual, a uno le hayan contado que ha sido premiado y requetepremiado, y lo mejor que se haya dicho de él es eso mismo.

Tal es el caso de Kraft, de Jonas Lüscher, caracterizada según la editorial (Vegueta Ediciones) como "universitaria, sátira erudita y dura crítica contra el capitalismo". La verdad, no se me ocurre nada peor para anunciar una novela. Lo de la literatura, y el mundo del Arte, en general, y la "crítica contra el capitalismo" es para partirse de la risa o, al menos, para la mueca sardónica. Resulta aporético que una crítica contra el capitalismo desde instituciones capitalistas, de tal modo que la misma crítica es absorbida y, por tanto, anestesiada por el sistema que la cobija y la ventila. Así, en general, el arte subvencionado por las instituciones públicas. Así, en concreto, el arte patrocinado o esponsorizado por instituciones privadas con ánimo de lucro. Las dos censuran, las dos crean clientela, las dos son cónyuges de conveniencia con el mundillo del arte. Ya es hora de ir buscando una tercera vía que, solo apunto, podría ser paralela a la de la gestión de los medios de comunicación: no solo privado, pero no solo estatal, sino público, entendiendo por esto la gestión y participación ciudadana motivada no por ánimo de lucro ni por los intereses del partido de turno. 

A mayor abundamiento, y aunque nos desviemos un poco del asunto, cada vez que anuncian una exposición de arte en el CAAM o, ya puestos, en el Reina Sofía o en el Thyssen anunciada como "crítica" contra "la sociedad de consumo", contra "la mercantilización de la cultura" o cualquier frase de esas, es para maravillarse o ante el cinismo o ante la ignorancia, en especial cuando se considera, a estas alturas y con la que ha caído, que el museo sigue siendo el lugar donde una obra, corriente o expresión adquiere el rango de artística.




Pues Kraft es, más que anticapitalista, explícitamente antineoliberal, aunque de un modo tan obvio que le resta contundencia: la crítica no se ejemplifica a través de las consecuencias en los personajes de determinadas políticas o ambiente social, sino a través del discurso de un narrador omnisciente. No digo que a veces tenga su gracia la ironía o la crítica, pero en muchas otras no solo resulta un tanto panfletaria, sino panfletariamente aburrida. 


Estaba convencido de que aquél era su deber, y las palabras de Reagan le habían insuflado la valentía de un león. Se sentía dispuesto a salirle al paso a una horda de comunistas desatadas, a pecho descubierto, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual. En aquel entonces, las redes sociales y el Internet móvil no se habían inventado, nadie se podía imaginar algo semejante, y tal vez fuese una suerte, porque, de esa manera, los dos amigos no supieron de los dramáticos acontecimientos que se iban a producir en la Nollendorfplatz. De haber sido así, Kraft no habría podido detener a István, que habría acudido allí, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual, exponiéndose a una lluvia de adoquines de la que habría salido, a lo sumo, eso es cierto, con un ojo morado. En cambio, conocían por los periódicos el lugar en el que iba a desarrollarse la manifestación de mujeres, la única que las autoridades, en su celo, no habían prohibido terminantemente. (Pág. 47)


Tal vez Kraft habría comprendido mejor la supuesta torpeza de sus interlocutores para entender aquel concepto si se hubiera dignado leer la obra del economista liberal de izquierdas, que apostaba por la demanda, J.K. Galbraith. Éste contaba que, en su juventud, la teoría de Trickle-Down era conocida como la teoría de la mierda de caballo: si uno mete suficiente avena en un caballo está claro que, antes o después, la parte posterior del animal dejará caer sobre el pavimento algo con lo que los gorriones se pueden alimentar. Pero Kraft no leía este tipo de libros. Por lo tanto, seguía cantando en un tono demasiado alto su himno al bienestar, un bienestar que caería sobre todos, desde el séptimo cielo del libre mercado, como una cálida lluvia tropical; razón por la cual, en la Freie Universität, empezó a ser conocido sarcásticamente como "el hacedor de lluvia". Por supuesto, aquel sobrenombre iba en contra de su deseo de agradar. Las cosas no son tan sencillas... Nada es fácil... Nunca lo ha sido y nunca lo será. (Págs.134-135)

 

El mal, por lo tanto, debe existir... y EXISTE... sin lugar a dudas. Ahora hay que explicar por qué el mal no es, ni mucho menos, tan malo. Tal vez debería pasar directamente a la great chain of being... La idea de la cadena es buena, trae a la mente algo mecánico, eslabón a eslabón se crea una estructura sólida y clara. Paso a paso. Si uno dispone de una cadena, puede remontarse, eslabón a eslabón, hasta su origen, donde se produce un punto de inflexión, la brecha del conocimiento, y choca contra la roca madre que es la verdad última. (Pág. 201)


Las andanzas del personaje principal no revisten tanto interés al leerlas como entusiasmo manifiesta el autor al escribirlas. Aprecio regocijo, pero también verborrea, al relatarnos la evolución que va del estudiante universitario thatcherista al Kraft profesor universitario y sentimentalmente fracasado. Es difícil encontrar una frase estéticamente valiosa, y, aunque una traducción (a cargo de Roberto Bravo de la Varga), no se refleja en ella que el autor se preocupe tanto por el lenguaje como por el mensaje. A este respecto, es oportuna la comparación con Peter Stamm, también suizo germano parlante, que, con una prosa mucho más sobria (nos atenemos a las traducciones de José Aníbal Campos), alcanza una intensidad sentimental mucho más poderosa, y cuyas reverberaciones de índole cognitiva no son menores, a pesar de que la carga filosófica explícita de Kraft es mayor.

Es por ello por lo que insisto que suele ser más efectivo contar que explicar, dejar que, mediante la la narración, el lector o lectora llegue a sus propias conclusiones, y no que se la sirvan en una bandeja escolar, con cada ración de pensamiento en su hueco correspondiente. Hay más maneras de argumentar y de apoyar una tesis que mediante una novela. En esta, y no digo que Kraft no esté correctamente escrita, como señalé al principio, el contenido desequilibra la balanza respecto de la forma. Esto, que en otras circunstancias, podría no ser decisivo, aquí se ve radicalizado por la escasa originalidad de la tesis: el neoliberalismo es malo, sus apóstoles, errados o locos. Las grandes emporios tecnológicos con sede en Silicon Valley son aspirantes a dictadores en traje hippy. Muy bien, pero que aunque, a grandes rasgos y en alguno pequeño, uno pueda estar de acuerdo, la forma de comunicarlo no puede ser simplona, porque no lo son ninguna forma de capitalismo ni ningún otro sistema económico o político ni, ya que estamos, las consecuencias de los avances tecnológicos. La realidad consta de mil matices por lo que la sutileza y la prudencia nunca llegan demasiado temprano.

domingo, 20 de diciembre de 2020

'Marcia de Vermont', de Peter Stamm

 Entre tanta trilogía magufa o tostón amoroso-costumbrista de 500 páginas, resulta un alivio leer un cuento o un relato más o menos corto escrito por alguien competente. Ni siquiera una colección de ellos, sólo uno. Tal fue el caso de Ballena, de Paul Gadenne, o, el objeto de la reseña de hoy, Marcia de Vermont (traducido, una vez más, por el infatigable y admirable Aníbal Campos, como admirables son todos/as esos/as traductores/as que nos ayudan a que vislumbremos algo más allá de nuestro propio ombligo cultural), de Peter Stamm, un habitual de estas páginas. 

Como digo, un único cuento puede provocarnos ese shock benjaminiano, ese repentino resplandor en la noche oscura del alma, esa sacudida de nuestra inadvertida alienación. Seria ocioso recordar a tantos escritoras y escritores maestros del cuento, y también su innecesaria defensa frente a la novela, etc. Si hay algún debate serio suscitado por la literatura, no es ese.

En apenas 75 páginas, que además son casi de bolsillo y con tipografía de tamaño mediano, un relato puede seguir interrogándonos, o haciendo que nos interroguemos, sobre el paso del tiempo, que nos detengamos en la diferente perspectiva que sobre los mismos hechos pueden tener sus participantes, y que nos aferremos, con la melancolía consiguiente, casi inevitable, al recuerdo, a la memoria de cuando estaba todo por hacer y por hacernos, de cuando nos preguntábamos por el futuro y este no era sinónimo ni de decadencia ni de muerte.




Es probable que con Marcia de Vermont, Stamm no haya escrito su obra más redonda, que con ella no asegure su recuerdo como clásico. No obstante, las vacilaciones y mudanzas del personaje protagonista son asimilables por cualquier lector/a que sea algo consciente de sí mismo. Su argumento, el retorno de un artista (profesión que aquí, sospecho, contiene más connotaciones negativas que positivas) veinte años después a Nueva York, resulta en gran medida inverosímil por la acumulación de coincidencias un tanto forzadas o ad hoc. Aunque la realidad puede proporcionarnos casualidades más increíbles, no dejo de tener la sensación de que el desarrollo de la trama está al servicio, así lo veo yo, de destrascendentalizar descaradamente la importancia de los hitos biográficos propios, aquellos que considerábamos momentos liminales de nuestra existencia, en nuestro vano empeño de dotarla de sentido, de crear una narrativa que dé cuenta de ella como un todo estructurado con algún propósito. 


Era como si cada hecho, cada vivencia y cada aventura se hubieran llevado un fragmento de esa vida, como si en esa época fuésemos más nosotros mismos, por irracional e inmaduro que resultara nuestro comportamiento entonces. Había creído en el tópico según el cual una biografía es más rica cuanto más extensa, pero era todo lo contrario: cada decisión tomada destruía otros cientos de posibilidades. Al final llegábamos todos al mismo punto y nos disolvíamos en la nada. (Pág. 51)

 

"A diferencia de otras personas, yo no poseo recuerdos de mi infancia -afirmaba Marcia en aquel reportaje-. A veces pienso que mis únicos recuerdos son los que me he inventado en torno a las fotos de mi niñez. Tal vez esté inventándome mi propio pasado. Desconfío de mis recuerdos, pues también podrían ser ficción". (Pág. 57)


Pero cumple su objetivo: en el relato, más alegórico que simbólico, el personaje cierra, por decirlo así, el círculo de una experiencia que concluye (tanto hace veinte años como en el momento presente de la narración) en Navidad, como si fuera un trasunto del cuento de Charles Dickens, más que el moderno de Paul Auster. Un cuento, sin embargo, que tal vez no sea de redención, pero sí de reflexión sobre, como señalé antes, la memoria y sus fantasmas, y sobre las vivencias consideradas como bagaje, y más en esta época en la que el espíritu economicista posfordista que lo domina todo pone a la venta "experiencias" como si fueran mercaderías de supermercado con las que construir una personalidad, o, como dirían algunos/as vendedoras de crecepelo, una "marca personal".

Por otro lado, y como ya he señalado en otras ocasiones, como en referencia a su excelente novela Monte a través, Stamm posee un estilo depurado, entendiendo por esto el tendente a la frase corta y precisa, exenta en gran medida de adjetivación, prefiriendo las oraciones coordinadas y optando en escasa medida por la subordinación, sin que ello se encarne en una prosa árida, ni mucho menos. También, depurado, porque es reconocible y personal, habiendo alcanzado una manera propia, singular, de expresarse. Como tal, es una virtud, al menos en nuestra moderna concepción del arte y del artista.


Mi estudio estaba en una casa de madera pintada de blanco como las que se ven en las películas estadounidenses. Tenía una veranda con una mecedora y una mosquitera en la puerta principal. El inmueble se hallaba en un estado bastante ruinoso y necesitaba con urgencia una buena mano de pintura. Albergaba cuatro estudios, dos en la planta baja y otros dos en la planta superior. El llavero indicaba el número de mi estudio, situado en el piso de arriba, de modo que subí por una escalera que crujía a cada paso. El estudio consistía en una amplia habitación con una cama de matrimonio enorme y un colchón demasiado blando, un tresillo y un escritorio antiguo. Encima de una cómoda había un viejo televisor y, en un rincón del salón, una pequeña nevera, una cafetera y un microondas. Había incluso algunas provisiones: café molido, té negro, avena y una lata de sopa de fideos. Junto a la nevera, una puerta conducía al cuarto de baño, equipado con una pequeña bañera y un tendedero destartalado. La ventana estaba entreabierta, y se colaba un aire frío. (Pág. 31)

 

Estuvo nevando durante días. Me había pasado la mayor parte del tiempo en el estudio, contemplando una y otra vez el libro de Marcia, hasta el punto de que llegó a parecerme más real que el mundo circundante. Cuando por fin aclaró, ya nada me retuvo en la habitación. Di un paseo hacia el pueblo y, como hacía sol, me alejé por la carretera despejada de nieve. En un lugar del camino que discurría muy cerca del río, a pesar de no llevar botas, me acerqué torpemente a la orilla pisando la nieve. Una capa de hielo cubría la superficie, y en algunos puntos podía verse el agua fluyendo debajo. (Pág. 61)


En fin, en mi opinión, Marcia de Vermont podría haber dado para más. El personaje de Marcia me resulta más interesante que el del mismo protagonista, a pesar de que ella es solo recordada y leída. Es posible que el autor no estuviese tan interesado en desarrollar una biografía como la de introducirnos en su particular visión sobre la existencia humana. Tal vez, con el desplegar de Marcia, el relato podría habérsele ido de las manos y le hubiese obligado a escribir una novela con mayor complejidad. En este sentido, la narración en primera persona limita la posibilidades, pero es justo lo que el autor se propone para no desviarse del camino trazado.



sábado, 1 de febrero de 2020

'Monte a través', de Peter Stamm

Tiene que ser complicado que te consideren una persona adecuada para presentar libros, así, en general. No digo "un libro", porque podría parecer entonces que esa elección estaría fundada por la biografía vital, profesional, artística o académica. Digamos que eres abogado o juez y te piden que presentes el libro de un jurista sobre legislación mercantil: parece correcto. Lo mismo, si uno es ingeniero civil y un colega quiere que le presentes su libro sobre puentes colgantes. En fin, que cada cual saque un ejemplo. Digo que es complicado porque, en rigor, el presentador debería haber leído el libro y juzgado que es bueno. Se supone que su experiencia profesional y su prestigio tienen algo que ver con ello. El asunto tiene sus matices, no obstante.

En el ámbito literario, suele ser común que un escritor o escritora presente la nueva novela de otro autor. Es lo normal. Sin embargo, el problema surge cuando ese escritor (o escritora) se desdobla como presentador habitual. Ya no nos encontramos con que acuda a arropar con su presencia y sus palabras a un colega amigo o a un antiguo alumno de taller de escritura (gracias al cual paga Netflix o la conexión a la fibra óptica) estimulado por la calidad de la obra. No: se transforma él mismo en una categoría sociológica, y donde quiera que se presente un libro, tenemos un elevado índice de probabilidad de encontrárnoslo en el foro destinado a la ocasión: museo, casa-museo, salón de actos, hotel, librería, biblioteca, carpa, terraza, bar, buhardilla o sótano.

Tales presentaciones, cuyo convencionalismo, entre otros, reside en esa presentación a cargo de escritor conocido, no son sino un ritual de paso por el que, si el escritor presentado es novel, se le franquea la entrada a un estadio superior de desarrollo, en este caso el artístico. No es la escritura de la novela en sí, tampoco, al menos del todo, su publicación: el acceso a la categoría de literato culmina en el acto de la unción. Con otras palabras: cuando X presenta la novela de Y ante el público (merecería este otro artículo) se ejecuta un acto simbólico-performativo por el que Y, a partir de ese momento, se convierte en escritor.

En mi ociosidad sin límites, me he preguntado cuándo se convierte en necesaria la presentación y cuándo se disocia la presentación del presentador, fenómeno por el cual, dentro de unos límites más o menos laxos, cualquier presentador vale para presentar cualquier novela o poemario. Y cuándo ciertas personas normalmente escritores, resultan las elegidas de manera recurrente para ejercer tal función. Me pregunto, en fin, cuáles son las características que debe reunir tal persona para ejercer esa labor, casi sin desmayo. Estas preguntas adquieren un relieve más afilado, sin duda, cuando en vez de un escritor o escritora, esa función es asumida por un/a periodista, cultural o no.

Dicho lo cual, espero que para escándalo de propios y extraños, sugiero que pasemos a la novela de hoy:





Monte a través, de un escritor reseñado ya en este blog, Peter Stamm, es la historia de un hombre, Thomas ("un tipo normal y corriente") que una noche se marcha de su casa sin razón aparente o explícita. Atrás, en la casa familiar, quedan su mujer, Astrid, una hija, Elle, y un hijo, Konrad. Thomas trabaja de contable y lleva una vida tranquila, sin estridencias ni vicios conspicuos. Justo él y su familia acaban de volver de unas vacaciones en España, lo que precisamente acentúa la normalidad, por no decir el convencionalismo, de su vida.

Esa misma noche, tras la vuelta al hogar, una vez que Astrid entra en la casa después de haber tomado una copa de vino en el porche, Thomas, como Lázaro, se levanta y anda... Con una frase extraordinaria, Stamm (o, también, el traductor, José Aníbal Campos, quien es el encargado de verter a un excelente español el original en alemán) describe ese momento en que el protagonista sale de su vida habitual para comenzar otra sin nada más que lo que lleva en los bolsillos.


Thomas se puso de pie y recorrió el estrecho camino de grava que discurría en paralelo a la casa. Al llegar a la esquina, vaciló un instante, antes de doblar y poner rumbo a la puerta del jardín con una sonrisa de perplejidad de la que apenas era consciente. (Pág. 9)

No contaré la novela, que para eso están Vds. Sólo quiero compartir mis impresiones, y ya decidirán. Pienso que Thomas no es un hombre que se marcha, frente a una mujer cuidadora de la casa y de la familia. Yo lo interpreto como la posibilidad de cierto instinto primigenio de nomadismo y exploración nacido con el ser humano desde su origen hace 200.000 años en el sur de África, quizá enmohecido, tal vez sepultado bajo generaciones de arraigo, de nomadismo, pero siempre latente, que se actualiza con la convicción de que hay un mundo enorme del que solo ocupamos una millonésima parte. Además, cada hombre o mujer tiene ante sí, aunque la mayoría no lo consideremos el lapso de tiempo suficiente para considerarlo una reflexión seria, una nueva vida con solo desearlo (coacciones y encarcelamientos aparte). Con solo atreverse a salir por la puerta.Tiene su momento de vértigo, a poco que nos imaginemos.

Thomas deja atrás mujer, hijos, padres y hermana, empleo y su lugar en la sociedad sin mayor propósito consciente que caminar y seguir caminando hacia las montañas. Por su lado, Astrid, tras acudir a la policía y rastrearlo, llega, si no a comprender, sí a empatizar con él. El espacio vacío que deja Thomas no puede dejar de influir en ella y en sus hijos, pero todos continúan con su vida, de una manera u otra. 

¿Es la, me resisto a emplear la palabra "huida", marcha de Thomas una metáfora del ansia de escapar de una vida convencional, entendiendo por tal una de clase media europea? ¿Es, como escribí antes, un instinto atávico que se despierta sin saber sus causas? ¿Es un trasunto neoliberal de la frase "libertad para elegir", el mundo como un supermercado? ¿Es posible hacer un restart como si nada hubiera pasado? Antes de la crisis, era común oír y leer que era bueno cambiar de trabajo (sobre todo refiriéndose a los ejecutivos) cada dos años, máximo cinco. De moda estaba la "flexibilización" en todos los órdenes de la vida: residencia, empleo, pareja... Hoy en día, parece inimaginable aquella suficiencia vital inspirada por el desorbitado crecimiento económico, fundado a su vez en la burbuja de la construcción, la financiarización y el crédito. Las preguntas remiten, en fin, a qué podemos considerar como una vida digna de ser vivida, qué una vida lograda.

Quizá, nada de lo anterior:


En todos esos años, sin embargo, no volvió a cruzar la frontera de Suiza, pero tampoco eso había sido el resultado de una decisión firme, sino algo que surgió sin más, del mismo modo que surgía todo lo demás. No todo lo que uno hacía tenía un motivo. (Pág. 158)

Al menos consciente, claro.

En lo que se refiere al lenguaje, parece ser que en el idioma alemán, Peter Stamm se caracteriza por un estilo seco, casi árido. Sin embargo, la versión de José Aníbal Campos no me lo parece en absoluto. Eso sí, predomina la frase corta, sin abrumarnos con un laconismo extremo. Frases, en su mayoría, sin excesivo adorno adjetival, pero precisas, que esconden connotaciones no siempre fáciles de captar si uno lee distraído.


Hacía rato que el último tren había partido. Thomas se sentó en un banco delante del edificio de la estación y comió y bebió la cerveza helada. Mientras tanto, estuvo hojeando un periódico gratuito que alguien había dejado olvidado. Pero las breves noticias sobre el salvamento de tres cachalotes varados, una estatua satánica desnuda que alguien había expuesto en Vancouver o el hombre con la lengua más larga del mundo sólo consiguieron deprimirlo, así que acabó arrojando el periódico a la basura. A continuación, se quitó los zapatos y los calcetines y se examinó los pies bajo la chillona luz de una farola. Los tenía enrojecidos, con rozaduras en los talones, pero por suerte no encontró ninguna ampolla. (Pág 69)


Por primera vez desde que se marchó, Thomas despertó descansado y lleno de energía. La lluvia había cesado, pero el sol aún no había asomado detrás de los altos flancos de los montes. El aire era húmedo y frío. Bajo la luz matutina, las superficies verde claras del paisaje parecían pintadas sobre un lienzo. Tras un breve desayuno, con pan y algunos frutos secos, recogió sus cosas y partió. El camino era todavía más vertical que el día anterior, y Thomas empezó pronto a andar con el lento paso pendular que había aprendido en las montañas y que podía mantener durante horas. El bosque se acababa y la flora empezaba a ser más escasa y áspera. Los prados se llenaban de ortigas, al borde del camino crecían el ruiponce y la genciana de otoño, y también pequeños helechos entre las grietas de la roca. (Pág. 97)


 A veces, sin embargo, nos regala frases como esta: 
Los prados de color pardo estaban llenos de gibas y hondonadas, y en algunos de esos bajíos crecían los erióforos sobre un suelo lodoso, en otros se habían formado pequeños pantanos en cuyas aguas los haces de unas hojas muy estrechas y largas flotaban como cabelleras de personas ahogadas. (Pág. 110)

En todo caso, la sensación que me produce la escritura de Stamm (y la versión del traductor) es la de un autor que expresa con exactitud lo que pretende. No hay un adjetivo, un adverbio fuera de lugar. Precisión, justeza, finura. Además, al menos en Monte a través, no exenta, ni mucho menos, de la capacidad de transmitir tanto la belleza de la naturaleza como la sutileza de las emociones de los personajes, que no se encarnan en los convencionalismos habituales basados en pares de opuestos. Stamm, además, no juzga, aunque el narrador en tercera persona nos introduce en sus pensamientos, ora en Thomas, ora en Astrid. Los personajes actúan, hablan y piensan de tal modo que emergen de la narración como las montañas que recorre aquel: fáciles de ver, difíciles de recorrer. Vidas complejas bajo una pátina de sencilla cotidianidad que vuelven a traer a colación el poema de Emily Dickinson: 

Our lives are Swiss— 
So still—so Cool— 
Till some odd afternoon 
The Alps neglect their Curtains 
And we look farther on! 
Italy stands the other side! 
While like a guard between— 
The solemn Alps— 
The siren Alps 
Forever intervene!

Una buena novela para pensar.



























martes, 3 de diciembre de 2019

Punto y coma: nueva antología de la poesía de Ernst Jandl. Reseña de José Aníbal Campos





A pesar de la frecuencia con la que se emplea la expresión “acontecimiento editorial” en los medios culturales españoles (tanto en la cada vez más errática prensa cultural oficial como en blogs, foros de libreros y lectores o zalameros perfiles de Facebook), son raras las veces en las que tenemos la dicha de asistir a uno verdadero.
La publicación de esta selección de poemas del autriaco Ernst Jandl (Viena, 1925-2000) es una de esas ocasiones. Con el delicioso subtítulo de Si no puede hacer nada por su cabeza, al menos arréglese la gorra (versión libre, pero inmejorable, del epígrafe que encabezaba un poemario de Jandl en 1978, die bearbeitung der mütze, y que en original dice: “kann der kopf nicht weiter bearbeitet / werden, dann immer noch die mütze”), esta muestra de 68 poemas trae a España, por fin, una selección algo más amplia de la obra de un poeta imprescindible del siglo XX, en una continuación de la labor iniciada en la península ibérica por el espléndido Felipe Bosso con sus 21 poetas alemanes (Visor, 1980). De la mano de Sandra Santana (Madrid, 1978), que figura como compiladora y traductora —y quien, a juzgar por sus más bien esporádicas, pero certeras ediciones dedicadas a aspectos poco tratados o conocidos del pensamiento y la literatura de los países germanohablantes, está llamada a convertirse en una de las divulgadoras más inteligentes y profesionales de esas culturas en España, mullido diván de tanto diletante gozoso—, asistimos aquí al genuino segundo natalicio —algo tardío, pero en ningún caso inoportuno— de Jandl para las letras españolas. ¿Por qué el segundo? Porque en algo se equivoca la editorial Arrebato Libros en su nota de contracubierta y en algunos de los postings promocionales de esta excelente antología cuando dice que es “la primera vez” que una amplia muestra de la producción de Jandl aparece en castellano. Ya en el año 2007, un poeta y traductor cubano, Francisco Díaz Solar (a quien, dicho sea de paso, Sandra Santana hace referencia en su prólogo, en un elegante gesto que mucho la honra y que no suele ser demasiado obvio ni habitual en el entorno de alborozado y pelusero cainismo en el que desarrolla su labor, donde campan por sus fueros, impunes, los plagiadores de bufandas estilosas), dio a conocer en la colección Torre de Letras (proyecto editorial alentado por la poeta cubana Reina María Rodríguez) una muestra algo más amplia que esta (89 poemas) titulada igualmente a partir de un verso de Jandl: Para hacer un poema. Antes de esa fecha, en 1998, Díaz (a quien, por cierto, la televisión austriaca le dedicó un magnífico documental sobre su relación con la obra del poeta vienés) había publicado ya una selección de poemas de Jandl en el número especial que la revista cubana Unión dedicó a las letras austriacas contemporáneas, y en el año 2001 apareció en la también cubana revista Diáspora(s) la excelente serie de desacralizadores poemas que Jandl dedicó a Rilke.

La antología de Sandra Santana, sin embargo, viene a ser un espléndido complemento de aquellas otras selecciones que, por fatalidad geográfica y política, han contado con muchas menos oportunidades de circular por los canales internacionales de distribución de libros. Aunque son varios los poemas que se repiten en ambas antologías, la muestra de Arrebato Libros incluye varios ejemplos de poesía concreta (vertiente importante en la producción del austriaco, pero a la que Francisco Díaz renunció de manera consciente en su selección, con el propósito de dar mayor espacio a poemas representativos de lo que, a mi juicio, constituye la esencia y la radical originalidad de Ernst Jandl en el poliédrico panorama de la poesía experimental). Como dice Díaz Solar en su ensayo preliminar: “La asombrosa variedad de este poeta no se basa en la abundancia o sutileza de matices, sino en radicales tensiones entre polos opuestos. Humor y gravedad, percepción de lo individual y lo social, rotura libertaria de la lógica y experiencia paralizante de la depresión, mediados por una visión de lo feo y lo grotesco y por técnicas de destrucción, recombinación y movimiento de los materiales del lenguaje hacia la esfera de lo agramatical, hacia la exploración de unidades lingüísticas mínimas como portadoras de la carga poética y hacia lo que [el propio poeta] llamó lengua reducida” (En: Para hacer un poema, “Introducción”, La Habana 2007, pág. 6. El subrayado es mío).
Sandra Santana, por su parte, ha querido destacar en su selección ese otro aspecto igual de relevante en la obra de Jandl: la variedad y, a la vez, su humilde minimalismo. Su prólogo se inicia con una cita del austriaco en la que, de manera lapidaria, se nos advierte: “Mi escritorio está servido para todos”. Y la propia traductora comenta: “Ampliar los márgenes de la poesía de modo que hubiera, como en un banquete abundante, suficiente para alimentar a quienes se acercan con hambre. La escritura de Ernst Jandl es el registro de un esfuerzo continuo para convertir en literatura cualquier cosa que se tenga a mano: ir a la compra, respirar, abrir la puerta de casa, esperar turno en la consulta del médico o salir a pasear al perro” (págs. 9-10). Y más adelante, con sensibilidad verdaderamente conmovedora, añade: “[Jandl] [q]uiso abrir la lengua de la poesía al niño, al extranjero, al idiota que todos llevamos dentro para, con lo más simple (el trazo de un lápiz, unas pocas hojas con letra impresa), entregarnos la máxima recompensa: el rastro de otro que, como nosotros, también sufre porque la vida a veces es una carga pesada que dan ganas de abandonar. Y porque a veces revolotea tan ligera que, sabiendo que se desvanecerá irremediablemente, uno querría que durara para siempre” (pág. 10).
Y es que con Jandl estamos ante un fenómeno casi único no solo en las letras alemanas: un poeta experimental y vanguardista; un poeta, además, con una obra combativa y de alto contenido social que, sin haber tenido nunca una página de Facebook, llevando más bien una vida pública modesta y discreta como profesor de inglés en un instituto, alcanzó una popularidad enorme no solamente por sus performáticas lecturas y su esporádica colaboración con jazzistas, sino gracias también a esa combinación singular de sencillez y hondura, con poemas que son el resultado inmediato de una profunda reflexión sobre la materialidad del lenguaje, expuesta del modo más leve; una reflexión que, sin estridencias ni poses de “vanguardia”, sin fatuas apelaciones a manidos recovecos del alma ni suspirantes evocaciones de la luz, alude con un gran sentido del humor a las tragedias elementales del hombre. (Valga decir que la oportunidad de la aparición de un poemario como este en España reside también en la lección poética implícita para tanto epigonalismo aturdido y autosatisfecho, en su objeción tácita a un despilfarro de impostados cantos a la luz que, de poder acumularse todos y transformarse en electricidad, podrían abastecer con megavatios de energía limpia a varias ciudades de tamaño medio.)
Un ejemplo de esa honda sencillez lo encontramos en un poema que se repite en ambas antologías, “1944-1945”, el cual emplea la violencia fonética contenida en la sonoridad de la palabra “guerra” (krieg), que, repetida doces veces (como los meses del primer año evocado en el título del poema), se ve interrumpida por la esperanzadora exhalación física a la que obliga la pronunciación de la suave voz “mayo” (mai) a la altura del quinto verso de la columna siguiente. Otro de los grandes poemas fonéticos de Jandl, “trnchnbrmm” (en alemán: schtzngrmm)este sí solo recogido en la antología cubana— fue compuesto con el material consonántico de las palabras “trinchera” y “bomba” y, al decir de Francisco Díaz, “recrea la atmósfera sonora que envuelve a un soldado atrincherado, en un texto antibelicista donde evoca con singular humor las imitaciones en juegos infantiles de las armas de fuego para culminar con una metáfora fónica de la muerte” (Op. cit., pág. 7).
Si menciono expresamente esos poemas es porque ambos son el ejemplo más radical, si se quiere, de un aspecto tenido en cuenta por los dos compiladores y muy bien señalado por Sandra Santana en su prólogo: “Pocos se han dedicado tan disciplinadamente como él a reinventar la lengua alemana. […] En el caso de Jandl, esto supone, sin embargo, no encumbrar la lengua, sino, en cierto modo, rebajarla, haciéndole evidenciar así lo más profundo y básico de su belleza” (pág. 14).
Cabe destacar de esta antología la encomiable labor de traducción de Sandra Santana ante un corpus de poemas que, en algunos casos, rozan lo intraducible. Basta leer el resultado de una pieza tan compleja como “viena: plaza de los héroes” (pág. 55) —poema en el que Jandl emplea múltiples neologismos creados a partir de la fusión de palabras de diversos ámbitos, con el fin de recrear la atmósfera de histeria colectiva reinante aquel 15 de marzo de 1938, cuando Hitler, desde el balcón del Palacio Imperial vienés, anunció la anexión de Austria al Reich alemán— para saber que estamos ante una traductora muy sagaz que no se arredra ante los riesgos.
La edición de Arrebato Libros es, por lo demás, exquisita. Lleva en portada, sobre fondo amarillo, la célebre foto tomada a Jandl por George Oliver el 6 de mayo de 1978, durante su lectura en el festival “Internacional Sound Poetry” de Glasgow, y, a modo de bonus track, nos regala en portadilla un transparente con un dibujo realizado por el propio Jandl en 1974, tomado de su poemario der versteckte hirte, de 1975.
coma – punto, así titula Klaus Siblewski (durante muchos años el editor de la obra de Ernst Jandl en Luchterhand) la fabulosa biografía fotográfica del poeta aparecida en el 2000, año de la muerte de Jandl. Como un punto y coma en el aún inacabado párrafo de la divulgación de Ernst Jandl en castellano deberíamos acoger esta nueva muestra de su obra en nuestra lengua. Cabe esperar que la siguiente frase en ese párrafo quede en manos otra vez de alguien tan competente como Sandra Santana. Supongo que ella intuye la existencia de unos cuantos lectores que, sin hacer alharacas de amistad ni prodigarse en la adjudicación de rosados corazoncitos digitales, se lo agradecemos. Y se lo agradecemos a sabiendas.

Düsseldorf, octubre de 2019

lunes, 4 de marzo de 2019

'La muerte de mi hermano Abel', de Gregor von Rezzori

Sigo pensando en Haruki Murakami, en aquella afirmación suya en De qué hablo cuando hablo de escribir de que escribir una buena novela estaba al alcance de cualquier persona inteligente. Lo digo porque lo que en su momento ya me parecía dudoso ahora me contraría, pero en otro sentido. Murakami venía a trazar una división entre aquellos que escribían (o eran capaces de escribir) una buena novela y aquellos que eran novelistas. Unos llevaban a cabo un capricho o satisfacían un sueño o colmaban su vanidad con una novela y otros como él tenían una carrera literaria, vivían de lo que escribían: los escritores de verdad.

Ahora lo que me planteo, aparte de que esa división de la literatura entre amateurs y profesionales me parece ramplona y extraliteraria, es precisamente la concepción de la novela que Murakami parece tener en mente: planteamiento, nudo y desenlace. O, escrito de otra manera, una historia, una story: una trama con personajes con algún tipo de conclusión. Digamos, un planteamiento convencional, aun después de décadas, siglos, de experimentación literaria. Eso me lleva a pensar que no es ya un escritor interesante; al menos, no en sus reflexiones sobre la literatura. Puede ser, también, que su literatura las contradiga. No sé, hace tiempo que dejé de leer las novelas de Murakami, y salvo algún fugaz destello sináptico proveniente de La caza del carnero salvaje, he olvidado el resto. 

Está bien que el autor tenga un ojo en el lector. Es decir, la novela no puede ser un galimatías de ínfulas simbólicas que destroce la paciencia y tampoco estructurada de un modo tan laberíntico que exaspere el mejor ánimo. Ya lo decía, por citar a un autor no demasiado fácil, Foster Wallace. Lo que tampoco me satisface a estas alturas otoñales es la concepción de Murakami y de tantos otros aspirantes a carrera artística, diletantes una y otra vez: una novela con argumento basado (exagerando) en las unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción. Aunque sea solo de acción. Pueden estar bien para pasar el rato, no digo que no, y pueden estar escritas de modo impecable e ingenioso, sin duda, pero ya no las deseo, no satisfacen el prurito de plenitud, quizá de trascendencia, que busco, y que es la razón por la que rastreo el arte, en general, y la literatura en particular: un conocimiento del mundo y del ser humano que nada más puede proporcionar. Un conocimiento que, aunque apenas se capte, apenas se entrevea, se revele como importante. En esto, alguna forma de frónesis literaria (para seguir recordando a Aristóteles) sería lo adecuado. Por ello, blandir la impotencia de la palabra como un trofeo de pádel y poner fotos y dibujitos a diestro y siniestro tampoco parece una revelación taumatúrgica. 

Llevándonos el asunto a nuestro territorio en la actualidad, salvo excepciones, la falta de imaginación se revela como un lastre indesenganchable, como un cable de goma atado a la cintura, un peso muerto que hace que, perdónenme la imagen, el tránsito de nuestra novelística sea semejante al de una tortuga vieja, sepultada por ella misma. ¿Problema del talento de nuestros autores, de nuestras escritoras? ¿Problema del público, por lo general poco exigente? ¿Exigencias de la industria editorial? ¿Problemas de un mercado pequeño?  Preguntas viejas que se responden solo con talento y valentía.





La novela que hoy nos ocupa es un ejemplo de la dificultad casi insuperable (más que la de leer una de tantas novelas espantosas) de escribir una reseña a su altura. Es de esos casos en los que los comentarios del reseñador solo mostrarán su insuficiencia, sus limitaciones y quizá también su falta de entendimiento. ¿Cómo condensar en un folio, en dos saltos de pantalla, las dimensiones artísticas de una novela sobresaliente?

La muerte de mi hermano Abel no va de lo que lean en la contraportada o en cualquier resumen apresurado. Al menos, no solo. Va de muchas cosas, sí: de una novela inacabada, quizá inacabable, de la reflexión sobre la escritura y la literatura, sobre el amor o su imposibilidad, sobre la pulsión sexual, sobre la mediocridad moral de la pequeña burguesía (y de la alta), de Centroeuropa, del nazismo, de la anexión de Austria por la Alemania hitleriana, de la nostalgia de una niñez perdida, sobre la madurez, sobre la pérdida de identidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. También, de la amistad, de París, de Berlín, del nomadismo, del cine, de...

Es imposible, por tanto, esquematizar la novela "en tres frases", como el mismo protagonista le demuestra a un representante editorial. Hay demasiadas cosas, demasiados temas, demasiados rizomas en una novela que se extiende como "una metástasis". Sus 804 páginas dan para mucho, y cualquier intento reduccionista se ve abocado a un merecido fracaso.

Podría ser más lúcido escribir que esta novela es una "experiencia", si dicha palabra, y el concepto en general, no hubiera sido tan manoseado, utilizado y depreciado por todos esos departamentos de marketing tan insidiosos y tan sobrevalorados. Entonces, mejor, propongo que utilicemos el de acompañamiento. El autor nos permite estar con Aristides Subicz (un nombre como cualquier otro y que, en realidad, ni falta nos hace) en su caminar hacia delante y hacia atrás, incluso hacia arriba y hacia abajo durante la rememoración de su existencia de casi cincuentón: niño mimado, hijo de puta (o querida, o acompañante, o scort, como se diría hoy), niño acogido, adolescente vienés, militar rumano, soldado del III Reich (aunque sin ejercer), testigo de los juicios de Nüremberg, amante, esposo, padre, putero, amante despechado, guionista de cine, escritor sin novela, dandy, amigo, solitario... Una novela que se expande y se contrae como una marea tranquila, con ocasionales rebozos, con olas encrespadas y corrientes enérgicas. ¿Es acaso entusiasmo lo que me suscita esta novela?

Por otro lado, la voz del autor recuerda, y no es demérito, por un lado, al del mejor Stefan Zweig de El mundo de ayer, pero, también, con el Henry Miller más procaz e ingenioso de Trópico de Cáncer. Decir que es una síntesis modernizada no sería hacerle un favor: Rezzori es eso y es él mismo: aguda conciencia de la fractura de una época, de un mundo, cuya cesura la sitúa en un soleado y helado día de 1938, e implacable despellejamiento de él mismo y de sus círculos de amigos y conocidos. Después de leer la novela, creo que sería capaz de reconocer la voz de Rezzori en cualquier texto (mejor dicho, la versión de Rezzori proporcionada por el traductor, José Aníbal Campos, cuyo trabajo no puede sino haber sido mastodóntico, dada la complejidad argumental y estructural de la novela, así como la variedad y alternancia de los registros idiomáticos y lingüísticos que se despliegan por toda ella: un aplauso). 

Es, sin duda, un autor moderno, con la capacidad descriptiva de un naturalista del siglo XIX y la conciencia literaria de un autor del siglo XX, que domina tanto la descripción de ambientes, cosas y personas como la narración en primera persona, voz que se vuelve la nuestra, aunque no tengamos por qué identificarnos en todo con ella, ni mucho menos. Una novela formidable, verbalmente exuberante, que se decanta en metáforas y comparaciones brillantes dentro de párrafos y escenas excelsos:


El 12 de marzo de 1938, como se sabe, fue un día de un frío excepcional. La más hermosa y prometedora primavera quedó cercenada por un frío polar que se precipitó sobre ella como la hoja de una guillotina. El cielo, sin embargo, se mantuvo límpido y azul, sin un hálito de brisa. También el sol preservó su sonrisa, como la preserva también un cuerpo decapitado. Y como ya se había iniciado la reabsorción de jugos primaverales, y como las savias de los capullos y los brotes (y quizá también la de los corazones llenos de esperanza) quedaron congelados de repente con un centelleo, el mundo pareció de pronto cubierto por una campana de cristal: extremadamente delicado, de una belleza frágil, como recubierto de una fina capa de laca. Pero el fermento primaveral, naturalmente, se había congelado. Y con él, toda la atmósfera de la primera mitad de mi vida. (Pág. 206)


A decir verdad, en el tío Helmuth se encarna el espíritu de una crítica social acrítica -como la llamaba John-, y en ello es un nazi potencial: porque en la crítica, dice John, reside la fuerza esencial del llamado Movimiento; en ella los nazis tienen siempre la razón. Sin embargo, al igual que la crítica de los nacionalsocialistas, la del tío Helmuth es demasiado general, demasiado global, por lo cual, en definitiva, no es maniobrable, como un barco sobrecargado de mercancías. Su crítica no surge del análisis sobrio, sino del resentimiento: el de una insatisfacción vital generalizada que se nutre de ofensas y humillaciones en gran parte imaginadas, por lo que no tiene un objetivo sólido ni un objeto palpable. El tío Helmuth reacciona con un reflejo involuntario a todos los estímulos imaginables que él percibe como rasgos de una fuerza enemiga que se le opone. Puede ser, igualmente, una dama con una piel de marta cibelina, un vagabundo que silba demasiado alto, algún anuncio publicitario tonto en un cartel, un besamanos, una forma específica de ponerse el sombrero; en particular, puede ser todo aquello que sirva de testimonio de una forma de existencia que a él le parezca más libre o desenfadada, más alegre que la suya y que, por lo tanto, la cuestiona. (Pág. 239)

El arte. Cada vez que oigo esa palabra veo a Gaia delante de mí: Gaia con un sombrero de flores. Cuando alguna conversación se dispara en barrena hacia esas cumbres de la cultura, veo ante mí a Gaia con ese sombrero: una enorme muñeca de chocolate con una tarta en la cabeza parecida a una rosa de Pascua. Gaia, la poderosa, la del cuerpo magnífico: uno ochenta y dos de luminosa estatura, setenta y ocho kilos de peso vivo, ciento cuarenta y cuatro libras de carne mulata, carne de color caoba, de aroma de vainilla, de brillo dorado de cereal en sus redondeadas cúpulas, piel que se oscurece con un tono violeta y marrón en las zonas sombreadas, carne encorsetada, cubierta de encajes, cintas, lazos, como una gigantesca muñeca de sofá; sus manos regordetas alzadas con sus deditos graciosamente plegados como si sostuvieran una pequeña batuta invisible que guiara sus cadenciosas y sagaces frases, tan divertidas y encantadoras, asombrosamente competentes y seguras... Y todo en dimensiones desproporcionadas, gigantescas: Gaia, la cariátide de chocolate sosteniendo sobre su cabeza la deshilachada, polvorienta y remendada magnificencia de flores de la cultura más refinada. (Pág. 599)


Era un ejemplar típico de florista vienesa: regordeta y envuelta (no solo a causa del frío) en incontables capas de enaguas, faldas, chalecos, chaquetas, abrigos y chales, con bufandas cruzadas sobre el pecho y la espalda, de color rojo o azuloso, como un bulbo de tulipán, y unos dedos que brotaban de los calentadores tejidos de las muñecas como los extremos de una raíz. 
Había dejado su cesta de ramilletes de prímulas, violetas y narcisos en un rincón en el que fungían como tentación para cualquier pata de perro alzada, y corría -o mejor dicho: rodaba- alrededor de la plaza vacía en un ebrio zigzaguear. Sólo las ninfas de la fuente de Raphael Donner, tan bellas e inmóviles en su gracia estilizada y esbelta, la contemplaban; rodaba y volvía a rodar, al tiempo que lanzaba hacia arriba los muñones de sus mangas, con las puntas de las raíces, como queriendo levantar el vuelo, y graznaba entre jadeos: «Heil! Siegheil! Siegheil..!»; y aunque las floristas vienesas suelen tener una voz que daría envidia a los muleros de Anatolia, la suya era lamentable, parecía ahogarse en el eco de aquel gran vacío como la queja de una libre que se ahoga en un barril de agua de lluvia. 
Y fue entonces cuando comprendí que algo extraordinario había ocurrido: un cambio de época. (Pág. 666)


Rezzori critica tanto la entrega sin reservas a Adolf Hitler y a su régimen del pueblo vienés (Anschluss), compuesto mayoritariamente por esa pequeña burguesía pacata, moralista y mezquina, como la mediocridad de la Europa americanizada tras la guerra. Esa gente que come en un puesto en la autopista ya en los años 60 ejemplifica para él la anonimización, la estandarización, la vulgaridad que se manifiesta también en los bloques de pisos, en los medios de comunicación, en las películas y en la literatura en general. Podemos asimilar la novela, entre otras posibilidades, como un zarandeo contra esa mentalidad de clase media adocenada en un país como España, que, aunque secundario a todos los efectos, pertenece al primer mundo. Sin embargo, no es Rezzori un ejemplo más de ese aristocratismo sobrevenido de ciertas estrellas de la cultura, como Vargas Llosa, encantado de conocerse, envuelto en una capa de elitismo neoliberal, amable con los pares y cruel con los demás.

Podríamos objetar, no obstante, que la reflexión crítica de Rezzori se refiere a una Europa complaciente consigo misma, paternalista, frente a la cual se alzó brevemente parte de la juventud en el 68, aun no conmocionada por las crisis de mediados de los 70, el cambio de paradigma del Estado del Bienestar por el neoliberalismo rampante, la caída del bloque comunista en Europa, etc. Asimismo, esa clase media, esa pequeña burguesía que execra está hoy ya muerta o, en todo caso, vive sus últimos días de pensionista. La potencia de sus valores ha menguado, en trance de desaparición. Hoy estamos inmersos en un marco económico y político distinto, dentro de un paradigma cultural que poco tiene que ver con el de aquellos años. Es posible, por tanto, que la mirada de Rezzori, sin duda eurocéntrica, sea en la actualidad más iluminadora respecto de los hitos que marcan cambios de época, más profunda e incisiva sobre el resentimiento de las clases medias en proceso de proletarización y empobrecimiento que constituyen el suelo nutricio del que crecen movimientos de ultraderecha. Procesos auspiciados por los habitantes de ese "Reino del Medio", ese mundo dentro del mundo: los superricos y multimillonarios a cuyo servicio consideran que debe estar el resto del planeta.

En fin, ya extraerán sus propias conclusiones al término de esta novela magnífica.