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miércoles, 10 de mayo de 2023

Lujo comunal cultural

No puedo por menos de pensar que la penúltima polémica en nuestro miserable mundillo literario (una reseña que no era reseña escrita por una reseñadora que no se veía capaz de ejercer de reseñadora, y defendida a trompicones por el escritor cuya obra era objeto de la no-reseña) carece de importancia, no por la relevancia conceptual de la estafa cometida al público lector, sino porque las denuncias públicas en contra de esta forma de proceder no cambiarán en modo alguno su frecuencia en nuestra República Canaria de las Letras. Dicho de otro modo: la capacidad de influencia de los críticos como Javier Hernández Fernández y yo mismo es mínima, no solo porque disparamos desde posiciones marginales en el territorio literario-cultural y artístico sino porque, hablando a escala más general, el aparato mediático que promueve y confirma este tipo de actitudes hacia el fenómeno literario-cultural se alinea armónicamente con intereses económicos y políticos de instituciones privadas y públicas. Estos intereses pueden traducirse en un eventual beneficio económico, pero sobre todo en otros aspectos más intangibles y perdurables, como la capacidad de ejercer influencia mediante mensajes que se solidifican en recompensas y, sobre todo, en un determinado y predominante sentido común

A este respecto, la urdimbre público-privada no tiene tanto que ver con la propaganda con las que se nos aporrea desde voces interesadas en los medios de comunicación por la que las instituciones publicas deben apoyar las iniciativas privadas provenientes del empresariado haciéndose cargo de sus externalizaciones o subvencionando aquellas directamente. Es más bien una red de estrechas conexiones entre quienes ocupan puestos de poder en las administraciones públicas u organismos semidependientes como las universidades o fundaciones y asociaciones de diversa índole, y en empresas privadas, y que se benefician de la presente constelación de posiciones y de jerarquías en los diferentes campos sociales.

En este sentido, mi impresión es que cultura entendida como la capacidad de proporcionar espectáculo y entretenimiento a la ciudadanía mediante manifestaciones artísticas de distinta índole es, y aquí parafraseo a Alain Brossat, una herramienta más (aunque privilegiada) para la cohesión social, con la finalidad de reducir el conflicto social y amortiguar el posible resentimiento de clase: cultura anestética, como bien podría decir Susan Buck-Morss. Así, el espacio abrumador dedicado en los medios locales canarios (y españoles, en general) a las reseñas positivas, al elogio desmedido de todo lo que huela a cultura y al encumbramiento sistemático de "revelaciones", "genios" y "maestros" concuerdan perfectamente con aquella intención política. Cohesión y estabilidad social son objetivos explícitos de las clases dominantes, pero como señala Benjamin, la estabilidad es buena para quien ya vive bien, no tiene por qué ser agradable ni aceptable para otros ("miseria estabilizada").

No es de extrañar, entonces, que el arte como crítica, por no hablar del análisis crítico del arte, sólo se exhibe (y del que sólo entonces se presume) cuando está desactivado, cuando puede exponerse en escenarios acolchados, casi siempre controlados por las instituciones custodias, llámense concejalía, consejería, ministerio o departamento de marketing. En ese mismo proceso los artistas suelen convertirse, al mismo tiempo, en empleados y en cómplices (léanse, a este respecto, a Laurent Cauwet). El poder nunca ha sido receptivo a la crítica, sino que reacciona de manera hosca, incluso furibunda. Lo más habitual en las sociedades avanzadas, no obstante, es el soborno al artista. 

Tampoco pensemos que el reseñador de ocasión, que es el típico por estos lares, por la nula profesionalización de esta actividad en Canarias, es plenamente consciente de lo que he señalado. Le basta con intuir que la crítica negativa resulta negativa sobre todo para quien reseña, y que nunca se le acogerá tan bien, si es que se le acoge, como cuando la reseña o comentario es positivo, porque sólo entonces, al plegarse a la opinión generalizada (impresa en mentes y corazones, aparte de en las hojas de los diarios como deber ser) se fusionará espléndidamente con el espíritu de los tiempos, y es posible, aunque para esto hay que mostrarse insistente, que una condecoración le aguarde en algún recodo de su carrera hacia la indignidad.

No nos engañemos: la crítica literaria, o artística, o cultural está denostada como no lo está la crítica abiertamente política (salvo que se critique el sistema político en su totalidad: antisistema). Esto se debe al evidente valor simbólico y a su halo de prestigio: todos podemos disentir acerca de la política, pero ¿quién puede poner en duda el arte, la belleza, la cultura? Criticar a un político local se percibe como saludable, signo de respetabilidad estándar. Criticar, en cambio, públicamente una novela o poemario de un autor local o la exposición de la artista tal no solo es muestra de inadecuación social, sino que implica anatema para el atrevido. Aún peor es criticar a una institución cultural, digamos el CAAM, la Fundación Chirino, o al mismo Chirino, que era toda una institución por sí mismo (irradiadora pero, sobre todo, receptora) o, qué sé yo, el Festival de Música de Canarias, o un espectáculo de multiculturalidad musical confortable para clases medias como es el Womad. Al fin y a la postre, todas ellas no cumplen otra función que la de servir de escaparate de meros productos de consumo. Consumo cultural para todos, tal vez, pero en sintonía con un sistema de producción de mercancías, aun artísticas en el que los papeles de productor y consumidor están claramente delineados.

Abundemos en la crítica al arte. Fijémonos en las desmesuradas reacciones de las mentes bienpensantes (de todas las ideologías) hasta un punto, en ocasiones, grotesco, respecto de las protestas de grupos de jóvenes ecologistas (casi todas mujeres) en diferentes museos del mundo. Una crítica política que también era crítica al mundo del arte resultó insoportable para buena parte de la clase política y de la periodística-opinadora. ¿Qué se ponía en cuestión? Pues tanto la inadecuación de un sistema económico-político que nos llevará más tarde o más temprano al desastre como la desacreditación de la existencia de un mundo (el artístico-cultural) independiente y, atención, en principio libre de toda culpa. Un mundo cultural sin duda sacralizado, y de ahí gran parte de la indignación fariseica, pero sobre todo empleado como el gran bálsamo social, como el mágico ungüento que alivia las desigualdades (todos juntos en el concierto de rock, aunque haya zona VIP; las masas pueden ir a la ópera, si quieren, a cultivarse el gusto, pero siempre hay palcos). Se permite criticar el dolor, pero no el paliativo.

Cabría preguntarse cuáles son las condiciones de posibilidad de una cultura para todos, pero no en el sentido de cultura subvencionada, es decir, de entradas gratis (aparentemente) para el consumidor individual, pero pagadas por el ayuntamiento local, etc., sino en el de participación ciudadana integral y, por tanto, catalizadora y canalizadora de transformaciones sociales colectivas. La posibilidad de desjerarquizar la cultura, de la participación de todos en ella, ese "lujo comunal" cultural del que habla Kristin Ross en su obra homónima. Sin duda, los grupos políticos de izquierda canarios no tienen ni idea de lo que escribo aquí. Falta de imaginación y falta de lecturas, seguro, pero también una alarmante falta de voluntad por apostar por políticas democratizadoras en el frente cultural (y no solo en este).






Bibliografía explícita:

ROSS, Kristin. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. Madrid: 2016 (2015), Ediciones Akal. Traducción de Juanmari Madariaga.

BROSSAT, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid: 2016 (2008), Ediciones Dado. Traducción de David. J. Domínguez González.

BUCK-MORSS, Susan. Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste. Madrid: 2004. Antonio Machado Libros. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

BENJAMIN, Walter. Calle de dirección única. Madrid: 2014, Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez.

CAUWET, Laurent. La domesticación del arte. Política y mecenazgo. Editorial Incorpore, 2019 (2017). Traducción de Juan-Francisco Silvente.

miércoles, 19 de abril de 2023

'Centuria', de Giorgio Manganelli

La semana pasada, Javier Hernández Fernández, crítico literario especializado en poesía, y poeta él mismo, tuvo a bien desmenuzar una reseña lamentable de una "lectora voraz y apasionada", según las propias palabras de la articulista, en el cuadernillo cultural El perseguidor, del periódico local El Diario de Avisos, de hace dos años justos. La reseñadora, cuyo nombre omito por no ser una persona que se prodigue en estas tareas encomiásticas, perpetró una reseña basándose, al parecer, en la contraportada del libro y en unas cartas privadas del autor del poemario, Antonio Arroyo Silva, con el conocido crítico literario Jorge Rodríguez Padrón. Como colofón, admitía que carecía "de la formación necesaria para el ejercicio de la crítica literaria" pero que compartía la opinión de Rodríguez Padrón de que el poemario de marras era un libro de "verdadera madurez poética".

Como ya escribí entonces, la culpa de que en su momento se publicara este desatino no es atribuible al poeta, que como mucho podría ser sospechoso de cómplice o de colaborador necesario, sino de quien estuviera al mando (salvo que estuviera organizado sin jerarquías, digamos democráticamente, que no creo que fuera el caso) del suplemento, que ha permitido que se publicara. Entiendo que, como me ha señalado con cierto desaliento un amigo, sacar semana tras semana este cuadernillo cultural (o el de Prensa Ibérica, o cualquier otro) no es nada fácil, sobre todo en estos tiempos en los que no se paga a (casi) ningún colaborador o colaboradora. Tienen que sobrevivir, como consecuencia, y esto lo digo yo, a base de retales: aportaciones interesadas, viejas glorias jubiladas o amateurs entusiastas con ganas de ver su nombre en algún sitio aparte del recibo de la luz.

Creo, además, aunque parezca contraintuitivo, que estas reseñas ditirámbicas, estos comentarios más que cordiales, no le hacen ningún favor al escritor o escritora cuya obra ha sido objeto del artículo, porque si disfrutaban de algún prestigio, ahora entrarían en el terreno de las suspicacia; y si carecían de él, este tipo de reseñas no los encumbrarán a ningún Parnaso. Quiero pensar que el público lector, a base de continuos desengaños y de un historial de falsas promesas de obras maestras, antes y despueses, hitos literarios y otras denominaciones por el estilo, comienza a discernir el valor de las reseñas o, al menos, a intuir su honradez. Harían bien los/as encargados de estos suplementos culturales en hacerse responsables de lo que permiten que se publique. Llámenlo tamiz, llámenlo filtro, llámenlo sentido del gusto o, al menos, del ridículo.

No obstante, la práctica habitual, como bien saben, sigue siendo el elogio desmesurado y el halago empalagoso en los medios de comunicación: la desfachatez normalizada. Deberíamos preguntarnos, deberíamos comprobar, si el panorama mediático cultural perdería con la desaparición de estas secciones culturales. Si a los editores les ha importado un bledo prescindir de los/as colaboradores valiosos y pagados, y se han quedado con la morralla (con las debidas excepciones) gratis, por qué deberíamos creer que nos están haciendo un favor con dichos cuadernillos. 

Es posible, me ha dado por pensar, que nos estemos aferrando a soportes obsoletos y a contenidos que se presumen culturales, pero que tal vez no sean sino un remedo, una pantomima, un simulacro kitsch de lo que podría representar verdadero contenido cultural: "Lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer", frase gramsciana tan sobada en otro contexto, tal vez sea de aplicación aquí. Podría modificarse un poco: "Mientras lo viejo no muera, lo nuevo no puede nacer". Al menos, el nacimiento de una revista (o cualquier otra estructura) a salvo de "amantes apasionados/as de la cultura" y de los mismos autores o autoras, quienes no dudan en calificar sin rubor de malos a los reseñadores que los critican negativamente y de buenos a quienes los alaban. Como podrán suponer, Canarias está llena de magníficos reseñadores/as.

Otro tanto podría decirse, quizá incluso en grado superlativo, de muchos de los programas de pretendido enfoque cultural que asuelan la televisión pública canaria, empeñadas las productoras proveedoras en ofrecer programas que sean "escaparates" o "divulgadores" sin el menor matiz crítico o, al menos, analítico: el talento local, es sabido, florece por doquier: Canarias es un vergel artístico. Por tanto, la satisfacción del público va de suyo (por ser lo único que se espera de él); y la adulación se exhibe con desparpajo, si no con impudicia: un mundo feliz, tal vez, pero que a mí me parece mero "estruendo consuetudinario". 

Para pegarse un tiro.




Para rebajar los niveles de cortisol, repito con Giorgio Manganelli, y como respuesta a una recomendación de dos fuentes distintas, he escogido Centuria.

A estas alturas, deberían saber que soy enemigo a muerte de los libros de aforismos, solución tan a mano para autores/as que han sentido la llamada, pero no saben para qué, y más o menos lo mismo de ese género llamado microrrelatos, atractor de lo peor que puede dar la literatura, salvo, tal vez, los libros que narran triángulos amorosos de empleados de banca o los relatos distópicos de zombis contra vampiros o Alien vs. Predator, trasunto de aquellos partidos de solteros contra casados. Sin embargo, en este libro, Manganelli ofrece cien relatos muy cortos, cada uno de página y media, casi dos en algunos casos, y no solo los he soportado sino que me han complacido, y de manera creciente, lo que me lleva a reflexionar sobre la firmeza de mis convicciones y la solidez de mis gustos.

Es curioso observar que hay una gran diferencia en el lenguaje de Manganelli de este Centuria respecto de La ciénaga definitiva, novela publicada póstumamente. Aquí el vocabulario es mucho menos vestido con los ropajes de lo arcaico, además de que las frases y los párrafos son más cortos. El ritmo de lectura es, pues, más rápido y, como digo, la consumación de cada capítulo o "breve novela-río" no se demora más allá de las dos páginas y poco. Es decir, en general, se entienda el sentido mejor o peor, resulta más accesible para el público lector medio. 

Por otro lado, Manganelli no duda en adjetivar, constante, metódicamente. Ya saben que periódicamente parece que es síntoma de literariedad, de exquisitez, la prosa pelada, el ofuscamiento en narrar por encima de todo, la atención exclusiva a la trama, el rechazo a la denominada "prosa sonajero". En Centuria, el escritor cuenta, y también adjetiva, y adverbia. Claro que con esa adjetivación inesperada, que guarniciona, adoba y especia a los sustantivos. A veces, de esa forma paradójica que lleva a expansiones de la propia cognición, a la extensión del contenido semántico del sustantivo. Que para eso están los adjetivos, claro, no para decir lo que ya se sabe o ya se ha escrito antes. Lo mismo puede decirse con los adverbios con respecto a los adjetivos, aquellos dejan de ser simples ancilares y metamorfosean a estos. No obstante, no es una prosa campanuda o pretenciosa. Hay un control sobresaliente de las posibilidades del lenguaje (y aquí, claro, traemos a colación al autor de la versión en castellano, Joaquín Jordá).


Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Alguna de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empuja a utilizar el teléfono. (Pág. 17)


El señor del abrigo y el cuello de piel, cuidadosamente afeitado, salió de casa a las nueve menos doce en punto, ya que a las nueve y media tenía una cita con la mujer que había decidido pedir en matrimonio. Hombre ligeramente superado por los acontecimientos, casto, sobrio, taciturno, no inculto pero con una cultura deliberadamente anticuada, el señor del abrigo había decidido hacer a pie el camino que le separaba del lugar de la cita y aprovechar el tiempo para meditar, ya que estaba convencido de que, cualquiera que fuese la respuesta, su vida se aproximaba a un cambio dramático. Naturalmente aprensivo, estimaba probable una respuesta dilatoria, y le alegraría un "no" dicho con cortesía; ni se atrevía a pensar en un "sí" inmediato. (Pág. 33)


Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. (Pág. 51)


Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, consuntamente con la destrucción de los monumentos. (Pág. 67)

 

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que  ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás (...) (Pág. 145)


Son asimismo relatos sin moraleja evidente o evidentemente oculta: una manía de taller literario que también parece adherida a la obra de muchos/as poetas de gran prestigio. Las cosas son como son, o mejor, como digo que son, pienso que ha pensado el autor italiano al escribirlo. Hay mucho de paradoja, de inadecuación, de sorpresa, de acontecimiento insólito, si no absurdo, pero no a la manera rutinaria de un, digamos, Juan José Millás, escritor dominical, sino, a mi parecer, con la convicción de quien domina el lenguaje y se complace en sus juegos, así como los del pensamiento, con tendencia a llevar al extremo ciertas lógicas que, por lo mismo, se vuelven irracionales o fatídicas.

Eso no obsta para que no podamos considerar que existen relaciones de intertextualidad o alusiones en la mente del autor y que otros lectores más versados que yo podrán reconocer o explicar. En todo caso, ni siquiera hace falta develar el simbolismo para gozar de la expresión literaria que aquí se muestra. No lean atropelladamente estos relatos, merecen su atención. Tampoco lean más de tres o cuatro de corrido: cinco debería ser el límite.

Quizá apurando demasiado las impresiones de la lectura de Centuria, percibo una melancolía de ser, o una melancolía de lo que no es o no se ha sido: un anhelo de traspasar ciertas fronteras interiores que podrían explicarse, tal vez, como una transgresión, o, como el contrabando de unas nociones a regiones que no les son, en principio, propias, y cuyo comprador final, el lector o lectora, recibe con alborozo teñido con cautela. Es, pues, una exploración insólita de los mundos humanos posibles, al menos los concebibles por la imaginación.

En fin, con La ciénaga definitiva y, ahora, con Centuria, temo que prenda en mí ese espíritu fetichista, típico de lectores minuciosos y reconcentrados, totalizadores con respecto a la obra de un autor determinado, en este caso Giorgio Manganelli. Menos mal que me queda esa tendencia a la dispersión, no solo lectora, que impregna hasta los actos más banales de mi vida cotidiana, pero que no es, al fin y al cabo, más que un gesto -o aspaviento- ácrata. Pero no estamos aquí para hablar de mí.



lunes, 29 de junio de 2020

Crítica literaria en Canarias: dos perspectivas

Estado de la crítica literaria en Canarias


Podríamos comenzar y terminar este artículo con la respuesta al titular: la crítica literaria en Canarias no existe. Cuando hablamos de ella, precisamos, nos referimos a la crítica considerada de modo tradicional. Es decir, la crítica publicada en la sección de Cultura (o similar) y en el suplemento de lo mismo en los periódicos del archipiélago. Dejaremos para otra ocasión los espacios reservados para la cultura, en concreto para la literatura, en cadenas de televisión y emisoras de radio, aunque no se alejan demasiado de las conclusiones de este análisis.

La crítica consta de su haz y de su envés. Esto significa que el juicio sobre una obra literaria puede terminar con un veredicto positivo u otro negativo. Lo que se publica en Canarias en los medios de comunicación no es crítica nunca, sino elogio, halago o agasajo hiperbolizados. Ya sea por ignorancia, por no herir sensibilidades, por amistad o por conformarse en ser mero soporte promocional, los juicios que se vierten carecen, por lo general, de valor crítico alguno. Por tanto, rompen el pacto de credibilidad que suscriben de manera implícita el autor o autora de la crítica o reseña y su público lector. Su intención nunca se hizo explícita.

Hay otra variedad que no aspira a ser crítica en absoluto, sino que de entrada proclama su derecho a hacerse eco de o a saludar las novedades hechas en Canarias o por residentes. Esto quiere decir que, por lo general, el autor del artículo celebra con cierto alborozo la publicación de la obra de un miembro de la República Canaria de las Letras. Sin embargo, eso tiene trampa. Aun sin elogiarla de manera explícita, la comunicación al gran público de que un libro (o estreno de película, de teatro, la actuación de un artista, etc.) ha salido a la venta, que es una manera de seleccionar ese libro entre muchos otros, no viene a ser otra cosa que un elogio más o menos abierto. En estos tiempos en el que los mismos medios de comunicación ya no luchan por atraer lectores/as sino a captar su atención el mayor tiempo posible, no nos podemos llevar a engaño de las verdaderas implicaciones de aquel saludo.

Es posible que surjan excepciones, y que con ellas sea injusto. No obstante, la generalidad de la crítica literaria, y no creo que arriesgue demasiado si digo de arte, en general, se basa en el presupuesto de que la cultura canaria (o hecha en Canarias) es frágil y necesita de apoyo, fomento y promoción, por lo que no está madura para recibir crítica alguna. Este presupuesto paternalista es a veces sincero, pero lo considero desencaminado, y en otras ocasiones sirve de mero disfraz del amiguismo en distinto grado o de la devolución de compromisos adquiridos, lo que resulta lamentable, como todo engaño.

Quien considere que la cultura canaria sufre de tal debilidad que hay evitar toda crítica, debería tener en cuenta que, al menos en el terreno literario, la emulación forma parte del recorrido de cualquier escritora o escritor. Así pues, entronizar obras mediocres, por no decir espantosas, como la quintaesencia de la literatura supone confundir, aparte de mentir, no solo al público lector que acabará comprando lo que no querría si hubiera estado bien aconsejado, sino a la/el aspirante a literata/o, que acabará tomando como modelos a autoras/es sin talento y copiando modos de escribir que mejor haría en rechazar como enfermedad contagiosa. La supuesta protección no haría sino minar la cultura que se pretende proteger.

Una consecuencia de lo anterior es que visión que se tiene del fomento de la creación literaria consiste en subvenciones, premios y ofrendas florales. Subvenciones a las editoriales, premios para los escritores (supongámoslos concedidos con honradez) y ofrendas florales a los autores muertos. Así, las editoriales publican lo que sea, mientras cobren. Publican, pero no editan, que debería ser también su trabajo: el resultado se plasma en obras con errores groseros de estilo, por no hablar de la proliferación de erratas. Los autores, siguiendo el patrón de la mediocridad reinante, escriben obras igual de mediocres. Entre ellos, algunos ganan premios: es su vía a la tertulia radiofónica, a la entrevista en el suplemento, quizás a otro premio, esta vez en la Península, una mención en Babelia o en El Cultural. Lo que de ninguna manera les asegura es un salto en su talento, el progreso en su arte. Las ofrendas florales, junto a los días del libro o de las letras dedicados a un autor o autora, manifiestan simbólicamente el prestigio que aún se les concede a los escritores. Pueden venir bien para que una sociedad que de forma mayoritaria apenas lee literatura se sienta bien consigo misma, para que los políticos hablan de cohesión e identidad, concedamos eso. Sin embargo, sin crítica sincera y razonada, todo se reduce a mera apariencia sin sustancia. Llevamos décadas así.

 

¿Hay vida en Internet?

En Internet, en especial desde el advenimiento de la web 2.0 y las plataformas digitales correspondientes, cualquier puede escribir y publicar. Por un lado, se facilita la expresión de las propias ideas y opiniones, ya que, en teoría, cualquier puede leerlas ahora. Por otro lado, si el mercado está saturado de libros, la web está saturada de blogs, medios, revistas, diarios, páginas, etc., por lo que el problema ya no es publicar, sino que alguien lea lo publicado.

Internet ahorra costes con respecto a la impresión, sin duda, y respecto a la distribución. Sin embargo, gran parte del coste del primer ejemplar se mantiene inalterada: cuesta dinero la formación del crítico, cuesta dinero comprar las obras objeto de la crítica, cuesta dinero y tiempo, en definitiva, crear una página que logre suscitar el interés del público lector.

Por otro lado, la publicación de la propia página tampoco está exenta de influencias ajenas a la crítica. Son legión los blogueros que reseñan libros regalados por las editoriales. Esto significa no solo la posibilidad de que el bloguero mantenga buenas relaciones con la editorial, sino que esté directamente a sueldo. En otros casos, reseñar los libros que le regalan a uno disminuye de manera drástica el radio de atención de lo que es posible leer y luego criticar. Otro fenómeno, que no siempre se evitaba en los medios de papel, es que cualquiera puede erigirse en experto literario, y que ni siquiera tenga las destrezas y cualidades mínimas para llevar a cabo la crítica.

En definitiva, las publicaciones en la red no están exentas de los sesgos y distorsiones de la prensa. Permite, eso sí, que se amplíe la posibilidad de expresión de crítica seria, antes vedada, lo que no es desdeñable. 

 

Conclusión

Sin crítica, no hay mejora ni progreso. Sin selección, no hay canon que valga. Sin crítica sobre la misma crítica estamos condenados a repetir hasta el asco los mismos artículos pseudointelectuales que solo contribuyen a perfilar un remedo banal y huero de lo que es cultura, la literatura, la crítica y el público, pues la emulación no solo afecta a los escritores, sino a los mismos periodistas culturales y a toda aquella persona que por devoción o encargo se apreste a escribir de esta materia en un periódico u otro medio de comunicación. De manera implícita, ciertas formas y ciertos contenidos vienen a considerarse aceptables. La crítica, y sobre todo la crítica que concluye en valoración negativa, se considera en general de mal gusto. No hay que incomodar al público, tampoco a los autores, mucho menos a las editoriales anunciantes.

A la vista de todo este fingimiento, y salvo que cambien mucho las cosas, la crítica literaria en Canarias está desmantelada, lleva mucho tiempo así y no hay visos de que deje de estarlo. Quien se dedique a la crítica y el medio que la aloje deberían tener en cuenta que la independencia de juicio, por lo general, cuesta dinero y no sirve para ganarlo. El prestigio es un premio que en todo caso solo se recibe de soslayo y tras un largo recorrido. Qué medio de comunicación tradicional corre esos riesgos, y esta es una pregunta que afecta al periodismo en su conjunto, no solo al cultural, como bien se sabe.

En definitiva, si en algo valoramos la literatura y el arte, si en algo valoramos la belleza y la verdad, si en algo valoramos la creación humana, tomar conciencia del estado de la crítica en Canarias se revela como un paso necesario para cambiar su actual situación. Vds., como lectores, tienen la palabra. Sean críticos, comenzando por este artículo.


Para leer otra perspectiva, esta de Javier Hernández, aquí.