miércoles, 28 de diciembre de 2016

'El lamento del perezoso', de Savage

Como no todo va a ser canariedad ni rusofilia, hoy toca una novela traducida del inglés. Como viene siendo habitual, no conocía a este señor, Sam Savage, de nada, lo que, al no ser un clásico ruso, creo que es algo bueno: a veces, salgo indemne de la publicidad y las campañas de promoción de libros, películas y demás mercancías culturales. A la sazón, el autor ya es talludito (nació, al parecer, en 1940) y cría canas desde hace mucho tiempo. Su anterior novela, Firmin, publicada en 2006 alcanzó mucho éxito, pero, ya ven, yo estaba en Babia por aquel entonces. El caso es que el hombre es doctor por Filosofía, lo que ya merece un enarcamiento de ceja, al menos.





Además, Savage, además de sus pinitos filosóficos, tuvo una vida antes de publicar su primera novela en 2005 (¡escrita en verso!) y luego el éxito en 2006. No todo van a ser jóvenes revelaciones, estrellas rutilantes en el firmamento y promesas que ya son una realidad. Hay también escritores viejos que escriben muy bien y que tienen algo que decir. Con muy mala leche, añadiría. 


Apreciada señora Lipsocket:   Lleva usted cuatro años enviándome regularmente sus poemas. Durante los tres primeros me esforcé en comentarlos, en ofrecerle a usted el consuelo de unas cuantas trivialidades, no sin darle a entender, taimadamente, que me dejara en paz de una pajolera vez. Y, sin embargo, ha persistido usted en el empeño, contra viento y marea. Me ha escrito cartas lastimeras. Me ha estrujado el corazón con el relato de sus sinsabores literarios, de los cuales me he ido compadeciendo; sus ambiciones desmesuradas, tan parecidas a las mías; sus problemas ováricos; la crueldad del comité de su biblioteca; y los devaneos de su marido, que no considero de mi competencia. Ha sido usted causa de que durmiera mal, soñando que apaleaba animales pequeños. Ante todo ello, me rindo. No conservo copia de sus intentos anteriores, y los de ahora me parecen peores que nunca, de modo que lo dejo a su elección: dígame que seis versos quiere que le publique. Luego, no volveré a abrir ningún sobre que proceda de usted.  
                                                                    Atentamente,                                                                                               Andy Whittaker


La novela tiene forma epistolar en sentido amplio: no es que el protagonista escriba cartas: a su exmujer, a su hermana, a su madre, a la enfermera que cuida de su madre, al director de la residencia para ancianos, a un antiguo amor, a sus antiguos amigos (algunos de los cuales sí han descollado en el mundillo literario), al periódico (habitualmente, firmado con un anagrama de su nombre), a los colaboradores de su revista, al banco; sino también anuncios de alquiler de pisos, listas de la compra, fragmentos de su primera novela, reclamaciones a la compañía eléctrica, reclamaciones a la compañía de teléfonos, notas a la asistenta circunstancial, notas a los inquilinos, etc. Así pues, leemos todo lo que escribe el protagonista, que se nos presenta como el único editor de una revista literaria en trance de desaparecer (después de que su mujer lo abandonara) llamada Soap y casero de pisos pobres cuyos inquilinos muestran la fastidiosa tendencia a no pagar. Todo esas notas y cartas constituyen los fragmentos de una narración mayor: las insignificantes aventuras y desventuras de Andy Whittaker, cuyos delirios de grandeza literaria y comercial, su mala leche en el trato social y su proceso de desintegración personal rayan todos a la misma altura lamentable.


(...) Pobre Harold, con lo maravilloso que siempre has sido escuchando. Yo, en la facultad, hacía chistes a costa del "ingeniero agrícola" que tenía por compañero de cuarto, divirtiendo a mis amigos con el relato de tu ineptitud y de tu bucólica ignorancia, sin olvidar tu cómica manera de pronunciar algunas palabras poco corrientes. Aún me viene una sonrisa a los labios al recordarte diciendo "pletora" y "áchares". Marcus Quiller y yo solíamos competir a ver quién lograba que introdujeras algunas de esas palabras en la conversación.


   Querida Peg: Gracias por tu nota. Ya estaba al corriente: yo fui el peor disgusto de papá, y tú eras una princesita. Eres tan desagradable que me arrepiento de haberte escrito. Antes de que leyera tu encantadora nota, con sus referencias a mis capacidades físicas e intelectivas, existía en el mundo una gran cantidad de deliciosas fotos tuyas en todas las fases de la niñez, incluida una a lomos de un poni. Si quieres que te mande una caja con los pedacitos, no dejes de decírmelo.                                                                            
                                                                                          Tu hermano,                                                                                                          Andy


   Apreciado Dahlberg: Primero me acusa usted de rechazar su trabajo por algún prejuicio mío anticanadiense y ahora me dice que gracias a haber publicado en Soap ha conseguido por fin echar un polvo. ¿Qué espera que haga con semejante información?                                                                                                                                                                                     Andy

Es el mundo de Andrew Whittaker uno sin ordenadores ni teléfonos móviles. Un mundo sin emails, por tanto, pero con televisión. Así que sólo quedan la máquina de escribir, la pluma o el bolígrafo, el papel, el sobre y el sello. Qué mundo tan complicado. Y qué distante parece. Sin embargo, no siempre hubo blogs ni Internet. Hubo un tiempo, incluso, en el que los literatos locales manifestaban fuertes enfados y sostenían agrias discusiones (que llegaban incluso a los periódicos) cuando no se les incluía en las Antologías, que, por alguna conmemoración, celebración o subvención (¡ay!) algún académico de más o menos lustre tenía a bien escribir. Era una forma de ingresar, según creían, en la memoria colectiva, una forma de evitar el olvido. Algunos autores/as todavía no se han recuperado del disgusto. Hoy, en cambio, hasta un Soap tiene su sitio en la red.

Por otro lado, y volviendo a El lamento del perezoso, es difícil, a medida que transcurre la novela, identificarnos con un personaje tan minucioso en el recuento y en el recuerdo de las afrentas recibidas (reales o imaginadas), tan prolijo en la descripción de su estado existencial, tan cercano al colapso mental y físico, tan ofensivo en el trato (memorable es la escena en la consulta del médico a donde acude a curarse un dedo), y, al mismo tiempo, tan liberal en el derroche de su energía en su condición de exigente editor de su revista, novelista a tiempo parcial, de casero (o, como prefiere denominarse, director de la Whittaker Company) y, sobre todo, de buscador de afecto. Afecto que, ya lo comprobarán, se le niega de manera inapelable. 

No obstante, aunque descritos de manera hiperbólica, hay rasgos de la personalidad del personaje que, sin duda, están latentes en nosotros: la vanidad, el egoísmo, los sueños de grandeza sin fundamento, y el presentimiento, cuando no la certeza, de haber llevado una vida desperdiciada. El estancamiento, la incapacidad o la desgana en avanzar, en salir de los propios vicios y rutinas que no nos ayudan a vivir mejor,tienen su metáfora en el perezoso, de cuya vida y hábitos se vuelve casi un experto el personaje. 


Lejos de ser como unos solitarios siempre de mal humor como los retratan en los libros ilustrados sobre la fauna, los perezosos son, en el fondo, unos seres la mar de sociables (he estado a punto de escribir "unos pequeños seres", a pesar de lo grandes que son: es que se acostumbra uno a quererlos, y "pequeños seres" recoge bien este sentimiento). De hecho, por naturaleza son bastante más gregarios que los perros. Pero quién ha oído hablar nunca de una manada de perezosos. Y aunque arden en deseos de mover el rabo, el caso es que no pueden hacerlo, porque no tienen rabo, carencia que viene a ser, en gran medida, un compendio de todas sus dificultades. En vez de andar por ahí retozando en pandilla, están condenados (ahí la trampa) a pasar sus días en la más completa soledad, invirtiendo las poquitas horas de vigilia que natura les concede cada día a arrastrarse con glacial lentitud entre las ramas de un solo árbol de buen tamaño, hasta el punto de que algunos observadores se vuelven locos de aburrimiento, o casi, sólo por estar mirándolos. En ese único árbol consisten su casa, su ciudad, su mundo.

Cierta incomodidad, les advierto, les acompañará durante la lectura de la novela, a pesar de la comicidad amarga de muchas de las situaciones. Como suele decirse, Andrew es un personaje tragicómico. Yo creo que tiene más grandeza que ese mero apelativo: una mediocridad tan inmensa y ambiciosa no se la puede meter, sin más, en una caja y arrojarla al camión de la basura.

Merece un sitio en nuestra biblioteca.








viernes, 23 de diciembre de 2016

'Los nuestros', de Dovlatov

A pesar del título, no vayan a pensar de manera precipitada que he escogido esta novela como trasunto irónico de esa expresión tan canaria, tan nuestra, que es, precisamente, lo nuestro (la válvula sigmoidea del corazón de la esencia de nuestro ser intemporal atlántico): las papas con mojo son lo nuestro, el carnaval es lo nuestro, el seseo es lo nuestro, decir "mi niño/a" al final de cada frase es lo nuestro, la lucha canaria (el deporte vernáculo por excelencia) es lo nuestro, el palo canario es lo nuestro, el silbido gomero es lo nuestro, el Teide es lo nuestro, la playa de Las Canteras es lo nuestro (la mejor playa del mundo según todos aquellos que han tumbado sus canarios cuerpos en todas las playas del mundo), los trajes típicos son lo nuestro, el tipismo mismo es lo nuestro, la Virgen de la Candelaria y la Virgen del Pino son lo nuestro, los guanches son (un rato) lo nuestro, el sentirnos europeos (el otro rato) es lo nuestro, los alisios son lo nuestro, los microclimas son lo nuestro... Sin embargo, nunca se habla de que lo nuestro sea también la corrupción política y empresarial, el clientelismo político, la evasión fiscal, las oligarquías isleñas, el desprecio feroz por los pobres, la desigualdad económica, los barrios desasistidos y azotados por la miseria, la superstición rampante, la ignorancia, las tasas impresionantes de paro, de abandono escolar, de violencia de género... No, eso no es lo nuestro.

No, qué va.

Bueno, que descarrilo y se van a creer que están en el otro blog.



Vayamos, ahora sí, a lo nuestro: este libro cayó en mis manos por casualidad. Mejor diríamos re-cayó. Recuerdo haberlo leído hace como quince años, y que me gustara.Por decirlo así, en plan soso. El resto es silencio. Quince años después, tras encontrarlo huroneando en la biblioteca de la casa familiar, lo he vuelto a leer y la impresión es inmejorable: que se te escape un principio de carcajada a cada rato es buena muestra (para mí, al menos): ahuyenta la pesadumbre de vivir entre tanto/a miserable.

También es cierto que en una lectura influye la anterior. Por ejemplo, después de leer El tren delantero, cualquier cosa me habría parecido excelente. Así, comencé con Entrelazamientos, que la juzgué de una manera muy positiva. Creo que con justicia. Es probable, no obstante, que saliera muy reforzada por comparación con aquella cosa perpetrada con malos modos y, según parece, casi por encargo, aunque fuera un encargo amical. De la misma mala manera, después de sufrir Vs., y dando tumbos en la vida y sin poder darme al alcohol, rescaté Los nuestros del pozo del olvido.

Claro, me pareció genial.

No obstante lo cual, creo honradamente que a Dovlatov deberíamos quererlo todas/os (para su biografía, cúrrenselo un poco y lean el prólogo o la wikipedia, que no estoy yo hoy para semblanzas): 


En cierta ocasión, su batallón participó en un asalto. Mi abuelo se lanzó al ataque. Las piezas debían cubrir con su fuego a los atacantes. Pero los cañones callaban. Como se supo más tarde, la espalda de mi abuelo impedía ver las fortificaciones del enemigo.


Con la vejez, su carácter se estropeó definitivamente. No se separaba de su pesado bastón. Los últimos años de su vida, el abuelo ya no se levantaba. Se quedaba sentado en su hondo sillón junto a la ventana. Y si alguien pasaba junto a él, el abuelo exclamaba:
-¡Largo, ladrón!
Y estrujaba el pomo de bronce de su bastón.


Antes de la guerra mi tío decidió ingresar en la universidad y hacerse filósofo. Una decisión más que natural en una persona carente de un objetivo concreto en la vida. Toda la gente con una percepción confusa y nebulosa de la vida sueña con dedicarse a la filosofía


Me han ofendido pocas veces, la verdad. En tres ocasiones en toda mi vida. Y las tres veces fue mi tío.
-¡Intelectual! -me gritaba-. ¡Carroña! Más que un hombre pareces un trapo...


Qué quieren que les diga, esto último suena tan grato en una época como la nuestra en la que todo o es promoción o es pretenciosidad o las dos cosas a la vez...


Me dirigí al parque Udelni. Varios edificios iguales de color marrón aparecían rodeados de arbustos ralos y algunos árboles. Por los caminitos paseaban los enfermos vestidos con idénticas batas grises. Las batas eran o demasiado grandes o pequeñas en exceso. Parecía como si obligaran ex profeso a las personas altas a llevar las tallas pequeñas, y a los pacientes de menor estatura y más escuálidos, las más grandes.


Mijaíl crecía hosco y reservado. Escribía versos. Organizó un grupo futurista en el Lejano Oriente. El propio Mayakovski le escribió una carta moderadamente insultante y amistosa.

(Un capón para el -ya añejo, distante- traductor y, también, para el corrector, en el caso de que lo hubiera. En el libro escribe "osco" cuando en realidad debería decir "hosco". Eso lo sabemos todos sin necesidad de acudir al original ruso)

El libro es así todo el tiempo. Como si nos encontrásemos en un bajío extenso y bajo nuestros pies crujiesen perlas de colores. O como si nos surtiesen de cucharaditas de un mousse casero de verdad. O como jugosos trozos de un queque de manzana preparado por la abuela materna. Una de-li-cia.

Estas horas de la mañana son así de gástricas y no tenemos cerca un familiar jocoso. Luego, pasa lo que pasa.


-Tu padre es un romántico. De niño leía mucho. Yo, en cambio, al revés, crecí completamente sano... Menos mal que te pareces a tu madre. he visto sus fotos. Os parecéis mucho.
-A veces, hasta nos confunden -dije.

A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que sobre los rasgos sobresalientes de la escritura de Dovlátov se yerguen, a más altura aún (pero no por encima del Teide, por favor), sus diálogos. No es amigo el ruso de largas y prolijas descripciones. Frases cortas, tono irónico, y vuelta al diálogo. No se puede parar de disfrutar, aunque lo que cuente sea amargo. A veces, terrible. Así es este hombre.

¿Recuerdan que unos párrafos atrás les había dicho que no recordaba nada del libro?

Error. No es así. 

El siguiente párrafo me asalta cada vez que voy al baño. Creía que pertenecía a alguna novela de Kundera. Pero no. Era Dovlátov. Se me había metido en lo más íntimo, casi de manera literal.


Si un amigo mío se dirigía al baño, mi madre se quedaba en vilo. Según las tonalidades de los chorros del agua, determinaba si se lavaba las manos o no. Mi madre esperaba atenta. Primero no se oía nada. Le seguía el poderoso retumbar del agua de la cisterna. Y acto seguido se abría la puerta: de modo que no se las había lavado... 
Entonces mi madre se tornaba solícita y nerviosa. 
-¿Se ha acabado el jabón?¿Quiere una toalla limpia? 
Hacía preguntas insinuantes. Se esforzaba insistentemente en que mi amigo se preocupara de su higiene. 
Pero éste contestaba: 
-No se preocupe. Todo en orden... 
Otros sólo la miraban con cara de asombro.

Y cuando seguí adelante con la lectura, me topé con esta frase que había hecho mía:


Como todos los hombres frívolos, mi padre era un ser benevolente.

Porque mi padre, un hombre rígido, infeliz, de confusa moral católica, no era frívolo. De ahí que no fuera, casi nunca, benevolente. 

Terminemos. Como se infiere, Dovlátov escribe sobre los miembros de su familia, a cual más pintoresco. También habla de él, pero casi siempre a modo de acotación. No como nuestros escritores, cuyo ego se infla tanto que todos los demás personajes salen despedidos de las páginas, cuando no aplastados por discursos pomposos y filosofía de retales. ¿Quieren un taller literario? ¿Quieren estilo? Lean a Dovlátov. Aunque si lo que quieren es socializarse, no voy a ser yo quien se interponga.

Dicho queda.












lunes, 19 de diciembre de 2016

'Vs.', de Sergio Barreto

Antes de comenzar con esta reseña, creo que es obligado hacer un reconocimiento a la gente que se dedica a escribir: el esfuerzo de darle a las teclas para formar palabras y frases durante cientos (miles) de páginas con la voluntad de crear una historia. Hasta al peor de los escritores/as debería concedérsele el mérito que supone ese desempeño, cuyo resultado carece, en muchas ocasiones, de valor artístico alguno. Digamos que esa es la base de cualquier blog de reseñas, y a partir de ahí, de ese reconocimiento, puede comenzar la crítica. 

Esta novela, Vs., ganó el premio Benito Pérez Armas (de la Fundación Cajacanarias), de rancia raigambre en Santa Cruz de Tenerife, sobre todo por el premio, que es de 12.000 euros. El jurado estaba compuesto por Juan José Delgado, Juan Cruz Ruiz, Juan-Manuel García Ramos, Nilo Palenzuela y Cecilia Domínguez. Casi nada.




Bien. Comencemos señalando que en Vs., al menos, hay una historia. Podría no haberla. Ojo, que no desdeñaría que el virtuosismo o la singularidad de la forma nos absorbiera de tal forma que la trama fuera lo de menos. No es este el caso. Alabemos al menos como una virtud que el autor tiene algo que contarnos.

Pues bien, en la novela se narra que, a la muerte de su antiguo jefe, Viejo Araña, cuatro ex-empleados, que también eran amigos entre sí, se reúnen después de siete años para meterle mano a sus pertenencias. Según se infiere, era un individuo detestable. Como prueba de ello se cuenta que mató a su caballo, Obsidiana, por capricho, en un acto de brutalidad irracional. Este grupo salvaje no encuentra nada a lo que echar mano en esa casucha ruinosa llena de basura. Eso sí, se llevan su coche y unos uniformes que encuentran en unos cajas en el cobertizo. Así se pasan 29 páginas de las 200 que tiene la novela, y buena parte de mi paciencia. Esos cuatro personajes son el propio narrador, Mediacara, Marcelo y Octavio. El narrador no tiene nombre, pero tampoco nos importa; Mediacara es un tipo con la mitad de la cara quemada (lo pillan, ¿verdad?) y en los estertores de la novela también se dirigen a él por su verdadero nombre, Aldo; Marcelo es, también, "nuestro indio" (un nativo de esa llanura muy polvorienta, desolada y tal, llamada Cicatuac de pretensiones míticas) cuando el narrador se cansa del nombre, aunque a partir de la pág. 70 les sirve Polaco o Polaquito; y luego está el líder carismático weberiano, el tal Octavio, al que el narrador, al parecer, le profesa una secreta admiración, ya que no para de denominarle como "nuestro tipo duro", "nuestro cowboy" o "nuestro vaquero". A veces, incluso, por su apellido, Vargas. Cuando digo que no para, es que no lo hace. Se ve que el simple nombre "Octavio" no caracterizaba al personaje, así que Sergio Barreto decidió transferir al narrador-participante de la historia la pesada tarea de la connotación. ¿Cargante? Pues sí.

Sigamos. Como no encuentran nada de valor, salvo el coche (un Mercedes, dato vital) al que llaman Obsidiana (como el caballo), y cuatro uniformes militares, se plantean dudas existenciales. Sin embargo, como Marcelo ha creído recordar que en un puticlub (el Cráter) el dueño invita a los soldados, pues nada, deciden marcharse a ese lugar a aliviar sus frustración de ladrones sobrevenidos. Sergio Barreto, que también (o sobre todo) es poeta, debe de ser admirador de Kavafis, pues como ese lugar está donde Jesús perdió la sandalia, la tropa siempre está en camino y les pasan cosas terribles durante el viaje, que les recuerdan cosas del pasado, les revelan dimensiones hasta ahora ocultas de su personalidad y tal. Un bildungsroman breve, un On the road cortito sin Dean Moriarty, que todo no puede ser.

La novela, sin embargo, salvo ocasionales destellos, aquí y allá, normalmente relacionados con algún estallido de violencia (uno sospecha que precisamente esa violencia se inserta para que uno no se rinda al tedio e ice la bandera blanca), va aburriendo cada vez más, cada vez más deprisa. Porque hay algo de impostado en toda ella: la llanura, de telón de fondo telúrico en plan es un personaje más, los protagonistas que pululan por ella, los diálogos y el monólogo interior del narrador... Hasta la trama misma nos parece sucedánea, como el trasunto de otras tramas ya leídas. Como la colonia vieja de la que nunca decidimos desprendernos. Así, uno parece oler un poco de Meridiano de Sangre, otro poco de Viaje al fin de la noche, otro poco más de Bailaré sobre vuestras tumbas, y ya, si nos entusiasmamos, El corazón de las tinieblas. Pero no se exciten demasiado, es un olor desleído, fermentado, que no atrae sino que repele.

Lo peor de todo, propio de las novelas quiero y no puedo, ocurre cuando el autor se pone filosófico y les hace decir a sus personajes (en este caso, el narrador) tonterías de adolescentes en camino hacia su primer coma etílico:


El bourbon formó un pequeño charco bajo la lengua que, una vez en descenso por el esófago, ardió para inundar el estómago como si fuera napalm. ¿Vale la pena morir por esto?, pensé, pensando, a su vez, en Viejo Araña y su alcoholismo irredento. Por supuesto que vale, siempre vale la pena morir por algo, aunque se trate de una gilipollez, me dije, sí, sí que vale la pena, confirmé para mí, al fin y al cabo hay gente que la diña por nada, que desaparece y se funde a lo que son, a esa niebla contra la que han luchado a lo largo de su vida.


Aunque mi forma de pensar contradiga a la todopoderosa sabiduría de los anuncios nunca me ha gustado conducir. Además soy un borracho. Ir trompa y tener el poder de varias toneladas de chatarra que circulan a toda hostia y con cuatro tíos dentro cuyas vidas dependen de la destreza de un trompa, aunque pueda transmitir, en un  primer momento, sensación de poder; luego eso, la sensación de poder, se va al garete y queda algo así como vacío y miedo y una idea de responsabilidad demasiado grande para un borracho. Uno se funde con el coche. Forma parte del cacharro y, de algún modo, pierde un poco de humanidad. Se convierte en la única pieza verdaderamente frágil.

Otra cosa que saca de quicio es que este narrador innominado expresa esos pensamientos de soledad de fin de año con un lenguaje que a veces es lírico-pastoril y otras propio de un empleado de matadero (su actual oficio). Por qué, hombre, por qué.


Se trata, el Cráter, de uno de esos locales con rótulos de neón en la fachada y enormes gorilas con cara de gilipollas en la puerta. (...) Las rameras que desfilan por el Cráter son capaces de hacer lo que sea por dinero. Desde dejarse prolapsar el recto con succionadores hasta montárselo con un equipo de fútbol. Por un puñado de billetes llevan a los clientes de la mano hasta habitaciones forradas de terciopelo rojo.

Además, dispone, porque sí, de un vocabulario y de conocimientos superiores a los de sus compañeros. Incluso, en repetidas (demasiadas) ocasiones, se disculpa por ello, no fuera a ser que lo tomáramos por un mindundi pretencioso. Sin embargo, algo no cuadra: ¿Terminó la EGB? ¿Se matriculó en la Universidad en Ingeniería de Minas? ¿Era lector autodidacta? ¿Veía Saber y Ganar? ¿O era la vida salvaje del llano que le había otorgado infinita sabiduría y las respuestas del Trivial? El llano llanea, seguro. Nada se explica, sin embargo, sólo se nos dice que fue empleado del muerto (al que odiaban mucho) y que ahora trabaja matando vacas, lo que le embrutece, y tal. 

Bueno, la novela avanza o lo que sea y tras algún episodio gore, surgen más reflexiones sobre la vida, la muerte, sigue pasando alguna cosa que otra, después algún giro inesperado, más sangre, luego el sexo, más consejos prudenciales por si los echábamos de menos, tampoco falta la crítica al capitalismo, venga el llano otra vez, etc. 

¿Que si hay cosas buenas? A veces, alguna descripción no nos hace bostezar y, en cambio, nos permite entrever ese mundo eternamente salvaje y polvoriento. También, cuando el autor (o su alter ego) se olvida de sí mismo, la narración se vuelve, incluso, interesante. Dura poco, pero son bosquejos de algo que, a pesar de no ser nada original ni profundo, podría haber sido una historia pasable con un poco más de estilo, con personajes mejor delineados, con algo más de concentración

No todo tiene que ser original ni profundo.

Conclusión: no digo yo que no haya lectores a quienes les pueda entretener (lo que no es poco), pero, a un servidor, los descansos en la lectura se le hacían cada vez más largos y urgentes. Me pregunté, lo confieso, en este temprano estadio de mi ejercicio como reseñador, qué necesidad tenía yo de leer novelas así, si no me estaba "devanando a mí mismo en loco empeño". Esa debe ser, a buen seguro, la periódica ordalía de los críticos profesionales, quienes a partir de ahora me suscitan genuinos sentimientos de compasión (solo un poco). Me planteé en serio dejar la novela a algo menos de la mitad y darla por terminada, porque, ¿qué más podría pedírseme? A pesar de todo, tozudo como un llanero de Cicatuac, decidí continuar porque creí que sería más honrado publicar esta reseña si me la leía entera.

 No tiene por qué volver a ocurrir.

El jurado del premio Benito Pérez Armas declaró en la concesión: "Ha nacido un narrador". Mi conclusión de Vs., sin embargo, es otra: una novela con evidentes fallos de estilo, cuya trama se sostiene a duras penas, con lagunas, y que, en todo caso, parece hecha por alguien que está orgulloso de los muchos libros que ha leído y de toda la música que ha escuchado, y quiere que los demás lo sepan. 

Si este es el parto de Sergio Barreto como narrador, muy prematuro nos ha salido.


miércoles, 14 de diciembre de 2016

'Las inquietudes del Hall', de Alonso Quesada

Tengo en mi poder un ejemplar de Las inquietudes del Hall perteneciente a una edición conjunta del Ayuntamiento de Las Palmas, la (extinta) Caja Insular de Ahorros de Gran Canaria, el Museo Canario, el Almacén, Editorial Prensa Canaria, Taller de Ediciones, Planas de Poesía y Fablas "como homenaje a Alonso Quesada en el cincuenta aniversario de su muerte" (1975). Ahí es nada.  Pese a tanto colaborador, la edición es más bien modesta, pero tampoco vamos a ponernos quisquillosos. Eso sí, la portada es la reproducción de un cuadro de César Manrique y el prólogo, de Lázaro Santana.



(Fotografía casera de la portada)


Bueno, vamos a lo nuestro. Con este post, no pretendo decir nada nuevo, sólo mi opinión. "A estas alturas, ¡hablar de Alonso Quesada!" (murmullo unánime de desaprobación, seguido de algunas interjecciones guturales). Alonso Quesada da nombre a calles, plazas, colegios públicos, parques infantiles y cosas así. Es un escritor institucionalizado. Es decir, deglutido, digerido, absorbido por el Estado y sus académicos orgánicos. Ha sido pasto de nuestras mejores mentes filológicas y está incluido en el santoral de nuestra literatura.


 No obstante, para un internauta sobrevenido como yo, es llamativo que apenas se encuentre nada en Internet sobre Las inquietudes. Supongo que estarán todas las reseñas, estudios y comentarios en polvorientos y apolillados tomos académicos o en Antologías de Literatura Canaria que nadie lee. Cualquiera sabe. A lo mejor, es materia de discusión en tertulias de alto copete y en asaderos de playa, pero permítanme dudarlo. Por curiosidad, una rápida encuesta que hice y que abarcó a varias generaciones en mi entorno más cercano arrojó el resultado de que no la había leído nadie. El riesgo de la mencionada institucionalización es que todo el mundo se sepa el nombre del literato/a, pero no lo lea ni Dios. Es lo que tiene la cultura oficial.


No obstante todo lo anterior, y asumiendo mi imprudencia por adentrarme en el templo de la literatura consagrada, les expongo mis reflexiones:


Debo reconocer que hacía tiempo que no leía nada tan elegante, tan irónico; y a la vez, tan lleno de metáforas y de comparaciones ingeniosas, de un lenguaje tan vivaz. Esto lo digo ya y podría acabar la reseña aquí con la recomendación de que lean esta obra, que vale la pena. Pero si sienten algo más de curiosidad aquellos que tengan la osadía de proclamar al mundo que no la han leído, continúen leyendo.


Este texto, publicado póstumamente (Quesada murió de tuberculosis en 1925), nos retrotrae a Las Palmas de Gran Canaria de principios de siglo, durante la época colonial de facto inglesa y la vida de esa comunidad en el reducido ámbito de un hotel.



El alma del inglés colonial es un pequeño Hall. Toda la cosa espiritual de su vida se concentra en el Hall. La vida extranjera y lejana tórnaseles tibia y plácida por la correcta claridad del Hall. Ningún lugar para digerir certeramente un roast-beef como el Hall. El Hall evita la altura de la voz, el desmesurado ejercicio de las manos. El corazón se somete, el ánima se disciplina, la mirada se vuelve mansa como la de un buey y el pie es como si tuviera una perpetua zapatilla de baile.

Imagino que la historia se desarrolla en esta ciudad, aunque nada lo indique (y sea lo de menos), porque Quesada trabajó allí sucesivamente para dos empresas británicas casi toda su (corta) vida. Trabajo que, al parecer, detestaba. El habría preferido dedicarse a la literatura (se carteaba con Unamuno, quien le prologó el poemario El Lino de los Sueños, para que vean, y era camarada de Modernismo de Tomás Morales), pero tenía que mantener a su familia, que no era pequeña, por cierto. Escribió crónicas periodísticas, poesía, teatro y prosa, lo que fuera, pero nunca pudo vivir de ello. Ser profesional de la escritura siempre ha sido duro (como lo es serlo de casi cualquier cosa), y más cuando no existía esa política cultural supuestamente cohesionadora y fervientemente subvencionadora que ha sido la predominante en España y en Canarias los últimos 40 años, hasta La Crisis. Antes, en tiempos de Quesada, si querías ser escritor y no podías, se quejaba uno de la puta vida; ahora, de que el Estado no cuida de la Cultura-con-Mayúsculas ni de los Artistas-con-Mayúsculas. 


Proseguimos: no hay nada mejor que una novela (o lo que sea que quepa en apenas 50 páginas) te entusiasme desde el primer párrafo. Aunque "Hall" esté escrito 29 veces en las dos primeras páginas. Qué más da: Quesada está por encima de esos prejuicios contra la repetición. Es la suya una prosa colorida en la que el lirismo pugna por desbordarse. Sin embargo, el autor lo contiene siempre justo a tiempo, evitando caer en una prosa poética ensimismada y produciendo, en cambio, un torrente de imágenes certeras. Estas cosas tan bien escritas tienen el efecto de ponerme un poco de talante suplemento cultural, lo reconozco.



Llegó al número 14. Empujó la puerta y notó que todo el rumor del mar que estaba acurrucado en su cuarto se escapaba, como un lince, por la puerta entreabierta. Las piernas sintieron cómo se deslizaba entre ellas un lomo de piel fría: esa serpiente sutil que es el rumor de las cosas profundas cuando está encerrado muchos días en las cámaras pequeñas.


Veíasele arder la sangre a flor de piel, y el vaho caliente de su fuego proyectábase en las pálidas caras de los británicos como un aire de desierto árabe. El Hall se encogía como un niño débil al paso de la sueca.


Una tarde el Hall estaba más inquieto. Paseaba por él, caviloso, un francés espectacular, de rostro mefistofélico y chaquet azul. El francés metía sus pies en el piso del Hall como si fuera un arado. Y empujaba su caminar con ese ahínco del boyero recio que empuja la esteva con ensañamiento de puñalada.


Y, más, muchas más imágenes que sería cansino recoger por numerosas. Yo es que me entusiasmo con el talento... Y, bueno, tampoco es que nos lo encontremos todos los días. Algunos/as en realidad parecen escribir como si empujaran un arado (tarea muy digna y fatigosa en su ámbito, la de arar, por si alguno/a le da por ofenderse). 


Por otro lado, en realidad, Las inquietudes del Hall cuenta de todo un poco, pero difícilmente una historia. Quizá en otros relatos, esto nos perturbaría; quizá en la mano de otros escritores, nos fastidiaría. Sin embargo, aquí nos complace. Porque hay dos irlandeses (un poeta y una miss cuya madre es escritora) aquejados de tuberculosis que se intercambian cartas y poemas (me recuerdan a El dúo de la tos, de Clarín), y hay una pareja de casados de Manchester que leen la misma novela. Y también una sueca salvaje y formidable que se atreve a propinar un beso a un italo-norteamericano en el Hall a la vista de todos. Lo que significa, claro, el acabóse:



El beso flotó durante toda la noche por el Hall... ¿Por qué no habría sonado en la sombra? Era como el pájaro escapado de una jaula. El Hall tenía un desconsuelo de jaula vacía, con la puertecilla abierta y un rábano ridículo cabeceando como un péndulo: la azarante movilidad del manager que iba y venía de un ángulo a otro ángulo sin encontrar el malhadado ratón del beso.

Y el Hall omnipresente, y los ingleses y sus hábitos y prejuicios, y el mar, y los ocasionales extranjeros cuya mácula étnica (incluidos los irlandeses) no por más temida es evitada del todo. Ese mundo colonial inglés lleno de halls similares repartidos por todo el mundo con sus dramas diminutos y sus irrisorias mezquindades. Tantas cosas que ocurren en tan pocas páginas, y pronto, quizá demasiado pronto, un final tan esplendoroso, tan cinematográfico, tan intuido y tan poéticamente expresado...


Qué quieren que les diga. Hay más literatura en estas 50 páginas que en la obra completa de otros autores más conocidos que están todo el santo día baboseando en los medios de comunicación.






viernes, 9 de diciembre de 2016

'Entrelazamientos', de Luis Junco

Andaba yo revoloteando por las estanterías cual polilla hambrienta, dudando si posarme en Malaquita o en Las inquietudes del Hall, obras del canon oficial canario (ya llegará su momento), cuando me llegó el aviso de que ya podía ir a recoger a la librería algo más actual: Entrelazamientos, de Luis Junco. 

Esta novela venía recomendada, todo hay que decirlo, por un conocido pintor y ajedrecista. ¿Sueñan los pintores con cabras impresionistas? Si lo citara por su nombre y apellidos, ¿incurriría en un apoyo tácito o en una infracción del copyright? Lo cierto es que él me lo recomendó y yo, de natural obediente, lo encargué. 

He de decir, que en esta temprana fase de acopio de información literario-canaria, no tenía ni la menor idea de quién era el tal Junco. Tampoco creo que en este tipo de blogs, tan subjetivos, tan personales, tan de expresar el propio gusto, se tenga que hacer una semblanza biográfica del autor, de su carrera literaria, de su inserción en tal o cual movimiento o generación, etc., etc. Para qué. A mí me aburre, y creo que a la mayoría de Vds., también.

En este blog, al menos, el autor habla con su libro, no con los laureles académicos ni con los reseñas ad hoc de sus amigos o cómplices. Y yo digo lo que me parece (véase Breve declaración de intenciones o insúltenme en mi correo).





A mí, para meternos en situación, esta novela me parece seria: que experimenta, sin ser experimentalista a costa del lector, que combina una forma clásica de escribir con una propuesta arriesgada en la construcción (léase todas las cursivas de este párrafo con tono positivo). Digo, entonces, seria, porque no es una chorrada como El tren delantero. Aquí, sus historias se engarzan como piezas necesarias en el relato mayor, y no como relatos que tenía en el cajón y qué apuro que no sabía qué hacer con ellas, y que me están dando prisa para acabar la novela, etc.

Por eso digo lo de escritor serio, lo de novela seria: se respeta al lector/a. El autor no le hace rehén de sus incapacidades, ni víctima de su ego.

PROS: Luis Junco es un excelente relatador, capaz de hacer hablar a voces distintas de la suya de un modo verosímil. Es un narrador contundente. CONTRA: además de algún error tipográfico y de fechas (lo que se podría haber evitado con un corrector), Junco es, a veces, un banal comentarista del presente, sobre todo en la primera parte de la novela. Quizá podríamos reformular las afirmaciones anteriores de otro modo: es excelente narrando historias en las que no participa y menos cuando sí lo hace (o cuando su yo -real o imaginario- forma parte de la trama). Es llamativa la diferencia que suscita la fuerza de la que hace gala al narrar el pasado real o imaginario de las múltiples tramas de su novela (sin ir más lejos, por ejemplo, las aventuras del escribiente tullido enrolado en un barco pirata):


¡Escribe, muchacho, escribe sobre estos hombres del mar, y que las palabras resplandezcan en las tinieblas de la muerte y el olvido!, me decía el señor Roberts, y casi siempre que así me incitaba acudía a uno de sus libros de poemas, y leía con gran emoción:
La muerte en sí no es nada; pero tememos que sea no sabemos qué, no sabemos dónde.
Y yo escribía sobre aquellos hombres.

con la indiferencia que provoca el relato de un presente (de sí mismo) que sólo sirve de engarce (por ejemplo, sus triviales peripecias en el buffet de un hotel). 


Con las imágenes del infante don Luis bulléndome en la cabeza, sobre las ocho de la tarde nos fuimos a cenar al comedor. Tuvimos suerte, pues, a pesar de que estaba bastante lleno de comensales, conseguimos una mesa para dos junto a la cristalera que daba al mar ya oscurecido y a la línea de puntos luminosos que marcaban la costa. Y me dispuse a enfrentarme al buffet libre. Es algo que me resulta odioso, porque me pone en una situación de inseguridad y molestia provocada sin duda por anteriores y desagradables experiencias en este tipo de restaurantes.
Y sigue, dejando al lector preguntándose dos cosas, qué le importa y por qué es pertinente su mala predisposición con los buffets libres.

PERO, salvando estas pequeñas digresiones egocéntricas y aburridas (que, como digo, perpetra sólo en la primera mitad), el autor se corrige, digamos que calienta, y la novela resulta apasionante por, al menos dos razones: a) encadena con coherencia una secuencia de historias distintas que en clave casi detectivesca contribuyen no a la resolución de un enigma sino que nos conducen a más ramificaciones: la investigación de la historia y miserias de la familia De Ponte (la casa familiar del autor había sido, en otra época, propiedad de aquella) y a nuevos personajes (unos turbios, otros cómicos, otros conmovedores) que comienzan siendo secundarios y luego ocupan todo el escenario. 

Por otro lado, el autor es más que convincente al mostrarnos las casualidades, coincidencias y jugarretas del destino que se empeñan en conectar a personas y situaciones que, en principio, nada tendrían que ver entre sí. De esas conexiones, Luis Junco consigue enhebrar un tejido narrativo más que digno.

Además, la novela tiene estilo propio, una voz singular, la del autor, la narración es ágil (no aburre, por Dios), el vocabulario es rico, y los diálogos son creíbles; y b) uno tiene la sensación de que aprende, de que la lectura no invita a hacer la siesta, sino que está descubriendo historias interesantes de su propio hábitat (Canarias), de las culturas de estos lares y, por qué no, de sí mismo. Hablando en plan engolado: historias ancladas en lo local, pero de valor universal. Esta multiplicidad de historias no nos empujan al tedio del costumbrismo ejemplarizante, ni a la exaltación de lo propio, ni al panegírico de una atlanticidad incomprensible excepto para una clarividente mente académica. Más bien es una historia genealógica de aristócratas, de arribistas, de (des)posesiones, de mezquindades y de muertes, en una suerte de polifonía bien construida (arquitectónica, dirían otros) que nos reconcilia con la escritura (y la lectura). Vale la pena señalar también que Garachico, La Oliva, Puerto de La Cruz y La Orotava se vuelven lugares tan literarios (tan atractivamente misteriosos) como París, Londres o Berlín. No es poco, ni mucho menos.

Creo que ha quedado clara mi opinión sobre Entrelazamientos.

En todo caso, reconozco que me resulta más fácil escribir una reseña negativa que una positiva. Porque de las negativas, al menos me sale ese sentido del humor, pero de las positivas temo que se me quede cara de Babelia

Y eso sí que no es bonito.






lunes, 5 de diciembre de 2016

'Todo fluye', de Vasili Grossman

Cuando terminé de leer la colección de relatos que venían al pelo de González Déniz, me sentí preso de un humor desagradable, de una opresión en el pecho que, quizá, sólo podría explicarse por la tortura a que voluntariamente me había sometido. Así, deseoso de librarme de aquella sensación de farsa, pensé combatir el fuego con el fuego, y me abalancé sobre un libro que dormía desde hacía casi un año en la estantería de libros abandonados (que es la misma que la de recomendados): Todo fluye, de Vasili Grossman.

Magia: al poco de adentrarme en esta novela de rusos y de judíos, de judíos rusos y de rusos judíos, de confidentes, de presos en Siberia y de científicos arribistas, de Stalin y de todo ese mundo de ayer, aquella angustia desapareció. Aquí sí había personajes, y diálogos de verdad, y las miserias de la naturaleza humana, y sus virtudes. Y un escritor detrás orquestando todo esto. 


Y una traductora, claro (que aquí pocos sabemos ruso): Marta Rebón.









Nikolái Andréyevich espera a su primo, Iván Grigórievich, que lleva media vida en un campo de prisioneros en Siberia por sus opiniones políticas e intelectuales. Él, en cambio, ha medrado en su carrera como científico, sobre todo en los últimos años de Stalin, aunque no sin un precio, el respeto de sí mismo por haber participado en discursos y firmado manifiestos a favor de las deportaciones y penas de muerte. No fuera a ser que le tocara a él:



Y ahora, de repente, Nikolái Andréyevich recordó que había tenido dudas. Sólo fingía que no las tenía. De hecho, aunque hubiera estado convencido en el fondo de su alma de la inocencia de Bujarin, de todas maneras habría votado a favor de la pena de muerte. Le habría resultado más cómodo no dudar y votar, así que había fingido ante sí mismo que no tenía dudas. Y no había podido dejar de votar porque creía en los grandes objetivos del Partido  de Lenin-Stalin.

La llegada de Iván destapa toda su vergüenza reprimida, expone la verdadera dimensión de su cobardía, que, como cualquier otro rasgo humano, tiene sus propios matices de miserabilidad:



Sí, sí, había pasado la vida inclinándose, obedeciendo, con miedo al hambre, a la tortura, a los campos de prisioneros siberianos. Pero también había habido otra clase de miedo: el de recibir caviar rojo en lugar de caviar negro. y por aquel vil miedo, el miedo del caviar, fueron sacrificados los sueños de juventud de los tiempos del comunismo de guerra. Era preciso no dudar, votar sin miramientos, firmar. Sí, sí, el miedo por el propio pellejo y el miedo a perder el caviar negro habían alimentado su fuerza ideológica.

El miedo del caviar... Sería fácil hacer una traslación en clave española a cómo se han vendido tantos artistas (e intelectuales) por una sinecura (sí, los mismos que después nos dan lecciones de moralidad), pero para qué. No siempre salimos airosos de las disyuntivas morales con las que nos desafía el mundo. Quién se escaparía del látigo, si nos dieran justo lo que merecemos. Cómo si no, tantos de nosotros hemos intercambiado una dulce y mediocre vida de clase media por la ignorancia de la política. Cómo si no, hemos transigido con los desmanes de nuestros políticos profesionales durante tantos años.


Sigamos. Algo tiene la cita anterior que recuerda a La muerte de Iván Ilich: la misma hondura, la misma nostalgia no tanto por los actos como por las omisiones, el virtuosismo en la narración, donde no sobra una palabra y en donde tan fácil es incurrir en un patetismo egocéntrico. En el contexto del régimen soviético bajo el mandato de Stalin, la persecución a los judíos y a los (posibles) desafectos al régimen manda a millones de personas a los campos de Siberia o a la muerte. "Reclusión sin derecho a correspondencia" era la espeluznante manera de referirse a los condenados al pelotón de fusilamiento.


Iván se marcha de casa de su primo y viaja a Leningrado, donde vive su antiguo amor. Tras visitar los antiguos parajes familiares que quedaban reconocibles tras la guerra, se encuentra en la calle con su delator. Nada ocurre entre ellos, salvo que éste siente cierta vergüenza tras el encuentro... hasta que le sirven su almuerzo en un restaurante de lujo: su carrera prosperó tras la delación de su entonces amigo Iván y, posiblemente, de la de otros. ¡La vida sigue!


En cambio, Iván, se niega en su conciencia a condenar a los delatores, a los conniventes, a los firmantes de penas de muerte, lo que nos da una idea del contraste entre dos maneras de vivir el mundo, de elegir el mundo que querrían.


Porque, al fin y al cabo, son humanos:


Pero ¿saben qué es lo más repugnante en los confidentes y en los delatores? Lo que hay de malo en ello, pensaréis. ¡No! Lo más terrible en ellos son sus cosas buenas; lo más triste es que están llenos de cualidades y de virtudes. Son hijos, padres, maridos, amantes, cariñosos... Son gente capaz de hacer el bien, de tener éxito en el trabajo. Aman la ciencia, la gran literatura rusa, la música hermosa, algunos de ellos expresan con inteligencia y valentía su juicio sobre los más complicados fenómenos de la filosofía moderna y el arte. Entre ellos se encuentran excelentes, fieles amigos.

Y su culpa, sus acciones no provienen sólo de su mera voluntad. 



Sí, sí. Ellos no son culpables. Fuerzas de plomo, oscuras, los empujaron, millones de toneladas pesaban sobre ellos. No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables: tú, el acusado, tú, el fiscal, y yo, que estoy pensando en el acusado, en el fiscal y en el juez.Pero ¿por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto de la depravación humana? 

Vuelve a Moscú y encuentra trabajo. Se queda en una habitación, en la casa de una viuda, Masha, y su hijo. Tras un tiempo, simpatizan. Masha le revela su vida en Ucrania, como contable de un koljós en los años 30. El saber que él ha vuelto de un campo le urge a una especie de confesión. En Ucrania, El Estado, después de expulsar a los kulaks, carga contra los campesinos restantes y confisca todo el grano del campo: una condena en la práctica a los campesinos a morir de hambre. 



El pueblo gemía al ser testigo de su propia muerte. Todos gemían, no con el pensamiento, no con el alma, sino como las hojas que susurran al viento o la paja que cruje. Y entonces estallé de rabia: ¿por qué gimen tan lastimosamente? Ya no son hombres, y sin embargo emiten aquel grito lastimoso. Hay que tener el corazón de piedra para comer una ración de pan escuchando aquel aullido. A veces me voy al campo con mi ración, aguzo el oído: gimen. Me alejo un poco más, y ahí, ahí parece que no se oye nada; sigo avanzando, y de nuevo los oigo: es el pueblo vecino el que gime. Parece que toda la tierra gima junto con la gente. Pero si Dios no existe, ¿quién les escuchará?

Y, finalmente, tras el horror generalizado, la reconstrucción:

Cuando retiraron todos los cadáveres de las isbas, llevaron a las mujeres para que fregaran los suelos y encalaran las paredes. Lo hicieron todo como es debido, pero el hedor no se iba. Dieron una segunda mano de cal y rebozaron los suelos con arcilla, pero el hedor persistía. En aquellas cabañas no pudieron comer ni dormir, se volvieron a Oriol. Pero las tierras no quedaron abandonadas, naturalmente, eran tierras muy ricas.


Las delaciones, las deportaciones, las deskulakizaciones, las ejecuciones, el sufrimiento, la pérdida de dignidad, el hambre, y la muerte, todo justificado en nombre de la patria soviética, del paraíso de los trabajadores, de Stalin. La forja del hombre nuevo en el yunque de una historia inapelable.



Había comenzado entonces la construcción de un nuevo Estado sin precedentes en el mundo. Sacrificios, crueldad, privaciones: nada de eso importaba, porque todo se hacía en nombre de Rusia y de la humanidad trabajadora, en nombre de la felicidad del mundo obrero.


Podría ser esta simplemente un relato más de los horrores soviéticos y estalinistas, que también lo es, pero esa manera de contarlo, esa elección de palabras, esa construcción de frases, lo elevan a otra categoría. No estoy pensando en el arte en sí y el placer espiritual y tal, sino en la conmoción que nos produce sumergirnos en la humanidad y en el sufrimiento común a todos. Es una novela, en definitiva, sobre la libertad y sobre la esclavitud.  


Libertad, sobre todo.


Por último, y aunque me pese decirlo, el libro deviene en ensayo (aunque hecho pasar como el pensamiento del protagonista) en los últimos capítulos. Sobre Lenin y sobre la esclavitud milenaria de Rusia, que ha forjado el carácter de la nación. En su momento, imagino que escribir y leer algo así sería tremendo; la leche, vamos. Sin embargo, tras publicarse todo lo publicable sobre aquel periodo, parece difícil que hoy en día cause la misma impresión. Personalmente, hubiera preferido otro tipo de desenlace, quizá de más desarrollo vital (o decadencia) de Iván y de su primo Nikolái, de Masha... Si hubiera vivido en la época de su publicación (finales de los años 50, comienzos de los 60 del siglo pasado), probablemente lo habría preferido tal y como se escribió. En todo caso, parece evidente que el autor no me tuvo en cuenta.


No se puede contentar a todo el mundo.




(Al concluir esta entrada, recorro Internet y veo que Todo fluye tuvo reseñas elogiosas en El Cultural y en El PAÍS en 2008 y, posteriormente, en un par de blogs. ¡Cómo me gusta estar al filo de la noticia!)