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domingo, 7 de junio de 2020

'La ternura del caníbal', de Víctor Álamo de la Rosa

Creo que ya está bien de tomar el pelo a la gente. En especial, por lo que nos atañe, al público lector. Acepto que no todos los escritores y escritoras pueden convertirse en maestros del lenguaje y pioneros del pensamiento, pero al menos deberían aspirar a ser esforzados aprendices. Lo que resulta un baldón para todas esas personas que sí se empeñan en esa tarea, lo que constituye una estafa para el público, es que a productos aborrecibles se les denomine "joyas de la literatura" y a sus autores, "orfebres". Lo que hay que tener es un mínimo de vergüenza y dejar de menospreciar a la comunidad lectora. En Canarias, no es que los periodistas culturales y los medios de comunicación pongan el listón bajo, es que carecen de él. No miden las consecuencias de su mala fe y no están a la altura de la responsabilidad comunicativa que poseen. Abdican de su oficio a diario.

Una novela como La ternura del caníbal, de Víctor Álamo de la Rosa, nunca debió haber salido de la imprenta. Al menos, sin profundas correcciones tanto en el estilo como en la historia en sí. Los editores de estilo, qué digo, los/las editores (de obra de ficción) desaparecieron del planeta hace casi tanto tiempo como los dinosaurios, y las huellas de ese cataclismo son perceptibles aún. No es desdeñable tampoco el efecto perverso que pueden ocasionar, con la excusa del patrimonio, las subvenciones de nuestras administraciones públicas a las editoriales locales para que promuevan la literatura canaria. Así, aquellas, no atenazadas por la búsqueda de negocio rentable ni estimuladas tampoco por el objetivo de ofrecer literatura de calidad, se limitan a mandar lo que sea a la imprenta, que es tarea de bastante poca enjundia y menor complejidad. Eso sí, patrimonio, un montón. Al final de la cadena de intereses y vanidades, el maltratado público lector se gasta 16,83 euros en un libro que no vale nada.




Esta obra distópica, en la línea de la lamentable moda que llevamos sufriendo en España unos cuantos años (recuérdese, por ejemplo, la floja Rendición, de Ray Loriga, la insufrible Madrid: frontera, de David Llorente o, en nuestro terruño, la olvidable Evanescencia, de Manuel Almeida), ribeteada con apuntes de crítica social más o menos facilona (de esas de chaise-longue), nos cuenta la eclosión del canibalismo en la sociedad (futura) entre las aventuras y desventuras de los protagonistas. El interés, como suele suceder, no radica tanto en la originalidad del tema, mutación del género zombi, como en el posible mensaje que pueda contener y, claro, en el estilo.

Desengáñense, ni el mensaje (el embrutecimiento social metamorfoseado en canibalismo por la polarización social sustentada por las agudas diferencias económicas, además del consabido Estado policial/dictatorial) posee algo que pueda enarcarnos una ceja, ni el estilo (un caprichoso exhibicionismo de facilidad literaria tanto más deplorable por cuanto empalaga y aburre sin freno) proporcionan algo valioso. 

Lo que perpetra Álamo de la Rosa con el lenguaje debería ser enseñado en los talleres de literatura, además de alguna clase magistral en la Universidad, por lo que tiene de enseñanza negativa: el desprecio por la frase pulida, por la síntesis semántica, por la continencia textual. En cambio, el autor desparrama párrafos hinchados de verborrea manida, "retahílas" de frases hechas y andanadas de pensamiento rutinario que pretende pasar por moralmente vivaz en algunos momentos y, en otros, como agudo pensamiento sociológico. Para, al fin y al cabo, contar una historia que hasta donde pude llegar se apuntala sobre la precaria y agostada imaginación del autor, cuyo protagonista está aún más pagado de sí mismo, lo que ya es difícil. 

En esta línea, los diálogos son banales y la información que rezuman solo suscitan hastío, las descripciones eróticas son para esconder la cabeza bajo una piedra y el bosquejo de los personajes son de una miseria literaria que asombra. Asimismo, en las escenas combina la omisión de aspectos que podrían haber hecho interesante la novela con la minuciosidad en la descripción de otros absolutamente superfluos. Esta ordalía de lectura me recuerda a algunas de las lamentables obras que por aquí han pasado. 

Ejemplos que hablan por sí solos

Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos. (Págs. 14-15)

Ahora que lo pienso la aparición de Melany y mi repentino interés por ella no tuvieron que ver con su aspecto, como me había ocurrido con la larga retahíla de mis novias anteriores. Siempre he ligado por impulso, tras fijarme en la beldad que destaca, y mis calculados pasos de mujeriego hacían el resto. Un poco de cara dura, algo de cháchara simpática e intrascendente y, con escasos desaires, al poco tiempo de conversación sabía que mi objetivo me acabaría dando su número de teléfono. Solo ese hecho garantizaba que la mitad del camino hacia la conquista había sido satisfactoriamente recorrido. Es cierto. Siempre he tenido facilidad para ligar, aunque no soy ni especialmente apuesto ni mucho menos rico, dos cualidades, ser muy guapo y ser muy rico, que no deberían contar a la hora de competiciones de cortejo. Es lo que pienso y, aunque estoy seguro de que muchas mujeres tacharían de machista esta observación, es una verdad como una catedral. ¿Se dice como una catedral o como un templo? (Págs. 33-34)

-No imaginaba que fueras experta en bicicletas. 
-Me gusta conocer la máquina que monto. 
Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria. 
-Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media? 
-Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial. 
-Puedo recogerte en tu casa, si te parece. 
-¿Recuerdas la dirección? 
-Sí, con toda nitidez. Calle de la Revolución, número 43. 
-Buena memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces. 
-De acuerdo. 
-Gracias de nuevo. 
-De nada, de nada. Chao. 
-Chao. (Págs. 54-55)

El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. (Pág. 59-60).

-Soy yo -dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas puede sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo. 
-Es que no te recordaba así. 
Volvió a sonreír. 
-Milagros de peluquería -dijo, con mohín de coquetería zalamera. 
¿Aparcaste la moto? 
-Sí, ahí mismo -señalé. 
-Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo -bromeó. 
-Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad -dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas. 
Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro. 
-¿Qué tal tu día? 
-Bien, normal, sin novedad en el frente. 
Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta. (Págs. 70-71)
 
No los atormentaré más. Yo mismo, en la página 112, decidí que ya había cumplido con mi deber de lector-reseñador más que de sobra. Lo dicho, pasen de largo, y hagan algo, si no útil, al menos que les sea satisfactorio. Leer esta novela no será ni una cosa ni la otra. Sin duda, La ternura del caníbal es favorita a ser la peor novela que haya (medio) leído este año.

Álamo de la Rosa es un autor reconocido en Canarias. Al menos, como ocurre también con otros escritores ya reseñados en este blog, en lo que se refiere a su presencia mediática. Sin duda, esta novela, no contribuirá a auparle al Olimpo de los clásicos literarios, aunque él mismo considere que es "muy completa". Prometo, no obstante, pero sin solemnidad, leer su novela Terramores, que es la que, al parecer, ha suscitado mayor respeto (aunque ya no sabemos a quién ni por qué), porque ningún respeto hay que sentir por La ternura del caníbal. Es posible que antaño hubiera un escritor, no obstante.

Llegados a cierto punto, el lector tiene derecho a enfadarse porque la atmósfera literario-cultural en Canarias carece de oxígeno. A este paso, tendremos que seguir viviendo de Galdós y de Quesada cien años más, porque si estos son los autores a los que se encumbra, a los que se toma por modelos, apañados vamos.




P.D. Otras opiniones totalmente diferentes a la mía y una entrevista:











miércoles, 26 de julio de 2017

'Rey de Picas', de Joyce Carol Oates

A este paso, público lector, acabaré reconociendo que las reseñas que me producen mayor satisfacción son aquellas en las que más me extiendo sobre mis gustos y manías particulares, en vez de la novela en sí. Otro asunto es que ustedes, lectores, coincidan conmigo. Pero eso ya lo decidirán, si es posible, en público y con aspavientos que no dejen lugar a la duda. Así, por ejemplo, leer a Val McDermid, anteriormente a Jim Thompson y ahora a Joyce Carol Oates, produce sensaciones e impresiones bien distintas aunque, aparentemente, todos sean escritores, al menos a tiempo parcial y con contrato en diferido, de novela negra. Aquí entraríamos de nuevo en el espinoso asunto de los géneros, su definición y delimitación. Ni siquiera en todas las novelas hay cadáveres, como en Hijo de la ira (bien es cierto que se muere un bebé, aunque accidentalmente). ¿Es novela negra Hijo de la ira? ¿Sí? ¿No? ¿Nunca lo fue y soy un ignorante? ¿Nos importa un comino, a fin de cuentas? 

En todo caso, en Literatura, lo que importa no es el género de la novela, precisamente, sino otras cosas, como el placer que nos produce la lectura, la sensación de encontrarnos con algo singular, extraordinario, que parece hablarnos a nosotros personalmente, también la fuerza y la belleza del estilo de la escritura en sus casi infinitas manifestaciones o la inteligencia, el ingenio y la sensibilidad en el desarrollo del argumento de la novela y en el despliegue de la trama. Esas obras que, al mirar atrás, siguen brillando en la bruma equívoca de los recuerdos. Esas novelas que exploran regiones antes desconocidas para nosotros, que ponen palabras a intuiciones apenas formadas, a sentimientos turbios, a veces enigmáticos, que estaban aún por descifrar, esos acontecimientos humanos que parece que ya no se pueden nombrar de otra manera, esos personajes en los que cuaja, valga la paradoja, la realidad, pese a no ser reales. Ese mundo ficticio autocontenido, autorreferencial que, sin embargo, y es otra paradoja, se crea a base de referencias a la realidad, como bien señala Eagleton.

Y, bueno, sirva lo anterior para presentar la reseña de Rey de Picas, de Joyce Carol Oates. 






Rey de Picas es, a mi entender, y creo que soy original en este punto, una sátira de la novela negra y del escritor de misterio norteamericano, a más señas y en la tipología sociológica anglosajona, hombre y blanco (y protestante, vamos, lo que suele resumirse por WASP). Además, toma como modelo las novelas de Stephen King, no tanto en su elementos fantasmagóricos y sobrenaturales como en su tendencia a presentar como protagonista de sus novelas a un trasunto de él mismo y en ciertos rasgos estilísticos, como ese recurso a la cursiva un tanto desmedido. No soy un admirador incondicional de King, pero me vienen a la memoria, por ejemplo, Un saco de huesos o, claro, El resplandor. Que no sea fan de King no significa que lo desprecie o algo parecido. Me parece un escritor extraordinario. Sencillamente, nunca tuve ánimo para seguir el paso casi vertiginoso de su producción. Su Mientras escribo me parece, por cierto, muy interesante. La reflexión que allí hace sobre la génesis y proceso de su escritura me resulta más reveladora y sugerente que, por ejemplo, el De qué hablo cuando hablo de escribir, de Murakami, por hablar de otro autor famoso-superventas.

Joyce Carol Oates es mujer, lo que en este caso no es baladí: aprovecha la novela para cargar contra los clichés, no solo literarios, de la novela negra en su país. Así, el personaje principal y narrador de la historia, Andrew J. Rush, es el escritor norteamericano de éxito (aunque no tanto como Stephen King), satisfecho de sí mismo y de lo que ha conseguido, con su vida aplacible y su familia al uso. Su némesis está representada por una mujer entrada en años, C. W. Haider, al parecer bastante desquiciada, que se dedica a demandar a todos los escritores famosos como al mismo Stephen King, o a John Updike y otros, por haber plagiado, cuando no robado directamente, colándose en casa, su propia obra. Por lo que se cuenta, esta mujer intentó desarrollar una carrera literaria propia, pero, aunque sigue escribiendo, jamás alcanzó éxito alguno. Es evidente que la vieja está chalada, pero a medida que el protagonista comienza a indagar en la vida de esta mujer, las cosas comienzan a no estar tan claras.

Por otro lado, Andrew lleva una doble vida, literariamente hablando. Con un pseudónimo (sí, Rey de Picas), escribe otras novelas, que se alejan mucho de las que publica con su verdadero nombre: estas son prístinas e inteligentes novelas policíacas en las que siempre se cumple el ideal de justicia poética. Las de Rey de Picas son, por lo que se deduce, más aviesas, más siniestras, más gore, con una perversidad que llega a producir repugnancia. Sin embargo, aunque alejadas de las cifras de ventas de de Andrew J. Rush, Rey de Picas no deja de ganar lectores. 


A todos esos esnobs, intelectuales de la literatura, que se burlan de las restricciones de nuestro género (incluida mi querida hija Julia, a quien adoro), les resultaría muy difícil escribir una novela de misterio que tuviera éxito: una novela en la que se persiguiera al mal hasta echarle el guante y acabar con él; y en la que se alcanzara una conclusión clara y sin ambigüedades.Los finales de las novelas de Rey de Picas eran más crueles que los de Andrew J. Rush, al ser al mismo tiempo más primitivos. había demasiada maldad derramándose sobre todas las cosas como para que fuese posible limpiarla sin dejar rastro, y en la mayoría de los casos moría todo el mundo o, más bien, se mataba a todo el mundo.


A mi entender, Oates no ha pretendido escribir una novela negra como tal, sino, en principio, algo más interesante: escarnecer las convenciones sociales y literarias del mundillo literario y editorial y señalar la discriminación a la que se ha sometido a las mujeres que pretendían progresar como artistas. No es suficiente con una habitación propia, al parecer. Esta discriminación la sufre no solo C.W. Haider, sino también la mujer de Rush, Irina, de talento superior al de su marido, pero cuya producción fue desdeñada por las editoriales y tuvo que resignarse a ser la revisora de la obra de Andrew. En cierto momento, tras años de frustración le llega a acusar de haberle robado las ideas


La señora Haider estaba cada vez más fuera de sí. La boina se le había caído y su aire de superioridad se desvanecía. El juez Carson, cuya actitud cortés la demandante no había agradecido, dándola por sentada, no se mostraba ya tan indulgente y la interrumpía utilizando el mazo y retirándole repetidamente la palabra, insistiendo en que permitiera hablar a Grossman. La señora Haider, sin embargo, parecía incapaz de dejar argumentar al abogado, como si estuviera poseída por un demonio:
-¡No! ¡No, no! ¡Se trata de mis escritos, señor mío! También yo soy escritora... ¡escritora en prosa y en verso! ¡Ese hombre es culpable de allanamiento de morada... durante años! Se trata de mis memorias más preciadas, su señoría, porque todo eso me ha sucedido a mí. El plagiario me arrebata los recuerdos más preciados, cosas que me han sucedido a mí y a mi familia, y las tergiversa convirtiéndolas en ficción, pero no han sucedido en absoluto de esa manera, sino que son una infame MENTIRA.


Sentí un estremecimiento de amor por mi esposa de tantos años. mi querida Irina, la que se había enamorado de "Andy Rush", tan inferior a ella, ¿cómo no se había dado cuenta? 
Durante todos aquellos años había conseguido engañarla. 
Mi carrera, no la suya. ¿Por qué Irina Kacinzk no había luchado con más convicción, por qué se había sometido a mí?


Justo con las mismas palabras con las que le acusa también, demanda judicial mediante, C. W. Haider. Dos mujeres escritoras, dos mujeres de carrera literaria frustrada, sepultadas por el trato de favor que se dispensa a los hombres. Andrew, escritor de éxito, de talento mediano, aparentemente tolerante y bienhumorado, esconde, en realidad, a un hombre cínico, jactancioso, racista, clasista y machista que teme descubrirse a cada paso que da. Es posible que todos tengamos un cabronazo dentro que pugna por abrirse paso en la vida por encima de quien sea. Rey de Picas, este otro yo del protagonista y narrador, le susurra, por decirlo así, ideas de lo más retorcidas, que se agudizarán, a raíz de la demanda presentada por Haider contra él. El protagonista experimenta algo parecido a una obsesión respecto a esta mujer, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que no develaré para no fastidiarles.

A esta lectura podemos añadir otra más: Oates escenifica una reflexión sobre la materia prima del escritor que no solo utiliza sus recuerdos personales, sino que, como un ladrón en la noche, asalta las mentes en las que están guardados los recuerdos y secretos ajenos, sin parar en mientes ni albergar escrúpulos, incluidos (y sobre todo) los de su propia familia y amigos, para construir sus ficciones. Una tarea que para el/la escritor/escritora puede ser gratificante (y beneficiosa), pero que para quienes se ven reconocidos/as en sus obras puede no verse como un halago o un reconocimiento, sino más bien como un robo y un insulto.

No obstante, a pesar de la riqueza de las posibles lecturas que pueden hacerse de esta novela, tengo la impresión de que la escritora ha ido demasiado rápido para armar de un modo narrativamente eficiente los mensajes anteriores. En mi opinión, todo se sucede demasiado deprisa, lo que no contribuye a la verosimilitud. El comportamiento del protagonista muta con demasiada velocidad. Los acontecimientos se precipitan cuando es posible que un desarrollo algo más pausado, más matizado habría dotado a la novela de mayor equilibro, incluso habría contribuido a aposentar los distintos argumentos críticos. Por esa misma rapidez, los personajes familiares aparecen demasiado borrosos, especialmente el de su hija, filóloga, con la que podría haber profundizado en la sátira del mundillo literario y del género; e incluso su mujer, que, también en su papel de artista reprimida, podría haber tenido mayor trascendencia, apenas adquiere consistencia. El mismo protagonista, a ratos, Jekyll; a ratos, Hyde, muestra también un lado raskolnikoviano que podría haber dado más de sí. Igual de precipitado es el desenlace. Y decepcionante también, añado. Que digo yo que si alguien se ha tomado la molestia de escribir una novela bien podría preocuparse de darle un cierre digno, no cualquier cosa. 

Que se lo digan también a Ray Loriga, por favor.


















sábado, 15 de julio de 2017

'Rendición', de Ray Loriga

Uno, que no se dedica a ser reseñador literario como única ocupación, ni siquiera la más importante, no puede sino pensar que quien se dedica a ello debe de albergar cada vez una mezcla de preocupación y confusión. Preocupación por la calidad de la literatura patria, confusión por la cantidad de novedades a despecho de lo anterior. Algunos eliminan ambas de un plumazo reseñando solo aquello que les gusta. No obstante, en ello va implícita una selección y, por tanto, la inevitabilidad de haber leído cosas que no gustaron (y no fueron, por tanto, reseñadas). Creo que quien aplica ese filtro tiene ante sí la tarea de poner el listón en un lugar que sea lo bastante bajo para que puedan saltarlo las obras de sus amigos y simpatizantes y lo bastante alto para no tener que escribir sobre cualquier mierdecilla que asalte las mesas privilegiadas para la promoción de El Corte Inglés y tiendas similares. También está quien reseña las mierdecillas de sus amigos, pero afirmando que son obras maestras, prodigiosas, necesarias, etc. Pero de esto ya he escrito.

En cambio, quien no discrimina, como un servidor de Vds., puede permitirse la tarea, hasta cierto punto de tintes masoquistas, de reseñar lo que no le ha gustado. Más sencillo es, sin duda, criticar los defectos de una novela que explicar por qué nos ha gustado sin caer en lo que algunos llaman "el elogio definitivo" y otros "el maravillosismo". En este blog estamos contra la discriminación. Nos da igual el género novelístico, el sexo del autor/a, la editorial, la nacionalidad, etc. Es más, según acabo de contar, podrían considerarse positivas 18 reseñas frente a 13 negativas. No podría acusárseme, entonces, de verlo todo "siempre negativo, nunca positivo". 

Toda esta reflexión viene a cuento de que no deja de ser cierto de que la mayoría de las críticas negativas son obras de autores canarios. Pero no es que padezca de algún síndrome inquisitorial. Es más, siempre acudo esperanzado a esas obras, con la esperanza de que, en expresión de Rafael-José Díaz, "se produzca una epifanía". Lo cierto es que esa epifanía se produce raras veces. Además, considero que la crítica, y la crítica negativa, siempre que sea honrada no puede sino tener efectos positivos: si llega a ojos del autor/a, es posible que, aparte de la irritación contra el reseñador, le lleve a percatarse de detalles en los que no había reparado. Quizá para mantenerse en su idea, que no digo que no, pero al menos le habrá hecho reflexionar de un modo que nunca lo hará el elogio desmesurado y el aplauso sin fundamento. 







Hoy tenemos una novela-premio, de Alfaguara, tal y como se recoge en la portada. Mucho no he leído de ella en la red, así que supongo que no ha significado, precisamente, un temblor en la fuerza ni una conmoción en las letras hispanas. O igual sí y mi despiste habitual ha vuelto a cebarse en la percepción de lo que acontece en el mundillo literario patrio.

Rendición consta de dos partes y una especie de epílogo. Un único personaje, que hace las veces de narrador, nos lo cuenta todo. Vive con su mujer y un niño al que han recogido porque sí. Bueno, porque hay una guerra, el niño ha aparecido de repente, y la cosa está cada vez peor. En cierto momento, las autoridades obligan a los habitantes de la zona a que quemen sus casas y, autobús mediante, pretenden llevarlos a una ciudad donde -se les dice- ya no sufrirán privaciones. En esta parte a los personajes les pasan cosas y deambulan un rato de aquí para allá. Algunos, de repente, desaparecen de forma trágica, sin que moleste demasiado.

El problema es que los personajes de cierta presencia no terminan de estar bien delineados: son como sombras que se mueven por la pared llena de graffiti. Quizá el problema sea la elección de una voz narradora única y no demasiado culta, y además sin que se permitan diálogos. O que la expresión del flujo de pensamiento del personaje no es lo bastante elocuente ni sutil. Además, el tono y la calidad de su voz cambian. En las primeras páginas tiene un registro, digamos, normal. Luego, sí, el de un campesino que se hace un lío con sus pensamientos, casi un zoquete y más adelante el de un personaje suspicaz, inteligente y, a la vez, cómico. Se hace raro, sin duda, porque no me parece que se deba tanto a su evolución como a la falta de concentración del escritor.

Por otro lado, esta primera parte parece hecha con desgana, como si a Loriga le resultara un trámite necesario pero tedioso, como si tuviera ganas de darle a la película hacia adelante saltándose las escenas de transición. Y así, aunque la trama no adolezca de falta de acción termina por no interesarnos demasiado. Por otro lado, las reflexiones del narrador tampoco es que nos deleiten con su estilo ni profundidad.

En la segunda parte, se produce un cambio. Menos mal. De repente el autor ha llegado a la conclusión de que le interesa lo que escribe. Y se nota en el lenguaje, aunque eso suponga que la voz del narrador cambie. Ya no importa, sin embargo, porque al menos ya suscita curiosidad lo que le pase a él y a su familia. El defecto de esta parte, digamos la parte distópica/utópica, es que ya está muy visto lo de las casas transparentes, la falta de intimidad, el control invisible, etc. A este respecto, dice el jurado que es "una historia kafkiana y orwelliana". Y por qué no benthamiana, zamiatina o bradburiana, si nos ponemos picajosos. Ya quisiera Ray Loriga que su novela fuera la mitad de eso que dicen que es. En todo caso, esta parte se lee bien, con un par de páginas incluso de una comicidad singular y apreciable.



Al día siguiente me apresuré a visitar al médico aprovechando el descanso de la comida. El médico, como es lógico, negó haberme dado ninguna extraña droga y me dijo que lo que sentía no era más que el fruto de mi perfecta adaptación final a mi nueva vida y que debería estar celebrándolo en lugar de haciéndome incómodas preguntas que no conseguirían otra cosa que traer de vuelta la inquietud, el hastío y el insomnio. Le contesté que por eso no se preocupase en absoluto porque de hecho me pasaba el día celebrándolo todo por dentro, y que de tanto celebrar ya no sabía que celebraba pero que al llegar a ese punto, lejos de enfadarme o inquietarme, celebraba mi desconocimiento y mi ignorancia, y que en realidad no podía dejar ni por un segundo de celebrarlo todo y que incluso celebraba esa misma conversación que estaba teniendo con él pero no tanto como sin duda celebraría salir de su oficina y regresar al trabajo. 
Me preguntó si había comido y le respondí que no, pero que también me alegraba no haberlo hecho porque así disfrutaría más de la merienda. Y luego, efectivamente, dejé la consulta del médico y volví a mi trabajo tan contento.

A pesar de que la relación del personaje principal con su mujer se transforma de un modo arbitrario, lo que es decepcionante, las andanzas y desventuras del personaje parecen cobrar algo de sentido. El estilo levanta el vuelo y la novela adquiere consistencia. La trama se vuelve, como era de esperar, eso sí, cada vez más siniestra. El protagonista se hace preguntas, curiosea, y tal. Ya les digo, lo hemos leído antes, pero no está mal. Esa ciudad transparente invita a resolver su misterio, a indagar en sus orígenes y en su finalidad, que no puede ser buena, de tan perfecta que parece. Pero justo cuando la cosa comienza a pintar bien, el autor vuelve a tener prisa y nos endilga un final tipo: "Venga, que tengo prisa para que me den un premio". Y la novela se acaba de cualquier manera. De manera torpe, precipitada y decepcionante, me atrevería a escribir.