domingo, 22 de julio de 2018

'Naves en el cielo', de Luis Junco

Lo normal es que uno intente leer artículos de opinión bien informados en los diarios locales y, salvo excepciones (dos, quizá tres), se espante ante ese revoltillo de opiniones sin fundamento, prejuicios y sesgos de lo más pintoresco, afirmaciones tajantes sin comprobar y recuerdos senilizados de nulo valor y menor interés. Como si los medios compitieran por publicar al peor. También es cierto que la mayoría de ellos/as no cobran por esa tarea, sino que en un ejercicio de voluntarismo y quién sabe de qué insospechadas motivaciones lo hacen gratis. Como un regalo a sus lectores/as. Es posible que la gratuidad y la calidad del trabajo vayan hermanados. Yo adelanto esa hipótesis. Si tuvieran que pagar, ya se mirarían la calidad del perpetrador/a, dado que el prestigio les importa menos.

Por mi parte, no me importaría hacer una lista de los/as susodichos/as, pero como tendría que leérmelos con asiduidad, mejor lo dejamos así, con una crítica a la generalidad. Sin embargo, si algunos de estos/as columnistas cae por casualidad en este blog y en esta entrada, que sepa que me dirijo precisamente a él/ella.

Lo mismo podría decirse para otros medios locales, como la radio. Salvo una excepción que conozca, la mayoría de las opiniones y argumentos de opinadores/as locales que he oído no valen nada. El problema, aparte del servicio gratuito que he señalado, es que muchos lo hacen a diario. Como en el caso de los columnistas de periódico, es imposible tener una opinión fundada sobre muchos asuntos, en numerosas ocasiones, dispares. Uno puede tener una matriz de pensamiento, unos principios filosóficos, unas ideas básicas con las cuales puede hacer frente a numerosas asuntos vitales: brújula heurística con los que guiarse, pero de ahí a una reflexión seria y ponderada sobre una miríada de temas como hace un todólogo profesional queda mucho trecho, aparte de generosa desvergüenza.

Una posible refutación de todo lo dicho es que los opinadores de la tele sí cobran, aunque sea poco. Y son igualmente, en su mayoría, deplorables. Ya me señalan Vds. alguna excepción, por favor.

Ah, y por ser escritor no se tiene una mejor opinión sobre nada. Y por ser periodista, mucho menos.

La reseña de hoy es de:




Esta es la segunda reseña en la que repito autor. Tras la extraordinaria Tala, de Thomas Bernhard, el dudoso honor de la repetición recae en esta ocasión en Luis Junco (recuerden, si quieren, Entrelazamientos) con su Naves en el cielo.

Antes de leerla, si yo fuera de leer contraportadas, el argumento me desanimaría siempre: la huida de un pobre pastor de una isla canaria en 1947 de la Guardia Civil por no presentarse para cumplir el servicio militar. Solo me hubiera faltado un detective y un lenguaje supuestamente coloquial para haberme tirado por un barranco. 

SIN EMBARGO, Luis Junco consigue, con su escritura, claro está, que me ponga a leer y me quede; que el lápiz se me caiga de la mano y me pase la tarde leyendo. Esta historia, de argumento en principio mísero, consigue eso que los filólogos gustan mucho de escribir: que lo local se vuelva universal. Es decir, esta historia del pastor que en su huida carga a sus espaldas a la madre ciega, y se acompaña de una cabra y de su perro se convierte en un peregrinaje a las oscuras simas del corazón humano. Más allá de la dicotomía bueno/malo, justo/injusto, los escondidos laberintos por los que discurre la existencia de unos y otros, incluyendo la de los guardias civiles que le persiguen, se despliegan ante nosotros por sus tortuosos pasadizos de un modo fascinante.

Y fue como si de improviso alguien lo hubiera atrapado bajo una campana de cristal que dejaba fuera el aire circundante, el canto de los pájaros, los habituales sonidos del mundo. Y dentro, en un silencio más vasto y extraño que el de la noche más callada, lo hubiera dejado a él, a solas con aquellos dos extraños seres también allí colocados con un claro propósito. (pág. 53)

Tres sombras risueñas y despreocupadas. Tres sombras con ese tipo de liviandad que no distingue entre la vida y la muerte. Recorrían los pagos de la zona a bordo de un Damlier negro modelo de 1935, con sus uniformes y banderoas, alardeando de una rudeza sin límites. Si durante días solo llegó el rumor de sus sombras moviéndose de acá para allá, una mañana aparecieron por el pueblo y buscaron al alcalde. (pág. 73)


De repente, nos encontramos en territorio pagano, lleno de misterio y de magia, en donde la Naturaleza es fuente de prodigios y apariciones. Con un dominio del lenguaje que es difícil encontrar por estos pagos, Luis Junco supera, a mi entender, su ya notable novela anterior. Está feo comparar a un escritor con otros, pero si digo que esa fantasmagoría me recuerda a García Márquez (aun siendo un tópico en sí mismo) y que con su prosa logra ciertos momentos de una intensidad épica a lo Cormac McCarthy, espero que se entienda el logro narrativo de este autor, con un lenguaje trufado de canarismos que se adecuan perfectamente a la historia. No solo se adecuan: no la imagino sin ellos, y ese es su éxito. 

A veces podía pasarse así más de una hora, literalmente abrazada a un ancho tronco que no abarcaba con los dos brazos. Lejos de considerarlo un desvarío, el muchacho respetaba aquella larga confidencia porque imaginaba que entre las arrugas de una y los surcos del otro se producía algo que no entendía, pero que era genuino, una cierta y emotiva comunicación. Se sentaba entonces contra el tronco de otro pino cercano y, armado de paciencia, se sumía en el silencio del bosque tan solo roto por los murmullos de su madre y el súbito canto con eco de unos pájaros que no conocía. (págs. 92-93)


Ignorante de que con su gesto repetía allí un viejo rito dedicado a dioses desconocidos y anteriores al mundo, a horcajadas del animal le alzó el hocico con la mano izquierda y con la derecha y un rápido movimiento del cuchillo le abrió la garganta. Una lenta lengua de sangre resbaló por el pecho de la víctima igualando el manchado pelaje. Tal vez entonces el muchacho sintió que era aquella una ofrenda propicia que conjuraba al menos por un tiempo al negro Tibicenas que los perseguía sin descanso. Quizás por eso y por los años de fidelidad acompañó con los brazos el pesado derrumbe del cuerpo hasta dejarlo con mimo sobre el suelo y se dejó empapar las dos manos con la sangre tibia del animal.(pág. 121)

Llegó a las proximidades de la gruta montado en la yegua, con la cogotera prendida al tricornio y el largo y ancho impermeable chorreando agua. Su silueta contra el extraño cielo amarillo era la de un sol negro o la de un enorme quiróptero hambriento y anheloso. Pero menospreció la sangre. Los cascos de la yegua eludieron el gran charco sanguinoso en el que el cuerpo de la cabra parecía estar hirviendo bajo el aguacero y él apenas torció el gesto para mirar el cadáver mientras pasaba sin detenerse. No tuvo fe y no impidió el conjuro. (pág. 137)

En el campo lunado y a unos metros a su izquierda, una de las tres mujeres estaba sentada en el suelo, enfrentada al otro gemelo, el que vestía de negro. Ambos jugaban echando los  dados. De vez en cuando miraban hacia donde él estaba y sonreían. En ese instante supo sin el menor género de dudas que el objeto de aquel juego no era otro sino  su propia vida. (pág. 157)

Pero no solo es eso: es también la historia de un poder ciego que es indiferente a las vicisitudes de las existencias particulares. Un poder que en aquella España, en aquellas Islas, se encarnaba en la figura del guardia civil y el máuser. Es también, como consecuencia, la historia de los proscritos.

Luis Junco, de cuya intensidad lingüística ya había dado esporádicas muestras en Entrelazamientos, consigue en Naves en el cielo mantenerla durante toda la novela. Lo mágico pagano y la fe católica tradicional se entremezclan contra un fondo de crueldad implacable, pero dulcificado por un sentido de la trascendencia cósmica que otorga esa perspectiva que va de lo más grande a lo más pequeño. Cada personaje es un micromundo propio, con sus grandezas y con sus miserias; incluso los apenas esbozados y recordados sorprenden por su fuerza. Además, los diálogos fluyen como nacidos del mismo río de la narración, tan adecuados como necesarios. El resultado final demuestra que en muchas ocasiones la trama es menos importante que la densidad lingüística y la imaginación que la puebla. En manos de otros/as, el resultado podría haber sido un sermón conmiserativo o una exaltación maniquea y folclórica. En cambio, aquí lo que tenemos es el retorno de la magia y del mito disfrazados como una anécdota trágica de la posguerra civil. Hemos salido ganando.
















jueves, 12 de julio de 2018

'Historias de amor y crueldad', de Eduardo González Ascanio

Las lectoras y lectores habituales de este blog están acostumbrados a que, en más ocasiones de lo que un manual de reseñas aconsejaría, exponga mis puntos de vista sobre cualquier asunto y relegue el análisis sesudo o el comentario impresionista sobre la obra en cuestión a un segundo plano.

Esto es así porque creo que nunca he escondido (al menos, no demasiado) una intención política junto a la estrictamente literaria. Recuerden que lo que me motivó a crear el Polillas no era tanto compartir mis impresiones sobre tal o cual novela, de las cuales podrían prescindir sin gran merma personal, como denunciar unos usos y costumbres en el mundillo literario que se habían impuesto casi como por naturaleza.

Pero no, no era tanto la naturaleza propia de las cosas sino, en unos casos, la promoción personal a destajo y, en otros, la ubicación privilegiada en un medio de comunicación y, como consecuencia, en el espacio público. A partir de ahí, y dada la indigencia numérica del mercado, muchos de los literatos/as locales consideraron que era mejor formar un frente literario, convirtiéndose en ocasiones auténticos guardianes del campo cultural. Este frente se transmutaba en la conocida operación reseñadora por la cual todas las obras escritas por unas y otros eran prodigios artísticos, lecturas imprescindibles o representaciones excelsas de la literatura canaria, cuando no magníficas potencialidades a punto de convertirse en acto irradiador cultural que impregnaría a todos los ciudadanos, por muy ignorantes que fueran. Era un trasunto del viva lo nuestro o qué bueno es vivir aquí, como esas campañas publicitarias que vuelven a endilgarle a uno por enésima vez el Roque Nublo, el Teide, las playas, las estrellas, las piscinas, muchas sonrisas y un camarero a tu servicio, y no cuentan, claro está, las listas de espera en la menguante Sanidad pública, el deterioro de la Educación pública, la precariedad de los camareros,  el paro, la pobreza, y la marginalidad, etc., etc. Lo mismo, en un ámbito mucho menos importante, ha ocurrido con la Literatura. Mistificación y fetichismo, que diría Marx, y no se me asusten tan pronto.

Escritores/as de calidad más que discutible saltan una y otra vez a los medios de comunicación locales ensalzados como talentos descomunales, que si no han adquirido fama mundial o nacional -se nos dice- es por la posición excéntrica del archipiélago, su lejanía de los polos urbanos culturales, el complejo de inferioridad del colonizado, la envidia de los escritores de más renombre que sí han saltado a Madrid/Barcelona o la ceguera inverosímil de las editoriales más importantes, incapaces de reconocer el talento. No se puede dejar de señalar que, junto a estas medianías, otros/as autores/as han escrito una obra más seria y más estimable, pero son aún más periféricos por su resistencia o incapacidad de introducirse y medrar en esa vorágine de egolatría codiciosa, impotente y estéril. 

Claro está que todo artista, todo/a escritor/a puede albergar la legítima aspiración a profesionalizarse, es decir, a vivir de la venta de su obra, por lo que significa de concentración en su creatividad y por ser, en definitiva, más libre (aspiración no solo propia del artista, sino de la inmensa mayoría de las personas). Otra cosa es que considere que sea un derecho que la sociedad debe otorgarle, pues está por demostrar que su aportación al bien común sea más importante que la actividad de cualquier trabajador o ser humano en general. Digamos que es inconmensurable y que cualquier manifestación pública con la que pretenda elevarse por encima del común de la ciudadanía está destinada al fracaso. Donde medra esa ideología del arte como irradiación benéfica es, como puede esperarse, en las parrafadas pseudoculturales y pseudoaristocráticas, a nivel local, de García-Alcalde, o en los llamamientos resentidos a su propia elevación a los altares, de Chirino o de Dámaso, por citar algunos ejemplos. De ahí, de esa protesta y también, supongo, de demasiada lectura sobre el malditismo, las jeremiadas recurrentes respecto del desprecio de la sociedad a los artistas/literatos, de su ignorancia, de la pérdida de valores culturales, de aquello de que si la sociedad desprecia su cultura (representada por ellos) acaba por enriscarse, etc., como si antes, en esa época dorada de la que no se tiene constancia documental, se paseara a los escritores/artistas a lomos de elefantes en medio de multitudes enardecidas. 

Así pues, guerra a los suplementos culturales, a los columnistas ciclotímicos y también guerra (aunque no tenga que ver con este post) al columnista político generalmente ignorante que cuando se aburre nos cuenta su opinión sobre el fútbol.

Dicho lo cual, vamos a la reseña de:


Foto sacada por mí en situación y lugar subóptimos.

Historias de amor y crueldad es una colección de relatos que está francamente bien. Eso para empezar, aun cuando algunos rozan peligrosamente la frontera que va del relato al microrrelato, ese género tan postposmoderno que ha servido para que se propaguen ínfulas literarias de todo tipo, jaez y condición; otros, la mayoría, son literatura de verdad, no meras transcripciones yoístas, tan propias de veinteañeros y treintañeras conformistas la mayor parte del tiempo y antisistema los días de fiesta. Alba Sabina Pérez y Pablo Fajardo, por no hablar de Yolanda Delgado Batista, harían bien en leer estos cuentos y aprender, a pesar de que tengan algún relato nada desdeñable. Consejos gratis doy.

Ese singular relato que es La conversión de Múriel es uno de los destacados: la obsesión por un suceso que bien pudiera ser casual o producto de su imaginación provoca una transformación enfermiza en la protagonista. El final es lo bastante abierto como replantearnos todo lo leído desde un principio.


Se notó a sí misma odiando como nunca pensó que lo hiciera. A mitad de la noche, le tenía miedo a su odio. Y ya estaban aquí las arcadas. Intendó dormir un poco. El sueño frágil estuvo lleno de rostros, máscaras caprichosas de aqella voluntad que se escondía tras el portero automático: un curioso sereno, un compañero de trabajo, el fantasmón que hace años detenía su descapotable esperando infructuosamente a que ella aceptara subir... La colcha, las mantas, ovilladas a sus pies, cunado recuperaba el estado de vigilia, eran testigos de la excitación que la podía embargar. Al final, truculentos y curiosos, los fantas creados tan febrilmente eran ma´s soportable que aquella incógnita real, rodeada de una sórdida cercanía (...). (pág. 73)

Reconozco que otro relato, Los indiferentes, consiguió lo que mi detestado Antonio Muñoz Molina expresa tan bien en un artículo, por otro lado tan petardo, sobre Henry James: "He terminado de leer The Other House y me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí (...)". Eso no es fácil amigos, no tanto por mi subjetividad versátil sino porque hace falta tener talento y algo de oficio para arrancar de tan grosera materia, como lo que en principio solo parece un desorden psicólogico, conocimiento sobre la condición humana. Un relato a ratos triste, a ratos espeluznante, que lo deja a uno frente a ese abismo al que solo se accede así, con la mirada perdida y los pensamientos, ausentes.



En realidad todo esto había empezado antes, una mañana después de aplicarme la loción sobre la cara y devolver a su sitio los útiles del afeitado; en lo que me giraba para alcanzar la toalla, en uno de tantos barridos involuntarios de la vista sobre mi propia imagen, me vi inmovilizado y atraído por el fulgor en mis ojos de otra inteligencia, más poderosa y penetrante que yo, que me vigilaba y escrutaba por entero. "Te conozco, te veo y estás en mis planes", parecía decirme. (pág. 107)


Como suele decirse de los relatos de las colecciones como la que nos ocupa, "no todos rayan al mismo nivel". No estoy yo muy a favor de que me cuenten la misma historia ni espero que todas tengan el mismo alcance y profundidad. Mucho menos que la recepción sea la misma. Lo que sí valoro es la intención y la capacidad que se encarne en inconformismo: es mi particular idea de lo que hace valiosa la creación literaria, entre otras características, al menos eso. Y la ejecución, salvo alguna expresión que por las particularidades de mi propio idiolecto rechazo, es, en mi opinión, notable. 

Dicho esto, hay algo de los cuentos de González Ascanio que me molesta con frecuencia: su prosa, que dista de ser barroca y que logra comunicar con eficacia, tiene el defecto de que se emborrona con términos y expresiones que no concuerdan bien con el tono general de la narración. Puede ser ese adverbio terminado en -mente, o ese palabra como "microclima", o esa expresión como "acabar entre rejas". Cosillas que van molestando, como si tuviera en mi cabeza un sismógrafo que me alertara de esas irregularidades tectónico-estilísticas.

Además, en algunos cuentos ultracortos, me asalta la duda no solo de que no sea esa extensión lo que necesite el relato, sino de algo peor, como la pereza o la inconsistencia, o como el estímulo fulgurante que pronto se agota cuando se transcribe. Cierta incompletitud que, a veces, me resulta frustrante y, otras veces, decepcionante.

Resulta evidente que para escribir bien, hay que leer bien. Y ese leer bien comporta no solo cierto orden mental y predisposición al aprendizaje sino también saber escoger buenas lecturas. Historias de amor y  crueldad ejemplifica cómo un autor marginal (en cuanto a su popularidad) aúna la técnica y la originalidad en el enfoque, a pesar de los defectos señalados, para escribir historias que inquietan y amenazan, que empujan al lector/a fuera de la convención, de la frase hecha y de la historia habitual, incluso fuera de lo que se puede esperar de una historia corta con final sorprendente, ese típico golpe de efecto final que se supone que le tiene que impactar a uno. Como si fuera así de sencillo.

Esto vuelve a traernos al asunto ese de la promoción personal, de la presencia en la esfera pública vía relación privilegiada con los medios de comunicación y el otorgamiento de premios literarios institucionales, cuya utilidad y justificación están por demostrar. Eduardo González Ascanio merece un respeto literario por este conjunto de cuentos (que según se lee son recopilación de publicaciones en blogs, revistas y donde aquí te pillo aquí te mato). Se lo merece mucho más que otros más populares que nos atormentan día sí y día también en los medios. Lo digo incluso en contra de su opinión, en la que ensalza a escritores que no están a su altura. Ni mucho menos. 








lunes, 2 de julio de 2018

'Al fondo hay ruido', de Pablo Fajardo

Voy a compartir con Vds. una impresión que se ha ido solidificando como certeza desde hace un tiempo, sólo puesta en duda por determinadas, escasas, lecturas. Una certeza que, imagino, no habré sido el primero en alcanzar, sobre todo en esta época de "industria cultural" y de "cultura de masas" y desde aquellas vanguardias del siglo pasado y posteriormente del posmodernismo. De todos modos, no se preocupen, que este post no reivindica el elitismo vargasllosista de la cultura ni de la enésima muerte de la novela. De lo que vengo a hablar no es de otra cosa que del agotamiento del lenguaje. Una hartura hofmannsthalsiana, pero en sentido inverso.

No me refiero a las variedades de neolengua de regímenes traslúcidamente dictatoriales o de los democráticos más impostados, no hablo aquí de lo que se ha venido en llamar "posverdad", que es más o menos lo de siempre: engaños y mistificaciones, fetichismos y manipulaciones. Pretendo ceñirme al ámbito literario, más específicamente al género novelesco. Cierto es que todo permea y al final todo lo recoge la literatura, pues los/as escritoras/es viven situadas en el espacio y el tiempo, y sus cabezas recogen desde la inteligentísima y costosísima campaña del departamento de marketing de Apple en TV y en las redes sociales hasta la publicidad en la camiseta de Mecánicos Pérez; desde la última soflama del líder (?) de Vox hasta la estudiadísima puesta en escena del ahora presidente del Gobierno, por ejemplo. La literatura es la letrina donde va a parar todo lo que excretamos. El talento del escritor radica, entre otros elementos, en que crezcan verduras y hortalizas de tanto excremento social. Si es que no podemos escapar de las metáforas...

Sin embargo, y aquí volvemos a esta impresión mía vuelta certeza, no puedo dejar de percibir (no deja de molestarme) la constante, la ubicua, presencia de frases hechas, de párrafos hechos, de escenas hechas, incluso de cuentos, de novelas enteras hechas, productos previsibles de principio a fin: trama, diálogos, personajes, estructura. No es mera copia, no, pues siempre podríamos recurrir al talento, a la originalidad, o incluso al palimpsesto o al collage más o menos ingenioso o lúcido, en fin, a cualquier cosa que lo mejorara. No es mera copia, insisto. Ni siquiera, aunque abunde, el problema se encuentra solo en la pereza mental, en el relajamiento egocéntrico, en la creencia en el relato de la genialidad hecha a medida o en la simple falta de capacidad. 

Creo que la crisis es más profunda, y tiene que ver con un pensamiento conformista, un pensamiento que considera al lenguaje como una herramienta innata, en fin, como algo dado, no como un generador de realidad, no como apertura al y del mundo. Un pensamiento, además, tan maleabilizado, tan machacado que logra no expresar nada salvo sumisión y mansedumbre, por mucho que vista ropajes de rebeldía más o menos oportunista, más o menos banal. Estamos vapuleados y no nos damos cuenta. De ahí la escritura fácil, de ahí la consideración de las palabras como simples piezas con las que se pretende erigir historias "que interesen", de ahí, también, los empalagosos "descubrimientos" líricos que encontramos en la prosa, de la verborrea, en definitiva. Es lógico, hasta diría que natural. Pero creo que el español que se escribe en España y en Canarias, sobre todo en Canarias, ganaría más si se esgrimiera como un cuchillo o se utilizara como una perforadora. Tengo la impresión de que, en realidad, no se escribe, sino que se fotocopia o se manda a imprimir; son las escritoras/es tan autoconscientes, tan obsesionados/as consigo mismos, que no hurgan, ni hieren, ni ofenden, ni rajan, ni rasgan, ni rompen, sino que se fotografían, se vanaglorian, se masturban y, en fin, se dejan llevar, acariciados/as por la brisa. Una actividad que es posible que en momentos idóneos los/as haga felices, pero a mí, concluyo, no me interesa. Parafraseando a Bourdieu, diría no que escriben, sino que les escriben.

Es más, diría que hay que mirar el mundo de otra manera e inventar palabras. No solo: también de plantar la mirada, hablando cinematográficamente, desde otro ángulo. También pienso: si se trata de inventar mundos, si se trata de aportar (lo que implica novedad), ¿por qué usamos palabras gastadas? ¿Por qué seguimos contando, además, las mismas historias, la misma manera de contar historias? No nos limitemos a jugar con las palabras, creyéndonos malabaristas del lenguaje, vayamos más allá y, como los niños exploradores, veamos que tienen dentro las palabras. Cojamos la realidad y estrujémosla. Lo que sea, menos este aburrimiento lingüístico, menos esta apatía vital.

Vamos a lo nuestro:






Este libro escrito por Pablo Fajardo cuenta con el dudoso honor de haber ganado un premio institucional (convocado y premiado por la Viceconsejería del Gobierno de Canarias), sin duda como respuesta al creciente clamor social por la falta de premios literarios en Canarias. Premio que está destinado a menores de 35 años, que es otra manera de calificar a la juventud y de identificar a esta con el concepto de potencial "autor emergente".

Además, este conjunto de relatos denominado Al fondo hay ruido comienza sobresaltándome por dos motivos: a) Lo prologa Alexis Ravelo. Esto, en sí, no tendría nada de malo (ni de bueno), si no fuera porque, como establece ese tipo de consensos no escritos en ningún lado pero que funcionan como leyes grabadas en piedra, está repleto de naderías y de buenas intenciones que nos podríamos haber ahorrado sin pérdida cognitiva ni añoranza emocional alguna; b) Después de una primera línea de diálogo, el párrafo siguiente comienza así: "Aquellas palabras suenan como música celestial". Siguiente frase: "Malena chasqueó los dedos y marcó el número del anuncio con determinación" (la cursiva es mía). Pues comenzamos bastante mal.

Si seguimos con las frases hechas, tenemos luego, en la página 17: "Es lo que me repito a mí mismo como un mantra mientras lucho por hacerme un hueco en el metro de las 7.25". Un poco más abajo, algo que no me atrevo aún a calificar de tópico, pero que tiene que ser uno de esos hallazgos lírico-pastoriles más que dudosos: "Merezco una justificación que me ayude a sobrellevar esta yincana emocional". Otro hallazgo de esos: "Un fuego abrasador me invade por dentro mientras una gota de sudor recorre mi frente como un funambulista".

También están los adjetivos en función adverbial que acompañan a los verbos dicendi en las únicas páginas de diálogo, como "afirma sombría" (pág. 18), "reacciona enojada" (pág. 18), "afirmo convencido" (pág. 19). Gracias por ahorrarnos el trabajo de deducir.

Todo lo anterior pertenece al primer relato, titulado La grieta, que es una historia  onírico-festiva con fragmentos de filosofía política de bar de la esquina y ramalazos de sumisión conyugal que creo que pretende ser chistoso. A mí, ideológicamente me parece una historia deplorable, y además sobrellevo mal los defectos de estilo que he señalado. También, la conclusión, o si se quiere, la enseñanza, es una tontería pseudorromántica.

La segunda historia, El último viaje, tiene algo más de gracia. Se permite un vuelo de la imaginación respecto de un conductor de guaguas que no es desdeñable, aunque Fajardo se empeñe en afear el relato con sus hallazgos poético-filosóficos, que imagino son consecuencia de quien se juzga a sí mismo con demasiada benevolencia. Podría haber dado bastante más de sí.

El tercer relato es La gran evasión, y va de sombras que huyen. Nada que señalar que sea positivo. El cuarto, Al otro lado de la luna, es una versión 2.0 de Un ramito de violetas. Como se dice, o debería decirse, en las guías turísticas de alguna ciudad: "Pase de largo sin detenerse". Por decir algo de estos dos relatos, la originalidad del contenido es nula, y el autor emergente incide en expresiones como "se propagó como un virus", "precisión cartesiana", "montaña rusa", "encajado como piezas de un Meccano"o "enganchado hasta las trancas". Vamos, para morirse.

El quinto se titula Solo una vez. Y que uno pueda leerlo sin nerviosismo ya dice algo. Sin embargo, se intuye el final y, bueno, comparándolo con los anteriores pues hasta parece aceptable aunque predecible. O predecible aunque aceptable, como prefieran.

El sexto es Éxodo: demasiadas páginas para algo tan nimio y soporífero. El séptimo es Amor en tecnicolor. La historia mejora los anteriores, pero no deja de ser un relato apresurado del envejecimiento del amor, sin nada nuevo que añadir. Aparte, una pregunta: ¿Les resulta el título tan espantoso como a mí?

Octavo: La espera. En mi opinión, el mejor relato de todos. A pesar de empeñarse en introducir, diría que de un modo exasperante, el humor para mostrar el papel sumiso del cónyuge masculino en las relaciones heterosexuales, Fajardo logra un relato que resuena. Un trastero como metáfora, sin profundidades de pacotilla ni melancolías cursis. Un relato que, aun así, comienza vacilante, pero que se robustece a medida que vamos leyendo.

Noveno y último: el cuento cuyo título da nombre a este conjunto de historias: Al fondo hay ruido. El segundo mejor relato. Este y el anterior justifican, al menos en parte, la compra del libro. Tiene momentos que trascienden, que justifican la historia, porque nos revelan algo de las personas, de nosotros mismos. Se realiza una indagación moral que aspira a comprender, más que a explicar. Muy bien los dos, salvo esos defectos pulibles como las frasecitas hechas a los que ya he aludido ("cabezas enterradas cual avestruces", (pág. 99), por ejemplo). Fajardo es mejor cuando no quiere ser gracioso o irónico, cuanto más desnuda es su escritura. 

Mi conclusión es que siendo en general bastante flojos los primeros relatos, al menos tengo la impresión de que el autor se empeña en ir más allá de sí mismo, intenta descentrarse: es decir, imagina la literatura como algo más que hablar de sí mismo, lo que, visto el material último que he reseñado, es algo destacable. Como si Fajardo hubiera jugado a escribir a ratos sus cosillas, a las que, sin duda, debería haberles prestado más tiempo y dedicación.

Las dos últimas historias, en cambio ya muestran a un escritor. En ciernes, si se quiere, pero tangible. En mi opinión, Fajardo debe asentarse sobre la base de estos dos relatos y a partir de ahí desarrollar su estilo y sus historias, si es que tiene la intención de continuar escribiendo literatura.






P.D. Por si les interesan las opiniones del joven autor, aquí tienen una entrevista amable.