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jueves, 19 de mayo de 2022

'Veneno en el paraíso', de Domingo-Luis Hernández

Me fio de los conocidos que me dicen que el escritor Domingo Villar era un buen tipo. De sus novelas, poco tengo que decir. Leí aquella titulada El último barco, a la que propiné una crítica poco complaciente, sin duda, aun siendo más que correcta. Me cuentan que, antes de una entrevista, rechazó conocer de antemano las preguntas, lo que me indica que se veía con argumentos para defender su obra sin tapujos. Como saben, Domingo Villar estuvo en la feria del libro de Las Palmas en 2019, y recibió un premio por la novela aludida en Santa Cruz de Tenerife al año siguiente. No somos nadie, aunque nos empeñemos en olvidarlo.

En otro orden de cosas menos luctuosas, visto el programa de la Feria del Libro de LPGC de este año, la impresión puede ser, sin duda, peor, pero sería difícil. Entiendo que no siempre es posible traer a escritores/as reconocidos/as de nivel galáctico, pero quizá es que el planteamiento de traer a estos figurines o figuritas conlleva un grado de competitividad al que no siempre se puede hacer frente. Como dije en el programa de radio homónimo, quizá habría que hacer más esfuerzo por que la Feria del Libro fuera menos feria y más fiesta del libro. En ese sentido, el subrayado no consistiría en traer al Pérez-Reverte de turno o al presentador de telediario premiado por su última nimiedad en forma de libro que en organizar actividades que entusiasmaran al público. Público, comprenderán, proclive a disfrutar de las actividades relacionadas con la literatura, que no solo son hacer una cola kilométrica para lograr un autógrafo, compadecerse un pizco de los/as escritores/as primerizos/as, o pasearse por los puestos de librerías a las que, dicho sea de paso, pueden ir durante todo el año.

Entiendo que, tal y como están concebidas, estas ferias son mera promoción de la venta de libros y de las librerías, pero así como estas últimas se han empeñado, con mayor o menor fortuna, en no limitarse en ser puntos de venta (con actividades varias como presentaciones de libros, mesas redondas, debates públicos, etc.), así la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria (que es la que padezco) podría intentar convertirse en un evento atractivo no solo para los/as masoquistas habituales de la Literatura, familias sin plan de fin de semana o en una disrupción del paisaje habitual del Parque de San Telmo para el/la paseante ocasional. Imagino que, para eso, hace falta gente con conocimientos, ideas y energías.



Como si lo anterior no fuera suficiente, la novela que traigo hoy para Vds., Veneno en el paraíso, de Domingo-Luis Hernández, es un ejemplo de lo fácil que es hoy publicar en cualquier imprenta/editorial del archipiélago. Sin ser una novela vergonzante, como otras que recordarán por las reseñas que les he dedicado, sí que es evidentemente fallida, necesitada de una profunda reconfiguración en su trama y objetivos.

Antes de entrar en materia, por mucho que se haya consolidado la costumbre, me parece de dudoso gusto publicar la foto del escritor o escritora en la solapa, a veces con el listado de sus obras y premios. Lo que sí se vuelve insoportable es que en la foto aparezca un fular, una pipa o una máquina de escribir. Que yo sepa, la ciencia no ha descubierto un fenotipo específico de escritor/a, así que por qué insistir en el lugar común estético del artista. Esto, independientemente de que al Sr. Hernández de verdad le guste llevar un fular los días impares, los pares, los fines de semana o solo cuando posa.

Dicha esta frivolidad, sigamos: la novela parte de una premisa que no carece de interés: la transformación de una persona al perpetrar un asesinato que se revela como no-asesinato. El protagonista, Teodoro Raúl Sosnowsky, dispara una bala a la cabeza de su hermano mientras duerme, para, no se explica cómo, quedarse con la mujer de éste, a la que le une, según parece, una ardiente pasión erótico-amorosa. Pasa un tiempo en la cárcel hasta que se descubre que su hermano ya estaba muerto, y no de parranda onírica, cuando Teodoro apretó el gatillo. 

Las consecuencias de su acción y su transformación física y psicológica constituyen, como digo, el motor de la acción. A pesar del intrigante comienzo, tales efectos se encarnan en una trama de poca monta, casi banal, en un pueblo de la isla de El Hierro. Lo que iba a constituir una novela de inspiración beckettiana se queda en las divagaciones de corte apodíctico de cura rural de Teodoro o, tras su operación de cambio de rostro y de DNI, de Juan Pedro Quirós Castañeda. Los receptores de sus sentencias son los miembros de una cuadrilla y su líder, a los que más tarde se unirá la hijastra de éste, con la que, claro, había tenido relaciones incestuosastras (pérdonenme la licencia). Como tampoco podía ser de otro modo, nuestro protagonista mantendrá una breve relación sexual-existencial con ella, etc. 


El asunto es que maté porque quise matar. Luego, si tú estabas detrás del matar porque te convenía, la punta de mi revólver apunta a tu cabeza. ¿Qué ocurre? Que antes del disparo definitivo habría de destrozar, llevar a esta pútrida familia hasta el mismísimo infierno, sentarla cerca del trono de Satanás. Confirma satisfacción por la culpa y encontrarás un abismo aterrador. Las palabras significan lo que significan y lo que tú decides que signifiquen. Es decir, a medida que la devastación me rodeaba, el sentido verdadero de la satisfacción cobraba cuerpo y mi maniobra se escapaba por entre los dedos de las manos como la arena. (Pág. 14)


El camarero se acercó con un bote de vino. Dije que no había pedido semejante servicio, y que no me convenía. 

-Perdón, señor; es una invitación, y aquí las invitaciones se aceptan. 

Tuve una intuición y hube de confirmarla. Miré al fondo del salón y descubrí a Miguel Gómez sacarse el sombrero en señal de respeto. Inclinó la cabeza para saludarme. Recordé la frase del muchacho en la pasada noche. Mientras alzaba el recipiente en señal de aceptación, pregunté al camarero: 

-¿Qué he de hacer? 

-Compartir la botella con quien la paga y usted pagar otra. Eso es lo mínimo. El resto es cosa suya... 

-Dígale a Miguel Gómez que acepto el regalo. 

El vino no era agradable. Tenía un cuerpo y una personalidad poco comunes. No recordé un néctar igual de cuantos probara antes. Era blanco y dulce. Sin denominación de origen, su calidad la garantizaba la palabra del que lo consechó. (Pág. 66) 


-Lo siento -se apresuró a disculparse Ana-. No sabía que durmiera usted en el salón de la casa. 

Alcé la cabeza e hice un esfuerzo para verla. Era un ser extraordinario al que algún amigo de Gómez llamó fatal, para encono de Ángel. Vestía un suéter azul de mangas largas y un pantalón estrecho y blanco. No hacía ostentación en su belleza; más bien se afanaba en ocultar su atractivo y lo que en realidad era: una mujer sensible con una personalidad decidida. 

Alcé el cuerpo con decisión, y con un gesto simpático caí de nuevo sobre el asiento. 

Ana rio y tendió el brazo en mi ayuda. 

La examiné con viveza, tomé la mano y me alcé hasta ella. Acaricié suavemente su rostro y besé con ternura sus labios. Ana Gómez había cerrado los ojos. Su expresión era dulce. No soltó mi mano, tiró de ella y me condujo hasta la cocina. 

-Su vida es un misterio. 

-Siempre ocurre así con los extranjeros, amiga, ¿no es cierto? Ese comentario es propio de Zával y Zával sabe muchas cosas de mí, repuse. (Pág. 88)


Por otro lado, ya que la historia no me da para más, el uso del idioma es correcto, sin graves errores, salvo dos lamentables "infringir" por "infligir" (véase, por ejemplo, página 108: "Gómez se alzó. Infringió un ruido sospechoso al asiento"). Tampoco tiene ninguna frase estéticamente apreciable: por mucha reflexión profunda que pretenda colarnos, su plasmación carece de valor literario, al menos en mi opinión. Cierta minuciosidad en cosas sin importancia, irrita, no obstante. Como la novela es corta, unas 130 páginas medianas, si se tiene esa intención, puede apurarse en dos o tres sesiones de lectura, a cuyo término uno podrá dedicarse a asuntos de mayor enjundia y, tal vez, mejor aprovechamiento.

Uno se pregunta, en definitiva, para qué. Para qué molestarse en montar esta historia que cae tan bajo como alto apuntaba. La dualidad psicológica nunca se manifiesta, no hay transición alguna, al menos apreciable en la novela, de un Teodoro a un Juan Pedro. No se aprecia una escisión moral que, a su vez, nos haga interrogarnos a nosotros mismos sobre las consecuencias de nuestros actos o de las veleidades de la fortuna. En realidad, permanecemos impávidos mientras leemos como se despliega una trama de naderías en este diario agónico e insustancial que es, al fin y al cabo, Veneno en el paraíso.



P.D. Como cada vez que puedo y me acuerdo, les añado material complementario: aquí, una entrevista respecto de la novela en cuestión; y aquí, una reseña espumosa, pero sin el entusiasmo de otras que le han hecho justamente célebre.

POLILLAS RADIO GUINIGUADA

miércoles, 18 de septiembre de 2019

'El último barco', de Domingo Villar

Siempre digo que esta será la última vez, pero heme aquí otra vez escribiendo una recensión de una novela policiaca-negra-thriller-noir-scandinavian/mediterranean/atlantic black o lo que más gusto les dé. Es posible que, dado el gusto mayoritario por novelas en las que la tranquilizadora justicia poética deje satisfechos a los lectores y no perturbe su timorata visión del mundo, el marketing editorial se centre en obras de este tipo, que responden a una estructura y a unos personajes tan estereotipados. Debe de haber algún estudio categorizador de la literatura de este tipo, a la manera en que Vladimir Propp analizó los cuentos populares europeos, pero aquí confieso mi ignorancia.

A este respecto, la crítica debo dirigírmela a mí mismo. A pesar de que en este espacio he reseñado de lo más variopinto, creo que ha sido mi natural pereza y mi propensión a la autoindulgencia lo que me ha hecho decantarme a veces por títulos privilegiadamente publicitados. Al fin y al cabo, a algún lado he de mirar para buscar, y lo que siempre se tiene a mano son los medios de comunicación: el sesgo editorial respecto de la novela negra ha tenido como consecuencia indeseada mi propio sesgo respecto de mis reseñas. Les aseguro, no obstante, que me he resistido a leer títulos demasiado populares. Quizá eso me ha impedido ganar lectores/as, pero ya son legión las reseñadoras/es que le hacen el juego a las grandes (o no tan grandes) editoriales. Algunos/as, me parece, se ofrecen demasiado barato.

En otro orden de cosas, decía el otro día en Facebook nuestro querido Emilio González Déniz, respecto de la denuncia que algunos hemos lanzado sobre el patente conturbernio reseñador en los medios de comunicación e Internet, que nada de malo había en "saludar" las nuevas obras de los "amigos". Obviaba decir, y no me refiero de forma específica a sus saludos, que muchos de estos mensajeros de la buena nueva no se limitan a saludar con desparpajo, sino que se atrincheran en el ditirambo. A veces, hasta extremos empalagosos. Asimismo, salvo que se tenga una visión muy acomplejada de las capacidades creativas en Canarias, no habría que tener miedo de criticar esa producción artístico-cultural. El mejor favor que le podemos hacer a los/las artistas, sobre todo a los locales, es señalarles lo que, en opinión del crítico/a, son los defectos y puntos ciegos, y, en su caso, reconocerles el mérito de lo valioso. En Canarias, me temo, ha predominado el "saludo" alborozado, un tanto jocundo y, al mismo tiempo, hipócrita, y se ha arrinconado, como consecuencia, la crítica, que sigue padeciendo descrédito. Así no se protege el arte, la cultura o la creatividad. Más bien, se enaltece la mediocridad.

En ese sentido, es curioso cómo González Déniz y otros señalan de forma repetida, casi como una jeremiada, que "no hay crítica" en Canarias, o que, si existe alguna, es de mala calidad. Esa crítica (buena, mala o regular), en todo caso, los ha reprimido de prodigar nuevos saludos, por lo que, al parecer, están bastante disgustados. Supongo, por tanto, que González Déniz y compañía están deseando incorporarse a la creación de ese repertorio crítico literario que tanto echan en falta aunque, la verdad sea dicha, dudo que su llegada sea inminente.

Tras este preámbulo un tanto oscuro, la novela de hoy es:




El último barco es, como para decir otra cosa, una novela policiaca. Hasta aquí y durante un rato, la sorpresa resulta escasa. El argumento consiste en la investigación a cargo de la policía de la desaparición de una mujer joven. El protagonista es un inspector (el cerebro), acompañado del habitual agente (el músculo), del habitual forense  y del habitual comisario. También está su padre, el padre de la desaparecida y algunos personajes secundarios más también bastante comunes. Más visto que una camisa a rayas.

La originalidad es, ya lo ven, nula. Sin embargo, Domingo Villar crea un elenco de personajes que no por más vistos resultan menos creíbles. Es curioso que, a partir de una materia prima tan tópica, el autor sea capaz de crear unos personajes con vitalidad, algunos incluso entrañables. Además, los diálogos están bien construidos, son ágiles y vivaces. Gran parte de la trama descansa sobre ellos. Así, con estos mimbres, la novela discurre de forma más que aceptable, sin que la enturbie demasiado algún adjetivo o frase fútil aquí y allá. 

Aun siendo minucioso, a veces en exceso, en las descripciones, la novela no llega a aburrir. También es cierto que se puede abandonar en un momento determinado y retomarla al cabo de tres meses (como ha sido mi caso) sin olvidarse uno de nada ni sentir nostalgia. Eso habla bien y mal. Bien, porque los componentes de la novela están bien delineados. Cada personaje tiene una función precisa y el desarrollo del argumento es nítido. Vamos, que no nos perdemos en tramas secundarios, callejones sin salida o meditaciones pascalianas. Mal, porque nos da una pista del nivel de complejidad: un bajío filosófico/existencial.



La calle le recibió con frío y las farolas encendidas. El inspector bajó caminando con las manos en los bolsillos hasta el paseo de Alfonso XIII y, a la altura de la estatua de la ninfa y el dragón, se apoyó en la barandilla para contemplar el mar sobre el antiguo barrio de los pescadores. Un trasatlántico iluminado en mitad de la ría avanzaba hacia el puerto con su cargamento de turistas. Sin embargo, Caldas miraba más allá, a la orilla de enfrente, al litoral de Tirán, cuyo perfil comenzaba a insinuarse al amanecer. 
Al llegar a la comisaría fue a servirse un café a la sala contigua. Le agradaba el olor del café recién hecho, pero lo que más le gustaba era ver cómo el hilo del café iba formando al caer una capa de espuma en la superficie. Regresó a su despacho y buscó un hueco entre los papeles. Después se sentó con la intención de aprovechar la calma de la primera hora para poner en orden sus ideas y fue enumerando mentalmente los pasos que se proponía dar para localizar a la chica. (Pág. 204)

Caldas llegó al vestíbulo y miró hacia arriba, a la cámara que enfocaba a la entrada, antes de dirigirse a la secretaría. El hombre y la mujer que trabajaban allí volvían a estar concentrados en sus ordenadores. Separada de ellos por una mampara de cristal estaba una de las ordenanzas de la escuela. 
El inspector se identificó y ella se brindó a ayudarle en todo lo que estuviese en su mano. Sabía que estaban buscando a Mónica Andrade. 
-¿Seguro que la cámara de la puerta no graba? -quiso saber Caldas. 
-Completamente -le respondió la ordenanza. Se llamaba María, era una mujer alta, con el pelo largo y rojizo, un fular alrededor del cuello y una sonrisa franca que le atravesaba el rostro de lado a lado. (Pág. 314)

-Lleváis mucho tiempo aquí? 
-Poco -dijo Caldas. 
Rafael Estévez seguía dentro del coche. 
-Así que eres Estévez -dijo el padre cuando Caldas se lo presentó, al tenderle la mano a través de la ventanilla-. Leo me ha hablado de ti. ¿Os quedáis a cenar? 
Estévez miro al inspector. No quería desairar al padre, pero habían quedado en regresar cuanto antes. 
-No -respondió Caldas-, solo venía a comprobar que estabas bien. 
-¿Por qué no iba a estar bien? 
-Te he llamado por teléfono veinte veces. 
-Estaba fuera, Leo. No podía contestar. 
-¿Y el móvil? 
-En casa -dijo, con naturalidad. 
-¿Por qué no te lo llevas contigo? 
-Si salgo a coger setas es para estar tranquilo -dijo el padre levantando la cesta. 
-¿Ha ido a por setas? -se interesó Estévez, estirando el cuello. 
-Sí. 
-¿Hay muchas? 
-Depende del día -dijo el padre. 
-¿Dónde las coge? -quiso saber el aragonés. 
El padre de Caldas no era de los que revelaban sus secretos. 
-En el monte. 
-Estévez no se dio por vencido y señaló a la oscuridad. 
-¿Por ahí? 
-O por otro lado -respondió. 
-¿Y ha cogido muchas? 
El Padre de Caldas meneó la cabeza para indicar que no había sido la mejor cosecha. (Págs. 351 y 352)

Eso sí, a pesar, digamos, de la eficacia narrativa de Domingo Villar, tampoco esperen una prosa exuberante, barroca, neo-gótica o expresionismo abstracto. Tampoco, ínfulas metaliterarias posmodernas. Todo lo contrario. A pesar de la extensión de la novela, el autor se esfuerza en ser preciso, casi minucioso, pero no sin intención alguna de hacernos difícil la lectura, mucho menos farragosa: podemos definir su estilo como perteneciente a ese naturalismo estándar del siglo XXI. Algo que ha contribuido, sin duda, al éxito (al parecer) del que ha disfrutado El último barco.

En penúltimo lugar, a diferencia de otros autores, que pretenden, o proclaman, que la novela negra en general, y las suyas en particular, constituyen el epítome de la denuncia social en clave artística, Domingo Villar desdeña tales aspiraciones. Lo suyo es la presentación, nudo y desenlace limpios de un suceso policial. Eso sí, se evidencia un notable esfuerzo por imprimir algo de color local a la novela, lo que se agradece, no obstante.

EN DEFINITIVA, querido público, El último barco se lee bien, entretiene y no aburre, da lo que pide al que compra novela policiaca y, además, abulta mucho, por lo que pueden presumir de ser lectores avezados ante deudos y allegados. Es tópica, como he dicho, en su estructura y contenido, pero la prosa está bastante depurada y no suscita ese tipo de sonrojo que encuentro tan a menudo en este tipo de literatura. Si, en cambio, buscan otro tipo de complejidades que no sean las detectivescas, en esta novela no la van a encontrar.