jueves, 12 de diciembre de 2019

'A los que leen', de Jonathan Allen

Es posible que no constituya, para la mayoría de Vds., sorpresa alguna que les señale que la crítica cultural, en general, y la crítica literaria, en particular, que no se limite a "saludar" las novedades de turno condena a su autor/a al rechazo de unos pocos/as (sobre todo, los afectados y perjudicadas por la crítica negativa) y al temor de unos/as cuantos/as más, que temen verse en tan peligrosa compañía. Quizá, sería ocioso subrayar que es precisamente esa actitud de encono, nada original, la que confirma al crítico en su enfoque, la que lo estabiliza en su perspectiva y la que, en los momentos más solitarios, le induce a la perseverancia. Nadie dijo que actuar con sentido de la justicia y contar con criterio tuviera como corolario reconocimiento alguno. Tampoco, que la justicia poética fuera más que un tópico literario. Si hay algo que aborrece este reseñador son los tópicos literarios; y las frases hechas en las conversaciones, también.

Viene todo esto a cuento por la sospecha que está comenzando a germinar en mí de que muchos reseñadores buenrollistas no solo elogian de entrada, hasta el empalago, las obras de deudos, allegados y recomendados, como no me he cansado de señalar en este blog; sino que también existe la posibilidad (esta es la sospecha, perdonen esta frase tan larga y con aposiciones: terrible) de que en algunos casos las hayan leído y, lo peor, incluso gustado. Si en el primer caso, su honradez crítica quedaba aniquilada por la cortesía social, la promoción y el colegueo, lo que ya los pierde, en el segundo, es su gusto el que se despeña a profundidades apenas vislumbradas. Un gusto, además, proveniente, en gran parte de los casos, de escritores/as con cierta ascendencia en el mundillo, ya sea por su obra, ya sea por su posición en los medios de comunicación o vayan Vds. a saber por qué, a estas alturas.


Comprendo que meterse en cuestiones de gusto es terreno resbaladizo. ¿No es cada cual soberano en su gusto? Bien, ¿pero eso significa que creativa, literariamente, no es posible calificar a una obra de buena o mala, de mejor o de peor? Claro que sí, siempre que anclemos el juicio a argumentos. En caso contrario, los juicios no valdrían nada, serían la simple expresión de sensaciones indescifrables, meros estallidos de pompas subjetivas sin aspiraciones de universalidad, es decir, que aspiren a que otros puedan aceptarlos. Así se explican esas reseñas que pretendiendo elogiarlo todo no explican nada y que aspiran a la ininteligibilidad anestesiadora. Es posible que por este camino llegásemos a convertirnos, entonces, en relativistas posmodernos para quienes la valía de una obra artística, dada la imposibilidad del juicio razonado, dado que todo es igual de bueno porque todo es relativo, se correspondería con cifras: número de lectores, número de ejemplares vendidos, números en la cuenta corriente. Insisto: todo juicio debe estar argumentado, y por tanto abierto a los contraargumentos. 


Como ya he escrito en anteriores ocasiones, si ensalzamos lo mediocre, ¿qué nos quedará para lo que es bueno de verdad? ¿Qué pensarán los lectores? ¿Y los aspirantes a escritores? Contemplaran un rosario de obras mediocres y de autores sin talento expuestos como luminarias. Compararán su obra en formación con novelas desgraciadas mal escritas por autores sin talento, ya sea porque el mercado las ha premiado, ya porque su mundillo literario local carece de críticos que no teman herir susceptibilidades. 


Al fin y al cabo, esto es lo que hacen los/las reseñadores/as: leer, valorar, juzgar y explicar. Lo demás puede ser comprendido en términos de técnicas de mercado, si nos ponemos en el punto de vista de la industria cultural; o en consideraciones de vanidad y arribismo, si nos situamos dentro del mundillo literario/artístico. No es inconcebible que ambas perspectivas se solapen. Además, puesto que, visto lo visto, la crítica literaria académica puede escribir sobre cualquier cosa de una obra menos de su calidad, desertando así de una función que le es propia, ese espacio vacío quedará ocupado por los delegados/as de las editoriales, los escritores amigos en actividades promocionales propias y ajenas y los miembros de la especie que más se esfuerza (de forma consciente o no) por reducir cualquier expresión artística a bagatela de consumo: el periodista cultural.








A los que leen es la segunda novela de Jonathan Allen que reseño en el blog. Por decir algo buena de ella, para comenzar, podemos señalar que, al menos, puede leerse en su integridad sin morir en el intento. No como su novela anterior, El conocimiento, que reunía tantos defectos en unas apretadas páginas que descorazonaba incluso al lector mejor dispuesto.

Dicho lo cual, tras constatar esta mejora, me temo que A los que leen tampoco da la talla para considerarla una buena novela, ni siquiera regular. El argumento consiste en el enamoramiento de un joven grancanario llamado Gustavo con una chica argentina, Sofía, que viene de visita a la isla para ver a su tío Luis. Gustavo conoce a Luis porque este se ha casado con una vecina rica, Luisa Simón, y ambos comparten pasión por los libros. Lo mismo le ocurre a Sofía, así que Gustavo y ella extienden dicha pasión libresca al amor. Posteriormente, aunque no en el orden narrativo, Gustavo irá a la Argentina a reencontrarse a su novia, primero, y prometida, después, para casarse y residir en aquel país. Es, grosso modo, una historia de iniciación, de amor y de libros. El autor, además, intercala, fragmentos de obras de Kafka, Borges, Bécquer y otros autores para resaltar la importancia de aquellos y de la literatura en general para los protagonistas.


Este proyecto narrativo podría haber tenido cierto recorrido, cierta enjundia, para los lectores y lectoras de más de un libro al año. Es frecuente la bibliofilia entre la minoría lectora de ficción con su correspondiente canon de grandes autoras/es y obras, a veces casi hasta la sacralización. Sin embargo, Allen fracasa de manera clamorosa en la traslación de sus ideas al lenguaje escrito. Es en esa capacidad donde se sustancia el talento literario.


Veamos ese fracaso:

a)
 Disfruté durante unos años de las enseñanzas de una catedrática rusa de traducción que aseguraba que una de las claves para estudiar un idioma extranjero eran las frases hechas y las combinaciones corrientes de sustantivo+adjetivo. Pero lo que es una estrategia adecuada para aprender idiomas extranjeros no es una práctica literaria estimable en el propio. Así, el autor no para de escribir esas combinaciones sustantivo+adjetivo de las que podríamos decir que "salen solas". Pero ese automatismo, optimista y lenguaraz, redunda en un empobrecimiento estilístico grave. Jonathan Allen, lo aseguraría, se solaza en esas combinaciones usadas y reusadas hasta el hastío más embrutecedor: "sentimientos profundos", "dantesca crónica", "trágica circunstancia", "estrecha estancia", "oscuridad imperante", "envidiable ecuanimidad", "eminente arquitecto", etc. A pesar de un vocabulario rico en general, la impresión que se obtiene con la lectura es la de pereza en la redacción, la falta de reflexión en torno al lenguaje. 

b) No me obsesiono de manera especial por esos clichés formales de la corrección como las repeticiones o los adverbios terminados en -mente, pero en este segundo caso, albergo la impresión de que Allen los utiliza con una frecuencia desmesurada, que podría calificar de procaz. Unos cuantos ejemplos seleccionados aquí y allá sin ánimo exhaustivo:


En previsión del frío, me puse un jersey de lana gruesa, aunque el pantalón sin calzoncillos y los zapatos sin calcetines ¿Para qué vestirse formalmente? Mi camarote estaba muy cerca de una escotilla que abría a la cubierta de primera y era altamente improbable que me encontrase con otros pasajeros. 
Singlábamos más tranquilamente, dando solo algún que otro bandazo y apenas cabeceando (Págs. 26 y 27)


Afortunadamente solo eran las seis y media de la tarde en Las Palmas. Juré que volvería a llamar en cuanto llegase a Mendoza. Descolgué nuevamente el auricular para pedir la llamada a Sofía, pero no puede continuar. (Pág. 35)

En El proceso Josef K. inocente de cualquier delito, termina asumiendo que debe ser culpable de algo. Paulatinamente se convierte en un encausado obsesionado por su defensa y comienza a analizar a todas las personas y los lugares relacionados con su proceso. Se aferra a la razón y a la lógica en un submundo paralelo de abogados corruptos, criadas de fácil virtud y pintores informadores. De nada le sirve creer en su defensa y en su inocencia. Todo va mal desde el principio para él. Cuando finalmente tocan a su puerta para llevárselo (lo asesinarán en una mina abandonada a cierta distancia del centro de Praga) Josef K. se pregunta si los dos personajes enviados realmente son verdugos profesionales. Intuyendo su terrible fin y esperándolo formalmente vestido en su apartamento, el protagonista se siente muy desconcertado por el hecho de que sus ejecutores sean dos falsos funcionarios. (Pág. 41) 

Me quedé sorprendido al encontrar nuevos pasajeros. Una mujer joven que parecía muy cansada, se esforzaba en leer un diario bonaerense, mientras su hijo, un niño de unos diez años, que usaba su regazo como almohada, dormía profundamente. Menos mal que los cuentos de Kafka se hallaban sobre mi asiento. Aunque mi intención era recuperar el volumen y volver a mi dormitorio, me senté. Francamente no sé por qué lo hice. (Pág. 157)

c) En el terreno de las descripciones, el autor alterna vívidas imágenes de la naturaleza y de la urbe con otras que más bien parecen sacadas de un folleto de exposición o de una guía de viajes. Ejemplos:



Entre los ventanales se erguían peanas lacadas de diferentes alturas y en ellas se había colocado una colección de tallas y esculturas cuyo estilo reconocí enseguida. Eran piezas espléndidas de Plácido Fleitas, Abraham Cárdenes, Eduardo Gregorio y Juan Márquez, alumnos de la Escuela Luján Pérez, que desde su humilde sede y modestos inicios en 1918 había renovado el panorama del arte local. En la pared interior, frente a las ventanas que daban al jardín plantado de magnolias y laureles de India, se imponían dos vastos formatos de Néstor, dos retratos suntuosos. (Pág. 108) 

Éramos, según él, una ciudad bastante interesante, con un buen número de edificios dignos que abarcaban los estilos arquitectónicos de Occidente, un emplazamiento ideal y un clima privilegiado, (sic) Evidentemente no podíamos competir con las metrópolis donde la historia se había fraguado. (Pág. 129) 

-¿Quién es Pedro Figari? -le pregunté a Sofía sin dejar de observar el cuadro-.  Es una imagen simbolista... muy moderna, una metáfora. 
-Figari fue un uruguayo, el iniciador de muchas cosas. Su arte y su visión, de las más originales, está ligada siempre a la búsqueda de una verdad y una identidad americana. Además de pintor fue jurista, reformista, político, escritor. En Mendoza verás más cuadros de él. Ese óleo fue muy querido por mis padres. Ellos amaban a los caballos. Pero, mirá el otro, su pareja. (Pág. 194)


d) Diálogos impostados. Apenas hay una pizca de naturalidad en ellos. A veces, parecen solo una excusa para la erudición del autor, como el que sostienen Gustavo y un librero en Buenos Aires entre las páginas 45 y 57. En otras, afectan a la verosimilitud y a la caracterización de los personajes, que, con independencia de su edad y condición, parecen todos engolados, pedantes y cursis. Ejemplos:



-¡Joven, joven! ¿Vos sos Gustavo? ¿El niño lector del barrio? 
-Eh... pues sí. El cuasi adulto lector, si no le importa -contesté subiendo la guardia, al desconocer cuál era la intención de la pregunta y creyendo advertir un tonillo burlón. 
-¡Qué respuesta! La de un lector avezado. La que solo un lector vertical pueda dar. 
-¿Un lector vertical? 
-Sí, calmate. No me estoy riendo de vos. Decime si me equivoco, ¿pero vos no leés de pie? Apuesto a que sí. 
-Pues no se equivoca. Leo de pie, esperando la guagua, caminando, por cansancio de leer sentado. 
-Ves, ¡es espléndido! Pibe, acercate a la puerta. Quiero enseñarte una cosa. (...) (Págs. 94-95)


-Por favor, Gustavo, dame un vaso de agua. La bandeja está en esa mesita. Estoy mareada. 
-Ahora mismo. 
Bebió el vaso de un trago y suspiró no sé cuántas veces. Era obvio que tenía mucho dolor. 
-Es... son las cicatrices, y que yo he abusado. 
-¿Abusado? 
-Sí. Me he levantado demasiadas veces. 
-¿Ya puede caminar? 
-No me trates de usted. Nos vamos a vosear. ¡Ojalá pudiera dar diez pasos seguidos, cinco! Me hicieron creer que así sería. Sólo he logrado alzarme y estar de pie. 
-Pero eso es magnífico. Una excelente noticia. 
-Sí, ¿viste? El principio de algo bueno, de una mejoría lejana, de una recuperación que se eternizará. 
-Que hayas podido y puedas, aún con mucho dolor, levantarte, erguir el espinazo, es un dato muy positivo -dije, como si fuera un médico repitiendo una fórmula. 
-Ya lo sé, ya lo sé... -dijo enfáticamente y recuperándose-. Decime de quién es ese bello poema, esos versos tan sencillos... tan... 
-Puros. Versos de una pureza que cincela la esencia y la idea. No son concéntricos, sino excéntricos, emergen desde la verdad hacia afuera. La gente los encuentra anticuados y sus imágenes, cursis. Yo creo que Bécquer es un poeta intemporal que narra el gran viaje del alma por la vida, la aventura que la deja maltrecha. Describe la huella de las cosas, la pasión, el éxtasis, la pérdida más que la cosa en sí. Es un mago, un gran mago. 
-¡Morite! ¡Otro especialista, otro fino discernidor, Luis Dante dos! -exclamó riendo. (Pág. 116)


e) Personajes. Sigo, si no con interés sí que no con demasiada molestia, los avatares de Gustavo desde su niñez hasta su vida adulta. Un individuo cuya relevancia consiste en que lee mucho, en que le gusta atormentar a sus conocidos con versos y que ama a una mujer tullida. A ratos, amaga con sostener opiniones políticas, pero esos pensamientos devienen veleidades. Sofía también lee, y su importancia radica en que ama a Gustavo y le proporcionará una vida acomodada. También pulula un grupo de personajes secundarios entre quienes destaca el tío de Sofía, Luis (escrito en la última parte de la novela como "Luís"). Dan la impresión, en general, de ser excusas para el desbordamiento romántico amoroso, lacrimógeno o literario, pero les faltan consistencia y páginas para que se sostengan por sí mismos.


Es posible que el autor haya querido recrear, a través de las vivencias y avatares de los personajes, en especial de los del protagonista, esa atmósfera brumosa y onírica, de profundo sentido existencial, de la obra de Kafka y de Borges, pero tamizada por su concepción del amor. En ciertas escenas, un tanto descolgadas de la trama, parece encaminarse en esa dirección, pero los defectos aludidos, la insuficiencia del argumento y su escaso desarrollo, la falta de profundidad moral de los personajes y un tono que nunca parece ser el adecuado se cohonestan para un resultado final deficiente. La novela, en definitiva, no deja de ser más que las andanzas intrascendentes de un pequeñoburgués de provincias.


Para pasar de largo.






P.D. Como es habitual, los autores de otras reseñas o menciones de la obra no comparten mis puntos de vista. Aquí (Santiago Gil) y aquí (Emilio González Déniz).

P.D. del 24/4/2020: He visto esta reseña en un digital local: https://www.eldiario.es/canariasahora/cultura/los-que-leen-Jonathan-Allen_0_1019449218.html


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