jueves, 30 de agosto de 2018

'Pasenow o el romanticismo', de Hermann Broch

Agosto es un mes extraño. Aunque, bien mirado, mes es un concepto y no una cosa. Es decir, no hay ningún objeto en la naturaleza que se corresponda con él. Llamamos mes de agosto, en realidad, a un periodo determinado de rotación de nuestro planeta sobre su propio eje y de su inclinación respecto del Sol. Dicho lo cual, en ese periodo terrestre, en el hemisferio norte, también es época de cosecha. Lo que hoy en día es llamativo, porque estoy convencido de que mucha gente cree firmemente en que los alimentos parecen brotar de manera espontánea de los estantes y de los frigoríficos de los supermercados, al igual que otros muchos creen que para ser escritor basta con decirlo, pues todo el mundo sabe que las novelas se escriben solas.

Es también un mes de crisis: conyugales, artísticas, laborales... También de cambios de rumbo vitales, si uno se lo puede permitir. Tantas horas libres para pensar tienen como efecto, casi no podría de ser de otro modo, por no decir que debería ser obligatorio, un replanteamiento de nuestras actitudes y el tambaleo de algunas certezas. Por ejemplo, la de considerar necesario escribir novelas o la de publicarlas. O la de escribir columnas de opinión. Tengo una lista de opinadores en los medios a los que creo que les vendría bien que alguien les dijera, por fin: "Déjalo, no es lo tuyo. Haz otra cosa: seguro que lo haces mejor". Agosto: madura o revienta. 

Mi solipsismo pertinaz me lleva a pensar que Vds. compartirán lo que les escribo. Es por ello por lo que comencé de esa manera este artículo. Agosto es un mes extraño porque a mí me lo parece: lo urbano se vuelve deshabitado, desierto de hormigón y de metales, paisaje de silencios inconcebibles en el que funambulan ideas extravagantes. Habría que volver a ser niño para que el azul caliginoso de nuestra tierra recuperara su encanto. A esta edad, tardía para muchas cosas, ya que la felicidad es difícil, al menos la dignidad hay que blandirla. Si yo hubiera de comenzar una revolución, prendería la chispa en agosto.

Y, contra todo pronóstico, Pasenow o el romanticismo:





Como todos ustedes saben, esta obra es una de las tres que conforman la Trilogía de Los sonámbulos, de Hermann Broch, que además era coetáneo de Robert Musil. Les contaré algo personal: conocí esta obra a raíz de un ensayo de Milan Kundera. Si no me equivoco, era en El arte de la novela. En este ensayo, Kundera no ahorraba elogios para Los sonámbulos, además de someterla a un amplio e interesante análisis de la obra. Así que decidí, no demasiado impulsivamente, leerla yo mismo. Y tuvo que ser en agosto, unos veinte años después.

Por decirlo suavemente, esta novela debería avergonzar a la mayoría de los autores cuya obra he reseñado en este blog. Tampoco es que sea demasiado difícil. No es la vívida presentación de los personajes, el ritmo de la obra, la brillantez y el ingenio de la prosa, la justeza de los diálogos... No, no es solo eso, sino también la capacidad de Broch, sobre la base de todo lo anterior, de realizar una reflexión inteligente y elocuente sobre el ser humano, en este caso sobre la caducidad de los valores, la emergencia de otros nuevos y la irremediable sensación de pérdida que se experimenta por ello. Los personajes, además, no se limitan a ser arquetipos, sino que con sus propias acciones y pensamientos -esa es la maestría del autor- despliegan ante nosotros las distintas actitudes con las que se afronta el hundimiento de la autoridad tradicional y la fosilización de una cultura que se resiste a morir. El lector o lectora piensa con ellos y gracias a ellos. No tenemos la sensación, como ocurre con las novelas mediocres, de encontrarnos frente a meros nombres sobre el papel, simples excusas para la verborrea del autor/a de turno.

Resulta evidente que una novela que fue escrita entre, según leo, 1931 y 1932 (aunque la acción se sitúa en 1888), la discusión de la decadencia de los valores y de las tradiciones y su sustitución (aun a medias) era, por decirlo así, permanente: una industrialización que avanzaba a paso de gigante y un capitalismo rampante que coexistían con la agricultura terrateniente y aristocrática. Nuestra época no le queda a la zaga a la de entreguerras en cuanto al cuestionamiento de toda narrativa, incluso al cuestionamiento del cuestionamiento de toda narrativa, y en la que conviven ideologías y microculturas de lo más variado y opuesto, sin que ninguna logre asentarse en la supremacía. Salvo, quizá, la neoliberal, entendiendo por ella el individualismo neodarwinista que se basa en la competencia extrema, la asunción de la propia responsabilidad (y la ajena) en detrimento de la solidaridad y la aceptación de la desigualdad como elementos constitutivos del ser humano. Además, hoy más que nunca, surgen por doquier grupos que reivindican un tipo u otro de identidad. Es más, cualquier individuo puede adscribirse a múltiples identidades y doctrinas, ninguna completamente comprehensiva (aunque se pretenda). Hasta tal punto hemos llegado que las demandas clásicas de redistribución de la riqueza han quedado, si no anuladas del todo, si solapadas y opacadas por las del reconocimiento grupal. Es una discusión recurrente, al menos entre los intelectuales de izquierda, y que se trata de manera reiterada en uno de los últimos libros de no ficción que he leído: El gran retroceso. Asimismo, La trampa de la diversidad (obra que aún no he leído) ha agitado, digamos intelectualmente, el avispero ideológico de la izquierda patria (Alberto Garzón, entre otros, ha publicado una crítica). Ya veremos.


Por otro lado, y más allá de la moralidad de la obra, que se perfila por la contraposición de los caracteres de los personajes, la lectura es un goce por sí mismo. La narración está a cargo de un autor omnisciente que no duda, por otro lado, en mezclar sus propios juicios y opiniones con las descripciones, y que a veces se transforma en estilo indirecto libre. Y qué frases:


Y aunque el señor Von Pasenow no estaba en ese aspecto descontento de sí mismo, hay no obstante personas a las que les desagrada el aspecto de este anciano y que tampoco comprenden que haya existido una mujer que lo haya mirado con ojos anhelantes, que lo haya abrazado con deseo, y le atribuyen como mucho algunas criadas polacas de su hacienda, a las que se habrá podido acercar con esta agresividad algo histérica y sin embargo imperiosa que es a menudo propia de los hombres bajitos. Fuera esto cierto o no, era en cualquier caso la opinión de sus dos hijos, y se comprende que él no la haya compartido. La opinión de los hijos es, por otra parte, con frecuencia subjetiva, y sería fácil acusarlos de injusticia y parcialidad, pese a la sensación un poco desagradable que uno mismo experimentaba al ver al señor Von Pasenow, un raro desagrado que va todavía en aumento cuando el señor Von Pasenow ha pasado ya y uno lo sigue casualmente con la mirada. (Pág. 9)


También al atardecer piensa aún en Ruzena. Hay tardes primaverales cuyo crepúsculo se prolonga mucho más de lo que está prescrito por la astronomía. Entonces cae sobre la ciudad una humosa, delgada niebla y le da esa opacidad un tanto tensa de las tardes sin trabajo que preceden a los días festivos. Y es también como si la luz hubiera quedado prendida de tal modo en esta niebla opaca y luminosamente gris que persisten en ella hilos de claridad incluso cuando ya se ha tornado negra y aterciopelada. Y así este crepúsculo dura mucho tiempo, tanto tiempo que los dueños de los comercios se olvidan de cerrar las tiendas; se quedan charlando con las clientas ante las puertas, hasta que pasa el guardia y les recuerda sonriente que han rebasado la hora de cierre. (Pág. 29)


Elizabeth no lo sabía, pero rodeada de todos aquellos objetos bellos y muertos, que se amontonaban a su alrededor, rodeada de tantos hermosos cuadros, intuía sin embargo que los cuadros colgaban de las paredes como para reforzar los muros, y le parecía que todas las cosas muertas salvaguardaban algo muy vivo, algo que tal vez encubrían y protegían, algo a lo que ella misma estaba tan unida que a veces pensaba, al ver un cuadro nuevo, que se trataba de un hermano pequeño, de algo que buscaba protección y que los padres protegían, como si de ello dependiera su existencia en común: presentía el miedo que había detrás y que pretendía acallar lo cotidiano, el envejecer, a base de festejos, miedo que necesitaba convencerse continuamente -sorpresa siempre nueva- de que seguían vivos, de que habían nacido, de que estaban definitivamente unidos y su círculo para siempre cerrado. (Pág. 87)


La Trilogía de Los sonámbulos continúa con Esch o la anarquía y con Huguenau o el realismo, de las que daré cuenta en su momento. Bástenos por ahora con Joachim Pastenow y la divergencia entre lo que piensa y lo que hace, su apego a las costumbres, incluso al quebrantamiento de los convencionalismos (que tiene su propio convencionalismo), la necesidad de la previsibilidad del comportamiento humano y cómo intenta encajar en un esquema preestablecido lo que está bien y lo que no, lo que es y lo que debe ser. Una novela moral que, como toda buena novela, interroga con agudeza un mundo social y nos interroga a nosotros. Excelente.





domingo, 12 de agosto de 2018

'Abismo', de Leandro Pinto

Tras mi desastroso, por tedioso, encuentro con el penúltimo clásico de la literatura canaria, Los puercos de Circe, de Luis Alemany, decidí cambiar de género de un modo extremo. Así soy yo, un tarambana literario sin oficio ni beneficio. Lo cierto es que mis experiencias con esa literatura setentera canaria han sido paupérrimas, profundamente decepcionantes. Recordemos, si no, Malaquita o, en menor medida, Las espiritistas de Telde

¿Por qué en unos casos decidí escribir reseñas y en el último, no? Quizá porque en los dos primeros casos consideré que era necesario escribirlas, en ese momento concreto, y ya, no. Y la menguante paciencia, claro está, que es un factor que no hay que minimizar. A fin de cuentas, estoy muy a favor de desacralizar. Oigan, ¿por qué demonios hay que leer El Quijote todos los años públicamente en actos institucionales? ¿Por qué nos tiene que gustar? ¿Quién dicta el gusto? Imagínense, no es mucho imaginar, que ocurriera algo parecido, por iniciativa del Gobierno de Canarias o del Cabildo, con, por ejemplo, la Comedia del Recibimiento Y lo mismo con Benito Pérez Galdós. No sé qué pensaría este buen señor y prolífico novelista de que lo hubieran institucionalizado en su ciudad natal, de tal modo que casi parece un santo ante el que ofrecer exvotos. En vez de estudios galdosianos, parecen hagiografías galdosianas. Solo señalo que es muy posible que no todas sus novelas fueran magníficas. Tal vez solo unas cuantas. Que como dramaturgo no era sobresaliente. Ni siquiera Electra, por mucho escándalo y conmoción política que ocasionase en su tiempo. Que también es posible que si no hubiera tanta gente viviendo de Galdós para "perpetuar su legado" quizá se le leería de otro modo. Es posible que hasta más, porque, al menos en mi caso, no hay nada como que un autor reciba la bendición oficial para considerarlo sospechoso. 

Al menos, Galdós no es culpable: ya estaba bastante muerto cuando comenzó el proceso de momificación. En cambio, tenemos otros artistas que no esperan a morirse: ellos mismos negocian con las instituciones políticas todos los detalles del embalsamamiento, y mejor si reciben algún dinerillo público mientras tanto, cuando no una fundación y un castillo en La Isleta o la restauración de su propia casa en Agaete.

Luego está, merece una entrada aparte, el político cuyo nivel más alto de abstracción consiste en intuir el concepto de cohesión social, que a su modo se resume en que por apoyar a la luminaria local, por gracia de birlibirloque se unirá a la población sentimentalmente de algún modo u otro. No hay nada como la cohesión. Puede ser que el paro, la pobreza, la desigualdad la degradación de la escuela y sanidad públicas, la contaminación y otras menudencias hagan estragos en la población, pero nada como un equipo de fútbol o de baloncesto y un poco de cultura y festejos para que alejemos el espectro de la anomia social, para que todos hagamos piña, para que nos sintamos cohesionados. 

No pueden ser sino estúpidos o malvados. 

Pues con la literatura setentera canaria tengo la misma impresión que la de encontrarme ante una hornacina: aquellos jóvenes autores, merced a sus posiciones de poder y prestigio, tanto en la política oficial como en los medios de comunicación, no han dejado de tutelar la opinión pública literaria para ocupar aquella. Es posible, y solo digo posible, que su autopromoción mediante recursos que no estaban a disposición de otros menos afortunados o astutos haya sido la causa de que hoy en día sigamos hablando y escribiendo de ellos y de su obra. Es posible, y solo digo posible, que la producción novelesca canaria haya sido en general bastante mediocre, al menos la de estos autores, pues de la invisible no puedo hablar. ¿Quién lee hoy a Juan-Manuel García Ramos? ¿Quién, a Luis León Barreto? ¿Quién, a J.J. Armas Marcelo? ¿Quién, a Emilio González Déniz? ¿A quién importa lo que escriba Juan Cruz? Por citar unos cuantos, quizá los más preocupados por sí mismos. La pregunta no es solo si han dejado huella literaria, si abrieron el campo literario con su perspicaz observación, con su originalidad narrativa o con su insólito ángulo de visión, sino también si aportaron algo a la comprensión del ser humano, que parece que es lo más importante que puede aportar la literatura.

En fin, vayamos a lo nuestro:






En esta ocasión, tenemos Abismo, de Leandro Pinto. Se anuncia como una novela de horror o terror o algo parecido. Sin embargo, salvo un truculento, desagradable y pormenorizado relato de una relación de muy malos tratos, que bien podría considerarse terrorífica, nada parece sobrenaturalmente escalofriante al principio. Dado que la contraportada del libro comenta algo de "locura y horror absolutos", es legítimo que considerara que hasta el primer tercio del libro (que no es muy largo, unas 150 páginas) mis expectativas se estaban viendo frustradas.

Esta primera parte es, digamos, de corte realista. Dentro de los parámetros de todo simulacro de la vida, la protagonista piensa, come, bebe y habla como una persona normal que, en determinado momento, conoce a otro protagonista: un policía que la seduce y luego la viola, la folla y la apalea con variable intensidad y frecuencia. La protagonista se excita, según ella misma, por este tipo de ritual sexual. A continuación, tras el previsible suceso luctuoso, comienza lo macabro de verdad: hay muertos en proceso de descomposición que actúan como si estuvieran muy vivos en el manicomio a donde la envían. O parece que la envían. Después pasan cosas, todas muy desagradables, sin duda.

Sin embargo, Leandro Pinto tenía la intención de escribir una novela de terror, no simplemente una novela desagradable por los litros de sangre derramada o los kilos de carne putrefacta. Ese es el problema: miedo, miedo, lo que se dice miedo, no causa. Apunto una razón para ese fracaso: los hechos se narran no solo en su crudeza, sino, digamos, de frente, sin dejar espacio, resquicio siquiera, para la duda, para la inquietud ni la zozobra. El argumento en sí, aunque tampoco sea la cumbre de la originalidad, habría valido, pero quizá la ausencia de ambigüedad (y eso que el punto de vista de la narración, en primera persona, podría haber contribuido fácilmente a esa bifurcación entre, digamos, la realidad y el punto de vista del personaje) sea uno de los motivos. Con una construcción psicológica más fina, la narración podría haberse beneficiado de ella. Sin embargo, la protagonista no para de contar y contar con todo tipo de detalle lo que ocurre. Pasan cosas, luego otras, y así hasta el final. A veces, incluso, aburre, aunque la mayor parte del tiempo se lee sin demasiado esfuerzo.

Asimismo, en cuanto a la construcción del personaje principal, dado que la narradora, Cristina Villar, es una joven de lo más común, me pregunto cómo puede describir o comparar cosas de las que difícilmente tendría experiencia alguna. Al menos, que concuerde con lo que nos cuenta de ella. Por ejemplo:


Otra cosa era el olor: una peste viciada que hacía pensar en osarios seculares, en criptas abiertas a los ojos humanos tras un conjunto maléfico, en bóvedas mortuorias profanadas por la avidez necrófaga, en tumbas removidas con palas y picos, en ataúdes rotos que desprenden su pestilencia gaseosa en un espacio cerrado. Olía a cementerio y a crisantemos podridos. A coronas de flores carcomidas por la intemperie y el paso del tiempo. A pétalos resecos y crujientes. A mortajas humedecidas por los fluidos de la muerte. A cirios a medio derretir. (pág. 81)

Salvo que, repito, la protagonista se dedicara a algo así como profanadora de tumbas, fuera Bram Stoker o alguien parecido, es dudoso que hubiera podido escribir ese párrafo. Aquí, en cambio, un narrador en tercera persona, exterior al personaje, sí que hubiera podido escribirlo, sin extrañeza para el lector. Esta extrañeza provoca, claro está, un distanciamiento que tampoco contribuye al clima que se pretende crear.

Por otro lado, aunque el autor hace gala de un vocabulario amplio, a veces incurre en imprecisiones semánticas, como, por ejemplo, denominar "fechoría" a un crimen o asesinato, o "psíquico" por "psicológico". O considerar sinónimos "observar" y "contemplar", y más. También choca que denomine a un centro psiquiátrico "manicomio", pero en la misma frase utilice "centro penitenciario" en vez de cárcel, o que escriba "la típica lluvia de invierno", o el uso profuso de "cierto", que hace que llegue a odiar el adjetivo. También, cómo no, algunos latiguillos en la expresión tipo "la tragedia nos golpeó con dureza", "lobo con piel de cordero", "pozo de sufrimiento", "piernas como columnas dóricas" (¿por qué no jónicas o corintias, o románicas?), "estampido ensordecedor", "silencio sepulcral", etc. También el tópico encuentra su topos al describir el manicomio:


"Era una casa de tres plantas con altillo, amplia y antigua, de aspecto casi amenazador. Se erguía firme y orgullosa bajo la lluvia torrencial, como un castillo medieval en medio de una colina. Sus ventanas enrejadas parecían ojos amenazadores, con unos aleros de teja gruesa que semejaban unas cejas pobladas, de talante opresor. Era, en cualquier caso, una construcción señorial, una de esas casas que inspiran respeto por su aspecto de edificación encantada, y en cuyas habitaciones una imagina oscuras liturgias, ritos satánicos, suicidios sangrientos, infortunados accidentes mortales". (pág. 74) 

Aparte de esta descripción, que habremos leído y visto dos millones de veces, uno vuelve a sentir extrañeza por cómo Cristina Villar podría tener experiencia alguna de "oscuras liturgias" y de "ritos satánicos", como ya señalé antes. Finalmente, la conclusión moral al término de la novela tampoco me resulta convincente. Después de todos los avatares de la protagonista, el lector se queda huérfano de emociones, vacío de interpretaciones. Quizá es lo peor que se pueda decir, si uno aspira a que la literatura sea más que entretenimiento. Creo que no basta con sentir el impulso, las ganas o la pasión de escribir. Hay que responder también a la pregunta de para qué.

Como conclusión, me da la impresión de que el autor, de un modo u otro, quizá sin ni siquiera ser consciente, rinde homenaje a la literatura (y cinematografía) de terror que le precede, pero sin ser capaz de añadir nada nuevo: una trama o una perspectiva original que fuera capaz de tocar esos resortes de la mente humana capaces de sumirnos en el miedo o, ya que hablamos de literatura, de gozar en el miedo. Su ritmo narrativo se mantiene firme y no desfallece, lo que está bien, pero sin duda no es suficiente. Tiene ante sí un proceso de depuración estilística que no debería demorar y un afinamiento en el punto de vista narrativo que también considero urgente si es que quiere que sus historias adquieran mayor solidez y también mayor sutileza. Energía no le falta, desde luego.












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miércoles, 1 de agosto de 2018

'Cuentos escogidos', de Shirley Jackson

El redescubrimiento de la ignorada autora X, el lanzamiento de una renovada traducción de Y, o la nueva edición de las obras completas del poeta Z, muerto prematuramente, que aparecen como fenómenos literarios de primer nivel, podrían no ser más que, o también, el modo de volvernos a vender el mismo producto. Algo muy típico, por cierto, en esta era capitalista de mercados saturados. Es la función que en otras áreas, como la de los productos tecnológicos, cumple la obsolescencia programada o, en general, el recambio por el mero desgaste. Como en los libros la primera no se cumple y la segunda tarda demasiado (incluso en los de bolsillo), no hay mejor estrategia que volver a vendernos aquel producto por el que sentimos predilección en su momento aunque haciéndolo pasar  sustancialmente mejorado o como otro diferente. El caso es vender, claro.

De manera análoga, cuando parte del público (lo suficiente para que se considere un éxito) ha mostrado su satisfacción por un producto determinado, el mercado suele engendrar sucedáneos con prontitud. También se crean modas para activar unas ventas estancadas. Así como en la música se fomentó desde los despachos de las discográficas el fenómeno de lo étnico, en la literatura hemos asistido a la eclosión de la novela histórica, o, cada cierto tiempo, al resurgir de la novela negra. O la intermitente aparición de clones de El Señor de los Anillos, el manoseado género postapocalíptico, especialmente si es zombi, o, en las últimas fechas, la biografía inventada de escritor/a más o menos atormentado/a. Cosas así. También, ya sea por estrategia consciente o por incapacidad para escribir otra cosa, un escritor o escritora que haya tenido éxito con un esquema narrativo o con un personaje carismático (por ejemplo, un detective mal hablado y cínico, o un policía que haya jugueteado con el suicidio con su arma reglamentaria, también cínico en lucha contra, digamos, un asesino en serie, o encargado de desbaratar una conjura político-sexual) tenderá a repetirla. Normalmente, ad nauseam. Las fórmulas del éxito, según parece. Luego se quejarán del encasillamiento.

Estas estrategias de marketing, estas campañas publicitarias, al copar el espacio público por su inserción en suplementos culturales o en la sección de Cultura con entrevistas al autor de turno en prensa, radio y televisión, unidas a la promoción en las redes sociales, son de una visibilidad omnipresente de la que es difícil, si no imposible, escapar. Casi habría que ser ciego y sordo. O dejar de interesarse por la Literatura. Otro día hablaremos de los booktubers, que vaya tela: a ninguno le gusta un libro, sino que es fan de él. Hardcore-fans, como decía una periodista en un rapto de emoción peloteril.

Lo cierto es que a causa probablemente de mis malas elecciones en Twitter, me llegaban casi a diario numerosas recomendaciones sobre esta escritora o sobre aquel autor provenientes de la editorial de turno (que no tiende, por lo general, a vituperar a sus escritores/as) o, peor aún, de supuestos lectores espontáneos (ya uno no sabe de qué son capaces de hacer algunos/as por un retweet). Mi reacción fue borrar casi todas las editoriales a las que seguía, pero, ya ven, dejé dos o tres: intuición, simpatía, yo qué sé. Por tanto, estas promociones perseguidoras se vieron reducidas al mínimo, pero no por completo. En una época baldía, sin títulos atractivos a priori, una escritora norteamericana muerta suscitó por fin mi curiosidad.

Así que:





Ha habido, con posterioridad a esta edición, otros intentos de la editorial por convertir a la autora en popular, animándose a recoger otros relatos y un par de novelas. De repente, o al menos a mí me lo parece, ha logrado convertir en "imprescindible", en "lectura obligada", y demás quincalla lingüística a una autora que, a decir verdad, no era muy conocida para el gran público español. Es decir, para el público de 3 novelas al año y todas concentradas en vacaciones. Ni para mí tampoco, confieso, y eso que leo algunas más. Pero quién está al día de todo.

Cargado solo de prejuicios y del nombre de un relato (el más popular) que me recordaba a otro de ciencia ficción con el que no está emparentado en absoluto, inicié la lectura. Tras superar unos cuantos adverbios terminados en -mente (aversión que padezco desde que adquirí cierta conciencia lingüística) en las dos primeras páginas, pronto quedé convencido. Los escasos cuentos escogidos que recogen estos Cuentos escogidos están atravesados todos por un sesgo siniestro latente en la normalidad, un átomo de singularidad que acaba contagiando a la narración y finalmente recubriéndola por completo. Como si de repente estuviéramos en otra dimensión, como si el plano de la cotidianidad se hubiese deslizado, sumergiéndose, en una niebla crepuscular. En lo que se refiere al estilo, tanto el ritmo de la narración, a base de frases sencillas sin gran ropaje adjetival, pero de gran densidad simbólica, a cargo de un narrador en tercera persona, como los diálogos funcionan en ajustada sintonía con ese desencajamiento ambiental en el que se van hundiendo los protagonistas. Sean conscientes de que estoy evitando con todas mis fuerzas escribir "kafkiano" o "surrealista".

Son un total de siete cuentos, cada uno de los cuales es más interesante e inquietante que el anterior, dotados de agilidad, tensión y, finalmente, conmoción. Historias que demuestran que la mano que las escribió dominaba el género, que sabe narrar a base de detalles. Economía lingüística, descripciones apropiadas, diálogos vivaces y significativos, personajes bien marcados (esos niños escalofriantes) y ausencia de solipsismo huero. Para mí, sobresaliente, lo que no desentona dentro de la tradición cuentística, también sobresaliente, de los Estados Unidos. Habría que ver qué tal son sus novelas.

No incluiré citas porque podrían arrebatar parte del interés a quien, animado por esta entrada, se animara a leer los breves relatos de esta magnífica escritora. Y habrá también que nombrar a la traductora, Paula Kuffer, que algo habrá tenido que ver en el placer lector.

A este respecto, el libro, una vez concluida la parte de los relatos, incluye una sección titulada Tres conferencias y un cuento, en la que la autora reflexiona sobre el arte/oficio de escribir y que le vendría muy bien a unos cuantos que solo saben hablar de sí mismos y de sus experiencias, como si escribir fuera transcribir, como si novelar fuera exponernos sin escrúpulos su doxa  o enumerarnos con desvergüenza sus gustos literario-musicales. Consejos claros y sencillos de Shirley Jackson que sonrojarían a más de un divo:


Ser escritor de ficción es de lo más agradable por varias razones: una de las más destacadas, por supuesto, es que puedes persuadir a la gente de que se trata de un trabajo de verdad, si tienes un aspecto lo bastante demacrado. (pág. 103)


La pura descripción de un hecho difícilmente puede considerarse ficción, pero el mismo incidente, después de desmontarlo con esmero, de haber examinado su estructura emocional y su equilibrio, y luego haberlo vuelto a ensamblar con cuidado del modo más efectivo, sesgado y pulido y sopesado, muy bien podría ser una historia. (pág. 104)


Sobra decir que nadie leerá una historia que no le interese. Sin embargo, muchos escritores lo olvidan. Escriben una historia que les interesa a ellos, olvidando que la inversión emocional concreta que supuso el acontecimiento no llegó hasta el lector porque, al redactar la historia, solo contaron lo que sucedió y no lo que sintieron. (pág. 107)


El único modo de convertir algo que sucedió realmente en algo que sucede en el papel es atacarlo desde el comienzo del mismo modo que un cachorro ataca un zapato viejo. Hay que sacudirlo, gruñirle, abalanzarse sobre ello desde distintos ángulos. (pág. 110)


No cabe duda de que las conversaciones son una de las partes más difíciles de una historia. No basta con hacer que tus personajes hablen como suele hablar la gente, porque esta suele hablar de un modo extremadamente aburrido. (pág. 155).

Hay material aquí para un cursillo de escritura creativa, pensarán los saqueadores del talento ajeno. Ignoro si Shirley Jackson asistió a alguno, pero si aparte de disfrutar, quieren aprender técnica literaria, tengo la impresión de que la lectura de estos cuentos y de estas conferencias les resultaran de lo más placentero y de lo más útil. Ese "enseñar deleitando" que hacía las delicias de los pensadores ilustrados del siglo XVIII. Yo quiero más.




P.D. Para ahorrarles trabajo, otras reseñas: aquí, aquí o aquí. O sobre la autora, aquí y aquí.