martes, 31 de octubre de 2017

'El conocimiento', de Jonathan Allen

Conocen Vds. la fascinación que siento por las reseñas buenistas, por el maravillosismo canario, que si no fuera también tan español, estaría por asegurar que es un rasgo endémico de nuestro mundillo cultural, y que encaja bien con el conformismo político de la mayoría de la sociedad. Este blog está lleno de ellas, de referencias a reseñas buenrollistas, en un esfuerzo comparativo de lo que uno lee respecto de lo que uno piensa. Siempre puede aducirse, a veces con razón, la tremenda pluralidad del gusto, la irremisible variedad del pensamiento y de la creación, aunque en muchos casos lo que queda al descubierto es el amiguismo entre autores, la hipocresía (cuando no mentira) de los reseñadores y el engaño y la estafa que se perpetran en nombre de la Literatura y que tienen como víctima al lector potencial.

Así, en esta línea, en el suplemento cultural de La Provincia del pasado 28 de octubre, se publica lo que el lector desprevenido debería entender como una reseña de El conocimiento, novela de Jonathan Allen. En realidad, es la versión recortada del prólogo de esta. Es, por supuesto, cómo iba a ser de otra manera, un prólogo entusiasta hasta el empalago y glorificador hasta la extenuación, lleno de perlas como "barroquismo conceptista en la forma", "mirada caleidoscópica, interesante e inteligente", "multitud de historias, corales o individuales, que se acoplan a modo de caja china o matriuska rusa", "texto nada superficial que, envuelta en literatura, afronta un enigma universal" y demás topicazos vergonzosos. Dicho prólogo (y la reseña) viene firmada por la catedrática de Literatura Española por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Yolanda Arencibia, quien, por otro lado, y quizá como rasgo de humor califica al señor Allen de "joven autor" (nació en 1963, según nos informa la solapilla de la novela).

Así que, por lo que parece, alguien decidió que transcribir el prólogo de la novela El conocimiento en el suplemento cultural constituiría (eso sí, sin avisar al lector de su naturaleza), una reseña con todas las de la ley, además de un aldabonazo deontológico y, por qué no, de un nuevo pináculo moral. En definitiva, en nuestro ecosistema cultural, ¿qué diferencia hay? ¿Qué importa que se haga pasar por reseña el prólogo de la novela? ¿Qué importa, como en el caso de El tren delantero, que la autora de la reseña que se publica en el Canarias7 sea no sólo amiga del autor sino la correctora de la novela y no informe de ello al lector? ¿Qué demonios importa?

A título de curiosidad, además, en este jardín de senderos que se entrecruzan una y otra vez, Jonathan Allen ha perpetrado una reseña sobre El tren delantero y Emilio González Déniz, por su parte, amenaza con escribir algo sobre El conocimiento






Pues bien, El conocimiento es una novela insoportable, que no sé si repele más por la historia en sí: los manidos problemas existenciales de un muchacho de buena familia que no terminan nunca de importarnos demasiado; por la voz del narrador omnisciente que oscila entre la afectación, pasando por la impostación y acabando en el vulgarismo más desalentador; a ratos en un tono propio del realismo del siglo XIX, a ratos, en un arrebato de modernidad, en estilo indirecto libre; por los diálogos ridículos e inverosímiles, con asignación estrafalaria de voces a los personajes en una falta de correspondencia social clamorosa; o, finalmente, por el tono general de la novela, semejante, y me perdonarán la comparación, a la atmósfera de un cuarto cerrado, húmedo y sin ventilación.

Vayamos por partes:

El protagonista principal, un joven a punto de cumplir los 21 años, Andrés Nimaya, terriblemente angustiado porque un compañero de colegio, para insultarle, llamó sifilítico a su abuelo muerto, comienza a investigar la vida de éste y, como piedra que cae de una montaña arrastrando a otras, también la de su tío paterno y de quien se cruce por delante.  

La trama nos sorprende en un primer momento: cuando nada hacía presagiarlo, en respuesta a su primera pesquisa, la sífilis de su abuelo, resulta que la madre, doña Luisa, "le arreó una sonora bofetada" y "se marchó a su dormitorio hipando". Sin arredrarse por la hostia, Andrés pregunta otro día a su padre por el abuelo y su sífilis. Esta es la respuesta:

-Hijo mío, tú no has heredado ninguna enfermedad. Estás sano y eres fuerte. No pierdas el tiempo escuchando habladurías infundadas. Te diré con entera franqueza que no sé de qué murió mi suegro y si, en efecto, padecía esa enfermedad. Había fallecido cuando empecé a salir con tu madre, y mi suegra murió antes de casarnos. Jamás me ha interesado saberlo, ni he pedido, ni pediré explicaciones al respecto. Conoces bien mi teoría sobre los hechos redundantes. Continúa con tus estudios que van bien y no mires atrás. (pág. 20)


No sé Vds., pero no me parece muy natural esta forma que tiene un padre de dirigirse a un hijo. Se supone que es 1974 (según nos informan en la contraportada), pero nos sorprendería menos si hubiera sido en 1874. Además, eso de "teoría sobre los hechos redundantes" parece un farol, no diré filosófico, pero al menos de consejo sapiencial. En fin, no pasa nada, estamos empezando, pero marca el tono de lo que va a suceder. Así transcurre el siguiente diálogo, de nuevo, con la madre, que se ve que es de natural levantisca, y después de recibir de ella, otra vez, "una galleta memorable":


-Usted y padre son unos miserables con la memoria del abuelo. He tenido que pasar cuarenta horas leyendo en un museo para averiguar quién era y todo el bien que le hizo a Gran Canaria. Y no me lo han dicho ustedes, sobre todo, tú, su hija, sino un montón de artículos, obituarios y semblanzas, y que por supuesto no mencionan su indecorosa enfermedad, que parece ser lo único que les interesa a ustedes. 
-¿Por qué nos inquietas de esta manera con tu... tu majadería? Te has obsesionado, Andrés. Tu afán de saber la verdad, que no siempre es bueno, te hace destructivo. Eres mi hijo más dotado, el más inteligente, pero el menos humano a veces. ¡Qué distinto eres de tu hermana y de tu hermano! -replicó su madre bebiéndose las lágrimas. 
-¿Será porque mi hermana va camino de ser una pija tarada y que mi hermano es la bondad... y la cortedad, en persona? 
-¡Qué maldad, Dios mío! ¡Qué crueldad la de este hijo! -murmuró doña Luisa derrumbándose en un sillón. 
Furioso y contrariado, salió del salón, sin sentir la más mínima lástima por la patética figura que componía su madre. (pág. 23)

¿Serán los adjetivos, la elección de los sustantivos? ¿Por qué suena tan artificioso? Poco más adelante, Andrés interroga al quiosquero del barrio, por sorprendente que nos parezca. Se ve que en 1974, un quiosquero era mejor que un portero para conocer las intimidades ajenas y era el equivalente barrial a lo que suele denominarse "cronista oficial de la villa":


Se levantó temprano y a las siete ya estaba en la calle rumbo al quiosco de don Gerardo. Un pudor, que si analizado sería probablemente prejuicio burgués (él, que tanto criticaba esta clase), le había impedido preguntarle directamente al octogenario quiosquero acerca del abuelo. Hacía décadas que don Gerardo surtía de prensa española y extranjera a la ciudad. Conocía expertamente el devenir del barrio y como un artista consumado, podía encajar a ciegas cada una de las teselas de su historia (...). (pág. 27)

 Atención al lenguaje del quiosquero, por favor. Igual resulta que tengo prejuicios de clase:


"Antes, Andresito, pasaban cosas tremendas. la gente no era como lo es ahora, pulcra, bien formada, inteligente. Su manera de ser y proceder era errática, irracional, y la sociedad, ese gran contenedor, estaba  mal organizada. Los hombres se mataban por un insulto y le pegaban un tiro a sus esposas ante la más mínima sospecha de una infidelidad, abusaban de las sirvientas, desnudaban a sus hijos para castigarlos, encerraban a sus hijas y a veces les hacían cosas indecibles. Después, en lo relativo a Gran Canaria, el Estado había abandonado sus compromisos para con esta provincia, haciendo dejación de sus deberes. Ciertamente, el país no andaba bien, las crisis lo azotaban y la precariedad frustraba todas las buenas ideas, mas lo único que se podía hacer, velar por el cumplimiento de la justicia y la administración, tampoco se hacía." (pág. 28)

Llevamos sólo doce páginas y vemos a un muchacho que se obsesiona por la sífilis de su abuelo, a su madre que, cada vez que puede, le suelta hostias y habla como si estuviera en una representación de fin de curso, un padre con una teoría sobre los hechos redundantes y un quiosquero catedrático en Sociología. Además, como si no fuera suficiente, Andrés desprecia la mentalidad pequeño-burguesa, algo que Allen nos recuerda periódicamente por si se nos ocurre despistarnos. 

A continuación, el protagonista va a ver a su padrino, el doctor Lanza, que estudió con Tesla y, aparte de saber mucho de electricidad, está convencido de poder contactar con espíritus y entes de esa categoría. Además, experimenta con el muchacho, proporcionándole algo así como experiencias metafísicas vía descargas eléctricas. 


El millón de voltios no alumbró más revelaciones, le había dejado renacer una sola vez, ser el cosmos durante un milisegundo. Los protones lo devolvieron al mundo, a la isla, al barrio, a los átomos y partículas de las personas que configuraban lo conocido, la monotonía de lo archiconocido, hasta que durante una sesión a los quince años entró, sí, literalmente entró en el cuerpo de un vecino y se vio a sí mismo con sus ojos, con los ojos del otro. Fue probando cerebros. Según entraba en ellos, se fusionaba con sus procesos y se acoplaba a la pantalla mental que determinaba la individualidad de cada visión. Siendo básicamente idénticos, los cerebros se acercaban más o menos a las cosas, suprimían o no ciertos detalles, respondían gozosos o indiferentes a multitud de parámetros. Algunos hacían montañas de los más nimio, otros obviaban toda responsabilidad, y unos pocos les daban el tiempo justo y preciso a los asuntos. Lo que más le sorprendió es que apenas se reservaba veinte minutos para el pensamiento puro, ese devaneo abstracto que engrandece los mapas neuronales. 
-No pierdas el tiempo con estos caprichos -recuerda que le dijo el padrino -no seas un intruso, un curioso más. Busca siempre la trascendencia. (págs. 56-57)


El autor se complace en contarnos el primer amor de Andrés, Juanita, cómo los separaron con un pérfido plan, y el retorno inesperado de la muchacha. Entre medias, cada uno tiene nueva pareja, aunque él siente renovar su pasión y tal. Además, el protagonista experimenta sueños de gran contenido simbólico, o, al menos, deberían tenerlo, ya que el autor se empeña en contárnoslos. Por otro lado, la criada, ama de llaves o lo que sea, de la familia, es, al parecer, una arribista de cuidado. Esta mujer, Genoveva, tiene ocasión de contemplarlo desnudo y, claro, queda embelesada: 


Abrió y con gran cuidado se deslizó dentro. A punto estuvo de dar media vuelta y marcharse cuando vio a Andrés. Yacía desnudo sobre la cama. Sólo podía despertarlo si antes lo tapaba, si no, su iniciativa se tornaba descaro. Conteniendo la respiración agarró la punta de la manta caída al suelo y logró arroparlo sin hacer el menor ruido. No pudo evitar mirar, como si sus ojos la traicionaran, el cuerpo fuerte y viril del muchacho, sus piernas y sus brazos musculosos, sus costillas que marcaban la piel, la quijada y la frente cuadrada, y su sexo que haría feliz a cualquier mujer. Emociones, que creía pasadas, se removieron en su interior. No es que le gustara Andrés, al contrario, no le caía demasiado bien, por lo distante y altanero que se mostraba. Se trataba de otra cosa, de un revulsivo que perturbaba su soledad, ese celibato que se había impuesto para medrar más rápido. Con un hombre así, se podría alcanzar la satisfacción, y eso, aunque en nada material redundara, sin duda colmaba una parte de la vida. (pág. 99)

Las escenas de la novela se suceden porque sí. Una vez toca un sueño, otra vez un recuerdo, otra una reflexión filosófica o sociológica. A veces nos sorprende con una estampa costumbrista y en otras ocasiones con otra surrealista. ¿Motivo de asombro, ejemplo de maestría? No. Este conjunto heteróclito de escenas solo provoca confusión y aburrimiento extremos. El caso es que no hay personaje que no parezca engolado, antipático o, en el mejor de los casos, plano y sin interés, y la trama, debe de ser por el efecto matrioshka, se desarrolla, por decirlo así, a espasmos. Imagino que al final todo tendrá su razón de ser, pero no seré yo quien lo vea.


Pedro Ray se adelantó presentándole cuatro entradas a una señora mayor que estaba sentada sobre un taburete alto y que apoyaba los antebrazos sobre la tapa de un pupitre antiguo. Había perdido uno de sus ojos, mas el otro conservaba todo el fulgor de su iris azul claro. Iba tocada con una cofia extraña y embutida en un traje negro abotonado que ceñía su cuerpo esbelto. En su día, la dama tuvo que ser muy bella y conservaba todavía algunos rasgos de esa belleza. Viéndola, Andrés pensó inmediatamente en la Esfinge de Giza, porque la señora, con su tiesura hierática, sus brazos-pata en reposo, sus manos-garra uñosas y el singular tocado, bien podía ser la versión humana del esotérico animal. 
-Es como si su juventud y su frescor -pensó- se hubiesen marchitado sin remedio hace mucho tiempo y que desde entonces abrazar una vida de disciplina y abnegación hubiese sido su única salvación. (pág. 107)

Así es toda la novela, con sabor a antiguo, más bien a anacrónico y a anticuado. A moho. La novela El conocimiento pertenece a ese reducido grupo (pero en constante aumento) de obras fastidiosas e irritantes que conspiran para alejarme del placer de la lectura, para enviarme al destierro, al ostracismo de la Literatura. Así y todo, confieso que he llegado hasta la página 117, donde concluye el capítulo destinado a la visita de Andrés y sus amigos a una especie de museo de los horrores. Bien mirado, esto último podría ser una metáfora de la misma novela.




P.D. Para que lean otras opiniones distintas a la mía, aquí, y una entrevista de esas al autor, aquí.


P.D. (2) Después de la publicación de este post (30 de noviembre) nuestro apreciado Emilio González Déniz publicó el día 5 de diciembre en el periódico local Canarias7 su propia opinión al respecto.



martes, 24 de octubre de 2017

'Cazadores en la nieve', de Tobias Wolff

Son días mustios, sin duda, salvo en esos espacios de fantasía y realismo mágico que son las redacciones de los medios de comunicación. No hay nada como una buena catástrofe natural o una crisis independentista para animar el cotarro y sentirse periodista, aunque sea a tiempo parcial. La irresponsabilidad de los medios de comunicación y la de los políticos es pareja a su desenvoltura en crear problemas que después son incapaces de resolver. Por no hablar del/la columnista de a diario que igual nos sermonea sobre la obligación moral de pagar la deuda nacional como la necesidad de aplicar (o no) el artículo 155 en Cataluña o de lo mal que juega la U.D. Las Palmas. Son los columnistas hermeneutas de sí mismos. Transversalidad y polifacetismo, puede ser... O despreocupación y desvergüenza. Elijan Vds.
Por otro lado, el mundillo literario canario parece haberse calmado un poco, a la espera de la próxima presentación de la enésima nueva novela negra o del inminente inicio de otro festival de novela negra. Esa calma significa, en un mundo editorial ávido de presentarnos obras necesarias, la reedición (con nuevo prólogo) de obras antiguas y, a la par, la glorificación de algún autor difunto, como es el caso de Félix Francisco Casanova, al que periódicamente se nos presenta como el Rimbaud canario y cosas así, o también, en un plano más internacional, de Roberto Bolaño, que a tenor de la publicación de sus inéditos post-mortem va camino de convertirse en el autor más prolífico de la literatura en español durante mucho tiempo y parte del siguiente.

En fin, a la espera de nuevos blancos para la crítica, hoy toca Cazadores en la nieve, un libro actual de 1981, de Tobias Wolff.






Es un lugar ya común la subestimación de los cuentos. Paradójicamente, también, la sobrevaloración. Quizá el quid de la cuestión radique en la falta de necesidad de establecer un juicio sobre un género que sólo puede definirse por el número de páginas y en comparación con narraciones que tienen más: la novela. Sin necesidad de volver a poner por escrito una relación de escritores que hicieron del cuento apoteosis literarias, el prejuicio se revela como una cuestión personal que poco tiene que ver con su potencial calidad artística. Exactamente lo mismo que cuando suspiramos de pesadumbre al enfrentarnos a una novela de 600 páginas. La impaciencia por la brevedad del cuento o la angustia ante el mamotreto novelístico deberían desaparecer inmediatamente ante el placer que suscita y el conocimiento que se adquiere ante una obra bien escrita.

Pues bien, Cazadores en la nieve es un conjunto de relatos, y ese placer al que acabamos de aludir lo encontramos en varios, aun con errores de traducción o estilo que aparecen aquí y allá. Este tipo de cuentos viene bien para enseñar comedimiento a esos autores que confunden verborrea con contenido, profundidad con moralina e innovaciones con estupideces. También, cómo no, los diálogos. A todos estos autores/as que hemos venido criticando durante este último año les vendría bien leer a autores que sepan escribir diálogos verosímiles. Creo que es sencillo el método: lees buenos diálogos y luego piensas por qué parecen buenos. Por qué los personajes no parecen idiotas cuando hablan. Intentas imitar esas sensaciones que te producen: te fijas en las palabras, en el ritmo, en la extensión. También te fijas de qué hablan. Las pausas. Las cosas que se dejan sin decir, pero que se insinúan. Cuestión de estudio, esfuerzo y perseverancia. También, talento. A este respecto, Tobias Wolf aprueba: sabe escribir diálogos, sin duda. Se pone profundo a veces, pero no nos da un curso de filosofía de todo a un euro. En otras ocasiones, aflora el humor, y no nos produce vergüenza ajena, sino regocijo. Son características que no son específicas de Wolff, sino de cualquier cuentista o novelista de calidad.

(...) Tub se calentó las manos sobre la estufa mientras Frank entraba en la cocina para llamar por teléfono. El hombre que les había abierto la puerta se quedó de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. 
-Mi amigo mató a su perro -dijo Tub. 
El hombre asintió sin moverse. 
-Debería haberlo hecho yo. Pero no fui capaz. 
-Quería tanto a ese perro -dijo la mujer. El niño se removió y ella lo meció. 
-¿Le pidió usted que lo hiciera? -preguntó Tub-. ¿Le pidió usted que matara al perro? 
-Era viejo y estaba enfermo. Ya no podía masticar la comida. Lo hubiera hecho yo mismo pero no tengo escopeta. 
-De todas maneras, no hubieras podido -dijo la mujer-. Ni en un millón de años. 
El hombre se encogió de hombros.

(De Cazadores en la nieve)


-¿Sabes? -dijo ella-. Tenía la sensación de que te vería esta noche, aquí o en la lectura de poemas. 
-No sabía que hubiera una -dijo Brooke-. ¿Quién es el poeta? 
-Francis X. Dillon. ¿Es amigo tuyo? 
-No. ¿Por qué me lo preguntas? 
-Bueno, como los dos sois escritores... 
-He oído hablar de él -dijo Brooke-. Por supuesto. 
La poesía de Dillon le gustaba mucho a sus alumnos más jóvenes y a su suegra. Brooke había cogido uno de sus libros en unos almacenes no hacía mucho, intrigado por la propaganda de la contraportada, en la que se afirmaba que el poeta había sido traducido a veintitrés idiomas, entre ellos el hindú. Mientras volvía las páginas Brooke se formó la imagen de un gurú en una celda oscura leyendo estos espantosos versos a la única luz de su propia aura mística. Ahora pensó que sería una lástima perder la oportunidad de ver a Dillon en persona.   
(De Un episodio en la vida del profesor Brooke).

Mi madre leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a ella, la leyó. "¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?" fue lo que pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa de cuatro y ahora eran las cuatro.

(De El mentiroso)


La literatura se adapta a lo que cada uno es capaz de ofrecer como autor y también a lo que es capaz de leer como lector. Esa es su maravilla, pero, asimismo, es la coartada a quienes han decidido que su afición se vuelva pública sin que le acompañe nada más que la mera voluntad. Les confieso que en mi utopía particular el mundo está repleto de libreros sabios y de editores exigentes. Y de traductores que no escriban cosas como: "Por qué te casastes con ella?" o "A los niños les encanta Dickens y Sir Walter Scott". Los primeros aconsejarían bien y los segundos seleccionarían mejor. Respecto de los terceros, la práctica de la (buena traducción) no es ni más ni menos que una compleja labor intelectual que tampoco está al alcance de cualquiera. En todo caso, no creo que haya habido una época dorada en la que sólo se publicaran autores excelentes, ni otra en la que hubiera periodismo de verdad.

Abajo la nostalgia. Viva la esperanza.




 




















sábado, 14 de octubre de 2017

'Embassytown', de China Miéville

Una novela de ideas: este concepto suele exhibirse cuando el crítico no admira especialmente el estilo de escritura de una obra, pero quiere salvarla porque ha apalabrado una reseña positiva o si, por una rara circunstancia, escribe con sinceridad y está convencido de su valor cognitivo. Es decir: el aspecto más destacable de una novela de ideas reside en la tesis planteada o en sus hipótesis más que en el desafío que pudiera suponer un planteamiento original en la estructura o en la forma de escribir. Por ejemplo, se me ocurre, 1984, de George Orwell, que no destacaba por su estilo sino por la presentación de una distopía (que ni siquiera era original, recordemos Nosotros, de Yevgueni Zamiatin) que ha gozado de perdurabilidad, aun transmutada en reality shows

No es poco, y por sí sola, aunque el estilo sea pobre, la presentación de ideas de un modo no ensayístico sino mediante el recurso artístico de una novela (o cuento) puede justificar esta. Sin embargo, salta a la vista que un estilo brillante puede hacer más eficaz la presentación del mensaje y los objetivos que pretenda. Es esa fusión normalmente indistinguible de forma y contenido lo que hace que algunos sigamos leyendo novelas y no solo las instrucciones de Ikea o el BOE.

A este respecto, a veces pienso, quizá por mis limitadas lecturas, que en la literatura canaria hay mucha nostalgia y mucha angustia, mucho llanto y mucho rechinar de dientes, pero pocas ideas. Me da la impresión, y pido disculpas por mi ignorancia, que hace falta atrevimiento artístico (algo también extensible a la literatura española, en general), tanto en imaginación como en estilo. Hay, aquí y allá, muestras de pretenciosidad que se hacen pasar por originalidad (que en las grandes editoriales son convenientemente empaquetadas por los departamentos de marketing y en las pequeñas se manufacturan mediante entrevistas y cosas así). Lo que echo de menos, sin embargo, es talento e inconformismo. Casi que me basta el inconformismo. Además, en relación con lo anterior, tenemos vanidad a espuertas, sin mucho fundamento, eso sí, e inflada a base de premios concedidos por mentores, editores e instituciones públicas (lo que ya tiene delito). Es asombroso ver cómo la mayoría de los artistas se arrojan en brazos de las instituciones desde el momento en que se les brinda la oportunidad. Y no siempre pasaban hambre antes.

Una crítica, que aceptaría gustoso, es la de que podría aplicarme la prescripción de escribir con originalidad. Este blog, de hecho, podría no ser más que una muestra más de cómo arar por el mismo surco que otros han arado antes: despelleja a los cercanos, idolatra a los lejanos o, en versión más local, odia a tus enemigos y ama a tus amigos (salvo que te hagan competencia). Sin embargo, aun aceptando lo tradicional de mi estilo, podría señalar que mi crítica se extiende a todos/as por igual: mujeres y hombres, guapos y feas, calvos o con pelo, con gafas o sin ellas, de la camarilla de aquí o de la de allá, espíritus libres o enjaulados . No es culpa mía que se quieran ganar la vida escribiendo sus cosas o que tengan adicción a la lisonja. Que este blog sea original porque critica no habla muy bien de la crítica en Canarias. Además, los críticos más reconocidos (sí, los hay) se empeñan solo en hablar de lo que es "digno de ser conocido". Y así nos va, hundidos en la mierda hasta las orejas.

Pero hablemos de novelas:






Embassytown (Ciudad Embajada), de China Miéville, es una novela de ideas: de política y de lenguaje. Quizá la concepción de la política que maneja el autor, al menos en un primer momento, no me satisface. Me parece, metafóricamente hablando, la de una habitación cerrada en la que la gente importante cuchichea mientras el pueblo reunido aguarda sus decisiones, o no aguarda nada ni le importa. Más tarde, casi al final, se bosquejan posibilidades más interesantes para una sociedad (o convivencia entre sociedades) en reconstrucción. En cambio, sus reflexiones sobre el lenguaje y la comunicación suscitan bastante más interés.

La historia, en un primer momento, versa sobre la convivencia entre dos especies: la terráquea, o terrana, y la de los Ariekeis o Anfitriones, en el planeta de estos, en el borde del universo conocido. Ahí los terranos han construido su ciudad: Ciudad Embajada, una colonia del estado interestelar Bremen. La narración está a cargo de un personaje, Avice Benner Cho, por lo que los sucesos están tamizados por lo que conoce, por lo que averigua o por lo que le cotillean. A veces colaboracionista, a veces espía, a veces rebelde, de la mano de esta personaje asistimos al desarrollo de los acontecimientos de Ciudad Embajada.

La novela somete a examen el lenguaje, si puede utilizarse, aun de modo rudimentario, entre dos especies inteligentes y tecnológicamente avanzadas. Si es posible comunicarse a partir de formas de vida tan biológicamente ajenas que parecería un milagro que funcionara de forma efectiva. Esa (im)posibilidad de la comunicación apareció, sin ir más lejos, La voz del amo, la novela de Stanilaw Lem, reseñada hace unos meses en este blog. Esto es, la elaboración de hipótesis respecto de las repercusiones que podrían inferirse del encuentro entre inteligencias insondables por su lejanía evolutiva es algo que también puede detectarse en la obra de los hermanos Strugatsky o de Arthur C. Clarke, por ejemplo. 


La mente de los Anfitriones era inextricable de su doble lengua. No podían aprender otros idiomas, no podían concebir su existencia, ni que los ruidos que nos hacíamos unos a otros fueran palabras. Un Anfitrión no podía entender nada que no estuviera dicho en Idioma, por un hablante, con un propósito, con una mente detrás de las palabras.  Era por eso por lo que los pioneros LCA estaban tan desconcertados. Sus máquinas hablaban, y los Anfitriones solo oían ladridos sin sentido.

En este caso, se pone de relieve, de un modo que a mí me parece original (por favor, den un paso todos aquellos que quieran contradecirme citando referencias literarias), el uso del lenguaje, en este caso el Idioma (de los Ariekeis), de un modo exclusivamente referencial y en el que la mentira es imposible. Para añadir posibilidades al Idioma, se utiliza a algunos humanos como tropos. Por otro lado, el mismo Idioma, en bocas de unas parejas humanas denominadas Embajadores, puede provocar efectos embriagadores y desastrosos sobre los Anfitriones, lo que, a su vez, repercute de modo funesto en los humanos. Lo llamativo en este último caso es que no importa tanto el contenido como el mero sonido; y no importa tanto la comunicación como el control.

Es más, si apuramos el lado filosófico, podríamos remontarnos a Platón y a sus diatribas contra los sofistas y los doxóforos, por el uso retórico de la lengua, no encaminado a la deliberación sino a la manipulación del pueblo. En la novela, el contenido de la comunicación entre los Embajadores y los Ariekeis deviene en parloteo, en mera sucesión de palabras, de efectos, eso sí, tóxicos. ¿Nos suena también a los discursos de un Duce o un Führer? En cierto sentido, sí.

Asimismo, el colapso del sistema abre dos posibilidades: la anarquía, la anomia y la muerte, o la anarquía y la instauración de otra forma (quizá mejor) de regular las relaciones sociales y políticas, otra manera de gobernar las relaciones entre Ariekeis y humanos no basada en el simple intercambio económico y en el  poder, que, de algún modo, podría decirse que introdujeron la corrupción en las relaciones entre las especies. Además, claro está, de la razón de Estado.

Podría pensarse que la única manera de resolver los problemas entre interlocutores es hablar el mismo idioma, y con eso no me refiero solo a saber pronunciar los fonemas, articular palabras y dotarse de una gramática; no, hablo de ponerse en el lugar del otro. Hablo de comprender que el otro tiene motivaciones y razones que, aunque incomprensibles para nosotros, les mueven a actuar de un modo determinado. No es sólo tolerancia o empatía, es también respeto.

En cuanto al uso del lenguaje de la novela, hay que señalar que, sobre todo al principio, el uso de nomenclatura sci-fi puede desconcertar al lector no familiarizado con el género, no tanto porque se desconozcan los términos como por la técnica de creación de neologismos. Ya se sabe que una novela no es de ciencia ficción si no incorpora tres o cuatro palabros que solo se entiendan a medida que se avanza en la lectura.

Las naves, cuando todavía están en el manchmal -me refiero a las naves Terres; nunca he viajado a bordo de una nave exot de las que renuncian al ínmer y no sé nada de cómo se mueven-, son cajas pesadas llenas de gente y material. Cuando inmersan, cuando entran en el ínmer, donde las traducciones de sus torpes líneas tienen un propósito, y son gestalts de los que formamos parte, cada uno de nosotros es una función.



La estructura, que intercala capítulos de inmediatos flashbacks con la narración principal, consigue esta se vea sometida a una continua revisión por el lector, disociando así el punto de vista de la narradora de nuestra opinión particular sobre los sucesos que se van produciendo, sobre todo con respecto de los Anfitriones, el uso del Idioma y la emergencia del lenguaje.

Por otro lado, la historia, aun vista a través de los ojos de un solo personaje, está contada de una manera dinámica, casi vertiginosa, y se enriquece con la proliferación de numerosos personajes que entran y salen del campo visual y mental de Avice. Las vicisitudes de la ciudad y de sus moradores, la descripción de la forma de vida endémica, los ajustes para entender el Idioma (que bien pueden ser una metáfora de nuestras propias dificultades de comunicación entre culturas humanas) y la lucha por hacer frente al desastre están contadas, como mínimo, de modo eficaz. La trama, que se despliega de forma coherente y lógica, salvo en la discutible capacidad del último embajador de dar órdenes en Idioma, desemboca en un clímax bien armado.

En cambio, por señalar un defecto, diría que algunos de los personajes secundarios, producto quizá de ese mismo dinamismo, resultan un tanto borrosos, sin que, además aporten demasiado a la trama, salvo cierta funcionalidad no siempre imprescindible. Además, en cierto momento la lectura comienza a resultar fatigosa, por tantas idas y venidas de la narradora, pero el peligro se conjura pronto. 

Una novela, en definitiva, con lecturas a varios niveles, como hemos visto, atravesados por un relato casi trágico que las engarza de manera natural, sin tediosas disquisiciones sobre el cosmos, la existencia o la religión, por ejemplo, pero que ofrece una respuesta a interrogantes existencialista-lingüísticos y que suscita otros nuevos. 

Toda una novela de ideas, sin duda.





P.D. Al frente de la traducción está Gemma Rovira, la misma que se encargó de los Harry Potter. Salvo el uso de algún término que yo cambiaría, por razones de estilo, como "enlentecer", parece un buen trabajo, sobre todo por las dificultades que hay que afrontar para realizar una versión aceptable en nuestro idioma de una novela de estas características.




jueves, 5 de octubre de 2017

'Noche es el día', de Peter Stamm

Suiza: un lugar donde no pasa nada, parece. A veces, y más en estos tiempos convulsos, uno querría llevar vidas suizas ("tan quietas, tan frescas"), como escribió Emily Dickinson. Así, sin ir más lejos, si hay un ejemplo de diversidad lingüística y feliz cohesión política y social (al menos, en apariencia), ese lo representa Suiza. Otro asunto, digamos la cara B, es que durante décadas haya sido sede de la banca receptora de las ganancias de dictadores, defraudadores y evasores fiscales del mundo entero. No puede haber paraíso sin infierno.  

En Suiza, también, aunque pueda resultar chocante, la gente sufre y goza, y vive vidas más o menos normales, más o menos extraordinarias, con sus correspondientes avatares y ciclos vitales de nacimiento, aprendizaje, alegría, decepción y muerte. Tan dignas de ser noveladas como cualquiera, incluso como las españolas, aunque no dispongan, o gracias a eso, de un Javier Marías o de un Pérez-Reverte que digan las grandes verdades a la cara, con dos cojones, sin pelos en la lengua

España: eso sí que es un dilema.





La novela de hoy es Noche es el día, de Peter Stamm. Como no les costará adivinar, es un escritor suizo, y que ha leído a Shakespeare (como todos nosotros). No podrán quejarse, Dickinson y Shakespeare en el mismo post.

Soneto XLIII

When most I wink, then do mine eyes best see,
For all the day they view things unrespected;
But when I sleep, in dreams they look on thee,
And darkly bright, are bright in dark directed.
Then thou, whose shadow shadows doth make bright,
How would thy shadow's form form happy show
To the clear day with thy much clearer light,
When to unseeing eyes thy shade shines so!
How would, I say, mine eyes be blessed made
By looking on thee in the living day,
When in dead night thy fair imperfect shade
Through heavy sleep on sightless eyes doth stay!
All days are nights to see till I see thee,
And nights bright days when dreams do show thee me.



Noche es el día nos relata un lapso de vida de siete años aproximadamente de dos protagonistas, Gillian, periodista cultural y luego animadora de hotel en las montañas alpinas, y Hubert, artista y profesor. Se conocen cuando ella está casada y él tiene novia. Después de una entrevista, ella le insiste para que la pinte y le haga fotos desnuda: no follan, aunque parecía lo más lógico. Se reencuentran al cabo de ese septenio y al fin follan, aunque eso es lo de menos. Entre medias, Hubert se ha separado, Gillian ha sufrido un grave accidente de coche a resultas del cual muere su marido, Matthias, y, además, ella sufre heridas en el rostro, de las que se recupera con lentitud. 

No hay nada extraordinario en la trama, ningún gran suceso, salvo, quizá, el accidente, que actúa como galvanizador del cambio de vida de Gillian. En cuanto a Hubert, menos aún, si exceptuamos la ruptura con su pareja, Adriana, con la que ha tenido un hijo. Tras el encuentro con Gillian, su vida como artista se adormece, activándose, en cambio, la de padre y profesor de Arte. Gillian, tras una estancia en la casa de sus padres en la montaña, se recoloca como animadora sociocultural en un hotel cercano. En su nueva vida, utilizará otro nombre: Jill. Hubert acaba en la misma localidad que Jill porque le han propuesto una exposición en un centro de arte cercano al hotel de aquella. No les cuento más para no revelarles un final que tampoco es revelador. Sin embargo, no consideren que la novela sea sosa o aburrida. Hay un movimiento interior de los personajes a medida que avanza la historia que, aunque pausado, los lleva a tomar decisiones significativas que cambian el modo en que transitan por la vida: resultan, en consecuencia, convincentes. Nada extraordinario, insisto, pero bien contado. 

Así pues, puede interpretarse Noche es el día como el bildungsroman tardío, maduro, de estos dos personajes, contado por un narrador omnisciente, que de modo sutil y contenido se transforma en estilo indirecto libre. Para los que ya tenemos una edad y nos repelen narraciones egocéntricas tipo "mi primer polvo" o "qué loco soy que hago botellón los viernes", el relato de estos cambios nos hace reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestras decisiones pasadas y presentes; lo que, sin duda, constituye un éxito para cualquier novela.


Cuando entró en el mundo del periodismo se sintió más segura. Obtuvo el puesto como presentadora y empezó a representar a la periodista cultural bella y exitosa; representaba el papel para los espectadores, para los medios, para Matthias y para sí misma. No cometía errores graves, y Matthias actuaba con ella; en el fondo, él era mejor actor que ella. Constantemente tenían que dejarse ver por algún motivo, dar información, representarse. Entonces hablaban más alto, en público se movían de forma distinta. Cuando llegaban a casa, achispados y cansados, cuando se metían junto en la ducha o se cepillaban los dientes, Gillian no podía menos que reírse de aquellas dos caras en el espejo. Pero incluso esa risa era parte de la farsa. (pág. 55)

Con cada nueva modelo Hubert se fue sintiendo más tranquilo; las fotos, por su parte, iban mejorando. Sin embargo, en algún momento las sesiones se convirtieron en algo rutinario, y él se dio cuenta de que empezaba a aburrirse. Eso sucedió poco antes de la exposición, y mientras dejaba que los demás celebraran su obra, soltando tonterías en cada entrevista, sabía que tendría que emprender un trabajo nuevo. Su galerista le habló de un artista americano que durante quince años había pintado a la misma mujer, una vecina. Nunca había expuesto aquellos cuadros, ni siquiera su mujer o el marido de la modelo sabían nada de ellos. Hubert consiguió un catálogo con los cuadros y decidió concentrarse en una sola modelo. Cuando Gillian fue a visitarlo al estudio, pensó que tenía que ser ella. (pag. 101)

Asimismo, hay que señalar el pertinente uso de la analepsis (escena del pasado, flashback), que, a mi juicio, no entorpece ni irrita como en tantas novelas sino que ilumina la trama en diversos momentos. Por lo demás, en el estilo es evidente el predominio de las frases cortas, sin excesivas frases subordinadas, como habrán comprobado. Sin florituras ni barroquismos. Igual que los diálogos. Todo depurado, preciso, limpio: suizo. Aunque sea por comparación con las últimas novelas que he reseñado, sobre todo las de Víctor del Árbol y Toni Hill, me sabe a gloria.


En la casa hacía frío. Jill no había encendido la luz. El cielo azul que se veía a través de la ventana le recordaba a Hubert el póster de la exposición de Thea. Jill se sentó a su lado y encendió un cigarrillo. 
-¿Qué tipo de farsa es ésta? -preguntó Hubert. 
-¿Te refieres a la obrita de ayer? -preguntó Jill-. Es sólo para divertirnos, no hay que tomársela en serio. 
-Me refiero a todo lo que está pasando -dijo Hubert-. A la invitación a venir al centro cultural, a que me quitéis en el último momento el espacio para exponer y me pongáis delante de las narices a una artista que acaba de licenciarse. Y tú trabajando en ese ridículo hotel, vamos. No puedes pensar que eso es serio. No eres tú. 
-Puede ser -dijo Jill-, pero la vida aquí es menos dura. Los huéspedes del hotel quieren pasarlo bien, y para eso pagan y cuando lo consiguen, se muestran agradecidos y satisfechos.  
Entonces se sentaron frente a frente y se miraron en silencio. 
-Al principio mantenía hacia todo una distancia irónica -continuó Jill por fin-, pero con el tiempo le fui cogiendo cariño a la gente. Te asombraría el tipo de personas que vienen a pasar las vacaciones aquí. Hubert quiso decir algo, pero Jill lo interrumpió-. Creo que deseaba mostrarte todo esto por lo que ocurrió entonces, cuando me sermoneaste y me dijiste que no estaba presente. -Entonces Jill se puso de pie, se plantó delante de él como una actriz y le sonrió-. ¿Y bien? ¿Te gusta lo que ves? (págs. 136-137)

Puestos a imaginar y a reflexionar, el hotel puede ser Suiza o cualquier país más o menos desarrollado en el que esa clase media satisfecha busca sin encontrarla nunca una razón definitiva que le permita soslayar la mediocridad de su vida y, esto lo incluyo yo, la conciencia de que la relativa prosperidad de unos se basa en la pobreza de muchos otros. Esa conciencia de que hay algo en nuestro interior por el cual parece que solo nos estimulan banalidades y fruslerías y de que hay un secreto al que nunca accederemos por nuestra propia incompetencia moral. Al menos, algunos lo intuyen y, aun dando palos de ciego, aspiran a algo más que a satisfacer su vanidad del modo más pueril o a pasar el tiempo, la vida, de la manera menos dolorosa posible. En el caso que nos ocupa, Gillian sí parece dispuesta a hacer lo que sea necesario para esa transformación; en cambio, Hubert, por lo que parece, por otro lado, una crítica a las razones que impulsan a los artistas a desplegar su creatividad, da la impresión de cambiar solo para retroceder. Su nueva exposición consiste, por cierto, en descomponer los hilos de las sábanas, manteles y ropa, las astillas de la madera, etc. Como si quisiera encontrar la esencia de las cosas, por ende, tal vez, la esencia de la vida, solo para fracasar. Reflexión moral sin moralina, urdida con un estilo propio, sin aspavientos.

Quizá el final sea un poco apresurado, cerrando de un modo un tanto forzado un círculo entre la niña Gillian y la adulta Jill. En todo caso, después de tanta prosa atrapada entre la impotencia y la pretenciosidad, es una novela que le reconcilia a uno con la Literatura.



P.D. Hay que señalar que toda la anterior reflexión sobre el lenguaje la hago sobre la versión en español, por lo que es obligado señalar al traductor, José Aníbal Campos, como responsable y, digámoslo así, coautor de la obra en nuestro idioma. Nunca será lo bastante elogiado el papel de los/as traductores/as, y también espero no cansarme nunca de subrayarlo.