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domingo, 20 de diciembre de 2020

'Marcia de Vermont', de Peter Stamm

 Entre tanta trilogía magufa o tostón amoroso-costumbrista de 500 páginas, resulta un alivio leer un cuento o un relato más o menos corto escrito por alguien competente. Ni siquiera una colección de ellos, sólo uno. Tal fue el caso de Ballena, de Paul Gadenne, o, el objeto de la reseña de hoy, Marcia de Vermont (traducido, una vez más, por el infatigable y admirable Aníbal Campos, como admirables son todos/as esos/as traductores/as que nos ayudan a que vislumbremos algo más allá de nuestro propio ombligo cultural), de Peter Stamm, un habitual de estas páginas. 

Como digo, un único cuento puede provocarnos ese shock benjaminiano, ese repentino resplandor en la noche oscura del alma, esa sacudida de nuestra inadvertida alienación. Seria ocioso recordar a tantos escritoras y escritores maestros del cuento, y también su innecesaria defensa frente a la novela, etc. Si hay algún debate serio suscitado por la literatura, no es ese.

En apenas 75 páginas, que además son casi de bolsillo y con tipografía de tamaño mediano, un relato puede seguir interrogándonos, o haciendo que nos interroguemos, sobre el paso del tiempo, que nos detengamos en la diferente perspectiva que sobre los mismos hechos pueden tener sus participantes, y que nos aferremos, con la melancolía consiguiente, casi inevitable, al recuerdo, a la memoria de cuando estaba todo por hacer y por hacernos, de cuando nos preguntábamos por el futuro y este no era sinónimo ni de decadencia ni de muerte.




Es probable que con Marcia de Vermont, Stamm no haya escrito su obra más redonda, que con ella no asegure su recuerdo como clásico. No obstante, las vacilaciones y mudanzas del personaje protagonista son asimilables por cualquier lector/a que sea algo consciente de sí mismo. Su argumento, el retorno de un artista (profesión que aquí, sospecho, contiene más connotaciones negativas que positivas) veinte años después a Nueva York, resulta en gran medida inverosímil por la acumulación de coincidencias un tanto forzadas o ad hoc. Aunque la realidad puede proporcionarnos casualidades más increíbles, no dejo de tener la sensación de que el desarrollo de la trama está al servicio, así lo veo yo, de destrascendentalizar descaradamente la importancia de los hitos biográficos propios, aquellos que considerábamos momentos liminales de nuestra existencia, en nuestro vano empeño de dotarla de sentido, de crear una narrativa que dé cuenta de ella como un todo estructurado con algún propósito. 


Era como si cada hecho, cada vivencia y cada aventura se hubieran llevado un fragmento de esa vida, como si en esa época fuésemos más nosotros mismos, por irracional e inmaduro que resultara nuestro comportamiento entonces. Había creído en el tópico según el cual una biografía es más rica cuanto más extensa, pero era todo lo contrario: cada decisión tomada destruía otros cientos de posibilidades. Al final llegábamos todos al mismo punto y nos disolvíamos en la nada. (Pág. 51)

 

"A diferencia de otras personas, yo no poseo recuerdos de mi infancia -afirmaba Marcia en aquel reportaje-. A veces pienso que mis únicos recuerdos son los que me he inventado en torno a las fotos de mi niñez. Tal vez esté inventándome mi propio pasado. Desconfío de mis recuerdos, pues también podrían ser ficción". (Pág. 57)


Pero cumple su objetivo: en el relato, más alegórico que simbólico, el personaje cierra, por decirlo así, el círculo de una experiencia que concluye (tanto hace veinte años como en el momento presente de la narración) en Navidad, como si fuera un trasunto del cuento de Charles Dickens, más que el moderno de Paul Auster. Un cuento, sin embargo, que tal vez no sea de redención, pero sí de reflexión sobre, como señalé antes, la memoria y sus fantasmas, y sobre las vivencias consideradas como bagaje, y más en esta época en la que el espíritu economicista posfordista que lo domina todo pone a la venta "experiencias" como si fueran mercaderías de supermercado con las que construir una personalidad, o, como dirían algunos/as vendedoras de crecepelo, una "marca personal".

Por otro lado, y como ya he señalado en otras ocasiones, como en referencia a su excelente novela Monte a través, Stamm posee un estilo depurado, entendiendo por esto el tendente a la frase corta y precisa, exenta en gran medida de adjetivación, prefiriendo las oraciones coordinadas y optando en escasa medida por la subordinación, sin que ello se encarne en una prosa árida, ni mucho menos. También, depurado, porque es reconocible y personal, habiendo alcanzado una manera propia, singular, de expresarse. Como tal, es una virtud, al menos en nuestra moderna concepción del arte y del artista.


Mi estudio estaba en una casa de madera pintada de blanco como las que se ven en las películas estadounidenses. Tenía una veranda con una mecedora y una mosquitera en la puerta principal. El inmueble se hallaba en un estado bastante ruinoso y necesitaba con urgencia una buena mano de pintura. Albergaba cuatro estudios, dos en la planta baja y otros dos en la planta superior. El llavero indicaba el número de mi estudio, situado en el piso de arriba, de modo que subí por una escalera que crujía a cada paso. El estudio consistía en una amplia habitación con una cama de matrimonio enorme y un colchón demasiado blando, un tresillo y un escritorio antiguo. Encima de una cómoda había un viejo televisor y, en un rincón del salón, una pequeña nevera, una cafetera y un microondas. Había incluso algunas provisiones: café molido, té negro, avena y una lata de sopa de fideos. Junto a la nevera, una puerta conducía al cuarto de baño, equipado con una pequeña bañera y un tendedero destartalado. La ventana estaba entreabierta, y se colaba un aire frío. (Pág. 31)

 

Estuvo nevando durante días. Me había pasado la mayor parte del tiempo en el estudio, contemplando una y otra vez el libro de Marcia, hasta el punto de que llegó a parecerme más real que el mundo circundante. Cuando por fin aclaró, ya nada me retuvo en la habitación. Di un paseo hacia el pueblo y, como hacía sol, me alejé por la carretera despejada de nieve. En un lugar del camino que discurría muy cerca del río, a pesar de no llevar botas, me acerqué torpemente a la orilla pisando la nieve. Una capa de hielo cubría la superficie, y en algunos puntos podía verse el agua fluyendo debajo. (Pág. 61)


En fin, en mi opinión, Marcia de Vermont podría haber dado para más. El personaje de Marcia me resulta más interesante que el del mismo protagonista, a pesar de que ella es solo recordada y leída. Es posible que el autor no estuviese tan interesado en desarrollar una biografía como la de introducirnos en su particular visión sobre la existencia humana. Tal vez, con el desplegar de Marcia, el relato podría habérsele ido de las manos y le hubiese obligado a escribir una novela con mayor complejidad. En este sentido, la narración en primera persona limita la posibilidades, pero es justo lo que el autor se propone para no desviarse del camino trazado.



sábado, 1 de febrero de 2020

'Monte a través', de Peter Stamm

Tiene que ser complicado que te consideren una persona adecuada para presentar libros, así, en general. No digo "un libro", porque podría parecer entonces que esa elección estaría fundada por la biografía vital, profesional, artística o académica. Digamos que eres abogado o juez y te piden que presentes el libro de un jurista sobre legislación mercantil: parece correcto. Lo mismo, si uno es ingeniero civil y un colega quiere que le presentes su libro sobre puentes colgantes. En fin, que cada cual saque un ejemplo. Digo que es complicado porque, en rigor, el presentador debería haber leído el libro y juzgado que es bueno. Se supone que su experiencia profesional y su prestigio tienen algo que ver con ello. El asunto tiene sus matices, no obstante.

En el ámbito literario, suele ser común que un escritor o escritora presente la nueva novela de otro autor. Es lo normal. Sin embargo, el problema surge cuando ese escritor (o escritora) se desdobla como presentador habitual. Ya no nos encontramos con que acuda a arropar con su presencia y sus palabras a un colega amigo o a un antiguo alumno de taller de escritura (gracias al cual paga Netflix o la conexión a la fibra óptica) estimulado por la calidad de la obra. No: se transforma él mismo en una categoría sociológica, y donde quiera que se presente un libro, tenemos un elevado índice de probabilidad de encontrárnoslo en el foro destinado a la ocasión: museo, casa-museo, salón de actos, hotel, librería, biblioteca, carpa, terraza, bar, buhardilla o sótano.

Tales presentaciones, cuyo convencionalismo, entre otros, reside en esa presentación a cargo de escritor conocido, no son sino un ritual de paso por el que, si el escritor presentado es novel, se le franquea la entrada a un estadio superior de desarrollo, en este caso el artístico. No es la escritura de la novela en sí, tampoco, al menos del todo, su publicación: el acceso a la categoría de literato culmina en el acto de la unción. Con otras palabras: cuando X presenta la novela de Y ante el público (merecería este otro artículo) se ejecuta un acto simbólico-performativo por el que Y, a partir de ese momento, se convierte en escritor.

En mi ociosidad sin límites, me he preguntado cuándo se convierte en necesaria la presentación y cuándo se disocia la presentación del presentador, fenómeno por el cual, dentro de unos límites más o menos laxos, cualquier presentador vale para presentar cualquier novela o poemario. Y cuándo ciertas personas normalmente escritores, resultan las elegidas de manera recurrente para ejercer tal función. Me pregunto, en fin, cuáles son las características que debe reunir tal persona para ejercer esa labor, casi sin desmayo. Estas preguntas adquieren un relieve más afilado, sin duda, cuando en vez de un escritor o escritora, esa función es asumida por un/a periodista, cultural o no.

Dicho lo cual, espero que para escándalo de propios y extraños, sugiero que pasemos a la novela de hoy:





Monte a través, de un escritor reseñado ya en este blog, Peter Stamm, es la historia de un hombre, Thomas ("un tipo normal y corriente") que una noche se marcha de su casa sin razón aparente o explícita. Atrás, en la casa familiar, quedan su mujer, Astrid, una hija, Elle, y un hijo, Konrad. Thomas trabaja de contable y lleva una vida tranquila, sin estridencias ni vicios conspicuos. Justo él y su familia acaban de volver de unas vacaciones en España, lo que precisamente acentúa la normalidad, por no decir el convencionalismo, de su vida.

Esa misma noche, tras la vuelta al hogar, una vez que Astrid entra en la casa después de haber tomado una copa de vino en el porche, Thomas, como Lázaro, se levanta y anda... Con una frase extraordinaria, Stamm (o, también, el traductor, José Aníbal Campos, quien es el encargado de verter a un excelente español el original en alemán) describe ese momento en que el protagonista sale de su vida habitual para comenzar otra sin nada más que lo que lleva en los bolsillos.


Thomas se puso de pie y recorrió el estrecho camino de grava que discurría en paralelo a la casa. Al llegar a la esquina, vaciló un instante, antes de doblar y poner rumbo a la puerta del jardín con una sonrisa de perplejidad de la que apenas era consciente. (Pág. 9)

No contaré la novela, que para eso están Vds. Sólo quiero compartir mis impresiones, y ya decidirán. Pienso que Thomas no es un hombre que se marcha, frente a una mujer cuidadora de la casa y de la familia. Yo lo interpreto como la posibilidad de cierto instinto primigenio de nomadismo y exploración nacido con el ser humano desde su origen hace 200.000 años en el sur de África, quizá enmohecido, tal vez sepultado bajo generaciones de arraigo, de nomadismo, pero siempre latente, que se actualiza con la convicción de que hay un mundo enorme del que solo ocupamos una millonésima parte. Además, cada hombre o mujer tiene ante sí, aunque la mayoría no lo consideremos el lapso de tiempo suficiente para considerarlo una reflexión seria, una nueva vida con solo desearlo (coacciones y encarcelamientos aparte). Con solo atreverse a salir por la puerta.Tiene su momento de vértigo, a poco que nos imaginemos.

Thomas deja atrás mujer, hijos, padres y hermana, empleo y su lugar en la sociedad sin mayor propósito consciente que caminar y seguir caminando hacia las montañas. Por su lado, Astrid, tras acudir a la policía y rastrearlo, llega, si no a comprender, sí a empatizar con él. El espacio vacío que deja Thomas no puede dejar de influir en ella y en sus hijos, pero todos continúan con su vida, de una manera u otra. 

¿Es la, me resisto a emplear la palabra "huida", marcha de Thomas una metáfora del ansia de escapar de una vida convencional, entendiendo por tal una de clase media europea? ¿Es, como escribí antes, un instinto atávico que se despierta sin saber sus causas? ¿Es un trasunto neoliberal de la frase "libertad para elegir", el mundo como un supermercado? ¿Es posible hacer un restart como si nada hubiera pasado? Antes de la crisis, era común oír y leer que era bueno cambiar de trabajo (sobre todo refiriéndose a los ejecutivos) cada dos años, máximo cinco. De moda estaba la "flexibilización" en todos los órdenes de la vida: residencia, empleo, pareja... Hoy en día, parece inimaginable aquella suficiencia vital inspirada por el desorbitado crecimiento económico, fundado a su vez en la burbuja de la construcción, la financiarización y el crédito. Las preguntas remiten, en fin, a qué podemos considerar como una vida digna de ser vivida, qué una vida lograda.

Quizá, nada de lo anterior:


En todos esos años, sin embargo, no volvió a cruzar la frontera de Suiza, pero tampoco eso había sido el resultado de una decisión firme, sino algo que surgió sin más, del mismo modo que surgía todo lo demás. No todo lo que uno hacía tenía un motivo. (Pág. 158)

Al menos consciente, claro.

En lo que se refiere al lenguaje, parece ser que en el idioma alemán, Peter Stamm se caracteriza por un estilo seco, casi árido. Sin embargo, la versión de José Aníbal Campos no me lo parece en absoluto. Eso sí, predomina la frase corta, sin abrumarnos con un laconismo extremo. Frases, en su mayoría, sin excesivo adorno adjetival, pero precisas, que esconden connotaciones no siempre fáciles de captar si uno lee distraído.


Hacía rato que el último tren había partido. Thomas se sentó en un banco delante del edificio de la estación y comió y bebió la cerveza helada. Mientras tanto, estuvo hojeando un periódico gratuito que alguien había dejado olvidado. Pero las breves noticias sobre el salvamento de tres cachalotes varados, una estatua satánica desnuda que alguien había expuesto en Vancouver o el hombre con la lengua más larga del mundo sólo consiguieron deprimirlo, así que acabó arrojando el periódico a la basura. A continuación, se quitó los zapatos y los calcetines y se examinó los pies bajo la chillona luz de una farola. Los tenía enrojecidos, con rozaduras en los talones, pero por suerte no encontró ninguna ampolla. (Pág 69)


Por primera vez desde que se marchó, Thomas despertó descansado y lleno de energía. La lluvia había cesado, pero el sol aún no había asomado detrás de los altos flancos de los montes. El aire era húmedo y frío. Bajo la luz matutina, las superficies verde claras del paisaje parecían pintadas sobre un lienzo. Tras un breve desayuno, con pan y algunos frutos secos, recogió sus cosas y partió. El camino era todavía más vertical que el día anterior, y Thomas empezó pronto a andar con el lento paso pendular que había aprendido en las montañas y que podía mantener durante horas. El bosque se acababa y la flora empezaba a ser más escasa y áspera. Los prados se llenaban de ortigas, al borde del camino crecían el ruiponce y la genciana de otoño, y también pequeños helechos entre las grietas de la roca. (Pág. 97)


 A veces, sin embargo, nos regala frases como esta: 
Los prados de color pardo estaban llenos de gibas y hondonadas, y en algunos de esos bajíos crecían los erióforos sobre un suelo lodoso, en otros se habían formado pequeños pantanos en cuyas aguas los haces de unas hojas muy estrechas y largas flotaban como cabelleras de personas ahogadas. (Pág. 110)

En todo caso, la sensación que me produce la escritura de Stamm (y la versión del traductor) es la de un autor que expresa con exactitud lo que pretende. No hay un adjetivo, un adverbio fuera de lugar. Precisión, justeza, finura. Además, al menos en Monte a través, no exenta, ni mucho menos, de la capacidad de transmitir tanto la belleza de la naturaleza como la sutileza de las emociones de los personajes, que no se encarnan en los convencionalismos habituales basados en pares de opuestos. Stamm, además, no juzga, aunque el narrador en tercera persona nos introduce en sus pensamientos, ora en Thomas, ora en Astrid. Los personajes actúan, hablan y piensan de tal modo que emergen de la narración como las montañas que recorre aquel: fáciles de ver, difíciles de recorrer. Vidas complejas bajo una pátina de sencilla cotidianidad que vuelven a traer a colación el poema de Emily Dickinson: 

Our lives are Swiss— 
So still—so Cool— 
Till some odd afternoon 
The Alps neglect their Curtains 
And we look farther on! 
Italy stands the other side! 
While like a guard between— 
The solemn Alps— 
The siren Alps 
Forever intervene!

Una buena novela para pensar.