lunes, 30 de abril de 2018

'Calibán', de Ángel Sánchez

Habiendo, como habrá, personas más capacitadas filológicamente para, como dice uno de nuestros representantes más destacados de nuestra mediocre literatura actual, "separar el grano de la paja", me pregunto la razón de que esa crítica no se haya producido, al menos de manera sistemática, en el ámbito de nuestra literatura local, ni siquiera por él mismo. Ya he adelantado razones en otras entradas, pero lo que cada día me resulta evidente es que la mayoría de los/las escritores/as están incapacitados para esa función, en el mejor de los casos por su posición subordinada en el campo cultural o, en el peor, por su incapacidad intelectual. 

Respecto del primer impedimento, que es el que más me interesa, el deseo de fama y reconocimiento se vehiculan no tanto por el talento artístico como por la publicación, la distribución y la visualización en el espacio público: medios de comunicación, especialmente. La invisibilización en el ámbito literario se lleva a cabo mediante barreras a la entrada del campo cultural por sus guardianes: jefes de los suplementos culturales, de los espacios en radio y televisión, por ejemplo, o por los críticos reconocidos por los anteriores y que cuentan con su espacio en esos ámbitos. Así, cualquier escritor/a ve coartada su potencialidad crítica, sobre todo si es negativa, respecto de otros escritores/as que puedan tener relaciones de algún tipo con aquellos guardianes del campo comunicativo o, también, con los encargados de editoriales que los publican. Asimismo, no solo los escritores, sino también los especialistas académicos o los periodistas culturales, ante la posibilidad de desairar no solo al autor del objeto de la crítica, sino de los otros sujetos anteriores, tienden a un tipo de reflexión neutra, de compromiso, con lo que dan por salvada una situación que fácilmente podría derivar en su perjuicio.

Por otro lado, también funciona la lógica lobbista, por la cual un grupo de personas con veleidades literarias y de variados talentos se promocionan unos a otros desde sus respectivas tribunas periodísticas, con lo cual se aseguran su visibilidad y evitan la mala publicidad. Esta manera de estar presente en la esfera público-artística no contradice la lógica de la mencionada evitación de la crítica, sino que más bien la complementa.

Por mi parte, nada tengo en contra de la mediocridad: todos somos mediocres en la mayor parte de lo que hacemos, ni gran interés tenemos en la excelencia, que tan mala prensa tiene por la inflación de la ideología del neoliberalismo. Tampoco, de que algunas personas vivan de publicar malos libros ni de que disfruten de un público comprador. Lo que de verdad me molesta es el engaño, sobre todo de la mentira desvergonzada, de ese elogio desmesurado perpetrado con desfachatez. Debe de ser que no me gusta que me falten al respeto, en lo que incurren cada vez que uno de esos mentirosos se emplea a fondo en glosar las virtudes de una porquería en forma de libro.

Dicho lo cual, pasamos a la siguiente novela, Calibán, del próximo premio Canarias 2018 de Literatura, Ángel Sánchez.





Hay dos formas, al menos, de abordar la lectura de esta novela. La primera es la del lector o lectora incauta, no especialmente culto, virgen de intertextualidades. La segunda es la de quien conoce la obra de Shakespeare, La Tempestad, y las variadas interpretaciones y lecturas en clave de crítica postcolonial o su rechazo a éstas. 

Recapitulemos: Calibán es el nombre del personaje que se encuentra en una isla a la que arriban Próspero, Duque de Milán, y su hija Miranda tras ser expulsados de su ducado. Calibán es medio humano y medio monstruo, hijo de una bruja y un demonio. En la obra de Shakespeare, que toma el título de una tempestad provocada por Próspero (que además de duque (o ex-duque) es poderoso mago), la acción transcurre cuando Próspero ya es el dueño de la isla, el amo de Calibán y también de Ariel, un espíritu del aire al que liberó de su prisión dentro de un árbol (fue encerrado ahí por Sycorax, la madre de Calibán). A la isla, por esas cosas del destino, llegan años más tarde sus enemigos y se suceden diversas peripecias que no contaré para que quien no la haya leído o visto representada disfrute de ella con plenitud. 

En todo caso, lo importante es fijarse en lo siguiente: Calibán era, por decirlo así, el dueño de la isla. Luego llega Próspero y con su poder (mágico) lo somete, y también lo civiliza, al menos en parte, enseñándole su idioma. Así pues, diversos escritores y ensayistas latinoamericanos  explotaron la simbología a que se prestaban Calibán y Próspero, como el colonizado y el colonizador, respectivamente, y posteriormente a toda una literatura postcolonial, de la alteridad, etc., al respecto. Algo de lo que, por ejemplo, Harold Bloom abomina (véase su Shakespeare, la invención de lo humano). Aquí pueden encontrar algo de información al respecto, o aquí, o aquí, entre muchos más ensayos.





A todo ese corpus, se suma, en 2013, el poeta y académico canario de la Lengua, Ángel Sánchez, con Calibán, que noveliza la comedia shakesperiana y la sitúa en nuestro archipiélago. Además, añade dibujos, lo que a mí, en particular, como lector de esas colecciones de clásicos adaptadas al público infantil de los años 70, me agrada en particular (sí, una debilidad). Así pues, Sánchez aprovecha el formato novelesco para proporcionarnos contexto, para hablarnos de los años previos a La Tempestad y de lo que vino después, para, en definitiva, darnos su versión. Empresa arriesgada, pues en principio es justificable la cautela a la hora de enmendar, complementar o mejorar a Shakespeare. Hay por cierto, una iniciativa de una editorial británica que consiste precisamente en novelizar algunas obras de Shakespeare (véase aquí), por si a Vds. les interesa este tipo de transformismos, tan habituales, por ejemplo, con el cine.

Para mí, la pregunta es: ¿Qué necesidad había de reescribir La Tempestad?  ¿Es tal fascinación que se siente por Shakespeare que no puede escaparse de su influjo? Esa es la pregunta de un lector que conozca el trasfondo literario, histórico y crítico de Calibán y de La Tempestad. Si el lector es ignorante de la comedia de Shakespeare, su perspectiva es diferente. La pregunta sería: ¿Es Calibán una obra interesante o estimulante? O ¿vale la pena leerla por sí misma?

Calibán está escrita en un estilo deliberadamente arcaico, que al susodicho lector virgen es posible que le extrañe. Es asimismo, una novela minuciosa, rica en detalles, lo que a veces resulta un tanto fatigoso, con un esquema lineal, contada la historia por un narrador omnisciente. Poco hay de los diálogos shakesperianos, ni de la agilidad de la sucesión de escenas de La Tempestad, aunque las siga con fidelidad. Hay un relato correcto, con riqueza verbal, también con mayor profundización de la psicología de los personajes de lo que se permite Shakespeare, aunque es discutible que eso los mejore, salvo, quizá, a Ariel. Ángel Sánchez construye, por otro lado, un personaje Calibán más humano, al dotarle de mayor dignidad, primero en su acto de rebeldía verbal frente a Próspero y luego en su revolución física. 


Mas no era Ariel uno de esos geniecillos malévolos, dueño de torpes travesuras y piruetas que descalabraban a sus señores, si bien de natural pícaro y travieso. Como Próspero lo trataba bien, considerándolo un aliado inteligente, estimaba ya a su Señor, no solamente por el beneficio realizado en su desdichado encantamiento, sino porque juzgó que era todo lo contrario a la malvada dueña que fuera la bruja Sycorax. Su Señor: un hombre, en fin, de gran ciencia y alabanza. Eso sí: debía advertirle de tarde en tarde que Calibán no era de fiar, siendo como era de la semilla del diablo, y que debería vigilar más su cercanía a Miranda, aquel ser tan frágil que pudiera verse confundido por sus argucias o engañado en alguna de las torpezas lúbricas a las que era tan dado. (pág. 83)

Otras conversaciones en aquellas tabernas y mentideros de los muelles le hicieron saber de la vida de gente diversa que venía o iba a las Indias de Ultramar, que tales eran soldados de leva, sacerdotes, monjes franciscanos, dominicos o mercedarios y aventureros escapados de alguna prisión de la Andalucía, pretendiendo esconderse de la justicia del Rey en algún lugar de Nueva España, en Panamá, Cartagena de Indias o en la misma Habana en Cuba. Consideró Ariel que tales conversaciones no convenían a sus fines, prosiguiendo su rumbo aéreo por otras partes de aquella Ínsula, a la que unos llamaban Canaria y otros Tamarán, su primer nombre, que lo decían los más pobres y escondidos pastores del interior (...) (pág. 143)


Pues, magnánimo Señor, me atrevo a preguntaros: ¿Es Calibán persona, mi Señor? 
No propiamente, de iure, digámoslo así...-dijo Próspero, tras meditar la respuesta. Parte de él es humano... Un raro ejemplar de mestizo malparido, curioso cruce de negatividades al que no concedo siquiera la sospecha de poseer un alma inmortal. Más bien la de un súcubo indeseado, e inocente de serlo. ¡Singular portento! -exclamó Ariel- que ahora mismo arrastra un barrilete de vino que le quedó de sus compinches, y vaga babeante por esas laderas... Es su parte humana: un aprendiz de borracho... ¡Sapristi! -dijo en igual tono el duque nigromante- Sólo me falta ver a Calibán ebrio! ¡Es capaz de pensar correctamente y hablar con sensatez, que tal es su mente inversa a la lógica de las situaciones! (pág. 259)


Finalmente, el autor dibuja un escenario postshakesperiano de pleitos amorosos y una sorprendente transformación de Calibán que más bien parece una redención. En mi opinión, la verosimilitud de la historia pierde fuerza en esta parte final (una historia, recordemos, en que hay un mago, un genio del aire y el hijo de una bruja y un demonio), precisamente cuando ya no hay Shakespeare de por medio. Me aventuro a pensar que el autor, que a buen seguro habrá leído toda la literatura calibanesca posterior a La Tempestad, quiso añadir su toque particular, no solo por el emplazamiento canario de la obra (lo cual tiene su lectura política) sino también por el re-nacimiento del personaje Calibán. 

En definitiva, para algunas/os lectoras/es podrá considerarse una obra innecesaria; para otros/as, quizá, una correcta historia de aventuras; puede que, para unos/as últimos/as, una lectura atrevida, por cuanto que el colonizado, de algún modo, conquista al colonizador y que, por lo tanto, merece añadirse a la literatura especializada sobre el símbolo de Calibán.





martes, 17 de abril de 2018

'Extinción', de David Foster Wallace

Hoy toca confesión. No de que haya vuelto a leer novela negra ni nada parecido, no teman. Demasiadas, y bastante mediocres, he leído ya. Y Vds. también, no mientan. Hasta que no me vengan recomendadas, no volveré a tocar una. Pero, claro, basta que escriba esto y se propague por la Red, para que incumpla, de nuevo, mi solemne (más o menos) última promesa. 

La confesión viene motivada por otro asunto: la pasada semana asistí a una presentación de una novela (ya pueden llevarse las manos a la cabeza y prorrumpir en desagradables quejidos, no se lo tendré en cuenta). Lo cierto es que desde hace tiempo se ha instalado en mí la creencia de que estas presentaciones no son más que una lastimosa pérdida de tiempo (cada vez nos queda menos, recuerden, para que alguien alce nuestra calavera) precisamente porque son presentaciones, y no debates. En estos tiempos, estoy convencido de que la única actitud posible ante la obra de un/a escritor/a, ya sea de ficción o no, es la polémica. En mi escenario ideal, los asistentes deberían haber leído ya el libro y su obligación sería la de importunar y amonestar al autor cuando y en lo que creyeran pertinente. También cabría el elogio, pero solo como nota marginal, como molesta cita a pie de página. Porque, también en mi mundo ideal, nadie acudiría a una reunión intelectual o artística con la mera finalidad de agasajar, que es lo que suele ocurrir en las presentaciones de novelas en el mundo real. La discusión engendra ideas, el elogio solo confirma supersticiones (esto último debo de haberlo leído en alguna parte).

¿Por qué asistí?, podrían preguntarse. La respuesta es sencilla: conozco al autor, al que aprecio, de hacía muchos años e inferí que le sentaría mal que no acudiera (es probable que infiriera demasiado). Aunque no lo parezca, suelo ser bastante empático y sensible ante los sentimientos ajenos. Quizá debería perfeccionar el arte de la excusa mendaz, pero tiendo a ser sincero en todo lo que hago, y mentir me cuesta trabajo. Así que ahí estaba yo, la otra tarde, viendo al recién estrenado novelista alcanzar la gloria, rodeado de aficionados a las presentaciones de novelas y también de algunas celebrities literarias locales que tuvieron a bien celebrar la entrada en sociedad de su discípulo. Hubo agradecimientos al mentor de turno, cálidos aplausos, esbozos de humor, declaraciones de amor eterno a la lengua española y a los clásicos muertos, etc. Nada nuevo. Tampoco nadie lo esperaba, a decir verdad. 

 La conclusión, en todo caso, es que me reafirmo en mis convicciones: una presentación de una novela es, sobre todas las cosas, una pérdida de tiempo, de tintes lastimosos. Así que aprovecho para darles consejos, ya que se avecina la Feria del Libro: no vayan a presentaciones, no hagan caso a los suplementos literarios, guíense por su intuición aunque se equivoquen, sean sinceros/as consigo mismos/as, adopten un perro/gato y reflexionen acerca de sus convicciones democráticas mientras acarician al animal.




(La portada me parece perfecta, ya que estamos)



Por el contrario, a modo de comparación (quizá demasiado fácil), no es en absoluto una pérdida de tiempo entrar en el mundo (universo es tal vez demasiado ampuloso) literario de David Foster Wallace. Ya había disfrutado de la lectura de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, aunque la naturaleza del trabajo periodístico lo aleja, en gran medida, de las características más específicamente literarias de Extinción, una colección de relatos, que es la obra que nos ocupa en esta ocasión.

Extinción no es sencilla. En particular, su primer relato, Señor Blandito, es un desafío para todas/os aquellas/os que estén acostumbradas/os a construcciones Sujeto+verbo+predicado, punto y seguido, y vuelta a empezar. Además, tanto en este como en los demás, Wallace es minucioso hasta el extremo, de un modo tal que se intuye la elaboración de gigantescos dossiers sobre cada uno de los elementos importantes (o no tanto) de la narración. Quizá esta forma de escribir provenga en parte de su doble formación matemática y filosófica. Puede ser (imagino que habrá por ahí mil exégetas de este autor) que es un modo de evitar no solo el lugar común, la visión corriente, el tópico automático, sino también, en definitiva, su esfuerzo por aportar otra manera de ver las cosas, tal vez, hablando kantianamente, de descubrir la cosa en sí, que ya es mucho decir. Que digerir este estilo resulte difícil, no lo dudo. Que en otras ocasiones nos parezca innecesario, pues también. Que el resultado es abrumador y fascinante a la vez, esa es la conclusión fundamental a la que termino llegando.


Dentro del equipo ∆y, el único posible ascenso de Schmidt era a Director de Investigaciones, un puesto ocupado ahora por el mismo emigrante cetrino, locuaz y obsequioso (con hijos en edad universitaria y una esposa que siempre parecía a punto de aullar) que le había hecho tan difícil la vida profesional a Darlene Lilley en el último año. Y por supuesto, aunque el Equipo ejerciera la debida presión mediante votación sobre Alan Britton para que este echara a Robert Awad y luego, aun en el caso de que (y sería harto improbable) el rotundamente vulgar Terry Schmidt fuera elegido y exitosamente promovido ante el resto del escalafón superior del Equipo ∆y como sustituto de Awad, la posición de Dtor. de Inv. en realidad no comportaba nada más significativo que la supervisión de dieciséis Investigadores de Campo que eran simples piezas como el propio Schmidt, además de llevar a cabo orientaciones desganadas para los nuevos empleados, además, por supuesto, de supervisar la compresión de los datos de los GDO en diversos totales estadísticamente diferenciados, todo lo cual se hacía con software comercialmente disponible y no comportaba nada más significativo que añadir gráficas a cuatro colores y un montón de jerga llena de siglas diseñada para hacer que una investigación que cualquier alumno de secundaria mínimamente competente podría haber dirigido pareciera sofisticada y relevante. (págs. 57-58)


Por lo que a mí respectaba, yo empecé a tener pesadillas sobre la realidad de la vida adulta tal vez ya a los siete años. Ya por entonces sabía que los sueños tenían que ver con la vida y el trabajo de mi padre y con el aspecto que tenía cuando volvía a casa del trabajo al final de la jornada. Siempre llegaba entre las 5.42 y las 5.45 y normalmente yo era el primero en verlo entrar por la puerta delantera. Lo que ocurría seguía una rutina casi coreográfica. Entraba ya girándose a fin de empujar la puerta para cerrarla detrás de sí. Se quitaba el sombrero y el abrigo y colgaba la chaqueta en el armario del vestíbulo. Se aflojaba la corbata enganchándola con dos dedos, le quitaba la goma elástica verde al Dispatch, entraba en la sala de estar, saludaba a mi hermano y se sentaba con el periódico a esperar a que mi madre le trajera un combinado. Las pesadillas siempre empezaban con una panorámica de una serie de hombres sentados frente a escritorios en hileras dentro de un pasillo o una sala enorme y muy luminosa. Los escritorios estaban meticulosamente organizados en hileras y columnas igual que los pupitres de un aula de la escuela R.B. Hayes, pero aquellos escritorios se parecían más a las mesas grandes de metal gris que los profesores tenían al frente de las aulas, y había muchas, muchas más, tal vez cien o más, todas ocupadas por hombres con traje y corbata. Si había ventanas, no recuerdo haberlas visto. Algunos hombres eran mayores que otros, pero aun así eran obviamente adultos: gente que iba en coche, que solicitaba cobertura sanitaria y que bebía combinados mientras leía el periódico antes de la cena. (págs. 129-130)

Si hay una característica, un adjetivo, que se desprenda de estos relatos de extensión dispar (de las 78 páginas de Señor Blandito a las 4 de Encarnaciones de niños quemados) es, tal vez, la deshumanización del individuo, de la que suele ser plenamente consciente, pero, a la vez, no puede evitar. La lucidez no resulta freudianamente curativa, ni mucho menos. En nuestras sociedades, en la que la posmodernidad ya parece un concepto anacrónico, el adjetivo que plantea la filósofa Marina Garcés se muestra con la solidez de la evidencia una vez que lo conocemos: póstuma. La nuestra es una sociedad póstuma. Los personajes de las narraciones de Wallace (narraciones que no son jardines sino selvas de senderos que se bifurcan en mil direcciones) no contemplan un futuro, sino que se limitan a preguntar "¿Hasta cuándo?" Incluso hay personajes póstumos.


El psicoanalista al que vi era buen tío, un tipo mayor corpulento y fofo con un enorme bigote pelirrojo y unos modales agradables y más bien informales. No estoy seguro de acordarme muy bien de cómo era cuando él estaba vivo. Era un tío que sabía escuchar, y parecía interesado y comprensivo de una forma un poco distante. Al principio sospeché que yo no le caía bien o que se sentía incómodo conmigo. Creo que no estaba acostumbrado a pacientes que ya sabían cuál era su verdadero problema. También era un poco pesado con las pastillas. Yo no quería tomar antidepresivos, simplemente no me veía tomando pastillas para ser menos fraude. Le dije que, aunque funcionaran, ¿cómo iba a saber si el responsable era yo o las pastillas? Para entonces  yo ya sabía que era un fraude. Ya sabía cuál era mi problema. Simplemente parecía que no podía dejar de serlo. (págs. 175-176)

El autor, además, es capaz de desplegar estilos diferentes según sea la naturaleza del relato. Una capacidad (algunos dirían camaleónica) de integrar la forma con el contenido, de tal modo que, aun conservando ese aire de familia propio de un estilo singular, con sus digresiones dentro de digresiones y sus notas a pie de página, nos encontramos tanto con un relato de estilo glacial en el que se relatan la vida de un ejecutivo de marketing como con uno de sabor convincentemente etnográfico sobre un niño-oráculo, con el mundo interior de un escolar que fantasea con historias inventadas mientras delante de él comienza a desplegarse una tragedia, o con las pesadillescas visicitudes de un hombre casado frente al síndrome del nido vacío.

Hay, respecto de esta versión al español (traductor: Javier Calvo) algo que me molesta: la acumulación de adjetivos y adverbios delante del nombre, que en inglés es más o menos natural y en español resulta extraña, como, por ejemplo (me lo invento) "la extrañamente ruidosa manera de comer" o "el intrépidamente petulante deseo de ser quién no era". Cosas así. Se admiten sugerencias, pero yo propongo, por ejemplo, transformar el adverbio en adjetivo: "La extraña y ruidosa manera de comer", o cambiar el orden, o transformarlo en una oración de relativo: "Una manera de comer que era extrañamente ruidosa", etc. Mis habilidades de traductor ya están oxidadas, así que las/os lectora/es versados en estos menesteres que den, por favor, un paso al frente.

Hay escritores/as diferentes, en el sentido de que uno es consciente, mientras lee, que nos están haciendo ver las cosas, las personas, el mundo, de otra manera. No es el contar solo una historia de manera más o menos coherente o eficaz. Es aportar un ángulo, o si quieren, unos cuantos matices (busquen las ideas, busquen el estilo) que consiguen que agucemos nuestra visión de las cosas. Es esa ampliación de nuestro horizonte mental tanto hacia afuera como hacia adentro lo que distingue a los escritores que marcan huella. Es decir, es la literatura que molesta y que perturba. Que nos persigue cuando caminamos por pasillos sombríos y también por soleadas avenidas. Cuando nos quedamos boca arriba en el sofá y nos negamos a hacer nada que nos entretenga. Esos raros momentos en que nos permitimos estar y sentirnos solos.  Estoy convencido de que David Foster Wallace es uno de estos autores.

Es quizá por eso, por el encuentro con esta literatura, por lo que uno se indigna ante las desmesuradas pretensiones de tanto fraude literario o intelectual en esta España, en esta Canarias, que nos ha tocado sufrir. Ante tanto conformismo y ante tanta mezquindad. Ante tanta miseria moral.






P.D. También es MUY recomendable, al menos yo la recomendaría a mis amigos, Conversaciones con David Foster Wallace, si quieren saber más de este autor y su discurso literario. Aquí, una reseña.

















domingo, 8 de abril de 2018

'Justicia auxiliar', de Ann Leckie

Soy de la opinión que cualquier persona sensata debe tener sobre la mesa o en el estante correspondiente unos quince libros a la espera de su lectura. Lo que no quita que surjan otras estimulantes posibilidades que se agreguen a los anteriores e incluso se salten la cola. La vida de la persona que quiere entender el mundo, y a sí mismo, no puede saltarse ese paso: lectura y reflexión, reflexión y lectura, y, de vez en cuando, interactuar con otros especímenes humanos. La Universidad de la vida, amigas y amigos, no es suficiente, me temo. Porque el espectro de situaciones en las que uno que se ve inmerso a lo largo de la existencia es, incluso para aventureros y comerciantes, necesariamente limitado y estrecho, y más aún dados los prejuicios que hemos ido incorporando en nuestros accidentes vitales, que sesgan de manera fatal nuestra perspectiva.

Claro que no hay lectura válida que valga sin uno de esos utensilios que tienden a desaparecer cada vez que nos hacen falta: la barra de grafito con madera alrededor. O sea, el lápiz. Sin él, la mayor parte de lo leído desaparece como lágrimas en la lluvia sin haber tenido tiempo de hacerse poso de nuestra conciencia. Es tan triste como un replicante preguntándose por el sentido de su existencia. O como cualquiera de nosotros, la verdad.

Así pues, armados de lápiz y libro de alguien más listo o experto que nosotros en algún área estaremos preparados para aumentar nuestros conocimientos y expandir nuestro horizonte de sucesos. Y si los libros están caros, también es cierto que hay mucha biblioteca digital por estas redes. Tras un par de ensayos y algún tratado, ya notaremos los resultados: la inmensa mayoría de los/las columnistas nos parecerán idiotas y sus columnas, motivo de befa; y los tertulianos, como mínimo, unos desgraciados manipuladores, manipulados a su vez. Como decía Bourdieu, más o menos: "Algunas personas no hablan, les hablan".

Así es, amigas y amigos, consejos gratis doy.

Y ahora, vamos a por lo que han venido aquí:





Esta novela puede considerarse gramaticalmente feminista. No porque, en apariencia, todos los personajes sean femeninos, que puede que no, sino porque a diferencia de lo que ocurre en español, el término no marcado sea el femenino, y el marcado, el masculino. Ignoro cómo es el original en inglés, pero en la versión en español, el resultado no deja de ser un desafío para las convenciones gramaticales. Así, uno tiende a imaginar a todos los personajes como si fueran mujeres cuando es posible que no todos lo sean o, lo que es más sugestivo, que el sexo no importe en absoluto. 

Por otro lado, la historia es una variante singularmente omnisciente del narrador omnisciente. Me explico: el narrador es una IA (venga, va, Inteligencia Artificial, un HAL con cuerpo humano) que durante parte de la historia es tanto una nave espacial (Justicia de Toren) como decenas de soldados (los auxiliares o segmentos) que le proporcionan datos a través de sus ojos y oídos y actúan como ejecutores de su voluntad (o de las órdenes que, a su vez, reciba). Resulta que por circunstancias de las luchas de poder cósmicas, esta IA se ve reducida a ser un mero auxiliar, Esk Una (o Breq) lo cual le frustra un tanto. El problema principal que la autora no resuelve del todo es el de que una IA desarrolle sensibilidad y padezca problemas de naturaleza moral. Es decir, que se emocione, sienta culpa, vergüenza o deseos de venganza, que cuestione órdenes, no sobre la base de su programación, sino de sus afectos o de algo parecido a una ética. Parece, pues, que nuestra IA es humana, salvo por su historia y por su fascinante precisión a la hora de matar gente.



Las unidades auxiliares que solo se activaban para las anexiones a menudo no llevaban más vestimenta que una armadura generada por un implante colocado en el cuerpo. Filas y filas de soldados inexpresivas que podrían estar elaboradas con mercurio. Pero yo siempre estaba en activo y, ahora que los combates habían terminado, llevaba puesto el mismo uniforme que las soldados humanas. Mis cuerpos sudaban debajo de las chaquetas del uniforme y, aburrida, abrí tres de mis bocas, que estaban cerca unas de otras, en la plaza del templo. Y con aquellas tres voces canté: "Mi corazón es un pez. Escondido entre las plantas acuáticas..." Una persona que pasaba por allí me miró sorprendida, pero todas las demás me ignoraron. A aquellas alturas, estaban acostumbradas a mí. (pág. 44) 
A partir de entonces, me convertí en veinte personas diferentes, con veinte series distintas de datos y recuerdos y solo puedo recordar lo que sucedió si reúno todas aquellas experiencias individuales. Cuando se produjo el apagón, mis veinte segmentos, sin siquiera detenerse a pensarlo, activaron inmediatamente la armadura. Los que estaban vestidos ni siquiera intentaron ajustársela para que cubriera los uniformes. En la casa, ocho segmentos que estaban durmiendo se despertaron al instante y, cuando recobré la calma, corrieron a donde estaba la teniente Awn intentando conciliar el sueño. Dos de aquellos segmentos, Diecisiete y Cuatro, después de comprobar que la teniente Awn y otros segmentos que estaban con ella se encontraban bien, se dirigieron a la consola de la casa para comprobar el estado de las comunicaciones. La consola no funcionaba. (pág. 131)
De repente, me di cuenta de que, aunque Estación no había conocido a nadie del Gerentate, era muy posible que Anaander Mianaai sí. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿Por algo que habían programado en mi mente de nave y que había permanecido oculto a mis sentidos hasta entonces o, simplemente, debido a las limitaciones del pequeño cerebro que me había quedado como residuo? Puede que hubiera engañado a Estación y a todas las personas que había conocido allí, pero ni por un instante había engañado a la Lord del Radch. Sin duda, ella supo, desde el momento en que puse el pie en el muelle del palacio, que no era quien decía ser. "Las monedas caerán donde caigan", me dije a mí misma. (pág. 340)

Asimismo, el objeto de venganza de la IA, digamos su Némesis, la Lord del Rach, es capaz también de vivir de manera simultánea en muchos cuerpos, lo que dificulta un tanto su eliminación. También, es cierto, esa multiplicidad casi divina es la causa de todos los problemas a raíz de los cuales Justicia de Toren se convierte en un solo ser, en un mero cuerpo.

La novela se estructura en torno a dos narraciones. La primera, trama principal; y la segunda, situada más en el pasado que contribuye a aclarar y a justificar la primera. No hay más alardes técnico-narrativos. Tampoco parece que hagan falta. La versión española, aparte de la cuestión del género, resulta correcta, aunque haya detectado algún solecismo. La traducción es de Victoria Morera. El estilo, pues, no constituye ninguna dificultad para los/as lectores/as poco exigentes. Es más, es probable que lo agradezcan. Supongo que la dificultad es más bien conceptual, por aquello de la unidad-multiplicidad de los personajes. Eso sí, la novela no es un crescendo narrativo que culmine en un éxtasis orgiástico: tiene momentos, mesetas, que en algún momento pueden considerarse como bajón, pero que se supera. Quizá la necesidad de ensamblar ese pasado con el momento de la acción principal requiere de una preparación que incide en el ritmo. En todo caso, se supera bien.

La historia me recuerda a la serie Fundación, de Isaac Asimov, y también a la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. Creo que leí una vez que Asimov se había inspirado en la obra de Gibbon para su serie de novelas, pero no estoy seguro de que fuera así. En todo caso, en la entrevista que encontramos al término de Justicia auxiliar, Ann Leckie reconoce que se inspiró en la historia del Imperio romano. Pero vayan Vds. a saber cómo y en qué medida. Entre líneas, se encuentran reflexiones sobre el poder, la fuerza, las jerarquías sociales, la definición de ciudadano y la de bárbaro, etc. Echo en falta cierta profundización en esas reflexiones y un engarzamiento causal que cuestionara de raíz las bases ideológicas sobre las que se asienta la civilización a la que pertenecen los personajes. Breves apuntes hay, pero no me atrevería a afirmar que exista un fundamento filosófico poderoso subyacente.

Al parecer, esta novela pertenece al subgénero de la space opera, término que me había encontrado varias veces y cuyo significado, por pura irritación de la consciencia de mi ignorancia, me decidí a buscar: historias de aventuras en clave futurista, grosso modo.

Mi conclusión es que si Vds. no sienten predilección por el género, no pierden nada si no la leen. Si Vds. gustan de la ciencia ficción por las ideas filosóficas o por la potencialidad de los avances o descubrimientos científicos en la transformación de nuestra sociedad o en la conformación de las sociedades del futuro, tampoco esperen encontrar aquí nada novedoso. En cambio, si les agrada la sci-fi por los escenarios imaginarios y el despliegue de situaciones tipo La Guerra de las Galaxias, entonces sí la recomendaría. Si tal es su caso, les agradará saber que hay dos novelas más de la serie. Vivan las trilogías.