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miércoles, 13 de diciembre de 2017

'Diez de diciembre', de George Saunders

Aquí estamos de nuevo, cuando aún no se han apagado los ecos de mi última reseña y los tambores de guerra resuenan, amenazadores, a ambos lados del río de aguas turbulentas por el que navegamos. El río de la vida. El mundo perdido. La atlanticidad era esto.

Quizá no sea para tanto.

Por unos pocos días, por cierto, no ha coincidido la publicación de esta reseña con el título del libro, del conjunto de cuentos de un estadounidense con aspecto muy wasp. Es una pista, mejor dos, por si no se habían dado cuenta y pasado por el alto el encabezamiento. Me gusta pensar que los lectores son casi tan inteligentes como yo. En algunos raros momentos, incluso, que más. Así, si este blog resulta de su agrado, será que está escrito para gente con luces. De hecho, hay gente inteligente (y otra no tanto) que lee este blog, pero no lo reconoce. Eso es gracioso por sí mismo. De hecho, yo leo blogs, columnas de opinión y artículos de personas que no parecen demasiado inteligentes, y que, en ocasiones, sencillamente detesto (me refiero a lo que escriben). Algunos de estos reseñadores saldrán en el próximo post, el del resumen del año, una excusa no solo para volver a molestar, sino también para recomendar. El caso es que no oculto que los/las leo, a esos/as columnistas de tercera, aunque me disgusten en forma y fondo, y a veces incluso cuelgo sus cosas publicadas por ahí, ya sea por el mero efecto contraste.





Pues sí, la reseña de hoy es de Diez de diciembre, de George Saunders. Este conjunto de relatos se publicó en 2013, lo que resulta tremendamente importante para Vds. y para mí. Uno a veces olvida cómo llega a ciertos autores. Con Saunders, recuerdo con no demasiada claridad que una pequeña investigación respecto de Jonathan Franzen y de David Foster Wallace me llevó a un grupo de novelistas de EE.UU. que, al parecer, eran muy modernos hace poco. Saunders estaba entre ellos. He de reconocer, además, que lo que he leído tanto de Wallace como de Franzen me ha parecido sensacional. También me ha llegado hace poco otra colección de relatos de Tom Franklin. Correos aún existe.

Volviendo a lo nuestro, en los relatos que nos ocupan, destacaría, por empezar, la destreza en la elaboración de los monólogos interiores. Cómo conseguir que el habla coloquial resulte literariamente válida es una tarea en la que, por ejemplo, nuestros escritores/as locales suelen fracasar de  un modo para el que el adjetivo "estrepitoso" es demasiado sobrio. No es cuestión de transcribir el mero pensamiento repetitivo, las frases hechas o los lugares comunes que infestan la charla cotidiana; es reelaborar el material coloquial, el habla tantas veces fática, y hacerla encajar en una estructura tan planeada como es la novela o el cuento. Es literatura, es arte, no una grabadora de antropólogo herderiano. Hay mucho escrito y estudiado sobre el monólogo interior y la corriente del pensamiento, el estilo indirecto libre, etc., claro, pero la literatura es un Sísifo desmemoriado, y hay que volver a aprenderlo todo una y otra vez. Ya puestos a aprender, Diez de diciembre es un magnífico ejemplo para ello.


Pero, en lo referente a la idea del arcoíris, ella estaba convencida. La gente era increíble. Mamá era alucinante, Papá era alucinante, sus profesores trabajaban tanto y tenían, además, sus propios hijos, y algunos se estaban divorciando, como la Sra. Dees, pero, con todo, siempre sacaban tiempo para sus alumnos. Lo que le resultaba especialmente inspirador de la Sra. Dees era que, a pesar de que el Sr. Dees engañaba a la Sra. Dees con la encargada de la bolera, la Sra. Dees seguía impartiendo la mejor clase de Ética al plantear cuestiones como: "¿Puede el bien triunfar o, más bien, son las personas buenas la que siempre acaban puteadas, siendo el mal mucho más temerario?" Esa última parte parecía un golpe bajo que la Sra. Dees le lanzaba a la muchacha de la bolera. (...) (Págs 18-19)

Aquella vez, con los gatitos, Brianna y Jessi lo habían llamado asesino, lo que había alterado a Bo, y Jimmy les había gritado: "Mira, niños, yo me crié en un granja y uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!". Y después había llorado en la cama, contando cómo habían maullado los gatitos en la bolsa durante todo el trayecto hasta el estanque, y cómo había deseado no haber crecido en una granja, y ella casi había dicho: "Querrás decir cerca de una granja" (su padre había tenido un lavadero de coches a las afueras de Cortland), pero, a veces, cuando ella se pasaba de lista él le daba como un pellizco fuerte en el brazo y bailoteaba sin soltarla por la habitación, como si la tuviera sujeta por una especie de asa, y decía: "¿Qué dijistes? Creo que no te he oído bien" (Pág. 47)

Poco después estaba caminando por Teallback Road como una de esas personas que andan cada noche para estar delgadas, salvo que ella estaba muy lejos de estar delgada, lo sabía, y también sabía que cuando andabas para hacer deporte no te ponías vaqueros ni botas de montaña sin cordones. Ja ja. No era estúpida. Lo que pasaba es que tomaba malas decisiones. Se acordaba de Sor Lynette, cuando le decía: "Callie, lista eres, pero tiendes hacia aquello que no te beneficia". Sí, hermana, ahí lo has clavado, le dijo a la monja en su cabeza. Pero qué demonios. Qué carajo. Cuando las cosas se pusieran mejor, cuando tuviera más dinero, se compraría unas zapatillas decentes y saldría a andar y adelgazaría. Y se apuntaría a la escuela nocturna. Más delgada. Quizá tecnología médica. Nunca estaría realmente delgada. Pero a Jimmy le gustaba tal y como era. Y a ella le gustaba él tal y como era. Quizá era eso el amor: querer a alguien tal y como es y hacer cosas para ayudarle a ser aún mejor. (Pág. 54)

Ahora que le había dado una paliza a Donfrey, empezó a sentir hacia él cierto afecto. El bueno de Donfrey. Donfrey y él eran los dos pilares gemelos de la vida empresarial local. No conocía bien a Donfrey. Solo lo admiraba desde la distancia, de la misma forma que Donfrey lo admiraba a él desde la distancia. Hubo un día que todo el clan Donfrey entró en su tienda, Tiempos Pasados. La mujer de Donfrey estaba guapísima: piernas bonitas, cintura delgada, pelo largo. La mirabas y no podías desviar la mirada. Los hijos de Donfrey también habían sido estupendos; dos andróginos algo élficos debatían con calma sobre algo, ¿quizá sobre la historia del Tribunal Supremo? (Pág. 105)

Son al mismo tiempo, relatos sobre la mezquindad y la generosidad, el egoísmo y el altruismo de personajes, normalmente de clase media-baja o baja, a veces de capa caída, pero nunca abandonados del todo a su suerte. Siempre hay margen para la acción personal, a pesar de un mundo, de una sociedad inamovible e implacable. Quizá por eso ese asomo de libertad no sea más que una ilusión. Personajes que crecen a partir, normalmente, de sus propias palabras, de su pensamiento ovillado en torno a la cotidianidad, aun singular, ubicada en algunos relatos en un futuro cercano, con ribetes de cercana y tenebrosa ciencia ficción. Sí, no son cuentos de reinas o príncipes, ni versan sobre los problemas de autoestima de un ejecutivo con añoranza de fusta o de la imposibilidad del amor de una treintañera, etc.

Y los diálogos. Aquí, al igual que con los cuentos de Askildsen o de Wolff, por no salirme del marco de este blog, hay ejemplos con los que nuestros queridos/as autores/as podrían aprender algo, si quisieran. Si no estuvieran convencidos de que la naturalidad de estos grandes escritores pueden emularla con la suya propia. No se dan cuenta de que la primera está trabajada, pulida y machacada sobre el yunque de la autoexigencia ; la segunda, la suya, no es más que verborrea que emana como si nada y que suele confundirse con inspiración. "Hay que desconfiar de lo que se escribe fácil", leí algo así una vez: no son más que errores encadenados, añadiría yo.

Por poner un ejemplo:


Ma cantaba en la cocina. 
"Espero que al menos hayas sacado algo de panceta!", gritó Harris. "Un muchacho que vuelve a casa se merece comer panceta, joder". 
"¿Por qué te metes?", gritó Ma desde la cocina. "Acabas de conocerle". 
"Le quiero como si fuera mi hijo", dijo Harris. 
"¡Qué afirmación más ridícula", dijo Ma. "Odias a tu hijo". 
"Odio a mis dos hijos", dijo Harris. 
"Y odiarías a tu hija si alguna vez llegaras a conocerla", dijo Ma. 
Harris se sonrió, como si le conmoviera que Ma lo conociera lo bastante bien como para saber que sería inevitable que odiara a cualquier hijo que concibiera. (Pág. 189)

Como dice la nota previa del traductor, en estos cuentos "el lenguaje tiene la misma importancia que la trama o más". Como decíamos antes, el tono coloquial, los solecismos, la defectuosa conjugación de los verbos y las frases hechas son escogidos y creados por el autor para producir el efecto que buscaba. Lo que no es incompatible ni con el preciso manejo de la acción ni con la pertinencia de las descripciones. Cierto es, también, que cuando hablamos del estilo del autor, de la elección de las palabras y del ritmo de las frases, tendemos a olvidar al traductor, en este caso, Ben Clark. Debería ser obligatoria en todas las obras traducidas una introducción a cargo del traductor explicándonos los problemas que encaró y sus soluciones. Yo he disfrutado cuando he tenido la rara oportunidad de leerlas.

En fin, una obra artística de verdad que le reconcilia a uno (de nuevo) con la literatura, que ya está bien de obras mediocres y, lo peor, pretenciosas. Es posible, no obstante, que cuando selecciono obras extranjeras afine mucho más el tiro que con el producto local, que me aparece de sopetón y sin refinar en la prensa local y en las redes sociales, salvo alguna sugerencia personal (siempre bienvenida). No es un fácil equilibrio este entre lo local y lo internacional, entre la novedad y lo (más o menos) canonizado. Pero peor aún es la tensión que deben soportar unas cuantas lumbreras entre su rol de hombre/mujer de letras o de intelectual y la íntima comprensión de su mentecatez.











martes, 24 de octubre de 2017

'Cazadores en la nieve', de Tobias Wolff

Son días mustios, sin duda, salvo en esos espacios de fantasía y realismo mágico que son las redacciones de los medios de comunicación. No hay nada como una buena catástrofe natural o una crisis independentista para animar el cotarro y sentirse periodista, aunque sea a tiempo parcial. La irresponsabilidad de los medios de comunicación y la de los políticos es pareja a su desenvoltura en crear problemas que después son incapaces de resolver. Por no hablar del/la columnista de a diario que igual nos sermonea sobre la obligación moral de pagar la deuda nacional como la necesidad de aplicar (o no) el artículo 155 en Cataluña o de lo mal que juega la U.D. Las Palmas. Son los columnistas hermeneutas de sí mismos. Transversalidad y polifacetismo, puede ser... O despreocupación y desvergüenza. Elijan Vds.
Por otro lado, el mundillo literario canario parece haberse calmado un poco, a la espera de la próxima presentación de la enésima nueva novela negra o del inminente inicio de otro festival de novela negra. Esa calma significa, en un mundo editorial ávido de presentarnos obras necesarias, la reedición (con nuevo prólogo) de obras antiguas y, a la par, la glorificación de algún autor difunto, como es el caso de Félix Francisco Casanova, al que periódicamente se nos presenta como el Rimbaud canario y cosas así, o también, en un plano más internacional, de Roberto Bolaño, que a tenor de la publicación de sus inéditos post-mortem va camino de convertirse en el autor más prolífico de la literatura en español durante mucho tiempo y parte del siguiente.

En fin, a la espera de nuevos blancos para la crítica, hoy toca Cazadores en la nieve, un libro actual de 1981, de Tobias Wolff.






Es un lugar ya común la subestimación de los cuentos. Paradójicamente, también, la sobrevaloración. Quizá el quid de la cuestión radique en la falta de necesidad de establecer un juicio sobre un género que sólo puede definirse por el número de páginas y en comparación con narraciones que tienen más: la novela. Sin necesidad de volver a poner por escrito una relación de escritores que hicieron del cuento apoteosis literarias, el prejuicio se revela como una cuestión personal que poco tiene que ver con su potencial calidad artística. Exactamente lo mismo que cuando suspiramos de pesadumbre al enfrentarnos a una novela de 600 páginas. La impaciencia por la brevedad del cuento o la angustia ante el mamotreto novelístico deberían desaparecer inmediatamente ante el placer que suscita y el conocimiento que se adquiere ante una obra bien escrita.

Pues bien, Cazadores en la nieve es un conjunto de relatos, y ese placer al que acabamos de aludir lo encontramos en varios, aun con errores de traducción o estilo que aparecen aquí y allá. Este tipo de cuentos viene bien para enseñar comedimiento a esos autores que confunden verborrea con contenido, profundidad con moralina e innovaciones con estupideces. También, cómo no, los diálogos. A todos estos autores/as que hemos venido criticando durante este último año les vendría bien leer a autores que sepan escribir diálogos verosímiles. Creo que es sencillo el método: lees buenos diálogos y luego piensas por qué parecen buenos. Por qué los personajes no parecen idiotas cuando hablan. Intentas imitar esas sensaciones que te producen: te fijas en las palabras, en el ritmo, en la extensión. También te fijas de qué hablan. Las pausas. Las cosas que se dejan sin decir, pero que se insinúan. Cuestión de estudio, esfuerzo y perseverancia. También, talento. A este respecto, Tobias Wolf aprueba: sabe escribir diálogos, sin duda. Se pone profundo a veces, pero no nos da un curso de filosofía de todo a un euro. En otras ocasiones, aflora el humor, y no nos produce vergüenza ajena, sino regocijo. Son características que no son específicas de Wolff, sino de cualquier cuentista o novelista de calidad.

(...) Tub se calentó las manos sobre la estufa mientras Frank entraba en la cocina para llamar por teléfono. El hombre que les había abierto la puerta se quedó de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. 
-Mi amigo mató a su perro -dijo Tub. 
El hombre asintió sin moverse. 
-Debería haberlo hecho yo. Pero no fui capaz. 
-Quería tanto a ese perro -dijo la mujer. El niño se removió y ella lo meció. 
-¿Le pidió usted que lo hiciera? -preguntó Tub-. ¿Le pidió usted que matara al perro? 
-Era viejo y estaba enfermo. Ya no podía masticar la comida. Lo hubiera hecho yo mismo pero no tengo escopeta. 
-De todas maneras, no hubieras podido -dijo la mujer-. Ni en un millón de años. 
El hombre se encogió de hombros.

(De Cazadores en la nieve)


-¿Sabes? -dijo ella-. Tenía la sensación de que te vería esta noche, aquí o en la lectura de poemas. 
-No sabía que hubiera una -dijo Brooke-. ¿Quién es el poeta? 
-Francis X. Dillon. ¿Es amigo tuyo? 
-No. ¿Por qué me lo preguntas? 
-Bueno, como los dos sois escritores... 
-He oído hablar de él -dijo Brooke-. Por supuesto. 
La poesía de Dillon le gustaba mucho a sus alumnos más jóvenes y a su suegra. Brooke había cogido uno de sus libros en unos almacenes no hacía mucho, intrigado por la propaganda de la contraportada, en la que se afirmaba que el poeta había sido traducido a veintitrés idiomas, entre ellos el hindú. Mientras volvía las páginas Brooke se formó la imagen de un gurú en una celda oscura leyendo estos espantosos versos a la única luz de su propia aura mística. Ahora pensó que sería una lástima perder la oportunidad de ver a Dillon en persona.   
(De Un episodio en la vida del profesor Brooke).

Mi madre leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a ella, la leyó. "¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?" fue lo que pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa de cuatro y ahora eran las cuatro.

(De El mentiroso)


La literatura se adapta a lo que cada uno es capaz de ofrecer como autor y también a lo que es capaz de leer como lector. Esa es su maravilla, pero, asimismo, es la coartada a quienes han decidido que su afición se vuelva pública sin que le acompañe nada más que la mera voluntad. Les confieso que en mi utopía particular el mundo está repleto de libreros sabios y de editores exigentes. Y de traductores que no escriban cosas como: "Por qué te casastes con ella?" o "A los niños les encanta Dickens y Sir Walter Scott". Los primeros aconsejarían bien y los segundos seleccionarían mejor. Respecto de los terceros, la práctica de la (buena traducción) no es ni más ni menos que una compleja labor intelectual que tampoco está al alcance de cualquiera. En todo caso, no creo que haya habido una época dorada en la que sólo se publicaran autores excelentes, ni otra en la que hubiera periodismo de verdad.

Abajo la nostalgia. Viva la esperanza.