sábado, 8 de junio de 2019

'El santo al cielo', de Carlos Ortega Vilas

Muchos de nosotros conocemos a aquellas personas con alma de artistas, pero con poca predisposición a convertirse en uno/a de ellos. Estas personas consideran que lo tienen todo para serlo, lo único que les molesta, lo que les irrita de verdad, es la necesidad del trabajo previo. Así, en nuestro ámbito literario, no es extraño que muchos aspiren a disfrutar del status de escritor convenciendo a la gente a su alrededor de que lo son. Es posible que no haya una obra convincente detrás, incluso que no haya ninguna. Porque ser escritor (o hacerse pasar por uno), aun en nuestros días, proporciona brillo, glamour y da oportunidades para convertirse en una figura pública. Esto se agrava cuando, además, se tiene acceso de manera regular a un medio de información. En cambio, escribir en la soledad del cuarto, romper y tirar papeles a la basura (o a la papelera de reciclaje de la computadora) y cargar con una grave y casi permanente sensación de incompetencia carece de todo lo anterior. A grandes rasgos, los que quieren ser sin los penosos prolegómenos del esfuerzo y de la reflexión (y añadamos algo de talento) son o unos farsantes o viven el efecto Dunning-Kruger; mientras que los que quizá no son (y probablemente no lo sean nunca) escritores, pero quieren escribir suelen estar afectados por el síndrome del impostor. 

Una derivación de este aparentar para ser, reflexiono, es la obsesión que tienen algunos por formar parte de un museo, aun metafórico. Quieren ser inmortalizados antes de tiempo: quieren toda la gloria en vida, y se multiplican por todo tipo de actos -presentaciones, entrevistas, tertulias radiofónicas-televisivas, pregones, conferencias y lo que haga falta, incluso compilan sus ocurrencias y las venden como libro, mientras que su escritura no es que se resienta sino que nunca ha sido nada del otro mundo, nada de la que pudiera deducirse que se convertirá en algo valioso literariamente. No desdeño la posibilidad de que una vez un/a autor/a de calidad consiga esas migajas de fama y transija con las imposiciones de la promoción publicitaria le resulte complicado salirse de esos raíles.

Tampoco nos sumamos en la tristeza o en la desesperación. Existe un amplio número de escritoras y escritores excelentes cuyas obras nos regocijarán en grado sumo, por un lado, y contribuirán a ampliar nuestra visión del mundo de maneras imprevistas, por otro. Tantos y tantas que, en realidad, no tendríamos tiempo para perderlo con todos esos postulantes a la fama y al reconocimiento que no tienen nada valioso que ofrecer. Pero si no queremos leer solo a los clásicos, si queremos leer también a los modernos y a los coetáneos, ¿como adentrarnos en la terra incognita de las novedades editoriales? 

La respuesta inmediata es la de buscar la opinión ajena y confrontarla con la propia: es aquí cuando entra en escena el crítico o el reseñador. El problema es encontrarlo con a) conocimientos suficientes; y que sea, además, b) independiente y c) honrado. Lo más sencillo es averiguar a): la lectura de sus textos nos indicará si sus opiniones nos resultan esclarecedoras, si de algún modo ofrece una imprevista y convincente apertura a la obra en cuestión y a la literatura, en general, etc. En cambio, descubrir b) y c) es algo más difícil. Aquí casi siempre se tratará de una cuestión de confianza, que no solo puede venir dada por a) y que, además, tiene una cualidad inconmensurable, que varía según la persona (la opción de concederla o retirarla). 





Para evitar circunloquios, les declaro ya cuál es mi opinión general sobre la novela de hoy, El santo al cielo: está muy por encima de la mayoría de las obras de los autores locales (y españoles) que he leído y reseñado en este blog. Sé que la nómina de escritores canarios que aprecio es bien reducida, pero existe. 

El santo al cielo, publicada en 2016, narra la investigación, en primer lugar, de una muerte que no llega a ser misteriosa. En efecto, en pocas páginas sabremos quién es el muerto y quién lo ha matado. Después, claro, el asunto se complica, como es de esperar. Así pues, esta novela detectivesca, con ribetes de negritud, no juega a la habitual diseminación de pistas y sospechosos/as para la resolución sorprendente final. Algo de sorpresa hay, pero no consiste en la averiguación del causante del primer óbito. A lo largo de sus más de 550 páginas, el autor, tras un narrador cuasi omnisciente con detalles de estilo indirecto libre nos relata los avatares y pormenores de la investigación a cargo de un inspector del cuerpo nacional de policía, Aldo Monteiro, y de un teniente de la guardia civil, Julio Mataró, quienes, junto con la sospechosa, Silvia Manzanares, serán los personajes principales a través de los cuales se vehicule la historia. 

Debo reseñar que, gracias a Dios o a cualquiera de sus sucedáneos, no encuentro en la novela (más allá de algunos ejemplos aislados) esos tópicos, esa pretenciosidad, esa impostura en el tono, ese reguero de frases hechas y de pensamiento común de desguace tan lamentablemente habituales en la producción literaria canaria y patria (si son lectores habituales del Polillas, ya se harán una idea), y no solo hablo de literatura negra. Es, por el contrario, una novela sólida, con un argumento bien estructurado, con personajes bien delimitados y diferenciados, que son sobre los que se construye una novela negra que se precie, y diálogos ágiles que contribuyen al desenvolvimiento de la trama. Aprecio una novela trabajada, en definitiva, lo que ya de por sí, y aunque solo sea por comparación, demuestra que Ortega Vilas es escritor, y no solo lo parece.


-Daniel Manzanares tenía quince años-explicó el inspector, tras darle un sorbo a su limonada-. No es que fuera el más popular del instituto, pero tampoco era un bicho excesivamente raro. Sus profesores le apreciaban, vagamente, porque era disciplinado, creo. Hoy en día lo que más valora un profesor en un alumno es que aguante sentado una hora seguida y, sobre todo, que no lo agreda. Por lo demás, debía de pasar bastante desapercibido: nadie tenía una opinión muy formada sobre él. Un buen chico, decían, como si estuvieran hablando del caniche del vecino. Sin embargo, en los meses anteriores a la desaparición su rendimiento escolar había caído en picado. Las últimas calificaciones no era como para tirar cohetes, precisamente... 
-Y lo llevaba mal -añadió Julio. 
-No sabemos cómo lo llevaba, teniente. En clase no hacía gran cosa por superarse, y en casa... En casa no creo que les importase demasiado que el niño no fuera una lumbrera. Papá tenía dinero de sobra como para ver un hándicap en eso. Que yo sepa, a los ricos y a los bellos no se les exige que encima saquen buenas notas. 
-No empiece a divagar o nos cierran el garito antes de que diga algo importante. 
-Importante lo es todo, Julio, porque solo disponemos de ese material: divagaciones y conjeturas (...). (Pág. 62)



-¿Lo huele? -dijo Julio cuando salieron a la calle. 
-¿Qué cosa, teniente? -contestó Aldo, con aire distraído. 
-Va a caer una buena nevada. Se respira en el aire. 
-Vaya... Es usted todo un sabueso. Y eso que fuma. 
-Fumo ocasionalmente. ¿Qué le dijo Linares? 
-Nada. Solo que Marcos quería verme. Parece que hay novedades. ¿Dónde dejó esa reliquia de coche? 
Julio hizo un mohín de disgusto. 
-¿Qué soy ahora? ¿Su chofer? 
-Detecto cierta animadversión en su tono, teniente. Si le molesto, puedo ir por mi cuenta. 
-No, no es eso. -Julio suspiró -.Es esa subinspectora... Me hace luz de gas. 
-¿Luz de gas? ¿A qué se refiere? -preguntó Monteiro, sorprendido. 
 -Actúa como si yo no existiera. 
-Entonces le hace vacío, teniente. Ande, abra el coche de una vez. -Aldo se detuvo ante la portezuela del cupé amarillo-. Se me están congelando las neuronas. Y creo que a usted también. (Pág. 79)


El Parador Nacional de Santa Marina ocupaba el solar de un palacio del siglo XVI en el que, según los cronistas, Carlos I había pernoctado al menos en una ocasión, allá por la revuelta de las comunidades. Desde el vestíbulo principal -decorado con armaduras y tapices que mostraban escenas de cetrería- se accedía a un patio interior, y desde allí, al restaurante, construido en las antiguas caballerizas. Julio se tranquilizó tras encontrar una máquina de tabaco y comprobar que había zona de fumadores. El comedor, abovedado en piedra vista, olía a leña y, tenía que reconocerlo, rezumaba encanto. Apenas quedaban clientes. El camarero le puso la carta delante de las narices, servicial y taxativo a partes iguales.  
-¿Qué desean beber los señores? -dijo con una sonrisa distante, las manos detrás de la espalda. Julio lo miró de reojo. No estaba mal. 
-¿Prefiere carne o pescado? -preguntó el inspector. 
-Carne -contestó, sonrojándose. Al leer la carta de vinos, el estómago se le encogió-. No quiero vino. Solo agua. 
-¿Agua? tonterías. Nos trae una botella de... ¿Le gustan los espumosos, Julio? (Pág. 255)


Habiendo despejado ya la incógnita respecto del primer nivel del análisis, el lenguaje (en el cual naufragan casi todos los escritores locales aquí reseñados) vayamos a lo que considero que son sus defectos. Defectos que, recuerdo, deben ser considerados a la luz de una exigencia respecto de una literatura que no solo se considere bien escrita, aspecto que El santo al cielo ha aprobado con nota, sino que aspire a la grandeza:

a) Echo en falta en esta novela más atmósfera. Salvo en escenas concretas, tengo la sensación de que falta, si me permiten el palabro, fisicidad. Como si el enfoque permanente en los pensamientos, sentimientos y sensaciones de los tres personajes principales coadyuvara al aligeramiento del entorno. No es que necesite la casa encantada, el callejón de la emboscada o el garito de la rubia que canta, pero sí que el entorno mueva, al menos, a cierta sensación, si no a un estado de ánimo concreto y no tan neutro, ya que no es esta, precisamente, una novela de ideas.

b) Los personajes arrancan muy bien, con unos caracteres principales con personalidad propia, así como algunos de los secundarios. Pero percibo que, ignoro si por incapacidad o por estar excesivamente absorto en el desarrollo de la acción, minuciosa, por otro lado, Ortega echa el freno de mano en la autonomización de los personajes, salvo, quizá, en el caso de la sospechosa. Esto se nota, sobre todo, en el caso del inspector Monteiro. Se vuelven, digamos, demasiado funcionales, demasiado subordinados a la trama.

c) Una novela perdurable de algún modo u otro nos presenta dilemas morales. No los resuelve, ¿porque quién puede resolverlos según qué situaciones? Algunos son insolubles. No estoy seguro de que los conflictos aquí expuestos (o tal vez la manera en que están planteados) le otorguen esa dimensión atemporal. 

d) Si bien, como he señalado, el narrador es cuasi omnisciente, es decir nos informa de la interioridad de los tres personajes señalados, me parece algo manipuladora la ocultación de datos, sobre todo en el caso de Silvia, la sospechosa, que solo a partir de cierto momento de la investigación (bien avanzada la novela) piensa con determinadas palabras. En este sentido, la sensación de trampa se evitaría con un narrador externo que nos indicara sus acciones, pero no que transcribiera sus pensamientos.

e) Una novela negra o detectivesca (en realidad, cualquier novela) no tiene por qué ajustarse a unas reglas determinadas, no tiene por qué seguir un canon, ya sea el inspirado por Hammett, Chandler o Thompson, o Poe, Christie, Conan Doyle o Highsmith, por citar los más conocidos por el gran público. Fíjense, si no, en Noir, de Coover, sin ir más lejos. La objeción que le planteo al autor es la de si no se ha preocupado en exceso por adecuarse al estándar del género, si no se circunscribió a lo conocido en su empeño por llevar a cabo un estreno sin mácula. En este sentido, y sé que es una exigencia quizá exagerada (una exigencia que, desde luego, sólo puede hacerse a quien ya ha demostrado un nivel notable), quizá habría hecho bien en sacudirse un poco las hechuras del oficio, en dar más cuerda a las posibilidades latentes en la historia y, cómo señalé antes, a los mismos personajes. Un poco de locura siempre viene bien, y más en nuestra modernidad, en la que en el Arte, al menos, ha saltado por los aires cualquier tipo de normatividad. En este sentido, la novela sí peca de convencional.

f) Lo mismo puede decirse del idiolecto. El estilo del autor es sobrio y correcto. El aspecto positivo es que así no se permite las cursilerías y memeces como las que he señalado mil veces en otras reseñas. En este sentido, no encuentro reproches. Sin embargo, y como en c), yo habría apreciado un estilo más personal, mayor exuberancia en el lenguaje; en definitiva, mayor riesgo. Descartando que nadie, y tampoco el autor, quiera ser Azorín, cualquier novela, incluso una de género, alberga posibilidades estilísticas inéditas que haría bien en desarrollar cualquiera con capacidades literarias, como parece ser el caso de Carlos Ortega Vilas.

EN DEFINITIVA, si es usted aficionado/a al género negro o al policíaco y también atento lector de las novedades, le señalaría que El santo al cielo está por encima de la producción habitual. Con toda la bazofia que habrá tenido que leer, esta novela le resultará pulcra, aseada y de calidad, si es que a estas alturas es capaz de apreciar esos rasgos, dado el nivel medio de la edición novelística canaria y española.













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