jueves, 29 de marzo de 2018

'El futbolista asesino', de Nicolás Melini

Disfruten de lo que queda de esta semana tan festiva, tan católica y tan laica a la vez, tan de Cristos sanguinolentos y tan de azul de piscina, porque la próxima semana comienza el carrusel de presentaciones de libros, a modo de preparación para EL GRAN EVENTO, la feria del libro. LA FERIA. Es en este lapso de tiempo cuando el buenrollismo alcanzará uno de los picos del año, donde la sonrisa y la carcajada, los ojos achinados por el regocijo y las palmotadas en la espalda se combinarán en diversos grados de afecto e hipocresía. Maestros de ceremonias correrán de un lado para otro ofreciendo sus servicios; escritores/as que no debieron serlo y escritores que no deberían ser otra cosa, inquietos en busca de un presentador que le dé lustre (vayan Vds. a saber por qué) a su libro, recurriendo a veces a espectros del pasado. Hay incluso escritores que siempre están presentando libros de otros. Es la feria amigos, es el circo. Con sus funambulistas buscando el equilibrio entre talento y la promoción, entre la escritura y la cadena de favores. Ya que estamos en Semana Santa, aparta de nosotros, Señor, ese cáliz.

Menos mal que siempre nos quedará la Literatura. En cierto modo, es un descanso que la novela pueda funcionar aislada de su autor/a, incluso del contexto en que se escribió. Nos ahorramos así las vanidades, las deudas, los acuerdos, las reseñas babosas, las casetas desde la que asoman la cabeza como cucos, las miserias personales... Nada de eso se hace presente cuando abrimos el libro y comenzamos a leer. 

Otra cosa es que no pasemos de la primera página.

Esto último, sin embargo, no se puede decir en absoluto del libro que reseñamos en esta ocasión:






Podríamos comenzar diciendo, para calentar, que el libro se publicó en 2000, y que la edición que manejo es de 2012 (ejemplar de segunda mano, con dedicatoria incluida: "Para Marixa (ilegible) con un fuerte abrazo. Madrid, febrero, 2012". Esto fijo que causa algún efecto mariposa). Ya saben que me gusta que cierta anarquía temporal reine en mis reseñas, tanto en las fechas de publicación como de los libros de los que escribo. Estar siempre pendiente de la novedad suscita cierto hastío, sobre todo porque la mayoría de ellas dan vergüenza ajena, y uno concluye que no vale la pena el esfuerzo. Así, ni Vds. ni yo mismo podemos predecir cuál será la próxima reseña. Tamaña imprevisibilidad resulta, creo yo, fértil.

Por otro lado, la portada de la edición que manejo (véase más arriba) me parece espantosa. Aunque, bien mirado, es de un kitsch que podría satisfacer ciertos gustos posmodernos, o a mí mismo en otro estado de ánimo más loko. No obstante, a pesar de ese ojo que, según leeremos, podría constituir una alusión a Buñuel, abro por la primera página y me encuentro con un texto que vale la pena.

LA NOVELA

El futbolista asesino comienza in medias res, justo antes de la perpetración de un asesinato. Terminará igual, con el mismo nefando acto, con lo que podríamos decir, utilizando una metáfora geométrica, que se cierra un círculo. Sin embargo, y aunque la narración procede del mismo asesino, es decir, en primera persona, se nos escamotean tanto las razones de los asesinatos, o la falta de ellos, como del momento elegido. Ignoramos si hay precedentes, si surgió por un capricho o por una fatal determinación suscitada por lo que fuera. Cuándo decidió volverse omnipotente, cuándo juez, para decidir sobre la vida y muerte de aquellos/as que se cruzaron en su camino. 

Intuimos un trasfondo familiar pobre y desgraciado por alusiones, pero el narrador y asesino, Felo, el futbolista asesino, está tan centrado en sí mismo que apenas tiene tiempo ni ganas para explicaciones o para la lógica de sus actos. Sin embargo, su voz resuena con fuerza, su nihilismo posee una fuerza singular y las imágenes que describe son vívidas, combinando un lirismo profundo respecto de su entorno con una minuciosidad desasosegante respecto de sus crímenes. No es Raskólnikov, sin duda, pero tiene voz propia en el indiferente universo que le rodea. Un universo capitalista posfordista, diría yo en un rapto de emoción izquierdista, en el que "no hay tal cosa como sociedad, sino solo individuos", y cada individuo se pretende estrella fugaz, cometa que vaga solo en un rumbo incierto. Un universo de soledades; y algunas, homicidas.



Bajamos caminando por la carretera. Hay un rielar muy cursi en el mar. Es el reflejo de la luna, pero también se reflejan, abajo, las luces de la avenida. O sea, que el mar es una fuente de luz en la noche. Y además están las luces de un par de buques y unos cuantos pesqueros. Me pregunto cómo verán los pescadores, desde mar adentro, la ciudad. La oscuridad está salpicada por las luces de las casas que se desperdigan en el campo. Trepan la ladera de la noche hacia el cielo, y se concentran, como inmensas galaxias, en pequeñas poblaciones. La pista del aeropuerto también es toda luces junto al mar, y ha debido empezar el concierto, porque la voz amplificada de un cantante rebota entre los barrancos y nos alcanza su eco retardado. (pág. 19)

Un montón de pececillos negros me pellizcan los pelos de los pies allí donde los hundo, y me hacen cosquillas. Resulta gracioso que los pececillos se congreguen peregrinos a mis pies, como a los pies de un dios, y se peguen entre sí y se amontonen para besármelos. La diestra es buena, les informo, aunque la zurda no es manca. (pág. 57) 


Si yo fuese de otra forma -más organizado-, en vez de andar improvisando crímenes hubiera viajado a Londres, hubiera alquilado una habitación con vistas a Hyde Park y hubiese esperado pacientemente con  un buen rifle de repetición cargado a que apareciera, por ejemplo, Vargas Llosa y su mujer haciendo footing. No dispararía a diestro y siniestro, porque nunca he sido partidario de la arbitrariedad. Pero si no he conseguido planear medianamente bien mi vida, cuánto menos hubiera sido capaz de planear algo así. Además, tengo muy mala puntería. Después de errar el tiro soplaría el cañón del rifle con un rictus de suficiencia y diría en voz baja: "Perdona, Mario, pero eres lo más parecido a la luna que he encontrado a tiro.Te mereces un francotirador a la altura de las circunstancias, un artista de la puntería capaz de alcanzar sus sueños con un solo disparo". Porque lo que yo quiero de verdad es disparar contra la luna. Apuntar bien con la punta del capullo y alcanzarla de un chupinazo. Pringarla y preñarla tan certeramente como si tuviera la NASA en los huevos. (págs. 88-89)


A mí, esa mención a Vargas Llosa me hace gracia, lo reconozco.

La intensidad de las apenas cien páginas es notable, salvo en algún momento, lo que tal vez pueda contribuir a producirnos una impresión demasiado buena, dado el carácter apremiante de la narración, aun con un final previsible. Yo, en particular, espero que una novela no sea un mero relato de acontecimientos, por muy bien escrito que esté. Echo de menos cierto desarrollo moral del personaje principal, a cuyo lado, percibo, los demás palidecen. Quizá es que en el egocentrismo supremo del asesino los demás somos excusas o motivos para la acción, nada más. También puede ser que el autor no haya sabido dotarles de mayor consistencia. A pesar de ello, los diálogos que entabla Felo con otros personajes son creíbles y a veces ingeniosos. Resultan verosímiles sin ser vulgares, lo que no es poco. 

Son, en buena medida, esos personajes secundarios, empero, los que evidencian la debilidad de la novela. Incluso Silvia, la novia del personaje, carece de la densidad necesaria para proporcionarnos contexto, y su intervención final no por más dramática y patética la hace más convincente. Hay algo en esa escena final entre los dos que me parece fallida: habría apostado por otro desarrollo que sirviera para adentrarnos en las complejidades de la personalidad de Felo.

Como conclusión, señalaría que es una novela que se lee con facilidad: una trama lineal, unos diálogos jugosos y una narración en primera persona de un ser obsesivo y asesino cuya trayectoria no deja de aterrarnos y fascinarnos. Esa narración, además, tiene el tono necesario a las andanzas del personaje. Su vida interior, aunque limitada, salvo escasos episodios, a sus actividades presentes, está contada de forma vigorosa y sin concesiones visibles al ego del autor (un defecto demasiado común, a tenor de pasadas experiencias lectoras). Por el lado negativo, la historia parece algo coja, falta quizá de ese contexto mayor (aunque solo fuera algo mayor) que nos permitiera atisbar más y mejor la personalidad del protagonista y de sus acciones, de su crescendo sanguinario. Hasta un asesino que mata (aparentemente) sin motivo tiene una historia y una psicología en su trasfondo. 

¿Que si la recomiendo? Pues sí: El futbolista asesino, con sus defectos, se eleva notablemente sobre la media en la producción literaria canaria que he leído desde que comencé con este blog. Si eso es mucho o es poco, ya lo dirán Vds.




P.D. Aquí les paso una mención de nuestro cascarrabias feisbukiano favorito, en su nivel habitual.













martes, 20 de marzo de 2018

'Gilead', de Marilynne Robinson

La próxima Feria del Libro en LPGC ya tiene fecha: del 29 de mayo al 3 de junio, supongo que en el parque de San Telmo (que tiene zona para chuchos, y todo). Lo que me parece muy bien: estarán allí los hardcore fans cuyo entusiasmo será proporcional a la cola que tendrán que hacer para recibir la firma venerada de los/aa escritores/as de moda, quienes, con más o menos sufrimiento, con más o menos regocijo, procederán a estampar su caligrafía en los libros de esa masa mendicante; estarán los habituales escritores de novela negra y lo que haga falta sacándose fotos con otros colegas del oficio para mostrar al mundo entero que son muy amigos de sus amigos y gustando de pasear por la playa; quizá, ojalá, otro/a cantautor/a con ínfulas líricas sobrevenidas, a ver si cuela; o esas autoras de novela rosa/romántica/erótica que parece que no están, pero que, según leo, venden mucho; espero encontrarme, cómo no, con los mismos libros a la venta en todos y cada uno de los expositores, viva la originalidad y canto cósmico a la repetición y el eterno retorno; estarán los ciudadanos noveleros y ciudadanas noveleras, que lo que se dice leer no leen mucho, pero qué más da, total, está todo en Internet y así damos una vuelta; y tendremos las presentaciones de novelas, poemarios y demás quincalla habitual con pretensiones a cargo de maestros/as de ceremonias que ni se han leído el libro en cuestión ni falta que hace, para lo que suelen perpetrar: esa mezcla de elogio sin fundamento con baba de adolescente enfebrecido. 

Será, como ha sido, ajustándose al concepto, una feria. Solo que en vez de productos agrícolas, maquinaria industrial, bondades del turismo isleño, espirales políticamente inocuas de Chirino o cosas en general de Dámaso, lo que se venderá serán libros (y alguna piedra con poderes magnéticos, que también). Yo agradecería (sugerencia a los organizadores) degustaciones de quesos y canapés variados, pero no todo va a poder ser.

Es posible, además, que disfrutemos de días agradables, sin demasiado sol, pero sin viento, alguna nube borriquera, quizá, para dar ese paseo entre la multitud aparentemente afín. Igual hasta nos decidimos a comprar un libro. Para eso es la feria, en primer lugar.

Vamos ya con lo nuestro, que se me impacientan:


Qué puedo decirles de Gilead, una novela que consiste, grosso modo, en la extensa carta que le dirige un padre septuagenario, reverendo por más señas, a su hijo pequeño a modo de legado extraído de la memoria. Un diario sin fechas, en definitiva. Pues les puedo señalar, por ejemplo, que en ningún momento incurre en ese error de caer en la sensiblería a la que el tema se presta casi sin querer; tampoco, ni mucho menos, en el empalago autorreferencial o en el llanto por aquí, llanto por allá a lo que tan dados es, por ejemplo, algún ubicuo representante de la literatura local. Todo lo contrario: la autora hace que el narrador se exprese con tono contenido, a veces con un humor suave y chispeante a la vez, de tal modo que sus recuerdos se suceden dibujando el espíritu de un lugar y una época y, al mismo tiempo, perfilando el carácter de quien los narra.

La religiosidad impregna toda la narración, pero una religiosidad a veces panteísta (aunque no sea esa su intención, quizá) a la manera de los trascendentalistas norteamericanos del siglo XIX. Es quizá por ello por lo que no molestará a los ateos irredentos ni a los indiferentes en cuestiones teológicas. 

Ya he señalado en alguna ocasión que no es lo mismo leer fácil que escribir fácil. Lo primero es lo que ocurre cuando leemos a maestras/os de la palabra, como, por ejemplo, a Marilynne Robinson y a sus traductoras, Montserrat Gurguí y Hernan Sabaté. Lo segundo es el error en el que incurren, una y otra vez, escritores de tercera fila que aspiran, sin ser conscientes del esfuerzo que supuso, a imitar esa facilidad (que sí, que también hay escritoras/es grandes que son difíciles de leer, pero no me refiero aquí a ellas/os), con los resultados deplorables que todos conocemos. El infierno literario está lleno de malentendidos como este.

Aquí extraigo algunos párrafos a modo de ejemplo:


Mi madre también estaba orgullosa en grado sumo de sus gallinas, sobre todo cuando el viejo se marchó y nadie le asaltaba el corral. Seleccionadas con juicio, el gallinero prosperó, dando huevos a un ritmo que le asombraba. Pero una tarde se formó una tormenta y una ráfaga de viento arrancó el tejado del corral y las gallinas salieron volando, succionadas por el vendaval, supongo, y también "comportándose como gallinas que eran", como reza el dicho de esta tierra". Mi madre y yo presenciamos el suceso porque, cuando había olido la llegada de la lluvia, me había llamado para que la ayudara a recoger la colada del tendedero. 
Fue un desastre general. Cuando el techo golpeó la cerca, apenas una tela metálica clavada a unos cuantos postes que no resistió más de lo que lo habría hecho una mera telaraña, había gallinas alzando el vuelo hacia los pastos, gallinas alzando el vuelo hacia la carretera y gallinas sin intenciones claras, comportándose como gallinas que eran. Entonces, entraron en acción los perros de la vecindad, así como los nuestros, y en aquel momento la lluvia arreció de verdad. Ni siquiera podíamos llamar a nuestros perros. El alborozo de éstos adquirió un tinte de vergüenza, me parece recordar, pero los demás canes ni siquiera nos prestaron tanta atención. Nunca en la vida se lo habían pasado tan bien. (págs. 42-43)

A veces me siento como si fuera un niño que abre los ojos al mundo, ve cosas asombrosas cuyos nombres nunca conocerá y luego tiene que volver a cerrarlos. Sé que todo esto son meras apariencias en comparación con lo que nos aguarda, pero eso sólo las hace más encantadoras. Tienen una belleza humana. Y no puedo creer que, cuando todos hayamos sido transformados y dotados de incorruptibilidad, lleguemos a olvidar esta fantástica condición nuestra de mortalidad e impermanencia, el gran sueño luminoso de procrear y perecer que para nosotros lo significaba todo. En la eternidad, este mundo será Troya, creo, y todo lo que ha sucedido aquí será la épica del universo, la balada que se cante por las calles. Porque no imagino ninguna realidad que deje ésta en las sombras por completo, y creo que la piedad me prohíbe intentarlo. (pág. 66).

"Extraño es el fruto de la adversidad." Dese luego que sí. Cuando estoy aquí arriba, en mi estudio, con la radio puesta y algún viejo libro en las manos y es de noche y el viento sopla y la casa cruje, olvido dónde estoy y es como si durante un par de minutos volviera a encontrarme en tiempos de penalidades, y la experiencia destila una dulzura que no comprendo. Sin embargo, esto no hace sino realzar su valor. Lo que planteo es que nunca llegas a conocer la verdadera naturaleza de nada, ni siquiera de tu propia experiencia. O tal vez ésta no tiene una naturaleza fija y cierta. Recuerdo a mi padre agachado bajo la lluvia, con el agua goteándole del sombrero y dándome de comer la galleta con su mano tiznada, con las ruinas ennegrecidas de la iglesia al fondo y el humo alzándose donde la lluvia caía sobre las brasas. Recuerdo el aguacero y a las mujeres entonando La vieja Cruz nudosa mientras se ocupaban de todo con sus delicados movimientos, casi como si bailaran al son del himno. En aquella época, ninguna mujer adulta permitía nunca que la vieran con los cabellos sin recoger, pero aquel día incluso las venerables ancianas llevaban la melena suelta a la espalda, como si fueran colegialas. Resultaba muy gozoso y triste. Vuelvo a mencionarlo porque se me antoja que buena parte de mi vida quedó comprendida en este momento. La aflicción me ha devuelto más de una vez a esa mañana, en la que tomé la comunión de manos de mi padre. Sí, recuerdo aquello como una comunión y creo que eso fue, exactamente. (págs.107-108)

Así, la fuerza de la prosa se manifiesta en la firmeza del trazo de los personajes que van apareciendo: hechos de carne, hueso, sangre, virtudes y mezquindades, coraje y cobardía. Humanos, muy humanos, sin atisbo de afectación, encartonamiento o impostura. 

Gilead, en fin, me parece una novela hermosa, por muy vacío que pueda ser el adjetivo. Me lo parece tanto por la forma: esa cuidadosa elección de las palabras, de la longitud de las frases y párrafos, la elección de las anécdotas y escenas; como por la moral que desprende: esos actos estúpidos y maravillosos de esos seres de destino siempre trágico que somos los humanos. Al fin y al cabo, es tanto una carta de amor a su hijo como una indagación en la propia existencia del padre y de sus amigos y vecinos. Una indagación que provoca una evolución del narrador a medida que avanza la escritura y que no podemos dejar de percibir. Es asimismo un espejo contra el que puede mirarse el/la lector/a: es posible que debido a nuestro cinismo y a nuestra mezquindad no estamos a la misma altura, que carezcamos de esa grandeza. Lo que no deja de inquietar, pero también de admirar. Digamos que la lectura de esta novela propicia que cierta calma reflexiva se asiente sobre nuestro ánimo, que cierta comprensión ampliada, que a buen seguro se desvanecerá con las horas, nos permita mirarnos y mirar a los demás de otra manera.

Qué simple aparenta ser, a veces, la belleza.


P.D. Tras escribir la reseña, y buscando otras sobre la misma novela encontré esta del famoso crítico literario James Wood, con el que coincido, curiosamente, en la selección de algunas citas.































viernes, 9 de marzo de 2018

'Días de paso', de Javier Estévez

A veces, no sé muy bien por qué, sin duda presa de un estado de ánimo singular, me vienen a la mente aquellos versos de Bécquer: "Yo sé un himno gigante y extraño /que anuncia en la noche del alma una aurora": una caliginosa calma que me gustaría que presagiara eventos formidables. Puede, sin embargo, que no sea más que melancólico pensamiento desiderativo, en vista de la continua decepción del devenir. Pues las noches del alma son bien oscuras, y encontrar los caminos que nos permitan emerger de ellas resulta, con el paso del tiempo, cada vez más difícil.

En mi caso, esos estrechos caminos están pavimentados, además de con buenas intenciones, con libros, con el legado cognitivo y a veces estético que otros seres humanos -los imagino también en la oscuridad, apenas iluminados por un fanal anacrónico- se esforzaron por dejarnos. Es por eso por lo que la creación humana en muchas de sus vertientes es admirable -evito nombrar aquí los monumentos a la iniquidad-. Nos sacan de nuestro quicio, de la conformidad enraizada en la impotencia y en la ignorancia, y a veces nos empujan a salir de nosotros mismos, a descentrarnos. No siempre somos tan detestables como solemos demostrar a diario.

Por algo nos sentimos atraídos por el arte, como descubrimiento, y por los avances científicos y sociales: la apertura hacia lo nuevo, el develamiento de lo oculto, la transformación de uno/a mismo/a como resultado, a pesar de nuestras miserias personales  y como especie.

En fin, todo lo anterior es más un torpe canto a la esperanza que la constatación de un pesimismo siempre disponible.






Este es un libro cuya lectura surge como recomendación de un lector habitual de este blog (y también reseñador por un breve periodo). Lo cierto es que, quizá por el tráfago de aquellos días, tras unas pocas páginas lo abandoné. Tiempo después, y sin que ninguna motivación especial me animara a ello, volví a su lectura. ¿Qué había cambiado en ese tiempo? Quizá cierta pausa. 

Esa pausa es necesaria para leer Días de paso. Salvando las distancias, en ciertos momentos nos recuerda esas lecturas silvestres de Thoreau o cosmológicas de Stapledon en las que uno entra reticente y sale ungido. Hay una trama, sin duda, pero creo que uno de los valores de la novela radica en la capacidad de expresar sin cursilería el lirismo que la naturaleza (el mar, el bosque) de Gran Canaria hace aflorar en el narrador. El autor logra transmitir sin pretenciosidad un panteísmo convincente, personaje mediante, con un vocabulario ajustado, sin sumirse en términos demasiado técnicos que pudieran alejar al lector ignorante, como yo mismo, en materias geobotánicas.

La obra comienza con el descubrimiento de un diario en una casa: la técnica del manuscrito encontrado. Es el diario de un botánico que en los años de la ocupación francesa a principios del siglo XIX tiene la intención de viajar a La Habana y se ve obligado a recalar en Gran Canaria, en el imaginado pueblo de Lucena (aunque existe un caserío llamado así en el municipio de Gáldar), mientras en la vecina isla de Tenerife se ha desatado un episodio de fiebre amarilla que tiene a la isla en cuarentena. Allí, en Lucena, permanece alrededor de un año.

Como si el autor estuviera cada vez más seguro de sí mismo, de su capacidad para crear este mundo mitad imaginado, mitad real, de Lucena y sus alrededores, la novela va desplegándose lenta pero firmemente. Además de la geografía isleña, descrita con algo más que entusiasmo, Éstevez se centra en mostrar la posibilidad de la amistad, en subrayar la latencia de fraternidad entre desconocidos. Pero sin almíbares empalagosos ni con la filosofía pretenciosa de tanto escritor ensimismado, sino con sencillez, sabiendo, simplemente, elegir bien las palabras y la cadencia de las frases.


Pero es en el fondo de los valles, en las alargadas hondonadas donde se extiende el reino de la umbría, donde crecen los árboles más espléndidos de todo el bosque, donde cada ejemplar irradia tal majestad y solemnidad, tal porte y altura que entremezclados con la bruma ofrecen una atmósfera irreal. Fue en este punto donde al unísono descendimos de nuestras monturas. Nadie nos obligó y nadie lo propuso, pero de una manera natural entendimos que nuestro comportamiento a partir de ese punto tendría que ser igual de respetuoso que si estuviésemos dentro de una catedral. Y no es un ejemplo caprichoso pues es este bosque un inmenso templo pagano que parece no haber visitado nunca el tiempo. Y de la misma manera, se impuso entre nosotros un silencio absoluto solo interrumpido por el bisbiseo del arroyo, de las fuentes, que aquí no callan nunca, por el aleteo revelador de las palomas y el silbido constante de otros pájaros y del viento que sacudía con timidez las copas altas de los árboles. Aquí, en las vaguadas más profundas, las nieblas se remansan y como si de un mar dócil se tratara, bañan el bosque durante todo el año creando un ambiente de humedad tan extrema que la vegetación permanece empapada incluso en el estío. Hay tal serenidad dentro del bosque que uno aseguraría que la vida, bajo estas sombras, se sucede sin drama alguno. (pág. 87)

Desde la solana de la casa, en un pequeño banco de madera adosado a la misma, esperamos sentados ambos la llegada de la noche en silencio, observando como (sic) la niebla se acerca, ocultando los valles profundos y dejando en resaltes los lomos que ahora se aparecen ante nuestros ojos como pequeños islotes que sobresalen sobre el mar de nubes. Las nieblas ascienden e inciden sobre las crestas. El interior del bosque, siempre tan atractivo, gotea con persistencia y es aún más sugestivo cuando permanece envuelto por el tenue velo de la niebla. Es un privilegio observar esta naturaleza majestuosa, disfrutar estos espacios donde el espíritu se recrea y se alimenta del silencio y las sensaciones que emanan del paisaje, del aire, de los árboles. (pág. 90)

He vuelto esta tarde al jardín, a ver el drago. La visión de este árbol mítico y místico me consoló por el fracaso del ascenso al pico. He buscado la perspectiva que más me gusta y he grabado en mi cuadernillo un retrato detallado del mismo. Al finalizar, he imitado a Mateo y le he dado unos golpes fraternales a su tronco, a modo de despedida. Luego, he vuelto al lugar donde había hecho el dibujo, he escogido el cuadernillo y los lápices y me he marchado con una agradable sensación de felicidad. Deberíamos vivir como viven estos árboles prodigiosos: mereciéndonos la eternidad. (pág. 108)

Un poco más adelante, la novela se embarca en una descripción cuasi camusiana sobre los estragos de la peste en el pueblo y las miserias y grandezas humanas frente a ella, mientras un cometa (signo de desgracias, como es bien sabido) surca las noches. Llama la atención, sin embargo, que salvo algún personaje femenino levemente esbozado, las mujeres son casi invisibles, lo que no deja de llamar la atención. No es que pretenda decir que tenga que existir paridad alguna en la elección de personajes por parte de un/a novelista, pero resulta raro que en la interacción del personaje con la población, apenas se perfile alguna mujer o niña.

No obstante, al igual que en otras reseñas he subrayado que, a pesar de la ocasional idea brillante o la invención de una trama original, lo que fallaba, en ocasiones de modo muy lamentable, era el tono (falso, impostado, pretencioso, etc.), aquí he de decir que el autor consigue que suene verdadero, entendiendo por ello la adecuación de la historia con el estilo, de la conciencia del personaje con la expresión de sus pensamientos, más allá de que nos encontremos un adverbio mal usado por aquí, un solecismo por allá o nos asalte la sospecha de que alguna palabra es demasiado moderna para la época en la que se sitúa la novela. Poca cosa.

En todo caso, lo que debe resultarles evidente a tenor de lo que llevo escrito, no esperen ningún experimento posmoderno-metaliterario ni nada parecido. Dado que es un diario, la novela es un relato en primera persona de las impresiones y vicisitudes del protagonista, sin más. A veces, como aquí, este tipo de relato clásico resulta más que suficiente. Una historia así de bien contada y un más que correcto despliegue de reflexiones de corte moral no es algo tan habitual por estos pagos, así que celebrémoslo.