lunes, 3 de abril de 2023

'Vivir abajo', de Gustavo Faverón Patriau

La semana pasada, Samuel Rodríguez nos alegró el día en Facebook a cuenta de la presentación de la reedición de una biografía del fallecido poeta Leopoldo María Panero (El contorno del abismo, de Benito Fernández). Según cuenta Samuel, de repente, un asistente entre el público intervino a voz en grito, reprochando al Sr. Fernández la omisión de la importancia que tuvo él (esta persona del público) en la vida de Panero durante los dos últimos años. Acto seguido, se dirigió a él fuera de sí con la intención de agredirlo. Varias personas, empero, estorbaron su propósito y finalmente lograron expulsarlo del lugar. 

Entiéndanme bien: mi alegría no se suscitó por el deplorable intento de agresión por un sujeto que atravesaría algún momento de desquiciamiento. Nada más lejos de mi sentido moral. Más bien, mi gozo en abstracto venía motivado porque había ocurrido algo. Por el recuerdo de ya lejanas presentaciones en librerías, bibliotecas o cosas así, o las más recientes de la Feria del Libro, me siento inclinado a afirmar que no hay presentación buena de libros si no surgen disrupciones y trastornos en ella. Esto tampoco quiere decir que avale yo la intención de esas personas que acuden a este tipo de actos (o a cualquier asamblea o reunión, desde la de comunidad de vecinos hasta la de un partido político) no para preguntar, informarse o proponer sino para hablar de sí mismos hasta el asco y el hastío de las demás personas, tomadas como rehenes, ("No quería hacer una pregunta, sino un comentario...") o, como en la anécdota de Panero, para ejercer la violencia física o verbal o ensayar el abucheo.

Tal y como me las imagino, estas presentaciones mejorarían mucho, servirían para algo, si se planteara algún tipo de polémica o interrogante; que hubiese, digámoslo así, picante intelectual, algún forma de crisis. Por lo general, no sé si estarán de acuerdo, estas reuniones promocionales suelen caracterizarse, con las puntuales excepciones, por los casi infinitos matices de lo plúmbeo y de lo empalagoso, de lo banal y de lo pretencioso. No hay paseo más tranquilo que el que conduce a los lugares comunes. Es evidente, creo yo, que habría que establecer normas de cortesía en la discusión, en el diálogo, para evitar que alguien incurra en el boicoteo señalado en el párrafo anterior. Supongo que no es tan sencillo como parece.

Muchas veces, aclaro, la culpa no es del escritor o escritora que, ya ufanos, ya resignadas, deben velar por la promoción de su obra, que tanto trabajo les ha costado, sino de la persona encargada de presentar a las anteriores. Hay auténticos especialistas del arte de no decir nada y que, en demasiadas ocasiones, lo digo ya, son los mismos almibarados reseñadores que tanto he criticado en este blog. Llámenlo casualidad, llámenlo destino, llámenlo X. Llámenlo tal vez, mundillo literario rancio. 

Tampoco me olvido de Vds., público asiduo a esos eventos, a esas puestas de largo: reconozcan que van condicionados al asentimiento, que son un público predispuesto a la sonrisa, al aplauso, a la empatía contra toda crítica. Público, casi siempre, sumiso y conforme que tampoco se merece nada original porque de él tampoco surge nada que incite a ello. No son capaces de sacar lo mejor del artista que tienen delante, que posiblemente tampoco los tenga en gran aprecio. Al final, son dos expectativas rutinariamente satisfechas que dejan a todos y todas igual que antes de la experiencia. Prefiero un estanque turbado por las ondas que producen las ranas y los insectos que por ahí pululan o por las piedras saltarinas que arrojamos que otro plácido, quieto, sereno: servil espejo del cielo.

Por eso, todas aquellas personas a las que, al parecer, se invitó a la presentación del libro sobre Panero, confirmaron su asistencia y, al final, les surgieron mejores cosas que hacer perdieron la oportunidad de asistir a un evento, a fin de cuentas, emocionante. Me ha dado por pensar que los/as mismos/as ciudadanos/as de la República de las letras que acuden a la presentación más banal, más institucional o más pintoresca del autor amigo/conocido/conocido del conocido, etc. no son capaces de soportar los libros de autores/as realmente importantes, verdaderamente significativos y cuya obra forma parte de la historia de la literatura que perdurará. Quizá no sea paradoja, ni mucho menos, sino mezquindad,  que de eso sabemos mucho en esta tierra.

Tras lo anterior y consiguiente epatamiento de Vds., público lector, pasemos a la novela de hoy: Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau, publicada por Candaya.

Para mí, al menos, es mucho más difícil explicar por qué una novela me parece magnífica que una llena de defectos. Es curioso, los autores y los fans-hardcore parecen pensar al revés, y siempre piden explicaciones al reseñador cuando a este una novela le parece deplorable, pero nunca cuando la considera fantástica y a su autor/a un maestro, etc. Es más, hay reseñadores que aseguran que cuando se hable de tal o cual escritor sobran las reseñas y debemos salir corriendo, cualesquiera que sea la indumentaria que vista uno en ese momento de revelación pabliana, a adquirirla en la librería más próxima.

Vivir abajo me ha parecido, sencillamente, una novela sensacional. Una novela en la que se comprueba el dominio del arte de narrar, que hurta al lector el descanso cognitivo que proporciona la previsibilidad de la trama y las acciones de los personajes y lo hace asomarse al abismo. Efectivamente, el abismo de esta ficción le devuelve la mirada a uno.

 La historia gira en torno a la reconstrucción biográfica del personaje principal, George Bennet hijo a cargo de un mero conocido, periodista por más señas que, a raíz de la muerte de un hombre, se obsesiona con él. No obstante, a lo largo de la novela se intercalarán otros puntos de vista, otras miradas, otros ángulos desde los cuales espiaremos las motivaciones, angustias y resoluciones de George, que desde su Norteamérica natal emprenderá un viaje al sur del continente, cuyo objetivo iremos descubriendo poco a poco.

Un mosaico de personajes cómicos, trágicos, risibles, amenazadores, sombríos o esperpénticos aparecerán como hitos de una geografía y una historia hispanoamericanas acuchilladas por los regímenes dictatoriales y el consiguiente aparato represivo y torturador, cuando no asesino. Aparato metódico y sistemático que en la novela se desarrolla sobre todo en Paraguay, Bolivia, Perú y Chile y su irradiación desde los Estados Unidos y que se remonta al menos tras la II Guerra Mundial, con el comienzo de la Guerra Fría.

 Es una historia en absoluto panfletaria, más bien de tono detectivesco, también de documental, que sabe demorarse en las situaciones, trágicas y terribles, y en los personajes, profundamente humanizados (algunos, verosímiles en su inverosimilitud), sin duda, pero, sobre todo descansa en un uso del lenguaje que me parece sobresaliente, que conforma el estilo de un autor único, y en un semillero de alusiones y citas tan bien encajadas que jamás sospecharíamos pedantería sino erudición literaria y filosófica. De hecho, podríamos sacar una bibliografía extensa de los autores, obras y alusiones presentes en las 653 páginas de la novela. El estilo se caracteriza por párrafos extensos, disgusto por el punto y aparte, ejercicio de la hipotaxis, enumeraciones atinadas: una prosa en la que aprecio precisión y regodeo, exactitud y complejidad al mismo tiempo.


Yo solamente soñaba los jueves y durante nueve semanas seguidas todos mis sueños fueron sobre las novelas incesantes, cada jueves una novela distinta. Eran sueños raros porque en ellos una voz, que era mi voz, hablaba como un crítico literario posmoderno. También eran raros porque no los soñaba dormida, sino despierta y caminando por las rotondas de piedra y entre los mausoleos y las tumbas del cementerio. El primer jueves la voz habló sobre la novela del bibliotecario que vive en una isla frente a Valparaíso. Dijo (la voz) que detectaba en la novela la influencia de Bioy Casares y de La Eva futura de Auguste Villiers de l'Isle -Adam, cosa natural, dijo, por que La Eva futura es una de las fuentes de Bioy. También dijo que parecía un libro argentino ("Trasunta argentinidad", dijo, o quizás dijo: "Tiene un Zeitgeist o un je ne sais quoi rioplatense") pero que un escritor argentino jamás escribiría sobre Chile, de modo que quedaba descartada la posibilidad de que fuera argentino. Más factible era que se tratara de un chileno argentinizado, es decir, un chileno que deviene argentino, o de un uruguayo de pathos bondadoso y psique deteriorada, o sea, cualquier escritor argentino. (Pág. 123)

 

De pronto la perdió de vista. Aguzó la mirada y fue como si hubiera aguzado las orejas, porque no vio nada pero escuchó pasos (crujidos) y palabras (gruñidos) y entonces ya fue tarde para volver al carro porque la sombra, que ya no era una silueta sino una sombra, porque ya no era un contorno sino un cuerpo opaco, se encontraba demasiado cerca y además porque no era la sombra de un hombre sino la sombra de un oso, lo cual resultaba preocupante, sobre todo porque el carro estaba a unos ¿ocho, diez metros detrás de George?, mientras que el oso estaba justo en frente de él, a ¿dos, tres metros?, de manera que si George intentaba volver al carro la cosa se iba a poner peluda, siguiendo el ejemplo de la sombra, que se había puesto peluda en un santiamén. En ese estado de la cuestión, George se preguntó, como Lenin, qué hacer. Miró al oso un rato y tuvo la impresión de que el oso lo miraba a él y que ambos guardaban una similar actitud, digamos, ajedrecística, de observación cautelosa y pánico tras bambalinas, es decir, de la cara hacia atrás. George recordó que, para encuentros de esa naturaleza, la recomendación popular es alzar las manos como un cajero asaltado en una agencia bancaria, para lucir más alto que el animal. Vio que al subir las manos era, en efecto, quizás un par de pulgadas más alto que el oso pero también se dijo que el presente oso no caería nunca en una trampa tan tonta y bajó las manos ipso facto. El oso sonrió. Alzó las manos y las bajó ipso facto (el oso) y después miró hacia el norte y hacia el noreste y luego en dirección al sudeste y George creyó percibir que el animal estaba perdido en el bosque y le preguntó: 

-¿Quieres ir a alguna parte? -señalándole el carro. (Pág. 206) 


Una vez, dice Orpo, llegó a la cárcel un estudiante universitario. Nadie sabía de qué estaba acusado. En verdad no estaba acusado de nada. Había formado parte de una protesta laboral cualquiera, ni siquiera eso, estaba implicado en el planeamiento de una protesta en contra de algo, no sabíamos qué. No teníamos nada que preguntarle, él no tenía nada que esconder. Sonreía durante los primeros interrogatorios, el primer día, el segundo. Recuperaba la conciencia y sonreía. Al tercer día Egon Schiele me pidió que le preguntara al chico cualquier cosa al azar. Imagínate que es un activista de la oposición y que tiene lazos con el comunismo internacional, lazos con Moscú, dijo Egon Schiele. Yo pensé un rato y le pregunté al muchacho dónde estaba Ulianov. El muchacho me miró sorprendido, no sabía de qué hablaba. Todos nos miramos con placer y con humor. La pregunta era absurda: trabajamos sobre ella. Egon Schiele se ocultó detrás del biombo, nosotros seguimos interrogando al muchacho. Si no recuerdo mal, le clavamos agujas bajo las uñas, usamos las picanas argentinas y el procedimiento del teléfono, ya después te contaré qué es eso. Hicimos todo sin saber para qué, lo atormentamos por horas, después le pregunté nuevamente por Ulianov. El chico dijo que nunca había escuchado ese nombre. Lo seguimos trabajando y le volvimos a preguntar y entonces dijo que sí, que sí sabía quién era Ulianov. Le pregunté quién era y en qué contexto lo conocía. Dijo que Ulianov era el nombre en clave de un agente boliviano, el alias de un doble agente boliviano, un espía boliviano o ruso que venía de Bolivia, o algo así. Le pregunté cómo había conocido a Ulianov. Dijo que no lo conocía en persona. Egon Schiele regresó de atrás del biombo horas más tarde. El estudiante parecía un escarabajo rojo sobre una sábana blanca. Egon Schiele le recitó un poema y le cogió el sexo con ambas manos y después se fue y nosotros seguimos con lo mismo. Después Egon Schiele volvió y otra vez le cogió el sexo al muchacho, y empezó a masturbarlo, y después de eyacular el muchacho dijo que en verdad sí conocía a Ulianov. Dijo que Ulianov se llamaba Luis Novia y que no era boliviano, sino paraguayo, pero que estaba medio loco y decía ser un famoso poeta boliviano. (Págs. 324-325)


(...) ¿Cómo te llamas?, pregunta George. Me llamo Atanasio Fuentes, dice el guitarrista. Me dicen el Murciélago o el Hombre Murciélago, a veces Batman, por el tatuaje, se abre la casaca. Pero me llamo Atanasio Fuentes. Lo que pasa es que Atanasio Fuentes no es nombre de rockero, sonríe, más parece nombre de escritor costumbrista, refunfuña, por eso me puse Chuck Atanasio, abre la boca, como homenaje a un gran guitarrista, mueve los dedos. ¿Chuck Atanasio?, pregunta George. Ya te dije que ese es el nombre que me puse, repite el Murciélago. Me lo puse en honor de mi héroe, abre los ojos, un famoso guitarrista americano, mira al techo, alza las manos. George cada vez entiende menos pero entonces el Murciélago le dice me puse Chuck Atanasio en homenaje a Chuck Berry. Me iba a poner Chuck Fuentes, guiña un ojo, pero eso suena más como a pandillero californiano o a coyote del desierto de Arizona o a jefe distrital del Partido republicano en algún suburbio de Miami, se rasca la barriga, así que me puse Chuck Atanasio, por Chuck Berry, que es mi guitarrista favorito, se muerde los labios, porque en sus canciones todo es guitarra pero no parece que hubiera una guitarra, lo que uno escucha es como el roce de un rayo de luz que toca la superficie de un planeta en un solo punto y, sin embargo, con ese solo roce, saca al planeta de su órbita y lo deja danzando en el éter, en el éter errante, vagabundo: vagaroso en el éter va el planeta. Así suena la guitarra de Chuck Berry, como la luna entre los árboles, como una estrella fugaz, como una aurora boreal, como el aleteo de un arcángel. (Págs.449-450)


También podría escribir que la novela va de vidas devastadas, de cuerpos torturados, de psiques deterioradas y enfermas, de inteligencias demasiado agudas, de planes demasiado perfectos y del universo, que si para algo conspira es para hacernos desgraciados e infelices, si no torturados en alguna cárcel subterránea, arrojados desde un avión militar o arrojados a la cuneta con un tiro en la cabeza, enterrados como basura en cualquier fosa común, escombros de humanidad.

También, repito, el autor hila una trama en la que las andanzas del personaje central se mezclan con la de los otros personajes que pueblan la novela. Personajes necesarios, podríamos decir, que cambian cada uno a su modo la perspectiva de George sobre el mundo y sobre sí mismo, que deslizan consciente o inconscientemente conceptos en su mente y que le impulsan a tomar determinadas decisiones. En cierta manera, también es Vivir abajo una novela de formación, una bildungsroman a ratos trágica, a ratos atrabiliaria, a ratos cómica, a pesar de todo.

La novela, con ese telón de fondo de meticulosa inhumanidad no puede sino volverse cada ve más oscura y fatídica, aunque al final hay una suerte de reconciliación que no deja de parecer frágil y provisional. Recordando lo que uno, miembro de la clase media española y canaria, feliz en su anonimato político y social, ha leído sobre los muertos y represaliados de la Guerra Civil, de los torturados y asesinados de Argentina, de Chile, de Brasil, de Paraguay, de México, de todos estos países africanos, de Malasia y la matanza de los comunistas en los años 60, de Camboya y los jemeres rojos, y de los hutus y tutsis, y de tantos países, y de tantos regímenes, de tanto genocidio y de tanta masacre, una lista que se hace interminable e inabarcable, que sigue siendo interminable e inabarcable, que tiene trazas de no acabar nunca, uno, repito, no puede evitar pensar que tal vez, como señala un personaje: "La mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo". 

Una reflexión desesperanzadora, una perspectiva pavorosa.

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