martes, 26 de septiembre de 2017

'Matar al padre', de Yanet Acosta

Mientras leo un ensayo sobre literatura de Pascale Simon (La República mundial de las Letras) y me hago cargo del juego de competencias y rivalidades de los centros de irradiación cultural y de su poder e influencia, no puedo por menos que preguntarme por la motivación personal de aquellas/os que deciden, un buen día, escribir una novela. Como si tal cosa. Por ejemplo, el caso del/la periodista: entiendo que su proyección pública, en el caso de presentadoras/es de telediario o locutores/as estrella de radio facilita la tarea enormemente al departamento de marketing de la editorial. Por no decir que ya tienen todo el trabajo hecho. Lo mismo se amplia, hoy en día, al fenómeno de los youtubers/influencers y cosas así. Es más, a veces es lícito plantearse si la novela está de verdad escrita por ellas/os. No importa: el negocio debe continuar.

Más bien, me pregunto por aquellos profesionales que, mejor o peor pagados o reconocidos en su ámbito laboral, se plantean a cierta edad, en cierto momento, escribir una novela. ¿Cuestión meramente de iniciativa creativa? ¿Será el "si otras pueden ¿por qué yo no"? ¿O el enternecedor "he querido escribir desde que era pequeña"? ¿El ya un poco ridículo "se me daba bien Lengua en el Bachillerato/ESO"? ¿El pragmático "quedará bien en el currículo"? ¿O será, cómo no, el "conozco gente famosa que me apadrinaría la novela"? Muchas preguntas, muchas, y una vanidad siempre hambrienta forma parte de la mayoría de las respuestas. Estos seres humanos suelen ser periodistas o filólogos/as, en su mayoría. No descarto casos de sanpablos literarios venidos de otros campos, ni mucho menos.

Hoy toca Matar al padre, de Yanet Acosta, "periodista gastronómica y profesora universitaria", según nos cuenta la editorial.







Las anteriores reflexiones no vienen motivadas por el deseo de trazar límites de autoría, a un lado de los cuales estarían los autores de verdad y, al otro, los intrusos. Es, al menos de manera consciente, el interés por indagar las motivaciones que inducen a tantas personas, perfectamente responsables, por lo demás y en principio, en sus quehaceres profesionales y vitales, a lanzar al espacio público literario sus historias, sus obsesiones o sus tonterías. Además, en este caso, Matar al padre no es la primera novela de Yanet Acosta, por lo que tampoco es una recién llegada.

Pues bien, esta novela, elogiada por el escritor-crítico ocasional y fajista/fajero/fajillero(*) sobrevenido, Carlos Zanón, y en la contraportada por el escritor Alexis Ravelo y por la única mujer premiada en la Novela Negra de Gijón, Cristina Fallarás, no hace justicia, en mi opinión, a tanto entusiasmo gremial.

No diré yo que la novela sea aburrida, tampoco que sea de ritmo trepidante o que le tenga a uno enganchado desde la primera página. Una periodista gastronómica, Lucy Belda (alter ego, presumo, de la autora), es testigo de un rapto y de un asesinato (aunque como el asesinado es un guardaespaldas anónimo, a nadie le importa un higo). El raptado es un riquisímo empresario de la hostelería (de humildes orígenes, eso sí) y de la alta cocina peruana que pretende, por lo que nos cuenta la novela, llevar a un nuevo nivel la durante tanto tiempo desprestigiada lucha de clases y cambiar la geopolítica internacional mediante la gastronomía. No es nada, el muchacho. Por otro lado, un detective, Ven Cabrera, vuelve de un viaje de varios meses por China y barrios adyacentes y se encuentra que su gato está muerto, por falta de cuidados. Terrible drama, sobre todo porque se lo había confiado a un amigo que ha resultado ser un funesto cuidador de fauna felina. Además, como un Ender encarnado tras sus viajes intergalácticos a velocidad de la luz, a su regreso Madrid parece haber cambiado una barbaridad: las puertas de los antros ya no son batientes, sino que se abren gracias a células fotoeléctricas, lo que le origina una gran cantidad de percances nimios cuyo relevancia aún estoy por descubrir. Además, ha recuperado el olfato, circunstancia que se nos recuerda a lo largo de toda la novela por si a la primera no lo pillábamos. En fin, que a los dos, a Lucy y a Ven, les hacen numerosas putadas, cometen toda clase de errores de juicio, acaban reencontrándose en Perú y, bueno, si les interesa, se la leen. Ah, sí, muy mal rollo con los taxistas de Madriz.

Ojo: el asunto del gato parece importante. En realidad, no, salvo para proporcionarnos, quizá, un matiz psicológico clave del detective. Como Yanet Acosta escribió una novela anterior con los mismos personajes, también gastronoir, el quid puede estar ahí. Igual eran pareja (el gato y Ven). 

La narración se sobrelleva bien: no es la trama aventuresca de Conan Doyle en, por ejemplo, El mundo perdido, ni la de R. L. Stevenson en La isla del tesoro. O, ya que estamos en el subgénero de un género, la de cualquiera de Jim Thompson, pero al menos no dan ganas de morirse, como otras novelitas que he reseñado en este blog. Lo que sí molesta son las pinceladas reivindicativas de la periodista gastronómica (cualquiera de las dos) que de cuando en cuando clama en contra de la desigualdad social, la pobreza, la oligarquía, los medios de comunicación, etc., pero solo un poquito. Representan la típica dosis de buenismo tipo "formo parte del sistema como la que más, no me va mal, pero soy consciente de lo que hay y estoy en contra". Vamos, pura socialdemocracia europea. Postureo, que dice ahora la juventud.


Lucy no imagina cómo puede ser y recuerda que la boda de la princesa Cristina de Borbón con el guapo Iñaki Urdangarían no solo fue el pistoletazo de salida de una gran extorsión económica infringida al país, sino también del auge del consumo de este «pseudocereal», como lo llaman los gastrónomos. Su menú de boda se abría con  «Sorpresa de quinua real con verduritas». El más humilde de los productos latinoamericanos se convertía en un plato de reyes. Era un guiño de la monarquía española hacia Latinoamérica, pero también fue el comienzo de la especulación en España con un producto con el que finalmente se ha especulado en todo el mundo. (págs 36-37: atención al "infringida")

Se ilusiona con hacer un buen reportaje, periodismo de investigación, con mayúsculas. Empezaría por ese «Wyatt», seguro que él le podría contar algo. A los pocos segundos, su plan para en seco. No tendrá a nadie a quien vender ese trabajo. En la industria de la prensa el interés por la investigación ha caído en picado, pese a que los periodistas quieran hacerlo y los lectores leerlo. No hay dinero es el mantra. Ella piensa que no hay talento entre los empresarios de la comunicación y que ese es el problema. Repiten un modelo agotado y no apuestan por estar a la altura de una sociedad líquida y tecnológica cuya forma de relacionarse y de informarse ha cambiado. (pág. 51).

Termina de cruzar y entra en el edificio. La puerta está abierta porque todavía está el portero. Haciendo caso de la gran intuición de esta gente, solo dice que va a desatascar la cocina del quinto derecha. El portero asiente y le señala el ascensor de servicio, por el que suben los que le hacen la vida más fácil a una parte adinerada de la sociedad y por el que solo baja su basura. (pág. 114).

Ven descubre la placidez que hay en la comida. Es un espectáculo maravilloso, lo relaja dejar caer sus neuronas al plato, abandonarse a esa experiencia nueva. Quizás en su jubilación en lugar de astrólogo deba hacerse crítico. Hambre, por lo menos, supone que no pasará. Otra cosa es que sea bienvenido en ese club que quiere ser selecto, perpetuando la idea de que la gastronomía es un pecado capital al que pueden acceder muy pocos. Y es que si el espíritu crítico se alimentara en el pueblo para la comida y para todo lo demás, las oligarquías estarían perdidas. (pág. 129) 


En cuanto al estilo, el de Yanet Acosta podría ser el de cualquier otra autora. Es decir, no se puede decir que tenga voluntad de estilo ni de marcar hitos lingüísticos. Es una prosa funcional, a veces pobre en muchas descripciones, sin capacidad de levantar vuelo si no es rasante, salvo en algunos párrafos dedicados al asunto que parece dominar: la gastronomía. Sin embargo, no esperen encontrar las complejas y fascinantes recetas ni la profundidad de la mirada de Günter Grass en El rodaballo. Asimismo, incurre en ese defectillo que es ponerse profunda en plan yo sé de la vida, algo que ocurre cuando la autora percibe que a la historia le falta algo, pero no sabe muy  bien qué. Pongo nuevos ejemplos, pero las citas anteriores también valen:


Lucy Belda escucha las palabras y toma nota sin interés en comprender. Después de varios meses en Nueva York, tiene un trabajo temporal de periodista gastronómica para una revista neoyorquina en español. Está en Lima para cubrir el último congreso de cocina, pero cada vez tiene menos interés por la gastronomía, por viajar o por el periodismo. Siente la decepción en lo profundo de su alma, la que llega cuando uno se despierta de los sueños de juventud en la cama fría de la madurez. (pág. 17)


La chica le tiende el cigarro y él, aunque hacía siglos que no fumaba, lo acepta. Le gustaría decirle que se casaría con ella, que tendrían dos niños y un gato, que la acompañaría hasta su ciudad natal en la fría Alemania y que sería un feliz español por el mundo. Pero todo es humo. La noche es el lugar de encuentro de los vagabundos espirituales que buscan en el sexo la imposible reencarnación. (pág. 23)

Mira a su alrededor los carteles que anuncian el café más barato de Madrid: 0,6 euros , las cien pesetas de antes. Obreros y trabajadores de oficinas abarrotan el local. Visten trajes baratos con los vueltos del pantalón demasiado alto, zapatos algo viejos y corbatas a las que se les nota el uso. Las mujeres se disfrazan de hombres con sus trajes a juego y solo algunas se atreven a no abotonarse hasta el final la camisa. Ya lo dicen las revistas femenias de moda: por la noche, escotes y seducción; en la oficina, pantalones y seriedad. Hombres y mujeres comen con fruición los bollos y alguno moja el cruasán chicloso en el café. La vida en la mediocridad también atrofia el gusto. (pág. 40: obsérvese el desdén hacia los portadores de la mediocridad)

-Cuanta más disciplina, más obediencia. Cuanta más obediencia, más odio. 
Lucy tiene esa frase en su cabeza. La ha dicho Lena, la hija de Pedro Marino, y no sabe por qué repiquetea, como un taladro hidráulico en una obra. Han hablado de la desaparición de su padre, pero de pasada. Ahora están en Barranco, en la azotea de uno de los más bonitos locales de este barrio chic de la noche limeña. (pág. 71)


Cuando el trabajo marca las prioridades vitales de un ser, el desasosiego se agarra a su alma. (págs. 78-79)

Hay palabras que en lugar de pronunciarse se disparan y en ocasiones son más certeras que las balas. Las de Lucy le habían alcanzado el centro del pecho. Seguía enamorado hasta las trancas de ella y le daba igual que le fueran las tías y no los hombres, porque ella por primera vez tenía su mano sobre la de él, hablando de estar «juntos» aunque fuera en una investigación. Esta ola no podía dejarla escapar. Era el momento de cabalgarla. La vida es surf. (págs. 168-169)


En definitiva, una novelita de piscina, de aeropuerto, de recepción de complejo de apartamentos, que puede abandonarse en cualquier momento sin cargo de conciencia; eso sí, con pretensiones (¿qué novela, qué autor/a no las tiene?), en este caso de denuncia de la manipulación transgénica de los alimentos por las grandes corporaciones transnacionales, pero que se queda a medio camino, qué digo, al cuarto de cualquier cosa que hubiese pretendido. 

Estas novelas tienen su público, sin duda, y probablemente sea más legible y digerible que otras muchas que circulan por ahí y que han recibido elogios aún más encendidos (sí, es posible) que los recibidos por esta. Ya verán Vds. si se conforman.





(*) Denominación que he encontrado en un hilo de Facebook para los encargados de perpetrar el maravillosismo en las fajas de las portadas de las novelas.






miércoles, 20 de septiembre de 2017

'El verano de los juguetes muertos', de Toni Hill

A lo largo de estos meses en los que me he impuesto la dudosa tarea de reseñar novelas y cuentos, he comprobado lo exigente que esta puede llegar a ser. No es sólo leer Literatura, que no es poco porque no estoy leyendo todo el rato novelas brillantes ni de esas que el reseñador entusiasta dice siempre que enganchan desde el primer momento. Implica también leer sobre Literatura, que ya comienza a ser bastante, porque el análisis de la técnica literaria y de su historia revela esos "mecanismos de la ficción" de los que habla (por citar una lectura reciente) James Wood. Esos mecanismos que el lector despreocupado ignora y que tampoco necesita conocer para sentir el placer de la lectura. Al fin y al cabo, cómo crear un mundo ficticio coherente y autorreferencial, pero que, al mismo tiempo, depende y refiere al mundo real. Además, la lectura con fines de reseña obliga a un penoso cultivo de la paciencia: donde antes podía abandonar la lectura en las primeras cinco páginas, ahora debo leerme al menos cien. Siempre pienso que una novela que comienza de manera abominable puede mejorar. Hasta ahora, eso no ha ocurrido. 

Además, como leo varios libros a la vez, no todos de Literatura, las comparaciones, inevitables, suelen producirme desaliento, toda vez que es precisamente lo que tengo la intención de reseñar lo que me parece más desdeñable. Preguntarán, ¿por qué? Pues porque resultaría algo ridículo, a estas alturas, reseñar El Quijote o Guerra y Paz, por ejemplo. No porque tenga que gustarnos de manera obligatoria, sino porque ya hay tanto escrito que lo máximo que podría apuntar sería una anécdota de lectura o la cita de una cita. También, llevaría demasiado trabajo una reseña de un libro de sociología o antropología en el que su valía depende mucho menos de su estilo que de su valor cognitivo, de la comprobación de sus hipótesis, de la validez del método empleado de investigación, etc.

Uno se encuentra, de modo permanente, en encrucijadas.

Veamos el caso que nos ocupa hoy: El verano de los juguetes muertos, de Toni Hill.





Para comenzar, debo reconocer de forma pública que simultaneaba la lectura de esta novela con El camino del tabaco, de Erskine Caldwell. Y Caldwell es mucho, pero mucho, aunque no diría yo que la traducción que manejo sea redonda. Además, comencé Tristes trópicos, de Claude Lévy-Strauss. Como podrán suponer, muy buena tenía que ser esta novela para prestarle toda mi concentrada atención, no ya exclusiva. Y no lo es, en absoluto.

El verano de los juguetes muertos comienza con unos capítulos desoladores, por lo re-visto y re-escrito: un inspector de los Mossos d'Esquadra, Héctor Salgado, se reincorpora al servicio tras unas vacaciones forzosas. La razón es haberle dado una paliza a un sospechoso de un asesinato de una joven inmigrante y al que se le presumía también la pertenencia a una red de trata de mujeres y proxenetismo. Al inspector no se le suspende ni nada, pero, venga, vale, el personaje no pudo evitar sentir rabia y tal, se le tiene mucho aprecio, y a la prensa no le interesa airearlo demasiado, etc. Un viva muy grande por los derechos fundamentales. También tenemos la llegada de una nueva agente de policía que al parecer es muy brillante, tiene un gran currículo (aunque es nueva) y fue la número uno de su promoción. Parece ser que las nuevas agentes de policía no pueden ser las número cinco ni la doscientos veintiséis de las dichosas promociones, no. Tienen que ser la número uno, no vaya a ser que como todos los lectores, hombres y mujeres, somos machistas sin saberlo vayamos a pensar que las pobres son unas zoquetas de cuidado. Debe de ser, en el plano político, lo que en gramática se denomina ultracorrección.

Después tenemos esa manía de escritor primerizo, por no decir de segunda categoría, que no deja en paz al lector, que se ve en la obligación de cogerle del brazo para que cruce las páginas, no vaya a ser que le dé por imaginar y se le descarríe. Así pues, no hay sustantivo sin adjetivo ni verbo sin adverbio o sin complemento circunstancial: "Se secó con vigor y notó con fastidio" (p.15), "esbozó una sonrisa irónica", "su mano derecha buscó el móvil", "risa apagada", "súbito brillo" (p.16), "lo miró con odio" (p. 17), "le observó con el ceño fruncido"(p. 18), "se encogió de hombros casi imperceptiblemente" (p. 20), "lealtad inquebrantable", "voz alta y deliberadamente desdeñosa" (p. 21), "comentarios sarcásticamente feministas" (p. 22), etc., por toda las escenas. Como se puede apreciar, colindan con las frases hechas, pero que muy hechas. 

Tenemos, asimismo, para estimularnos, este apasionante primer párrafo del primer capítulo:

Apagó el despertador al primer timbrazo. Las ocho de la mañana.Aunque llevaba horas despierto, una súbita pesadez se apoderó de sus miembros y tuvo que hacer un  esfuerzo para levantarse de la cama e ir a la ducha. El chorro de agua fría disipó el embotamiento y se llevó consigo una parte de los efectos del desajuste horario. Había llegado la tarde anterior, tras un interminable vuelo Buenos Aires-Barcelona que se prolongó aún más en la oficina de reclamación de equipaje del aeropuerto. La empleada, que en una vida anterior seguro que fue una de esas sádicas institutrices británicas, consumió sus últimas dosis de paciencia mirándolo como si la maleta fuese un ente con decisión propia y hubiese optado por cambiar a ese dueño por otro menos malcarado.

Eso no es todo. Le sigue este otro:

Se secó con vigor y notó con fastidio que el sudor se le insinuaba ya en la frente: así era el verano en Barcelona. Húmedo y pegajoso como un helado deshecho. Con la toalla enrollada a la cintura, se miró al espejo. Debería afeitarse. A la mierda. Volvió a la habitación y rebuscó en el armario medio vacío un calzoncillo que ponerse. Por suerte, la ropa de la maleta extraviada era la de invierno, así que no tuvo problemas para encontrar una camisa de manga corta y un pantalón. Descalzo, se sentó en la cama. Respiró hondo. El largo viaje se cobraba su precio; tuvo la tentación de volver a acostarse, cerrar los ojos y olvidarse de la cita que tenía a las diez en punto, aunque en su interior sabía que era incapaz de hacerlo. Héctor Salgado nunca faltaba a una cita. "Ni aunque fuera con mi verdugo", se dijo, y esbozó una sonrisa irónica. Su mano derecha buscó el móvil en la mesita de noche. Le quedaba poca batería y recordó que el cargador estaba en la dichosa maleta. El día anterior se había sentido demasiado agotado para hablar con nadie, aunque en el fondo quizá esperaba que fueran los otros lo que se acordaran de él. Busco en la agenda el número de Ruth y permaneció unos segundos mirando la pantalla antes de presionar la tecla verde. Siempre la llamaba al móvil, seguramente en un esfuerzo por ignorar que ella tenía otro número fijo. Otra casa. Otra pareja. Su voz, algo ronca, de recién levantada, le susurró al oído: 
-Hector...(...) 
La economía en la escritura, y en la comunicación en general, es algo que agradezco. Quizá es una manía, un defecto a partir del cual no se puede universalizar una regla. Pero, me pregunto, ¿para qué atiborrar al lector con información superflua y redundante? ¿Para qué estar acogotándole en vez de dejarle espacio? Por no hablar de ese paso del autor omnisciente al estilo indirecto libre:"seguro que fue una de esas sádicas institutrices inglesas" o "A la mierda". En fin, Toni Hill no pasará con esta novela como un estilista del idioma. Y estamos hablando sólo de página y media.

Así, a vuelapluma, ofrezco gratis una versión alternativa, que no es que sea yo García Márquez, pero al menos (creo) no produce hastío.

"Se despertó y recordó que tenía una cita a la que no podía faltar, por mucho sueño que tuviera. Después de ducharse, seguía sintiendo calor: Barcelona es así, no como Buenos Aires, de la que había volado ayer mismo. En algún lugar ignoto entre ambas ciudades estaría su maleta. Decidió llamar a Ruth, su exmujer."

De nada.

De las 120 páginas que he leído, y ahí se termina para mí la experiencia, solo puedo decir que los personajes están descritos como si hubieran rellenado unas plantillas. El joven astuto, la joven asustadiza, la madre resabiada, el señor muy católico, el duro policía con atormentada vida personal, la audaz e inteligente agente de policía, etc. Los diálogos oscilan entre lo afectado, pasando por lo cursi a, en el mejor de los casos, a lo meramente funcional (sirve para informarnos de algo). Respecto de historia, cosas peores he leído. Es decir, hay subtramas que se cruzan, muertes, investigación de asesinatos, etc., y no parece que sean incoherentes o se contradigan. En todo caso, lo que quiero resaltar es que, sin estilo, para qué queremos una novela. Bien nos valdría un reportaje de sucesos de cualquier periódico de provincias, ya que los de tirada nacional están todos desacreditados. ¿Dónde está el trabajo en la frase, en la palabra? ¿Dónde está el interés por llevar el lenguaje al extremo, de afilarlo, o, si no queremos ser extremistas, por conseguir que sea una herramienta de descubrimiento del mundo, del ser humano? ¿Qué es esta novela sino otra historia más sin mayores miras que el entretenimiento, objetivo que, además, no consigue?

Creo que, en general, se ha renunciado a esa búsqueda de ampliar el campo de nuestra experiencia vital. Lo que prolifera, en cambio, es la etiqueta: en este caso, novela negra, novela negra mediterránea (frente, fíjense, a la novela negra nórdica), thriller, o lo que sea. Pluralidad de etiquetas: uniformidad del estilo, estancamiento artístico, mediocridad novelística, conformismo lector.

Parafraseando a Kundera, encuentro que historias hay muchas, hasta demasiadas, contadas de peor o mejor manera, pero novelas hay menos. Y dentro de las novelas, no parecen tampoco tantas las que amplían el campo de nuestro conocimiento moral y vital. A veces, tengo la impresión, y perdonen la metáfora, de que la literatura española (y canaria) no es más que un campo árido donde solo crecen matojos que se hacen pasar por espigadas palmeras. No desespero, sin embargo, y continúo con la búsqueda. No es que no haya ningún Vargas Llosa más (con el que tenemos, ya es más que suficiente), es que parece que aquellas personas con ánimo de escribir (con las excepciones correspondientes) no aspiran a nada más que a formar parte de la cadena de la industria cultural y a ser cómplices del marketing, tanto más abyecto y empalagoso cuanto menos talento exista. Así les va.




P.D. En mi habitual apartado de reseñas entusiastas hasta el paroxismo, aquí les dejo esta y esta. Esta, no, para variar.



jueves, 7 de septiembre de 2017

'Las espiritistas de Telde', de Luis León Barreto

Como habrán podido apreciar, en este blog no siento especial urgencia por comentar las novedades editoriales ni me veo impelido a seguir la corriente de modas o géneros. Por el contrario, me gusta tener un ojo en la actualidad y otro en el pasado, sobre todo en aquellas obras de las que siempre oí hablar y nunca me decidí a leer, ya sea por llevar la contraria o por simple pereza. No obstante, en este momento de la vida, me gusta abordar, en ocasiones, obras clásicas o que pertenezcan, por lo que sea, al repertorio de lecturas obligadas si se quiere conocer la literatura canaria, española, mundial, etc. Tal es el caso de Las inquietudes del Hall o, como es el caso de esta reseña, de Las espiritistas de Telde. 

Suele ser común que determinadas obras, una vez entran a formar parte del canon literario, se blinden ante toda crítica. En algunos casos, no es que resulten invulnerables, sino que, simplemente, no se vuelve a hablar de ellas y caen en un olvido apacible. Ante otras, solo cabe el elogio o un silencio que a veces aparenta ser respetuoso, aunque no hayan sido leídas por casi nadie. Así pues, surgen varias cuestiones respecto de un canon: ¿es el resultado del poso histórico que ha dejado el consenso más o menos generalizado de críticos y lectores? ¿Es producto del esfuerzo de medios de comunicación afines al escritor de turno, por lo que es posible que no dure más que unas décadas? ¿Son, en relación con lo anterior, todos los cánones mera cristalización de relaciones de poder en el mundillo literario-cultural? ¿Cuál es el papel de las administraciones públicas? ¿Qué pintamos los lectores en todo esto?

Es difícil negar que la obra que nos ocupa esta vez, Las espiritistas de Telde, forme parte del canon literario canario, aunque tal vez sea por mera insistencia. El mismo autor, posiblemente uno de los novelistas más entrevistados de Canarias, se encarga de recordárnoslo cada vez que puede, orgulloso como está de la novela, traducida, según sus propias palabras a cinco idiomas: "Las espiritistas le debo mucho; se ha publicado ocho veces en español y tiene cinco traducciones: rumano, alemán, inglés, italiano y francés." 

Nada que objetar: forma parte del sentido común local que, en Canarias, si a un/a escritor/a no se le ha traducido alguna vez al rumano, no es nadie. Diría que Rumanía posee ese punto exótico (hispanocéntricamente hablando) que otorga prestigio en tertulias resabiadas y en suplementos culturales con ínfulas. Como si el inglés o el francés fueran demasiado normales. Por otro lado, y a título de curiosidad, Luis León Barreto, aparte de los posibles méritos de una obra sin duda ingente, se colocó en el centro de la esfera pública (cultural y canaria, lo que significa que es muy pequeñita) hace unos años cuando declaró que las instituciones públicas no lo apreciaban mucho (no lo habían convocado para una firma de libros en la Librería del Cabildo de Gran Canaria) a pesar de que él era quien era. Provocó gran regocijo entre sus compañeros escritores, que se apresuraron a desmentir que se odiaran, ni mucho menos. Algunos, incluso, como Alexis Ravelo le ofrecieron su silla, etc. Mucho amor, en definitiva, y aquí no ha pasado nada.

Esto viene a colación porque me pregunto en qué medida y por qué un novelista (o artista en general) debería sentirse ofendido por la poca atención que le pueda dispensar el Cabildo o cualquier otra instancia político-administrativa. Digo yo, además, que si se es mundialmente famoso (incluso en Rumanía), poca importancia debería prestarse a los tejemanejes de un concejal de Cultura o a un encargado de una librería (por muy del Cabildo que sea). Es posible, por el contrario, que, como escritor, sepa León Barreto la importancia de los pequeños detalles, y que el olvido de un día signifique el ostracismo para siempre. Así pues, eso me conduce a pensar que el mal endémico de nuestro mundillo artístico-literario local es esa dependencia casi absoluta (salvo alguna excepción) de las dádivas de las administraciones en forma de conferencias, viajes, cursos, firmas, sinecuras, etc., que no puede sino conducir a la sumisión política, intelectual y artística al poder y a quienes los ejerzan en ese momento. En demasiadas ocasiones, es más fácil criticar a Trump, a Rajoy o al capitalismo posfordista que a la consejera/consejero de Cultura del Gobierno de Canarias o al concejal/a de la misma área de cualquier ayuntamiento.

Dicho lo cual, pasamos a Las espiritistas de Telde.





El crítico Ricardo J. Pérez, en Dragaria, se atrevió a escribir, sobre un poemario: "No sé qué decir del poemario Alētheia del sur de Iván Cabrera Cartaya. Si me gustan los poemas o si no me gustan; si son buenos o no son buenos, eso menos." Lo singular no fue tanto esa duda posmoderna como la reacción del poeta cuyo poemario se reseñaba. En un hilo de Facebook mostró su indignación por lo que consideraba una falta de respeto, como mínimo. A continuación, claro, gran alboroto. Ya se sabe que en Canarias si el crítico es crítico, mal asunto. Incluso si la crítica es tibia, incluso si se acaba diciendo que no parece malo del todo el poeta de marras ("un poeta muy interesante"), igualmente se convierte en hereje, potencial galeote. En nuestra Comunidad, la única crítica posible en público es el ditirambo, por muy flatulento que sea. 

Saco a relucir lo anterior porque, según me adentraba en la lectura de Las espiritistas, y que conste que la comencé con buen ánimo y óptima disposición, no sabía si me estaba gustando o no. Hasta que, definitivamente, no. Ya pueden comenzar a rugir por la injusticia y el atropello, y el no hay derecho, hombre.

Vayamos a la novela, pues. Luis León Barreto se basa en unos aciagos y luctuosos hechos acaecidos en Telde, en los que se mezclaron curanderismo, superstición, ignorancia y enfermedad. La novela, en esencia, es la investigación por un periodista de ese crimen perpetrado en 1930, en el seno de una familia venida muy a menos tras el paso de las generaciones.

 A mi parecer, es una historia (o más bien tres) escrita de un modo un tanto atropellado, pero que al mismo tiempo consigue volverse aburrida. La parte digamos histórica, la narración de la decadencia de las sucesivas generaciones de los Van de Walle, interesa hasta cierto momento en que, quizá por el apuro en llegar al corazón de la trama, esta pierde solidez, los personajes dejan de tener cuerpo y personalidad y se quedan en meros nombres que, debido a lo anterior, confundimos unos con otros. No, precisamente, como en la saga de los Buendía en Cien años de soledad, cuya densidad narrativa no tiene nada que ver con la endeblez del relato de Barreto. Sin embargo, esta parte tiene su atractivo (con una riqueza verbal a ratos meritoria) de la que carece, por el contrario, la del escritor peninsular en destacamento, que se esfuerza por describir la capital y otras zonas de la isla con forzada verborrea. Por otro lado, la parte de las sesiones de curandería con el Cubano y la muerte de la niña Ariadna, aun con escenas potentes y bien descritas, da la impresión de surgir de la nada, pasando por alto cómo esa familia de rancio abolengo reniega de la medicina oficial y se entrega a prácticas de santería. El caso es que parece que tenemos que aceptarlo porque sí, lo que no suele ser buena estrategia en una novela (ni en casi nada). Además, aunque las tres historias deberían complementarse de manera natural, la impresión lectora que produce es de fricción, de crujido y de rechinamiento. Quizá falte pausa para enhebrar bien los planos de la narración y un punto de menor regodeo en el lenguaje. En todo caso, acepto el barroquismo, pero denme algo a cambio, por favor, pero que no sea ensimismamiento.

Podría entenderse que la creación del personaje Enrique López sirve al propósito de describir y analizar las complejidades de la sociedad canaria contempladas por un observador externo. Es todo un desafío, porque el autor, al ser canario, no sólo ha de hacer un extrañamiento sociológico-cultural para detectar esas peculiaridades que quiere poner de relieve, sino otro más: debe construir de modo convincente la visión de un madrileño, de un extranjero, al fin y al cabo. Sin embargo, este esfuerzo no logra su objetivo, y el personaje no consigue adquirir consistencia, se limita a ser un instrumento para amplificar la voz del autor, que, en realidad, tampoco tiene grandes cosas que decir. Es más grandilocuente que elocuente. A su lado, coloca a una nativa, Raquel, que apenas si es un sustantivo en las páginas, sin personalidad ni voz propia, mero remedo de Enrique, que no es más que remedo del propio Barreto. Sus excursiones investigadoras no suponen estímulos a la lectura, sino que acaban con la menguante paciencia del lector y los diálogos entre ellos parecen sacados de un repertorio de pensamientos trillados.

Un par de ejemplos:

Página 141.

Mientras trataba de reconstruir la historia casi cincuenta años más tarde Enrique López encontró temor. 
-Es normal: somos un pueblo cosmopolita que recibe al visitante, pero se recela de él -le había advertido Raquel. 
Aunque estaba acostumbrado a ganarse la confianza de sus fuentes, y a menudo lo conseguía, notaba que ciertas partes del relato se le escapaban. Todavía existía el producto lógico de los años de tabú en los cuales algunas cosas se habían extraviado. Por ejemplo, el afán de analizar para luego debatir y contrastar. 
-Estamos al final del siglo veinte -le replicó Enrique-. Son hechos muy conocidos, salieron en la prensa de la época. Incluso se publicaron en el extranjero. 
-No te asombres: ese afán de negar los acontecimientos y de no quererte comentar es una consecuencia de la civilización rural -insistió la joven-. Y de las invasiones, porque el enemigo siempre llega por el mar. 
Había venido por el agua pero se había quedado en aquella punta emergida del ubérrimo continente que llegaba hasta Egipto y habría sido cuna de ciudades donde florecieron las artes. Todo el subsuelo está todavía sometido a fuerzas descomunales y quizá en miles de años acaben de asomar a la superficie nuevas cumbres que confirmarán la teoría. Entonces las ruinas tragadas por el océano volverán a la luz. 
-De todas formas esto se parece a un sueño -dijo Enrique mientras conducía distraídamente-. Esa vegetación, ese transcurrir lento del tiempo, esa calidez. 
Cualquier forastero aprecia el clima más benigno que pudiera imaginarse sobre la faz del planeta. Nación de la fortuna cantada por los clásicos -pensaba. 
-Gente noble y trabajadora. Demasiado emocional quizá, por un maternalismo excesivo. y el que viene percibe que aquí todavía se pueden hacer las Américas -añadiría Raquel.


Página 154.


-Las Palmas es una ciudad-terraza como San Francisco, con condiciones espléndidas entre dos bahías. Eso dicen los arquitectos, aunque entre todos la hemos cortado a cachitos -dijo Raquel apoyada en la baranda metálica que da vueltas; puedes quedarte girando como un trompo en la terraza mientras contemplas el cielo y abajo la lámina sucia del agua, rompiéndose la luna en mil badajo. 
-Pero tiene fuerza. Y la isla desprende la misma sensación de paraíso que pudieras encontrar en el Caribe: la suavidad de la gente, la belleza del paisaje y la explosión de luz. La mejor terapia para quien viene de la gran ciudad, creeme (sic) -dijo él. 
-Quizá sea como un Ave Fénix dispuesta a remontar el vuelo en cualquier instante -añadió Raquel. 
Jardín y cloaca fabricados a toda prisa, sahumerios para ahuyentar el conocimiento de otros mundos allá donde el horizonte es línea tan finísima que nadie pudiera deducir si ha de convertirse en la entrada del cielo y del purgatorio (...).



Asimismo, hay que señalar (aunque supongo que, ya que es una obra de referencia en Canarias, alguien se habrá percatado antes) el irritante descuido en que incurre el autor en lo que se refiere a la coherencia en el uso de los tiempos gramaticales, por decirlo con suavidad.

Un par de ejemplos (la cursiva es mía):


Página 51.


-Pero yo sé de uno que se va a calentar pronto. ¿Te imaginas unas playas con sol, whisky de marca y unas chavalas de aquí te espero? -dice Santiago Areal, su vecino de mesa, especializado en documentación. 
-No caerá esa breva -responde Enrique cuando abre las gavetas, levanta la tapa de su máquina de escribir y coge la Hoja del Lunes para ver en qué lugar queda el Atlético. 
-Vaya partido el de ayer, eh -dijo Santiago-. Si es que pincháis en el peor momento.

Página 70.

Juan Camacho rociaba el cuarto con agua de colonia y esparcía incienso en los cuatro puntos cardinales, pedía le trajeran el azufre por si era preciso expulsarle ese invasor (...). 
También solicitó una escoba para golpearle en las piernas, y la cesta de costura con agujas y leznas. 
Mientras se colocaba a la cabecera, retuerce la cabellera de Francisca. 
-¡Sal, perro maldito! -dijo después de dar pases magnéticos ante sus ojos entreabiertos, cubierta sólo con un camisón de muselina. 
Mandó extender sus brazos y ponerle el crucifijo de marfil en el pecho, y una lámpara de aceite en la palma de la mano derecha. Luego pronunció con energía el mandato: 
-Malos espíritus, malos seductores, salid a doscientas leguas de estos alrededores. 
Pone los ojos en blanco y el desconocido se aleja, ya está volviendo en sí. Limpian la saliva de entre los dientes y Jacinto dice alabado sea Dios, rezan el Credo y al final abre los ojos, la besan, ríen con ella. 
-Está libre porque el mal se asustó al contemplar las dimensiones de nuestra fe -afirmó Juan Camacho-. Por eso ha preferido ir a posarse en otro cuerpo, lejos. 
-Pasó el peligro -insiste Jacinto-. Ya vamos estando protegidos. 
-Tendremos pruebas más difíciles -concluyó Juan Camacho-. Pero las iremos superando.

Etc., etc., desde el principio hasta el final. ¿Errores de principiante? ¿Intento poco convincente de experimentación? Recordemos que el autor tenía alrededor de 31 años cuando publicó la novela y, aunque la industria editorial española es algo más antigua, la figura del corrector es una rara avis, cuando no directamente un estorbo o una complicación. Tampoco se nos puede olvidar que hay párrafos en el que el diálogo señalado por guiones sigue sin ellos y reaparecen al final, como el del campesino y Enrique López, en las páginas 121-122 quizá aspirando a algo parecido al flujo de conciencia o a un estilo indirecto libre. ¿Menudencias? Quizá. ¿Se lo puede permitir una obra que aspire al rango de Literatura, de Arte? Eso ya es más que dudoso.

En todo caso, resulta una mirada poco complaciente con Canarias, con Gran Canaria, en particular, tanto respecto del pasado lejano como del momento en que se escribió, lo que demuestra, todo hay que decirlo, cierto valor, tan acostumbrados como estamos a la idealización empalagosa o a la glorificación banal. No es poco, es incluso encomiable, al igual que el trabajo de investigación previo, que habrá sido hercúleo, pero me temo que no suficiente.

En fin, una novela que avanza a trompicones, que se empeña en abreviar lo interesante y en alargar lo tedioso, que llega en ocasiones a ser insoportable, con cierta artificiosidad en el estilo. En ningún momento llega a satisfacer las expectativas que la fama precedente había suscitado.



P.D. (I) Es posible, volviendo al asunto del canon, que su inclusión en él (aunque no se sepa muy bien por quiénes, tema para debate), y lo señalo como mera posibilidad, podría venir dada por el contexto histórico en el que una joven democracia, por así llamarla, en Canarias necesitaba renovar y afirmar una identidad en exceso folclorizada por el franquismo y en el que jóvenes literatos en aquel entonces como Luis León Barreto, Emilio González Déniz o Juan Manuel García Ramos, entre otros, ofrecían una nueva mirada a la sociedad (las sociedades) de las Islas, y fueron así recompensados con premios y galardones de todo tipo. 

P.D. (II) Aquí, un artículo de Juan José Delgado sobre la novela, y aquí otro que habla de maestría y tal.