miércoles, 26 de diciembre de 2018

Lo mejor y lo peor de 2018

Tocan las listas. Que no digo yo que deba ser un destino inevitable o necesario, ni que sirvan a casi nadie más que para el lector despistado o para el comprador apresurado. A veces, sin embargo, una lista puede servir de guía para al que no le apetece leer reseñas y quiere ir al grano. Si se hace con buena voluntad, que no es lo que suele abundar, ya que la gran mayoría de suplementos culturales y blogs tipo "a mí me gusta mucho leer" no ejercen otra cosa que el buenrollismo, puede conducir a gozosos descubrimientos. Pues que sea por eso. En todo caso, me gustan más las contra-listas. Es decir, ya que los departamentos de marketing se empeñan en publicar listas de lo supuestamente mejor para incentivarnos a comprarlo, los noístas chinchosos como yo publicamos también listas de lo peor: viva la pluralidad.

Así pues, sin más dilaciones ni ambages, paso a las listas de las lecturas del Polillas en 2018. No hay orden jerárquico, pues distinguir entre lo muy malo y lo deplorable o entre lo excelente y lo mejor aún resulta un ejercicio de discernimiento inútil. Aléjense de los libros de la primera lista y acérquense a los de la segunda. 


LAS PEORES

Ordesa, de Manuel Vilas.
¿Quién cuidará de mis guardianes?, de Alba Sabina Pérez.
Alicia, de Miguel Aguerralde.
- Malaquita, de Juan-Manuel García Ramos.
El perfil de las esquinas, de David Galloway.
- Los perros duros no bailan, de Arturo Pérez-Reverte.





LAS MEJORES

- Tala, de Thomas Bernhard.
Trilogía de los sonámbulos, de Hermann Broch.
Mientras agonizo, de William Faulkner.
Los países, de Marie-Hélène Lafon.
- Extinción, de David Foster Wallace.
- El Maestro del Juicio Final, de Leo Perutz.
- Naves en el cielo, de Luis Junco.
- Días de paso, de Javier Estévez.


Se puede deducir de ellas que ha habido más lecturas buenas e intensas que deplorables, lo que constituye motivo de alegría y regocijo. Espero que se repita esta tendencia en 2019. Algunas podrían haber entrado con los mismos derechos y merecimientos, sobre todo en el registro de las mejores.






Ahora paso a escribirles una lista, por supuesto incompleta, de excelentes lecturas de no-ficción:

- El gran hartazgo cultural, de Alain Brossat. (Libros recomendados: ojo con el arte. (443) A. Brossat "El gran hartazgo cultural". - YouTube)
- Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo, de Perry Anderson.
- Modernidad líquida, de Zygmunt Bauman.
- Storytelling, de Christian Salmon.
- The world of late antiquity, AD 150-750, de Peter Brown.
- La idea del socialismo, de Axel Honnheth.
- Marx desde cero... para el mundo que viene, de Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria.
El gran retroceso, VV.AA.
El rechazo del trabajo, de David Frayne.
Poder y sacrificio, los nuevos discursos de la empresa, de Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez

Es muy probable que haya pasado por alto otras igual de buenas, sobre todo del primer semestre, pero así son la memoria y los límites implícitos en toda delimitación para que la selección no se transforme en catálogo.

Respecto de los reseñadores, este año no haré ranking, porque aparte de Cecilia Domínguez Luis y Mayte Martín (cuya execrable labor he reseñado en el Polillas anterior) no he percibido novedades en el mundillo. Además, algunos de nuestros favoritos, como Ibrahim Chamali, Santiago Gil o Emilio González Deniz, apenas se han prodigado, sin duda por su dedicación a labores más excelsas, lo que es de agradecer. En todo caso, respecto de la literatura extranjera, repito mis elogios del año pasado del blog de Antonio Bordón. 

Eso es todo, red amical. Nos vemos en enero.









viernes, 21 de diciembre de 2018

'Ordesa', de Manuel Vilas

Hay dos reseñadoras que están causando furor en nuestra literatura local: la celebérrima Premio Canarias de Literatura Cecilia Domínguez Luis y la recién novelista y free-lance Mayte Martín, a la sazón colaboradora infatigable de la revista Dragaria. Ambas practican ese arte de reseñar la novela de que se trate escurriendo el bulto. Es decir, sospecho que no les gusta lo que han leído, pero noblesse obligue. El resultado es una reseña en la que desgranan la trama y dicen lo de muy de actualidad que es y cómo vamos a quedar epatados, transfigurados y de ahí hacia arriba. La primera desperdiga sus piropos insustanciales tanto en Dragaria como en ACL, la revista de la Academia Canaria de la Lengua, al menos; la segunda, que sepa, solo en Dragaria, que nació como una promesa y no ha hecho más que agonizar desde entonces. Eso sí, seguro que logran hacer muchos amigos en su tránsito cultural hacia la nada. Algo es algo.

Mi consejo: si alguna de las dos alaba una novela, un poemario, una película o, qué sé yo, una marca de galletas, no compren, huyan. Muy rápido, sin mirar atrás. Eso que hemos ganado, aunque sean consejos a los que haya que seguir a la inversa. No conozco nada que no les haya gustado, emocionado, impresionado o encantado. Son el recambio de Ibrahim Chamali, al que echo de menos, es un decir, en la actividad del elogio indiscriminado.

Vamos a lo nuestro. La novela que toca es:






Tenía que caer, no podía pasar de largo por mi vida, la novela española más celebrada en 2018, al menos por el aparato mediático de Prisa. Aunque, por lo que sé, Alfaguara no pertenece a ese conglomerado desde 2014, cuando Prisa vendió la editorial a Penguin Random House (que anteriormente eran Penguin, por un lado, y Random House, por otro: el fenómeno de las compras y fusiones editoriales merece una monografía). En todo caso, Ordesa resultó elegida por el suplemento cultural Babelia como la mejor novela de las cincuenta mejores novelas del año. Que no sea por no poner "mejor" todo el rato. O la más mejor.

Pues bien, la novela es un aceptable despliegue de hacerse pasar por buena. Se esfuerza mucho por parecer, sin duda. En realidad, no lo es. Por el contrario, considero que no es ni más ni menos que un ejercicio pretencioso de frase corta, normalmente sentenciosa, de corte apodíctico, que me hace recordar, fíjense Vds. al deplorable Santiago Gil de Gracias por el tiempo y al no menos lamentable David Llorente y su Madrid: frontera, dos ejercicios de impostura escrituril que habíamos logrado olvidar no sin esfuerzo y algún principio de indigestión. Ese aire de familia en el naufragio literario no deja de llamar la atención, dado que es la búsqueda de la originalidad y del estilo propio el leitmotiv del arte desde al menos el Romanticismo. Sin embargo, dado que no creo que se hayan influido entre sí, es posible llegar a la conclusión de que ciertas obras malas se parecen a su manera. De la peor manera.

Ordesa es el relato de la pérdida de los padres, el dolor consiguiente, la descripción del mundo como vacío y carente de sentido, y tal. Siento hablar con esta frivolidad, pero el tema, tan socorrido, requiere de una mirada y de una técnica de otro nivel para hacerlo literariamente interesante y artísticamente apetecible. A mí, la verdad, el relato del dolor por el dolor y la flagelación por la flagelación no me atrae por sí mismo. Hace falta algo más para salir del ensimismamiento vital, del regocijo por la llaga que supura, que, en este caso, no sirve de exutorio que le proporcione sentido.

De repente, mi apartamento me ha parecido que no valía el dinero que estoy pagando por él. Imagino que esa certidumbre es la prueba de madurez más obvia de una inteligencia humana bajo el peso del capitalismo. Pero gracias al capitalismo tengo casa. 
He pensado, como siempre, en la ruina económica. La vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica. Da igual a qué se dedique, ese es el gran fracaso. Si no sabes alimentar a tus hijos, no tienes ninguna razón para existir en sociedad. (Pág. 15)


Con la muerte de mi padre comenzó el caos, porque quien sabía quién era yo y a la postre se podía responsabilizar de mi presencia y de mi existencia ya no estaba en este mundo. Tal vez esta sea una de las cosas más originales de mi vida. La única razón segura y cierta de que estés en este mundo reside en la voluntad de tu padre y en la de tu madre. Eres esa voluntad. La voluntad trasladada a la carne. 
Ese principio biológico de la voluntad no tiene carácter político. De ahí que me interese tanto, de que me emocione tanto. Si no tiene carácter político, eso significa que  ronda los caminos de la verdad. La naturaleza es una forma feroz de la verdad. La política es el orden pactado, está bien, pero no es la verdad. La verdad es tu padre y tu madre. 
Ellos te inventaron. 
Vienes del semen y del óvulo. 
Sin el semen y el óvulo no hay nada. 
Que luego tu identidad y tu existencia ocurran bajo un orden político no desbarata el principio de la voluntad, que es anterior al orden político; y es, además, un principio necesario, mientras que el orden político puede estar muy bien y todo lo que tú quieras, pero no es necesario. (Pág. 31)


Por tanto, en mi vida, como en tantas otras vidas, combatieron el platonismo y la promiscuidad. Y eso siempre daña. Pero al final un divorcio, en el capitalismo, acaba reducido a una lucha por el reparto del dinero. Porque el dinero es más poderoso que la vida y que la muerte y que el amor. 
El dinero es el lenguaje de Dios. 
El dinero es la poesía de la Historia. 
El dinero es el sentido del humor de los dioses. 
La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral. 
Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad. (Pág. 77)


Se muere mejor si nadie sabe que estás vivo, no haces cargar con la pesadumbre de tu muerte a nadie, con papeles, llantos y funeral, con culpas y demonios. Quienes mejor mueren son quienes no sabían que estaban vivos. La vida o es social o es solo naturaleza, y en la naturaleza la muerte no existe. 
La muerte es una frivolidad de la cultura y de la civilización. (Pág. 86)


Como yo mandé quemar el cuerpo de mi padre, no tengo un sitio adonde ir para estar con él, de modo que me he creado uno: esta pantalla de ordenador. 
Quemar a los muertos es un error. No quemarlos también es un error. La pantalla del ordenador es el lugar donde está el cadáver ahora. Va envejeciendo la pantalla, pronto tendré que comprar otro ordenador. Las cosas no resisten como lo hacían antiguamente, cuando una nevera o una televisión o una plancha o un horno duraban treinta años, y este es un secreto de la materia; la gente no entierra electrodomésticos viejos, pero hay gente en este mundo que ha pasado más tiempo al lado de un televisor o una nevera que al lado de un ser humano.  
En todo hubo belleza. (Pág. 108)


Así, sin descanso, página tras página.

Además, aparte del dolor, la melancolía y todo eso, Vilas inserta aquí y allá reflexiones de corte sociológico que no aportan nada, ni siquiera en el plano cognitivo, sino que suponen una bajada de tensión estilística, sobre todo cuando uno había logrado, por fin, concentrarse en la lectura. Pero lo peor no está ahí, sino en la profundización, digamos, filosófica, que es el fundamento del libro: qué somos, por qué estamos en el mundo, por qué morimos. Es un asunto bien trillado, pero también lo bastante importante para que cualquier escritor deba interrogarse (en el cuarto de baño, bajo la cama con el peluche, desnudo en una acequia, en cualquier caso, en soledad) si está pertrechado del suficiente bagaje para emprender esa tarea, sobre todo cuando se enfoca de modo tan frontal. Mi conclusión es que Manuel Vilas no lo está. Lo que le gusta a Manuel Vilas, en realidad, son los aforismos. Otras prefieren llamarlo "hibridación genérica".

Por último, se puede resaltar que el personaje narrador, el propio autor, no consigue suscitar simpatía alguna. Su intimismo e introspección no consiguen provocar nada más que desdén. Sus reflexiones, que se pretenden cargadas en algunos casos de lirismo, en otras de ingenio y en otras últimas de sabiduría de poeta revenío solo producen irritación o aburrimiento. A veces, al mismo tiempo. Todo lo que revela, para hacerlo aún peor, es un profundo conformismo.

Me prometí, en todo caso, que llegaría al menos a la página 100: he cumplido de sobra. A partir de ahora, que esta novela la sufra otro.



P.D. Hay algunas reseñas que mantienen una opinión absolutamente contraria a la mía (aquí, aquí, aquí), y otras coincidentes (aquí o aquí) que  se muestran igual de irritadas. Es, por lo que se ve, una novela crispadora.







lunes, 17 de diciembre de 2018

'Los países', de Marie-Hélène Lafon

Aquí estoy de nuevo, engarzando reseñas como si no hubiera un mañana. Al menos, esa es la impresión que arrastro, tras un par de meses un tanto remisos respecto de la lectura de ficción. Así, para no entorpecer este ritmo, anuncio que para antes de final de mes, escribiré otra reseña y, cómo no, LA LISTA. Que yo nunca he sido muy de listas, pero como sé que la del año pasado obtuvo cierta repercusión me he animado a repetir otra para este 2018 que se termina.

Ha habido en este último muchas novedades editoriales en el ámbito local. Supongo que muchas de ellas serán nauseabundas, dado el nivel medio que se perpetra habitualmente por estos pagos. Ojalá haya algo que valga la pena, no obstante: el mundo no sería nada sin esperanza. En todo caso, y para regocijo de muchos de Vds., reseñaré una cualquiera solo por ver si mis prejuicios me ciegan y hay margen para la literatura. No obstante, me temo lo peor: tampoco llueve maná todos los días.


Por otro lado, desde hace unos días, tengo en mi poder, ya que estoy de anuncios, esa obra elegida por algún medio de comunicación nacional como "la mejor del año". Imagino que, a pesar de que esos anuncios siempre me parecen sospechosos, sobre todo cuando tanto dicho medio como la editorial de la novela pertenecen al mismo conglomerado empresarial, me tomaré el trabajo de leerla y escribiré la reseña correspondiente.

Y hoy:





No se podrán quejar del Polillas: dos obras literarias excelentes reseñadas en breve espacio de tiempo. Hace diez días, Mientras agonizo, de William Faulkner, y ahora, Los países, de Marie-Hélène Lafon. Así que ya lo he dicho desde el principio, es esta una novela excelente. ¿Porqué? Porque más allá de la historia sinuosa y fragmentada del proceso de maduración de una joven hija de una familia campesina, que se desplaza a París por sus estudios, se aprecia un evidente cuidado del lenguaje (que se vierte al español de la mano de Lluís María Todó) y voluntad de estilo: el lenguaje como herramienta y como ejecución, como medio y como destino. Esta voluntad de estilo transformaría casi cualquier historia en algo mirífico.

No obstante lo anterior, la historia sí tiene algo que ofrecer: no solo es ese tour de force de esa joven estudiante de raíces campesinas que lucha por sacar adelante sus estudios en París, también es el contraste entre dos mundos: el campo y la ciudad, y el paso del tiempo que no deja nada incólume. 


Erguidos, pálidos y jóvenes, sólidos, reían bajo el sol de agosto que salpicaba su ropa de parisinos, el patio, las gallinas multicolores, las conejeras atestadas, los montantes verdes y amarillos del columpio; no servía de gran cosa ahora que los tres niños de la granja eran ya casi mayores, lo bastante mayores para empezar a perder, a olvidar, el sabor enajenado del columpio lanzado al aire azul bajo el arce, con el cuerpo lanzado arrancado por la fuerza de las piernas y del busto tenso, mecido el cuerpo en aquella caricia insolente del balancín. Caricia recomenzada. Que no habría debido terminar y que sin embargo terminaba porque aquellos niños, los niños de aquella granja, tres, dos chicas un chico, crecían, se escapaban, habían escapado de la infancia y de la edad en la que los columpios lanzan los cuerpos contra el aire azul bajo el arce. (Pág. 24)

Es curioso, quizá no tanto, pero debo señalarlo, que esas descripciones con algo de minuciosidad y cierta tendencia a la enumeración no fastidian, sino deleitan; no aburren, sino estimulan; no nos parecen un ejercicio de egolatría sino de gozo literario. Y no vayan a pensar que esta diferencia se debe en exclusiva a mi supuesta tendencia malinchista, sino al referido manejo del lenguaje, de la finura en la elección de las palabras, quizá también de la sensibilidad estética, del trabajo del que ama lo que hace, del talento tamizado por el esfuerzo cabal. Cuánto me alegraría poder apreciar algo semejante entre nuestros creadores locales, en general tan satisfechos de sí mismos por razones que se me escapan.


Sin embargo, había que salir, a intervalos regulares, para la temible prueba de las compras en la librería. Semejante aflujo de libros, reunidos en el mismo lugar, eventualmente en varios pisos, la privaba de cualquier discernimiento, era demasiado de todo, y todo a la vez, todo de golpe. Los libros que no había leído, los que no leería jamás, y aquellos otros, pérfidos entre todos, que ya tendría que haber leído antes, en los lejanos años de su primera vida, todos los libros estaban allí, en batallones reglamentarios, en regimientos juramentados, ofrecidos y rechazados, guardados por unas criaturas delgadas y bien vestidas que, a la entrada de cada sección, formaban un dique con sus cuerpos disciplinados y cuya carnación distinguida parecía proceder de la materia misma de las más preciosas obras. Claire, una vez cruzado el umbral fatídico, se deshacía, se licuaba, lamentable y desmontada. Balbuceaba preferencias inaudibles que la criatura encargada se dignaba escuchar, la cual criatura resultaba ser infalible, elucidaba el galimatías y sin honrar a la suplicante con una mirada, señalaba con un gesto el libro solicitado que reposaba ahí, justo ahí, ahí delante, delante de usted, delante de ella, ahí, en pilas, sobre la mesa de las obras recomendadas en el programa. (Pág. 67)

Su madre le escribía una vez cada quince días, dando noticias del tiempo, de las cosechas, de trabajo, de la gente de la casa y del pueblo y lo que proseguía, allí abajo o allá arriba, nunca sabía cómo decirlo o pensarlo. Claire respondía a su madre un domingo sí otro no por la noche, reanudando el ritual de la era precedente. Escribía lo que no causaría preocupación y tal vez haría sonreír; también hablaba del tiempo, por más que la ciudad mineral fuera relativamente poco sensible a los azares meteorológicos que en su país primigenio regían la vida de animales y personas. Tenía mucho trabajo, las notas iban bien. Entrar más adelante en las cosas aprendidas habría sido en vano y ni siquiera se le ocurría hacerlo. Podía contar qué amarillo y qué alto bajaba el Sena, a ras de los muelles a mediados de marzo, o asombrarse a principios de abril de haber visto un parterre adornado de tulipanes violeta, casi negros, en un jardín detrás del Palacio de Justicia. (Pág. 101)


Toda esta historia de desarraigo, de pérdida de costumbres, de adquisición de otras nuevas, de conquista de un territorio nuevo a costa de desprenderse, aun solo en parte, del antiguo, del de la niñez, de la madurez como un proceso de afirmación y de pérdida indisolublemente unidos, deja un poso, sin duda, de nostalgia, aun habiéndose afirmado el personaje principal, Claire, en la vida que ha querido vivir. 

Por otro lado, en clave sociológica, la novela produce nostalgia por la evocación de un tiempo cercano, el del Estado del bienestar, que poco a poco, medida tras medida, se nos va deshaciendo entre las manos. Aquel lema de "¡El hijo del obrero, a la Universidad!" constituía la promesa por excelencia del progreso social por la que cualquier persona, con independencia de sus orígenes, por muy humildes que fueran, podía aspirar no solo a estudiar una carrera, sino a obtener un empleo acorde con esos estudios, en una ruta que podía planearse, sin duda a golpe de becas estatales y mucho esfuerzo, y ejecutarse, alcanzándose así el ideal de casi cualquier padre de que sus hijos vivan mejor que ellos, tal como ocurre con Claire. Hoy en día, lo que se postula a golpe de titular y de subida de tasas universitarias es que hay demasiada población "sobrecualificada" para ese creciente volumen de trabajos precarios en una economía muy diferente de la de los años 50-70. El capitalismo vuelve a disolver toda seguridad vital y todo itinerario planeable, al menos para los vástagos de las clases medias y bajas.

En fin, y volviendo a la novela: un mundo crepuscular pegado a la tierra y a los animales, una juventud que se difumina en una madurez urbana y un mundo nuevo que se interroga por ese pasado y que se proyecta al futuro solo con recuerdos prestados. Esa es la sensación con que termino Los países, una novela ejemplar.










martes, 11 de diciembre de 2018

'Mientras agonizo', de William Faulkner

Diciembre: mes sonoro, como avalancha desde montañas inhabitadas. También es el mes de las novedades literarias de toda ralea y condición. Ya sean ricos o pobres, famosos o desconocidos, mediocres o más aún, autores y editores de lo más variopinto unen sus fuerzas para lanzar en estas fechas su última mercadería. Quién viera a esos autores de tercera fila, enfundados en su pulóver de cuello redondo, apresurar su ritmo de escritura, quizá hasta convertirse en febril, para acabar a tiempo. ¡Ay, las galeradas!: Diciembre, diciembre, qué pronto me llegas. Me los imagino mirando desde la ventana a un horizonte de azoteas, cuando no al edificio de enfrente, con ensoñación, digamos, entre melancólica y esperanzada, momento sublime interrumpido solo por el barboteo de las tripas. 

No logro visualizarlos, sin embargo, conscientes de su mediocridad irremediable, de su vanidad de adosado; tampoco, que de repente, aunque solo fuera por una vez, experimentando una lucidez resplandeciente que rasgara ese velo respecto de una escritura que jamás podrá "devanarse a sí misma en loco empeño" y que solo será capaz de reptar lenta, pesada y babeantemente hacia el olvido, quizá encarnado en la trituradora de papel.

Pero así es diciembre, el mes de la ilusión: un amigo sincero es lo único que les haría falta a muchos para advertirles de que su verdadera vocación es la maqueta y la sinecura, y que la escritura representa solo una excusa para encaramarse a otra altura desde la que lanzarse a honores y reconocimientos institucionales, porque la estima popular jamás la alcanzarán. Todo su esfuerzo se centra en llegar a ser, como diría Luis León Barreto, "cortesanos".

También puede diciembre ser el mes del descubrimiento, pero eso está reservado solo a aquellos que están preparados para el aprendizaje, equipados con bagaje crítico y siempre con la disposición necesaria para experimentar sorpresas estéticas, cognitivas y morales. ¿Una minoría? Todos formamos parte de alguna.






Así pues, esta reseña va dedicada a una novedad de 1930 de la mano de un autor ya experimentado, comprometido con la experimentación literaria y con la indagación del alma humana: William Faulkner.

 Faulkner es de esos autores más conocidos que leídos, tal es mi impresión, entre los lectores. Esto es así porque no es un autor complaciente con el público, no proporciona narraciones cautivadoras a priori ni el estilo es el más indicado para el lector distraído o para un Premio Planeta. Faulkner no quiere seducir, es decir, no pretende amoldarse al gusto ya constituido de lectores conformistas, aunque sea la generalidad. Más bien, pretende mostrar lo que no se quiere ver, y por eso es un novelista de primera categoría: ilumina la oscuridad en la que se gestan los motivos de las acciones perpetradas por los seres humanos, a menudo tan viles, a veces tan heroicos.

Así pues, Mientras agonizo es de esas novelas que hay que descubrir, redescubrir, revisitar (como dicen los cursis, pero que conste que yo también he usado ese palabro, lo reconozco) y volver a recordar. Personajes tallados a martillo y cincel, pero expresados con la finura de un dibujante. Diálogos secos, duros, sin una palabra de más. Pareciera que no hay escritor detrás de la historia (marido e hijos de una recién muerta, Addie Brunden, quieren cumplir con su deseo de enterrarla en el pueblo donde yacen los familiares de esta, a 60 km de distancia), sino que la historia cobra vida por sí misma, como si además no hubiera otro modo de contarla, como si no hubiera otras posibilidades salvo la plasmada en el papel: una acotación en bisel sin fisuras de la que emerge una realidad paralela tan convincente como la misma vida.



Me sigue, muge. Luego el aire caliente, muerto, pálido me vuelve a soplar en la cara. Si él quisiera, podría arreglarlo todo. Y ni siquiera lo sabe. Podría hacerlo todo por mí si lo supiera. La vaca resopla en mis caderas y espalda su aliento caliente, dulce, jadeante, quejumbroso. El cielo se ha posado en la ladera, sobre los secretos brotes. Más allá del cerro relámpagos tiñen la parte de arriba y se desvanecen. Aire muerto envuelve a la tierra muerta en la oscuridad muerta, y fuera de la vista envuelve a la tierra muerta. El aire muerto y caliente pesa sobre mí, y me alcanza por debajo de la ropa. Yo dije: No sabes lo que es estar preocupado. Yo no sé lo que es. No sé si me preocupo o no. Si puedo o no. No sé si puedo llorar o no. No sé si lo he intentado o no. Me siento como una semilla silvestre húmeda encima de la tierra caliente y ciega. (Pág. 59)

Se pone a llover. Las primeras gotas, dispersas, repentinas, recorren rápidamente las hojas y caen al suelo con un largo suspiro, como liberadas de una incertidumbre insoportable. Son como grandes perdigones, calientes igual que si las hubiera disparado una escopeta; se deslizan por el farol con un siseo maligno. Padre levanta la cara, boquiabierto, el cerco negro y húmedo del rapé emplastado a lo largo de la base de sus encías; desde detrás de su boca abierta por el asombro suelta palabras entrecortadas, como si llegaran desde más allá del tiempo, acerca de esta afrenta definitiva. Cash mira al cielo, luego al farol. La sierra no ha callado, el resplandor móvil de sus dientes no se ha interrumpido. (Pág. 68)


Luego habíamos cruzado y nos quedamos allí quietos, mirando a Cash que hacía dar la vuelta a la carreta. Les vimos cómo retrocedían camino abajo hasta donde el sendero se desviaba hacia el cauce. Al cabo de un rato la carreta se había perdido de vista. 
-Será mejor que bajemos al vado y estemos preparados para ayudarles -dije yo. 
-Le di mi palabra -dijo Anse-. Para mí eso es algo sagrado. Sé que usted no lo valora, pero ella le bendecirá desde el cielo. 
-Bueno, creo que tendrán que terminar de rodear la tierra antes de que se arriesguen a meterse en el agua -dije yo-. Vamos. 
-Es el retroceder -dije yo-. No da buena suerte retroceder. 
Estaba allí de pie, encorvado, mohíno, mirando el desierto camino de más allá del puente que se balanceaba y estremecía. Y esa chica, también, con la cesta del almuerzo colgada del brazo y el paquete debajo del otro. Como si fuera a la ciudad. Decididos a ello. Se enfrentarían al fuego y a la tierra y al agua y a lo que sea con tal de comer una bolsa de plátanos. 
-Deberían esperar un día -dije yo-. La riada disminuirá algo por la mañana. Puede que esta noche no llueva. Ya no puede crecer más. 
-Se lo prometí -dice él-. Ella confía en mi palabra. (Pág. 118)


Por la tarde cuando terminaba la escuela y se había marchado el último niño sorbiéndose los mocos, en vez de irme a casa iba colina abajo hasta el manantial donde podía odiarles con tranquilidad. Entonces allí se estaba en silencio y el agua brotaba y se marchaba tranquilamente y el sol se colaba oblicuo tranquilamente por entre los árboles y olía tranquilamente a hojas húmedas y medio podridas y a tierra nueva; en especial a principios de primavera, que era cuando era peor.(...) Siempre andaba buscando ocasión de encontrarles en falta para así pegarles. Cuando la vara caía, la sentía en mi carne; cuando les levantaba verdugones y cardenales en la piel, era mi sangre la que corría, y a cada palo pensaba: ¡Ahora sabéis quién soy yo! Ahora soy algo en vuestras vidas secretas y egoístas, yo que he señalado vuestra sangre con la mía para siempre. (Pág. 144)



Por tanto, no es una novela fácil, como ya hemos apuntado, pero quién dijo que lo fácil es sinónimo de bueno. A veces, gusta más lo que se consigue con esfuerzo, la recompensa que se obtiene, mejor, que se va obteniendo, a medida que se progresa en la lectura, cuando en esta narración narrada desde diversos puntos de vista, desde distintas voces, con esas digresiones temporales y cambios de lugar tan faulknerianos, la sequedad y el barroquismo, la sencillez y el lirismo se funden en la mente. Esta sí que es una novela en la que el lector "ensambla" partes (puntos de vista) para llegar a una unidad superior. Un proceso en que es sencillo sumirse, un rato al menos, en la confusión si no se lee con la atención que merece. 

 No obstante, tampoco quiero dar a entender que se necesita un doctorado en Filología para leerla (o estudiarla) con placer. Sólo que no esperen una novela lineal de aventuras o de novela negra con héroes y villanos claramente delineados o de estilo sencillo con frases sujeto+verbo+predicado y vuelta a empezar. También es aceptable que a uno no le deleite el estilo de este escritor, siempre que, como en todo, uno sea capaz de explicar el por qué y no se quede en la excusa del mero gusto, por perezoso. 

En este pueblo, en definitiva, estimamos mucho a Faulkner.



P.D. El traductor es Mariano Antolín Rato, que debe haber trabajado lo que no está escrito para traducir a Faulkner.


sábado, 1 de diciembre de 2018

'Heldenplatz', de Thomas Bernhard

Thomas Bernhard tiene el honor o sufrir la ignominia, como Vds. prefieran, de ser el primer autor cuya obra reseño por tercera vez. La ocasión viene dada por ser el trigésimo aniversario del estreno de la obra teatral Heldenplatz en Viena el 4 de noviembre de 1988 y que suscitó enorme polémica en aquel momento.

¿Puede una obra de teatro en nuestros días causar polémica? Al menos, hace 30 años y en Viena, sí. La obra es un alegato antiaustriaco por el supuesto carácter antisemita de la mayoría de la población austriaca y su aprobación de la anexión a Alemania en 1938. Que la población no dispusiese de las condiciones normales para ejercitar su voto en el referéndum (no había voto secreto, por ejemplo), que la oposición estuviese presa o exiliada y que la invasión alemana ya se había producido son detalles que, al parecer, no influyeron en el juicio que Bernhard emitió respecto de sus compatriotas tanto en esta obra como en otras anteriores.

En nuestra España no hubo necesidad de métodos tan formalmente democráticos para que el fascismo se impusiera por la fuerza. Como todos sabemos, en 1936 un grupo de militares se alzó contra el gobierno legítimo del país y en 1939 logró el poder, tras una guerra civil que como mínimo causó medio millón de muertos, la represión posterior y un erial político y cultural de varias décadas. Por no hablar de ese franquismo sociológico que infecta los corazones de tantos españoles. El resultado es que, parafraseando a Bernhard, aún hoy muchos querrían decir: 


En España debes ser católico 
o conservador 
todo lo demás no se tolera 
todo lo demás se aniquila 
y de hecho cien por cien católico 
y cien por cien conservador.

Ahora, en 2018, en España, como antes en Francia, Italia o en Polonia, la extrema derecha da la impresión de resurgir con cierta fuerza, con protagonismo en la esfera pública y haciendo uso de una legislación que da cobertura, seguramente sin que en su momento se hubiera pretendido, a ciertas formas de censura vía judicial, en unos casos, o a la amenaza como en el caso de una representación de la revista satírica Mongolia, en otros. En este contexto, la lectura de esta obra resulta, como mínimo, oportuna. ¿Podría hoy en España no solo representarse una obra como Heldenplatz, sino que además tuviera repercusiones sociales y políticas, como en su momento la Elektra de Galdós?





Es pues una obra a la que no se puede calificar de complaciente. No puede serlo una que comienza con el suicidio del verdadero protagonista, un catedrático universitario de la alta burguesía austriaca, incapaz de soportar la sociedad de la que forma parte, lo quiera o no. A raíz de esta muerte, su familia y el personal a su servicio hablan sobre él y sobre aquellos años enterrados, pero cuyo antisemitismo y nazismo siguen sobrevolando el presente.

A este respecto, uno de esos valores que yo admiro de forma especial en una obra literaria es la capacidad de zaherir el pensamiento común y adocenado. Sobre todo en una sociedad que, a pesar de sus avances en muchas áreas, sigue considerando normal, si no natural, la dominación, el privilegio, la explotación y la pobreza, por minoritaria que sea la fracción social que la sufra. Es decir, es una sociedad que padece una enfermedad moral.

Heldenplatz (recordemos que alude al nombre de la plaza donde los vieneses aclamaron a Hitler una vez consumada la anexión) y esta reseña son, digámoslo claro, una excusa para apoyar, una vez más, la crítica, la burla, la sátira, incluso, no solo contra el poder institucional, los intereses espurios de la clase política y de toda empresa o industria que haga valer su fuerza económica y su influencia contra el bien común, sino contra la ideología misma que la refuerza y, finalmente, contra nosotros mismos, que, aun a pesar de estar en posición de desventaja frente a aquellos, tenemos que sacudirnos, una y otra vez, la pesada carga del pensamiento trillado y conformista, y no dejar pasar ni un ataque a la libertad y a la democracia. La indiferencia nos hace, cómo no, cómplices. Que no digan de nosotros como sus sobrinas del tío Robert, hermano del muerto:


Es también el fin del tío Robert 
aunque el tío Robert no es del tipo suicida 
Las personas como el tío Robert 
no se tiran por la ventana 
tampoco las persiguen los nazis 
que se desentiende casi siempre de lo que los rodea 
peligrosos son sólo quienes son como nuestro padre 
los que lo ven todo y lo oyen todo continuamente 
y por eso tienen siempre miedo  

(...)  
el tío Robert es el vividor nato 
el tío Robert no cree tampoco que en Viena  
no haya en el fondo más que nazis 
eso lo oye pero no se lo cree 
no le afecta 
por eso aguanta también en Neuhaus 
En la Musikverein tampoco le molesta 
que en los conciertos no haya más que nazis 
el tío Robert puede escuchar Beethoven 
sin pensar en el congreso del Partido en Nuremberg 
eso era precisamente lo que no podía nuestro padre 
También nosotras preferíamos siempre estar con el tío Robert 
a estar con nuestro padre 
ya de niñas corríamos en cuanto podíamos hacia el tío Robert 
porque nuestro padre nos resultaba demasiado peligroso 
Los que piensan han sido siempre peligrosos 
la gente prefiere 
a los inocentes que escuchan Beethoven tan tranquilos 
Gracias al tío Robert 
tuvimos una bonita infancia


No crean que Bernhard carga solo contra los nazis. La Iglesia, los socialistas, los sindicalistas y casi cualquier institución o grupo austriacos sufren su sarcasmo brutal ya sea en boca de un personaje o de otro. Tamaño fuego verbal, verdadero incendio literario, no recuerdo haberlo leído nunca, y bien que se la merece nuestra sociedad, en nuestra literatura española. Menos aún, en la canaria, con nuestra pléyade de cabezas de ratón, ratoncitos todos ansiosos de encaramarse a alguna sinecura que los alivie de las penas del malvivir y de un mundo indudablemente injusto. 




P.D. Otras reseñas, aquí, aquí o aquí.












martes, 27 de noviembre de 2018

'El perfil de las esquinas', de David Galloway

Casi un mes sin reseñar y, de pronto, dos reseñas en una semana. Así es la caprichosa disposición del tiempo del reseñador altruista a tiempo parcial, siempre a merced de los caprichos de la fortuna, de las servidumbres de la cotidianidad y del atractivo de otras lecturas no tan fácilmente comentables. A veces, es mera pereza y pocas ganas de mortificarme. Así de sencillo.

Por otro lado, como ya he señalado, son estas las fechas en las que eclosionan las presentaciones de novelas como huevos podridos, y los fans hardcore juran que las comprarán aun tengan que pasar hambre, dejar de pagar la hipoteca y quitar de la guardería al niño. Asimismo, los escritores expuestos a la mirada fervorosa de su grey se dejan arrobar por los elogios de los maestros de ceremonias -útiles por una tarde- y desde las alturas literarias sonríen convencidos de que esta vez sí, por fin.

A la industria literaria (ese conjunto de editoriales, distribuidoras, grandes almacenes y librerías), le interesa la continua renovación del surtido: la aparición de fenómenos literarios, de jóvenes promesas, de viejas glorias que reverdecen laureles, etc. Y mucha reedición, por si los lectores se habían despistado cinco años o una generación antes. A mí, la verdad, solo me interesan las novelas con hondura filosófica, de descubrimiento moral, que indaguen en las virtudes, miserias y misterios del ser humano, acompañadas de técnica y estética. Y que no me aburran, desde luego. 

Claro está, es difícil que cada novedad editorial cumpla esos requisitos. Luego llegan las críticas elogiosas de novelas insoportables y todos se creen Galdós o Yourcenar, por citar a alguien, y van por ahí sembrando la semilla de la mediocridad a base de entrevistas en los medios de comunicación y talleres de escritura.  En ocasiones, con algún premio a cuestas, lo que los hace aún más inaccesibles a la lucidez.






De este libro, como objeto, como producto final de una industria denominada cultural, como mercadería, en definitiva, lo que más me gusta es la portada. Una portada preciosa, con un ángulo submarino, a contrapicado, que ya me habría gustado que se hubiese aplicado a los relatos que integran el libro. De esto no hay que deducir, necesariamente, alguna conclusión sobre los cuentos. Podría haber ocurrido que estos hubiesen sido aún mejores. El infierno está pavimentado con cubiertas espantosas empastadas sobre grandes novelas.

Para ir al núcleo del asunto, David Galloway nos ofrece en este volumen de relatos (publicado inicialmente en 2003 y luego reeditado en 2012) una muestra más de la verborrea tan habitual por estos pagos, que conjuga a ratos un estilo indirecto libre mal asimilado con una minuciosidad inútil que acaba por desalentar al lector más entusiasta (incluso a los miembros de ese público cautivo del que todo autor parece disponer), y disquisiciones existenciales de lo más inane. 

Cuesta encontrar en estos relatos una frase bella, un párrafo literario digno de ese adjetivo. El habla cotidiana en la que parece refocilarse nuestro cuentista se transcribe de la manera más real posible, es decir, del modo más insulso en que se puede hacer. Es ya un tópico mío hablar de los tópicos y las frases hechas, de las que, precisamente, está lleno este libro. Incluso cuando se pretendiera que sirven para caracterizar a los personajes mediante el lenguaje. Si es así, el resultado es el fracaso.

Hay algún argumento que con trabajo y dedicación podría haber dado más juego, buenas ideas que se marchitan con esta prosa tan banal y huera. A veces, algún final sorprende, lo que puede considerarse positivo, pero el camino está repleto de naderías. La sensación que me producen estos cuentos, al igual que con la obra de otros autores reseñados en este espacio, es la de ser el resultado de una escritura automática en la que el escritor ha alcanzado éxtasis de satisfacción al confundir fluidez con inspiración, rapidez con genialidad, espontaneidad con arte.


Al ser de dimensiones reducidas, las dos mujeres hicieron al menos cuarenta piscinas. Mientras nadaban a brazas despacio, muy despacio, a ritmo de caracol narraron a grandes rasgos anécdotas puntuales, algunas recientemente vividas, otras no tanto y otras ni muchísimo menos. A ratos banalizaron. A ratos filosofaban de aquella manera. Y a ratos lloraron, bien de risa bien de pensar, según y cómo. Sólo al descubrir lo arrugada que tenían la piel tras permanecer tanto tiempo metidas en el agua, salieron a tomar un a solearse. María, toalla en mano y secándose el pelo, acudió al bar en busca de dos copas de oporto y algo de picar, el largo baño les había abierto el apetito. (Pág. 41)


Absorto en sus recuerdos, Arturito no se dio cuenta de la presencia de Gerardo hasta que el camarero le puso sobre un hombro su mano y sobre la mesa el carajillo. Agradecido por el detalle, Arturito aceptó con un gesto de cortesía que llevaba implícito el convite a sentarse cinco minutos frente a él, y su intención de mostrarle la foto. Gerardo echó un vistazo alrededor, quedaban pocos clientes y atendidos todos; el jefe no regresaba hasta las cinco de su pertinente siestita, y entonces estimó oportuno tomarse un respiro porque sin cesar desde las siete de la mañana no había parado de servir platos de churros y tazas de chocolate y cafés y barraquitos y cervezas y menús y bocatas y cervezas y una tras otra... Ni tiempo tuve de desayunar tranquilo, y todo, de verdad se lo digo, por un sueldo que tampoco es para tirar cohetes. (Págs, 71-72)

Apetito voraz. Con su bata por única prenda cubriéndole los hombros abre la nevera y mira su interior con detenimiento, por suerte Alba era de esas personas que se sienten más seguras si el avituallamiento está controlado. Mientras decide qué le apetece comer de segundo, mete en el microondas un paquete de verduras congeladas. Descorcha una botella de vino, escancia una cantidad generosa y se deleita mientras contempla deslizarse sobre el cristal un par de lágrimas. A continuación, copa en mano y sonriente, entra en el dormitorio, abre el armario y un penetrante olor a naftalina provoca que retroceda un paso. Ante sus ojos, uno de sus uniformes de las Líneas Aéreas cuestiona ahora esa firme voluntad de hacer borrón y cuenta nueva. Se impone un momento de debilidad y, gacha la cabeza, respira profundo antes de volver a erguirla. Sabe que no debe consentirse el lujo de una recaída en el mismo desánimo del que pretende emigrar. (Págs. 135-136)


Puedo estar equivocado, claro. Sin embargo, este nivel de literatura comienza a suscitarme indignación, aparte de ese hastío tan peculiar que termina en trocarse en melancolía. Supongo que un escritor que se pasa el tiempo escribiendo estas cosas debe de estar convencido de que tiene algo que comunicar, pero no debería olvidar que debería esforzarse en demostrar al lector que vale la pena leerlo. Creo que es en este último punto donde el proyecto se tuerce, de manera irremisible. Incluso la lectura más difícil se convierte en ocasión para el regocijo y para el conocimiento con una buena historia y cierta técnica. Lo que no puede ser es que la lectura se convierta en un potro de tortura. 

Es correcto aducir que el Sr. Galloway, al menos, tiene pretensiones. Hay muchos otros que simplemente se limitan a escribir esas novelas negras o de acción sin ningún otro motivo que vender o que entretener para vender. Dicho lo cual, no afirmo que todos los cuentos sean igual de soporíferos y carentes de interés. Hay alguno pasable, sin duda, pero es la atmósfera general de tedio que impregna cada pase de página la que encuentro insoportable y, sobre todo, injusta: soy lector, no sufridor.


















jueves, 22 de noviembre de 2018

'El Maestro del Juicio Final', de Leo Perutz

Se acercan las Navidades y los regalos concomitantes. Como es de esperar, las editoriales anuncian, con mayor urgencia aún, nuevos títulos imprescindibles y necesarios que no podemos dejar de leer si queremos ser cultos. Ya se sabe, sentido común mediante, que la Cultura es una cosa muy buena, que a nadie molesta y con la que todo el mundo está de acuerdo, aunque no se tenga ni idea de su manifestación concreta ni mucho menos sentido del ridículo. 

Es el cajón de sastre, la cultura, en donde podemos meter lo que queramos y de donde sacar el dinero que sea menester porque criticarla supone arriesgarse a que caiga sobre uno el estigma social de ser "anticultura" o, de modo más general, "noísta". A continuación, cómo no, se saca a pasear a Göring y a Millán Astray o a quien haga falta, porque si hay un consenso político es el que se refiere a la cultura, como elemento no conflictivo y cohesionador (me refiero a las manifestaciones artístico-espectaculares, no a las étnicas, que ya son otro cantar). Sin embargo, en otro contexto, y como escribió en un famoso artículo Rafael Sánchez Ferlosio , a veces dan ganas de llevarse la mano a la pistola. O a otras herramientas menos mortíferas, pero igual de simbólicas.

Cuando, con esa intención, se llevan a cabo campañas o se construyen instalaciones culturales (de Alta Cultura) y se constata que no interesan a casi nadie (salvo a los políticos y funcionarios de turno, a los gestores culturales, a los agentes e intermediarios y a los artistas, estos últimos encantados siempre de institucionalizarse), se carga entonces contra el público ausente y su falta de educación (musical, pictórica, visual, literaria, etc.) que hay urgentemente que resolver. No faltan abogados entusiastas y algo engolados a este respecto, por supuesto. Claro que no resulta contradictorio ni complicado defender aquello que te da de comer. En la mayoría de las ocasiones, la ofensiva cultural tiene pretensiones totalizadoras: el frente político, el mediático y los proveedores de contenidos culturales acríticos se conjugan y ensamblan con una armonía artística digna de encomio. Al fin y al cabo, todos salen ganando. Suele ser común el concepto de irradiación cultural (se supone que desde un centro culto hacia una periferia ignara). 

Es posible, y esta es mi opinión, que la sociedad saldría ganando con algo más sencillo que lo anterior, mediante una crítica del concepto de cultura, un análisis de la actividad de la industria cultural y el desvelamiento de la ideología subyacente que se oculta bajo el mando de la cultura. Un bonito ejercicio de esto podría aplicarse aquí, donde se afirma que las sociedades pobres lo son por falta de cultura, faltaría más.

En fin, hora de volver a lo nuestro: 




Quién me iba decir, doppelgängers aparte, que esta novela, comprada casi al azar en la librería y despreciada por mí -debo reconocerlo- durante largos años, iba a acabar en el Polillas. Después he sabido que Leo Perutz, nacido en Praga, era un escritor en lengua alemana de éxito en las primeras décadas del siglo XX, y admirado, entre otros, por Borges, lo cual tiene la importancia que uno le quiera dar (ya se sabe que el difunto escritor argentino es sagrado para casi todo el mundo). Sufrió, asimismo, el régimen nazi y las tribulaciones propias del exilio. Esta versión de la novela está a cargo de Jordi Ibáñez, al que a primera vista y a falta de explicaciones solo podría cuestionarle el ceceísmo de un personaje secundario (un taxista).

Pues bien, es una obra de tintes detectivescos, con varias muertes y una resolución. Dicho así, no tiene nada de particular. Sin embargo, y aunque la novela comienza de un modo un tanto vacilante, pronto adquiere la firmeza del hierro y no decae hasta un final un tanto sorprendente. Además, el epílogo resitúa la acción y proporciona un punto de vista diferente porque quien lo escribe es diferente del narrador-personaje principal. 

Como digo, la novela está contada en primera persona por un personaje, el barón Gottfried Adalbert von Yosch, que, sin embargo, permanece, curiosamente, subordinado a las actividades de Waldemar Solgrub, quien lleva el peso de la investigación y que, aparte de intentar descubrir al asesino, pretende exonerar al narrador. Este punto de vista, al evitar la omnisciencia, por ejemplo, del relato en tercera persona, contribuye a la atmósfera de pesadilla de la narración, en la que las muertes aparentemente inexplicables parecen el fruto sangriento de una mente atrabiliaria. Además,  dichas las muertes, en principio, representan el misterio de la habitación cerrada, presente ya, por ejemplo, en Los crímenes de la calle Morgue, de Poe, y en tantas otras obras del género.

Ya es bastante, aunque trivial, que la lectura sea amena y fácil; que los personajes, aunque no extraordinarios, sirvan bien como canalizadores de la acción, así como unos diálogos correctos, inscritos de manera óptima en la historia. El narrador es un personaje, digámoslo así, turbio, sin clara conciencia de sus acciones, envueltas la mayor parte del tiempo en una bruma psicológica que se transforma en ambivalencia moral si quisiéramos juzgarlo en ese sentido. Al contrario, por ejemplo, que Solgrub, nuestro Dupin o Holmes, o que el doctor Gorski, un Watson que tiene un escena falstaffiana brillante y sorprendente. Tengo la impresión de que el autor después de ese momento lo mantiene a raya, pues bien podría haber eclipsado a los demás personajes. Da espacio, sin embargo a Solgrub, quizá demasiado sobrio para un shakesperiano.


Mi primera reacción fue de sorpresa y de pánico. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué locura se ha apoderado de mí? Luego me invadió un sentimiento de angustia. ¿Cómo ha podido sucederme una cosa así? ¿Cómo ha podido ser posible?, me preguntaba lleno de asombro y de miedo. ¿Acaso me he visto realmente entrar aquí y susurrar palabras que nunca han salido de mis labios? ¡Yo mismo he creído por un momento en mi propia culpa! ¿Cómo es posible? Sin duda se ha tratado de una fuerte perturbación de mis sentidos, una alucinación que se ha burlado de mí, una voluntad ajena a la mía que me ha forzado a asumir algo que yo no he hecho. No, evidentemente yo no he estado aquí antes, no he hablado para nada con Eugen Bischoff y no soy ningún asesino. Un sueño, una locura que se ha escapado de los infiernos y que ahora ha vuelto a hundirse en aquel lugar de donde nunca debería haber salido. (Págs. 82-83)


Por otro lado, la lectura, más allá del desenvolvimiento de la trama, puede interpretarse, sin duda, desde diferentes puntos de vista. Yo no puedo dejar de pensar la novela como una reflexión sobre la enorme capacidad autoaniquiladora del ser humano, que necesita de periódicas dosis de heroísmo para sobrevivir. O quizá no tanto del ser humano en general como de las clases sociales acomodadas (el elenco de la novela lo forman en su mayoría aristócratas, burgueses, profesionales liberales e, incluso, los artistas, aunque sean, como diría Bourdieu, una clase subordinada dentro de la clase dominante), cuya existencia parasitaria (como diría un marxista antiguo) acaba por sumirles en un sopor vital del que solo pueden emerger recurriendo a métodos extraordinarios y mortales. 






















martes, 30 de octubre de 2018

'La isla del fin del mundo', de Selena Millares

Aunque no lo parezca, el Polillas está en plena efervescencia lectora: seis libros sobre la mesa (o sobre el sofá, a veces en el suelo) que van desde una reinterpretación de El capital, pasando por una monografía sobre el poder constituyente, además de un relato de la transición de la época clásica al feudalismo, la pugna filosófica-política entre redistribución y reconocimiento, hasta acabar en la explicación histórica-sociológica-filológica de por qué Platón quería expulsar a los poetas de la polis. Y solo una novela. De aquí la tardanza en escribir esta última reseña.

Es posible que muchos piensen que para ser aspirante a crítico literario o reseñador lo único que debería leerse sería Literatura. Otros pueden añadir, quizá, la exhibición del diploma de licenciado/graduado en Filología. Yo, por el contrario, tiendo a pensar que lo menos que debe leer uno son novelas, y lo que más, todo lo que las rodea: sociología, historia, economía, filosofía y no paren de contar. Hay en esa pulsión por leer ficción un refocilamiento que creo huero, una complacencia redundante que si no se contrarresta con otro tipo de conocimiento puede llevar a caer en un esteticismo vacío que se complace a sí mismo y que fácilmente conduce a la sublimación por excelencia de este género artístico. Esto tiene como consecuencia que gran parte de la crítica literaria y de los suplementos culturales sean empalagosos hasta extremos ridículos. 

La literatura, claro está, debe ser también un placer en sí misma, pero no es la culminación de la vida ni la excusa para el ensimismamiento. La literatura, quizá, puede "agitar conciencias". Un tiempo, al menos, pero poco más. Como fresco de una sociedad, de una época, de un "espíritu" tiene pocos rivales, pero, sin duda, el lector y el escritor deben poseer esos conocimientos que le permitan reflexionar sobre el contexto y los detalles que le permiten reflejar ese Zeitgeist.

Vamos a lo nuestro:






Esta es, en principio una novela de formación, una bildungsroman, de corte clásico: un joven irlandés parte de su país, entre otras razones, por la tiranía inglesa, pero también por ver mundo, por salir del destino prefigurado por su padre y, vayan ustedes a saber por qué, por la obsesión que siente por la isla de Brandán, es decir, de San Borondón. Así pues, entre medias, asistimos a la súbita madurez del joven Andian Fitzwater que hace amigos en la mar y en la tierra, conoce, cómo no, el amor y el sexo, vive alguna aventura que otra y finalmente llega a Canarias.

La historia está narrada por el protagonista, al final de su periplo, tan solo unos meses después, tras una sucesión de momentos más o menos significativos que, esa es mi impresión, no provocan una verdadera transformación del protagonista. Por otro lado, llama la atención que, pese a vivir en un régimen de opresión en su patria, el protagonista está educado de un modo excelente, pues no solo habla cinco idiomas sino que además juega al ajedrez y toca el violín. Aunque lo demos por bueno, sorprende también su erudición en cuanto a las vicisitudes del comercio de esclavos y de la situación política internacional. Como es un tanto idealista, algunos de sus interlocutores tildan sus pensamientos de "quijotescos" y él, a su vez, los adjetiva de un modo u otro, pero sin que ninguno de los personajes adquiera consistencia. 

Resulta evidente que la autora es poseedora de un enorme vocabulario, y que siendo consciente de ello, se empeña en no ocultárnoslo, nombrando, por ejemplo, todas las partes y elementos del barco en el que navega el protagonista o llevando a cabo enumeraciones y haciendo listas de plantas, objetos o personas que van encontrando en el viaje y que le dan un sabor de literatura naturalista que, aun teniendo sus seguidores, resulta algo anticuado a estas alturas. Sobre todo porque, a veces, da la impresión de ser un libro de viajes: produce esa misma sensación de neutralidad emocional respecto de quien lo cuenta, aunque su relato pretenda suscitarnos curiosidad o, incluso, una sensación de maravilla. Una uniformidad en este caso respecto del narrador que contradice, pues, el propósito de una novela de formación.

Efectivamente, el narrador cuenta cosas que le pasaron, y aunque se empeñe en mostrarnos, y de manera prolija, todo lo que vio y con quienes charló, él no parece cambiar. Un día estoy aquí, otro allí, aquello me resultó bello, esto más aún o todo lo contrario, etc. Ocasionalmente, la autora muestra su lado más lírico, especialmente en los pasajes de amor o de descripción de paisajes, con resultados algo cursis. Y también hay que hacer mención, aunque no sean demasiadas, esas combinaciones nombre+adjetivo o verbo+adverbio que de tan vistas resultan banales: "crujían sordamente", "voz ronca, cavernosa", "ojos francos, directos, incisivos", "risa contagiosa", entre otras.


Recorrimos la crujía desde el tambucho de popa, con su pañol de luces, hasta el castillo de proa, con el rancho de marineros, la cocina y el fogón, poblado de calderos y almireces. Vimos la gambuza, el pañol del velamen, el tomo del cabrestante y el bauprés con sus foques, mientras Ewan me hablaba sobre los detalles del aparejo y las utilidades de cada una de las velas, cuadras en el palo trinquete y de cuchillo en el mayor y el de mesana. Después descendimos por el tambucho de la escala hasta el entrepuente, donde se alojaba también una parte de la marinería, con los coys de lona y las mesas del comedor colgados de los baos. Por último, alumbrados con una lámpara de aceite, descendimos hasta la bodega, donde me sorprendió el lastre de piedra y arena. Algo así de elemental era la solución perfecta para prevenir que la nave zozobrara. Allí estaban la leñera y los cables, y la mercancía, cuidadosamente arrumada, y también el depósito de víveres, con los barriles de agua, vino, cerveza y carne salada, y los pañoles con el bizcocho. Y mil cosas más: fardos, útiles de carpintería, cubas de alquitrán, toneles de grasa, cubetas de carbón... (Págs. 24-25)


Habías sembrado de pétalos y flores silvestres las sábanas y la almohada: para que no me olvides, decías, para que no olvides esta noche. Cómo iba yo a olvidar esa ni ninguna noche, con sus madrugadas. Ni las más dulces, cuando jugabas a escribir sobre tu cuerpo con melaza y me invitabas a empezar ahí el desayuno, ni las más violentas, aquellas veces que subíamos a tu cuarto un par de botellas de vino y las bebíamos lentamente, sintiendo cómo se nos iban nublando los sentidos, y de pronto todo era la noche y el rumor del mar, y nosotros ya ebrios, riendo o amándonos. Tú decidías recorrer mi piel con los dientes como en un ritual caníbal, como un animal que señala su territorio, y me sembrabas aquellas señales para que fuera solamente tuyo, y hasta llegaste a escribir con una improvisada tinta menstrual tu nombre sobre mi pecho. Tenías miedo a perderme, a que me fuera con una mujer más joven, a que te olvidara, o incluso a que me tragara el mar como ya habías visto que ocurriera a tantos marinos. Yo contigo lo aprendía todo: el significado de la palabra infinito, de la palabra muerte, de la palabra renacer, en ese jardín de pétalos rosados y rocío que tu cuerpo me ofrecía, lluvioso y ardiente. Tú eras mi mar y yo quería hundirme en ti, en tus labios, en tu olor a melaza, para siempre. A veces en cambio eras tú el barco que me navegaba, y me dominabas impúdica, quemante, con el vaivén de una tormenta violenta, hasta rendirte extenuada. (Pág. 77)


El camino, que era muy pedregoso, lo hice en mula, guiado por un mozo bastante parlanchín y risueño, que me fue contando detalles del lugar. Yo apenas lo escuchaba, aún tenía los oídos ensordecidos por el efecto del mar. Además estaba deslumbrado por aquel paisaje selvático de jara y mirto, de robles y laureles, de viñedos y frutales. En la exuberancia de aquella vegetación convivían las tabaibas y cardones con las camelias y buganvillas, en un fastuoso manto vegetal. A medida que nos adentrábamos en la isla, el aire se iba inundando de trinos de canarios y tórtolas, currucas y jilgueros. Y alrededor se alzaba la belleza violenta y volcánica de los riscos, con su cataclismo de cenizas rojas y negras, vetas de basalto y murallas imponentes frente a las olas. (pás. 150-151).

Asimismo, las desventuras que precipitan el desenlace de la novela también están contadas de manera aislada, sin que se haya trabajado de manera efectiva la urdimbre entre los sucesos y la trama general. La atmósfera de la novela casa mal con los repentinos infortunios: un Deux ex machina maligno, por lo que parece. Es el principal defecto que le veo a esta novela, que adolece de la falta de un objetivo vertebrador, a pesar de que hay una línea temporal única y un itinerario preciso. Sí, la autora nos escribe sobre la dominación y la opresión inglesas, la Inquisición española, la guerra, etc., así como de la amistad y el amor, pero no son suficientes para dotar de un armazón consistente a la novela. Su viaje, en definitiva, no resulta tan interesante, y el capítulo final resulta apresurado y caprichoso. Los destellos narrativos en torno al contrabando de libros prohibidos podrían haber dado mucho más de sí, pero la autora prefiere centrarse en las vivencias del protagonista. Una prolijidad innecesaria convive con una despreocupación por los personajes secundarios y por los diálogos, un tanto artificiosos, y esto hace que todo el foco se centre en Andian, pero este foco tan intenso lo desdibuja y no lo realza. 

Tengo la impresión de que la autora posee herramientas para haber construido mejor esta historia. La novela, aunque no termina de naufragar, embarranca y  los lectores nos vemos obligados a saltar por la borda.