domingo, 27 de mayo de 2018

'¿Quién cuidará de mis guardianes?', de Alba Sabina Pérez


Cuando, al cabo del tiempo, uno ya le ha dado cera a los representantes más conspicuos de una novelística, a grandes rasgos, deplorable, en el ámbito local (y a unos cuantos en el nacional), dado que estos personajes ejemplares campan a sus anchas en suplementos culturales, artículos y otras tribunas escribiendo todo tipo de maravillosismos y buenrollismos ajenos y propios sin enmiendas ni rectificaciones, se encuentra con que tiene libertad para lanzar otra mirada a la creatividad. O más bien, una mirada a otra creatividad, es decir, puede comenzar a indagar en la obra de escritoras/es de exposición más discreta con la esperanza de encontrar una fuente de luz, aun vacilante (me conformo con eso) que ilumine estas tinieblas literarias. Y disculpen la metáfora, pero guardo otras más escatológicas.

Es por eso por lo que uno recoge pistas aquí y allá, lee esas obras que unas y otros a veces valoran como "injustamente tratadas", "insuficientemente reconocidas", etc., o que, sin que sea incompatible con lo anterior, pertenecen a jóvenes autoras/es, digamos en sus primeros pasos, pero que se atreven a publicar (lo cierto es que hoy las editoriales no editan, solo publican) sin demasiado pudor ni vergüenza anticipada. En el pecado está la penitencia, y llegados a este punto, son tan merecedoras/es de reconvención o de elogio como otros autores más populares y dicharacheros, aunque no disfruten de la mención del mentor habitual ni impartan cursos de escritura creativa. En todo caso, mi intención no es cercenadora sino más bien lo contrario, aunque parezca difícil de creer.

El propósito no es otro, al fin y al cabo, que experimentar, recogiendo palabras de Rafael-José Díaz, una "epifanía" artística, estética, literaria... Es encontrarse ante esa experiencia de asombro, aprendizaje y reconocimiento que solo algunas manifestaciones artísticas son capaces de suscitar. Me conformaría con una sola de las tres, no soy tan exigente. Sin embargo, y como parece lógico, esos momentos de epifanía son raros, qué le vamos a hacer. 

Por otro lado, no puedo sino apreciar el esfuerzo, como he reconocido en otras ocasiones, con el que unas y otros se empeñan en contar historias, por muy lamentables que terminen siendo los resultados. Esto no quita para que la crítica horade la superficie de la obra y saque a la luz defectos y virtudes, para que imagine otras posibilidades, para que devele lo innombrado o latente, para que reflexione a partir de ella. Es en este sentido que la actividad reseñadora consistente en elogiar sin tino, favorecer sin tapujo o glosar sin vergüenza resulta no solo una estafa informativa y un ultraje intelectual sino también una inmoralidad. Sus razones tendrán aquellas/os que la perpetran.






Así que entre otros autores más o menos jóvenes y relativamente desconocidos, aunque obtengan su elogio aquí o su mención allá, escogí por razones que van desde lo azaroso hasta la curiosidad por repetición una colección de cuentos con cuya reseña me tropecé en un par de ocasiones. Claro que es posible que casi nada de lo anterior sea cierto, y Alba Sabina Pérez sea un fenómeno literario sin parangón y yo sólo esté revelando, una vez más, mi ignorancia. 

Pero vayamos a los cuentos.

¿Quién cuidará de mis guardianes? comienza con dos cuentos yoístas: las tribulaciones de una joven allende los mares que comienza a vivir una vida adulta que no le agrada demasiado. Sí, la materia no parece que pudiera interesar a nadie más que a la escritora, y, todo hay que decirlo, la forma, el estilo tampoco ayudan. En el primero, dos amigas van en tren y conocen a otros viajeros más o menos singulares, y en el segundo, la narradora nos cuenta retazos de su juventud en Madrid. 


Siguió contando su relato, muy a nuestro pesar, aunque también con no cierta dosis de odiosa curiosidad por nuestra parte; aunque se negase a compartir con nosotras el secreto de sobrevivir a base de pipas de sandía. Y resulta que en el tiempo en el que tenían que compartir su guarida con el Matador, Nicole se empezó a hacer mujer, y él no podía más que admirar como cada mes sus pechos iban creciendo y su cuerpo adoptaba "formas de Venus". Entonces, él, que por aquel entonces también era muy joven, sintió la necesidad imperiosa de quitarle él mismo el virgo, porque, según su propio razonamiento: "¿Quién mejor?" Así que un día, no sin antes pedirle permiso, le quitó la ropa con cuidado y le hizo el amor con la precisión de un experto; aunque, según nos dijo, "también era casto hasta ese día". De todas formas sacamos nuestras propias conclusiones de hasta qué punto aquellos escabrosos detalles eran verídicos." (págs. 26-27)

Había bares nuevos llenos de diversos elementos hypsters de la recién llegada manada de cervatillos prisioneros del séptimo arte, solo que éstos no habían crecido con Garci ni con su Puro humo y quedaba poco para la maldita ley que cambió mi vida y mi forma de ver y de oler a los demás, sobre todo darme cuenta de que el tabaco disimulaba bastante bien el terrible aroma de algunos. Pronto llegó Laura, con su bellísimo rostro de inocencia que espero que aún conserve; aunque temo que la inocencia ya la habíamos perdido hacía algún tiempo, y poco quedaba de aquellas tres hippies de instituto que pensaban que en segundo de carrera sus vidas estarían encaminadas, al menos, hacia alguna parte. Entramos en uno de esos nuevos locales, ellas pidieron otro café y yo un cóctel. Necesitaba alcohol, amigas y tabaco, todo eso que no tomaba en Barcelona porque el hastío, la pereza, y el maldito cielo naranja no me dejaban. Y las tres, que nos leíamos las caras y las almas más deprisa que yo El guardián entre el centeno cuando estoy triste, por primera vez no sabíamos qué decir. Laura traía el pelo mojado de lluvia sin paraguas, y un folleto del cine con las películas que podíamos ver. (págs 32-33)


Sin embargo, el tercer cuento, . El reloj de mi padre está evidentemente más estudiado, más estructurado. Está pensado. Es probable que eso pueda parecer menos arriesgado, menos apasionado, menos romántico o cualquier otro adjetivo insensato, pero aquí ya nos encontramos con algo valioso. Ya no son las divagaciones bostezantes de una intelectualoide en ciernes, sino el relato preciso y evocador de una anécdota que trasciende. De repente, los personajes, un objeto (un reloj) y hasta un país adquieren fuerza simbólica, de tal modo que se quedan con nosotros después de leído el relato: un padre que vincula su felicidad a su reloj irrompible que se rompe, la niña que no juzga a su padre como un mentecato, sino que considera necesario intervenir, a su infantil manera, para ayudarlo; una Suiza de relojeros tal que ni evocada por Emily Dickinson... Las líneas de diálogos son las que tienen que ser. En la narración, los párrafos se engranan como si no pudiesen existir de manera independiente. Surge esa síntesis entre forma y contenido por la que la literatura cobra sentido. Un cuento corto, sencillo, que se agradece como una brisa de verano. Esto es literatura, algo que a veces ocurre cuando se dejan a un lado la pretenciosidad y el yoísmo.


Mi padre tenía los ojos aguados y la expresión muy triste. Traía su reloj fracturado en una bolsita de terciopelo que había en casa desde hacía tiempo. Era la bolsa de las joyas rotas. mi padre había sacado las joyas y las había dejado sobre el joyero de madera, y había puesto el reloj con mucho cuidado dentro. Ahora lo sacaba de su bolsa y yo tenía ganas de llorar porque nunca había visto a mi padre tan triste, ni siquiera cuando se murió mi pez. Le pasó el reloj al relojero, con mucho cuidado. El relojero lo cogió con sus manazas y miró el cristal. 
-No sé si el cristal tiene garantía, tengo que mirarlo; pero es muy raro, debe ser que vino defectuoso... 
Tenía en la frente una lupa, pero se ve que lo que le sucedía al reloj de mi padre no era tan importante como para usarla. (pág. 42)


Empecé a estar muy triste. Mi padre seguía llamando al arregla-relojes del barrio, el señor gordo, moreno y alto que no hacía nada por nosotros, y que siempre le decía lo mismo. Yo no paraba de mirar el buzón pero nunca llegaba nada. Todos los días pedía que llegase el reloj y pedía que mi mente me dejase olvidar el asunto y volver a ser feliz porque, de pronto, todas las cosas me daban igual: las notas, las vacaciones a la vuelta de la esquina, las tardes en el parque con mis amigas, las poesías en las libretas y los libros. Solo me importaba el reloj, y volver a ver cómo mi padre se lo ponía en la muñeca y nos contaba cómo aquel era el reloj que llevaban los galanes en las películas de los cincuenta, cuando la gente tenía clase de verdad, y solo quería que me dijese que siempre iba a estar brillante y que era un reloj que duraría toda la vida. Pensé incluso en coger un tren hacia Suiza, pararme en la fábrica de BlanHorloge y decirle al dueño: "¿Qué pasa con el reloj de mi padre?" (pág. 48)


Es de lamentar que la autora no siguiera por esa vía. Para mí, sólo con este cuento demuestra que tiene hechuras de escritora. Bien podría habernos ahorrado los demás.

El cuarto relato recae en la enfermedad del yo misma en la facultad y mira cuánto cine he visto, el siguiente va de cómo llenar 10 páginas con insustancialidades, y el sexto, titulado como una advertencia Ociosas banalidades consiste en las reflexiones de unos personajes contadas por un narrador omnisciente. Van de personaje a personaje cuando salta su nombre. Y uno y otro, y después el de más allá... ¿Interesante? No, banalidades. Que digo yo que para qué. El sexto, pues más divagaciones o recuerdos, qué sé yo, contadas en primera persona de cuando la protagonista tenía menos de cuatro años. Y paro de contar, que las historias no mejoran.

A mi entender, lo que otros comentaristas señalan como virtudes, como las tan traídas intertextualidades o las referencias filosófico-cinematográfico-literario-artísticas, si no se manejan bien no hacen más que convertirse en autorreferencias expresivistas que no interesan a nadie más que a la autora. A veces me da por pensar que, en realidad, uno habla de sí mismo cuando no tiene nada que contar. A pesar de las mil excepciones, supongo.

En fin, cinco años han pasado desde entonces, y Sabina Pérez ha tenido tiempo para escribir una novela y un poemario, que yo sepa. Me pregunto si habrá seguido la escondida senda que comienza (o quizá lo hace en otro lado, en algún relato olvidado, en algún párrafo escrito en una libreta perdida) con El reloj de mi padre, o está recorriendo esa autopista hacia la nada que consiste en hablar sobre sí misma y lo mucho que ha leído, lo mucho que ha visto, lo mucho que ha oído y las experiencias que ha sufrido/disfrutado y en empeñarse en contárnoslas porque, al fin y al cabo, siente esa necesidad. Me resulta llamativo que el prologuista de esta colección de cuentos sea Sergio Barreto Hernández, paisano de Sabina y autor de una novela (también reseñada en este blog) que adolecía, hasta el hastío y más allá, de esos defectos aludidos, defectos que estropean cualquier novela y que asesinan, por cierto, cualquier conversación. 







P.D. Como reseña, digamos, meliflua, por no decir algo peor, aquí.
















sábado, 12 de mayo de 2018

'Los perros duros no bailan', de Arturo Pérez-Reverte

Cada día es la efeméride del óbito o del nacimiento de alguien. Especialmente celebrados son los de escritores/as, porque salvo en casos muy determinados, y tras haber pasado un periodo prudencial tras su fallecimiento, concejales y ex concejalas de cultura, presidentes, alcaldes y líderes de la oposición pueden arrimarse al recuerdo del fallecido (o frotarse con él) sin sonrojo ni lecturas previas, que ni falta hacen. 

Así, hace poco, el pasado 10 de mayo se celebraron algunos actos en recuerdo del nacimiento de Benito Pérez Galdós, el 175º aniversario. Dentro de dos años, como nos recuerda el ubicuo presidente del Cabildo, el 100º aniversario de su muerte. Así, políticos de izquierda, derecha y transversales se hacen selfies con bustos, retratos o libros de Galdós, algunos organizan lecturas de su libro al estilo de lo que se hace con la lectura de El Quijote (El Libro Sagrado) y todos expresan públicamente su admiración por su vida y obra, hasta la extenuación y el asco.

Esa apropiación de Galdós, un literato al que no se le daba mal fustigar a la clase política, a la Iglesia y a la sociedad de su época, no es ingenua. El halo de un/a escritora/a cuya crítica pertenece a otro tiempo, y que, por lo tanto y salvo lecturas más profundas, puede considerarse ahora inocua, bien puede iluminar, orear y dorar a nuestros representantes tan faltos de fundamentos éticos e intelectuales que uno se los imagina correteando aquí y allá para pedirlos prestados (en el mejor de los casos) de donde sea. Suele citarse, para glosar su figura, la campaña de infundios y descrédito que sufrió el mentado Galdós por sus posiciones políticas y morales que, según se dice, le costó el Nobel. Mucho me temo que gran parte de esos políticos y demás próceres actúan o actuarían igual contra aquellos artistas que se atrevieran a criticarles a ellos o a sus actos. Creo que ejemplos hay unos cuantos de presiones, prohibiciones, censuras y condenas.

Es por ello por lo que dichos homenajes, que en nada importan a los/as difuntos/as, se celebran, al igual que los premios de toda clase y condición, no tanto para honrar y reconocer al/la escritor/a o como para que la institución que los concede u organice adquiera notoriedad en la esfera pública y se dote de una aura cultural para diversos fines, entre otros para que, por un tiempo, olvidemos que están pobladas y a veces dirigidas por sospechosos habituales. Lo cierto es que esta estrategia parece haber rendido rédito, y así, con el paso del tiempo, se ha fundido tanto con los usos y costumbres de la sociedad que si las instituciones públicas se olvidan de honrar a alguien apreciado por algún sector social, se considera una afrenta y una injusticia casi inadmisibles.

Hay que señalar, además, que en esta nueva época de gobernanza y creciente importancia de las empresas privadas en la esfera pública, éstas también se animan a reivindicar u homenajear a quien se les cruce por delante si consideran que sirve para realzar su imagen corporativa. Aquí, por ejemplo. Viva el oportunismo.

Por si fuera poco, y para hacer más risible la cosa (y no se diga que me olvido del/la ciudadano/a de a pie), en estos tiempos de redes sociales, casi cualquier individuo/a, por más justamente anónimo/a que sea, no pierde la oportunidad para mostrar sus condolencias por la muerte del/la cantante o escritor/a de turno o para expresar su alegría o "felicitación" al/la artista homenajeado/a en su efemérides. ¿Y a nosotros qué nos importan los sentimientos de esa persona al respecto? Pues ya ven.

Por cierto, el pasado 5 de mayo, los suplementos culturales nos atosigaron con toda clase de tonterías, llamados análisis o artículos, sobre Marx, aprovechando que la fecha de su nacimiento.

En fin, vayamos a lo nuestro:




Esta es una historia de perros. Quiero decir, los protagonistas son perros, que piensan y hablan con lenguaje humano. Claro está, porque, de lo contrario, ¿cómo podríamos leer la historia? Aquí radica la primera dificultad en lo tocante a la verosimilitud, digamos de carácter metalingüístico. Si un perro cuenta su historia, pero ni entiende a los humanos, ni ellos a él (ni a los demás perros), ¿cómo es posible si quiera concebir una historia desde el punto de vista de un animal? Para posibilitar esa narración habría que crear un nuevo lenguaje, con su diccionario, su gramática, etc. Eso si pensáramos que ese lenguaje es posible concebirlo al estilo de los lenguajes humanos, por muy extraños o exóticos que nos resulten muchos de ellos. Así que, ¿cómo es posible imaginar un lenguaje inimaginable para un ser humano? Cuestiones parecidas se dejaban ver en la novela de Stanislaw Lem o en la de China Miéville que hemos reseñado.

Sin embargo, creo que Pérez-Reverte no se plantea estos dilemas, que por sí solos podrían haber abortado este proyecto literario. Más bien, una posibilidad es que sus referentes sea El coloquio de los perros, de Cervantes, en el que unos perros, asombrados, adquieren el don de la palabra y comienzan a dialogar entre sí. Eso, o las películas de Disney, por ejemplo, en el que todo ese problema de la verosimilitud se deja a un lado sin mayor problema humanizando a los animales, y así vienen Kimba, los amigos acuáticos de la Sirenita, Nemo, Bambi, etc. Eso, en cuanto al problema (yo lo considero tal) lingüístico. De fondo, y de manera no muy disimulada se hace referencia a La llamada de la selva/lo salvaje, de Jack London, con sus raptos de perros, peleas, lucha por la supervivencia, la nobleza y la crueldad de animales y humanos, la lucha por la vida, etc. Sin embargo, mientras en la novela de London, la narración era en tercera persona, a cargo de un narrador omnisciente, en Los perros duros no bailan (referencia a la novela de Norman Mailer, Los tipos duros no bailan, que tenía su punto macarra y cómico), la narración corre a cargo del personaje principal, Negro, en primera persona.

Ya les voy adelantando que la novela se lee rápido y fácil, sin mayores complejidades en cuanto a su estructura, lineal. Es el relato de unos hechos situados en el pasado, con un vocabulario coloquial o vulgar, y que no representa desafío alguno al lector; unos personajes que representan ciertas virtudes o tipos sociales, eso sí, muy humanos; y unas escenas cortas e intensas, bien resueltas, que no llegan a aburrir, aunque la historia, en su conjunto, no ofrece mayores sorpresas ni reflexiones originales, precisamente. Los diálogos también están bien perfilados y ágiles, aunque queda claro que ni los juegos de palabras ni los guiños literarios representan las mayores virtudes literarias del autor.

Lo malo es todo lo demás. Me explico: hay inconsistencias lógicas insoslayables. Si los perros sólo entienden a los humanos por el tono, no entienden las letras ni las palabras en los periódicos, etc., ¿cómo es posible que no sólo que entre ellos hablen de personajes humanos como Espartaco o Hitler, sino que además manejen conceptos como el nazismo, comprendan el mismo devenir histórico pues conocen sus ancestros y las razas de los sucesivos cruces, distinguen nacionalidades (que no son sino divisiones culturales y físicas humanas), etc.? Albergo la impresión de que a Pérez-Reverte esos problemas son naderías, que lo que de verdad le importaba era crear algo parecido a una alegoría, en que la sociedad perruna fuera un trasunto simplificado o, algo peor, purificado, de la sociedad humana. ¿Qué quiero decir con purificado? Arriesgándome a hacer una teoría de la mente revertiana, pienso que el autor buscaba aislar los elementos básicos que motivan las acciones de las personas: valor, cobardía, venganza, lealtad, falsedad, por ejemplo, sustrayéndolos de la compleja maraña de relaciones, valores, constricciones, etc. de las sociedades modernas.

Sin embargo, en esa purificación, en ese destilamiento, lo que le queda, a fin de cuentas, es la violencia y el machismo. El perro-héroe tiende a minimizar su inteligencia y a valorar su capacidad para la violencia. Asimismo, uno de los perros que va a rescatar (ahí reside el motor de la trama: el rescate de amigos en apuros) se convertirá en un asesino, producto de su brutalización a manos de los humanos. El otro perro, que no tiene las cualidades para ser un perro de pelea, sin embargo logrará sobrevivir gracias a que lo convierten en un semental, cómo no. Por otro lado, las hembras apenas disfrutan de protagonismo, salvo para ser montadas placenteramente, dejándose ver apenas algún atisbo sentimental. La única perra con carácter, y que no deja montar, es, claro, una feminista resentida. Por supuesto, en esa minisociedad perruna, también hay una "putilla" (pág. 33) y un "maricón".


Margot era, y lo sigue siendo, una perra resentida, áspera, feminista -ninguno de nosotros podía alardear de haberla montado nunca- y con muy mala leche. (pág. 17)


Una de las ventajas que los animales poseemos sobre los humanos es que nadie nos exige ser políticamente correctos. Ahí jugamos en casa. Miren los monos: todo el día dale que te pego al manubrio o la coyunda, a su rollo, con los niños encantados en los zoológicos y los padres riendo la gracia. O sea, que los animales estamos a salvo de esa clase de gilipolleces. De momento, al menos. Nadie anda fiscalizándonos, y cuando se impone nuestra naturaleza tenemos la excusa de que somos, dicen, irracionales. (...) Si lo que le dijimos aquel día se lo dice un humano a una humana, el fulano acaba en comisaría a la media hora. Pero por suerte no éramos humanos. Los perros somos machistas, oigan. Faltaría más. Y a mucha honra. (págs. 26-27)

Rudi, o Perlita, como prefería que lo llamaran, era un caniche gris perla de pelo rizado que iba siempre muy de peluquería, recortado en las patas y cardado en el rabo y la cabeza. Divino de la muerte, osea. Maricón de concurso. Su lado canalla lo llevaba a escapar con frecuencia de su casa -vivía con dos humanas que eran hermanas, solteronas y mayores- y a dejarse caer por el Abrevadero en busca de emociones fuertes. Lo volvían loco los perros callejeros sin raza ni escrúpulos, a los que pedía que lo azotaran con el rabo y lo llamaran perra. (pág. 58)

Supongo que algunos serán capaces de denominar a esto crítica social o, sin ir tan lejos, valentía o incorrección política. Habrá que ver dónde está la valentía en denostar a personas o grupos que han sido históricamente dominados, vejados y apaleados. Y lo siguen siendo. Se me podría acusar de injusto por establecer una igualdad entre el personaje Negro, el perro protagonista, y el escritor Pérez-Reverte. Uno no tiene por qué comulgar ideológicamente con el otro. Sin embargo, la lectura de algunos artículos del escritor y sus manifestaciones públicas sí que establecen las bases para afirmar, al menos, cierta conjunción. Ya lo valorarán Vds., por supuesto.

En fin, mi conclusión es que, si uno supera el tufo masculinista y el tópico del tío duro pero con corazón, se lee bien, con ritmo y vívidas escenas de acción, lucha y muerte. Incluso con sabor épico. Pero le queda a uno un regusto desagradable: es mucho superar.

Este tipo de escritores que también escriben artículos de opinión, intervienen en tertulias, etc., y a los que, por tanto, se les califica a menudo de intelectuales, tienen su público, y numeroso. Un público antiguo para un autor antiguo, sin embargo. Representa Pérez-Reverte, a pesar de sus diatribas contra los políticos y la política, o por eso mismo, una vuelta a los valores de verdad, los buenos, sin tanta corrección política. En un mundo donde los usos y costumbres se han trastocado de tal modo que no es posible saber cómo desenvolverse, cómo ser sin ambigüedades, algunas personas piensan que lo ideal es volver a una época de certezas (que quizá nunca ha existido, salvo en su mente) cuando los hombres eran hombres y las mujeres, mujeres, cuando los conflictos se resolvían con un par de buenas hostias, mancillar el honor se pagaba con sangre y cosas así. 

Es evidente que no todos los problemas se resuelven a base de deliberación democrática y empatía, que en muchas ocasiones hay conflictos de intereses, de suma cero, en los que el consenso es imposible. Para eso están las negociaciones, las soluciones de compromiso, etc. A veces, claro está, contra un régimen opresor, contra grupos que pretenden la dominación por la fuerza y la esclavitud, solo queda el legítimo recurso a la insurrección, pero de ahí a exaltar la violencia como un valor masculino y natural queda un trecho. Un trecho moral que, para muchos, por lo visto, es insalvable.







P.D. Reseñas positivas, que ven otras cosas y no ven lo que yo veo. Aquí y aquí. Otra, más cercana a la mía, aquí.











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sábado, 5 de mayo de 2018

'Conjunto vacío', de Verónica Gerber Bicecci

Hay reseñas que le dejan a uno agotado, como la última, la de Calibán, de Ángel Sánchez, pero con las que al mismo tiempo se experimenta algo parecido a la satisfacción (momentánea, modesta). Ello se debe, me explico, no tanto al texto final, más o menos memorable, como al trabajo de lecturas previo a su escritura. Se produce, entonces, una ampliación del acervo propio, un ensanchamiento del horizonte literario (y político, en este caso) que compensa con creces el esfuerzo. Con independencia de que la reseña haya gustado más o menos (uno siempre aspira al texto perfecto, aunque es evidente que tal cosa es un ideal contrafáctico).

Recuerdo, en mi formación como traductor, y en mi escasa experiencia profesional posterior, algo parecido: todo ese trabajo previo de acumulación de referencias, datos, lecturas y conversaciones que al final se encarnaban en un texto. Casi que lo de menos era el resultado, aunque uno bien podía, con la debida cautela, enorgullecerse de haberlo creado. Lo de más era ese bagaje recién incorporado, que en muchas cosas no era mera acumulación de conocimientos, sino también en ciertos casos transformación de uno mismo. Un trabajo intelectual sutil, de precisión cuyo valor en Literatura (y en todos los campos del saber) es y ha sido crucial.

Algo parecido podría aplicarse al oficio de escribir: ese acto creativo donde no hay nada físico a lo que agarrarse, solo el recordar, el imaginar y el pensar. Es en el acto del plasmarlo con signos, en la materialización de nuestra imaginación cuando se evidencia el trabajo previo vital e intelectual, el esfuerzo contumaz por desovillar esa idea escondida y el talento pulido por la experiencia.

Bueno, amigas y amigos, no sigo por ese camino, que parece que estoy a punto de venderles la inscripción a un curso de escritura creativa, apresúrense que quedan pocas plazas y todo el mundo termina muy contento y nos hacemos foto para el Face, todos tenemos un escritor dentro...








Al lector, digamos, convencional, esta obra le llamará la atención porque está constituida por escenas (¿capítulos?) de tamaño irregular, que en ocasiones llegan a las 3 páginas y otras son una mera frase. Además, junto a ellas, la escritora inserta círculos que se entrecruzan, solapan, etc.: los famosos y familiares diagramas de Venn que todos recordamos de la EGB (o Primaria, en la actualidad). Estos diagramas tienen, a mi parecer, una función necesaria en la comprensión del texto, y la narradora se refiere a ellos expresamente, por lo que no son los típicos anexos que casi nadie mira. Aunque no es la primera vez, ni será la última, que se insertan símbolos matemáticos, lógicos, etc., en una obra literaria, al menos en este caso no me resultan demostrativos de la pretenciosidad ni vanidad de la autora, no son artificiosos, en definitiva, sino que consigue que se integren la historia con naturalidad. Mejor: que forman parte de ella. 





Por otro lado, la historia en sí no es nada del otro mundo: la narradora, Verónica Gerber, inicia el relato con el regreso de la protagonista a Argentina, tras el exilio de la familia en México. La historia gira en torno al recuerdo de la repentina desaparición de su madre (o abandono) y a los fracasos amorosos de la protagonista. Tiene un hermano, viven en una casa a la que denominan "búnker", la abandona un novio, luego otro, la soledad, etc. Tengo la impresión de que la historia, que no llega a aburrir, pero por poco, es más bien un soporte sobre el que la autora se propone indagar en la propia sensibilidad, que a veces la deja, si no atónita, si desconcertada por la complejidad del mundo y por el sufrimiento que este, de modo inesperado, causa. Esas reflexiones cristalizan, como he señalado, en una expresión simbólica singular. No obstante, no puedo evitar el pensar si la exposición y categorización de las, por ejemplo, relaciones humanas por los diagramas de Venn esclarecen ideas, develan conclusiones reveladoras o son, por otro lado, una muestra de la incapacidad de la autora en desgranar con palabras, en tamizar con finura lingüística todo el aluvión de pensamientos y sentimientos que alberga y con el que no llegamos a empatizar del todo.

Esto último viene reforzado por algunas frases banales o de tipo sentencioso, que rebajan el nivel de la prosa, como "Tenía que ponerme a hacer algo, lo que fuera. O eso, o volverme loca" (pág. 29), "En el diálogo interior todas las palabras vuelven como boomerangs" (pág. 39), "Supongo que me produjo empatía solamente porque Yo(Y) me había convertido en el personaje secundario de mi propia vida" (pág. 96). Sin embargo, no logran destruir la atmósfera general de fascinante síntesis entre geometría y vida, aunque la circularidad de la historia pueda parecer algo forzada.

Por otro lado, a la trama, o a la sucesión de escenas, le falta consistencia, a los personajes algo de cuajo, de solidez, de corporeidad, salvo a la narradora-protagonista. Quizá es esa autorreferencialidad, o ensimismamiento, lo que le aporta valor y, de manera simultánea, lo que le resta vuelo.







Para terminar: Conjunto vacío es una obra cuya intención estética está plenamente lograda, entendiendo por ella la feliz conjunción entre signo y símbolo, en la síntesis entre esos elementos con la que se expresa una historia que, tras su lectura, no puede ser imaginada de otra manera. A mi parecer, es un logro nada desdeñable. Sin embargo, la historia podría haber tenido más ambición, haber aspirado a mayor grandeza. Llámenme inconformista.








PD: Las fotos son mías, ante la imposibilidad evidente de citar de otro modo. Si la editorial o la autora lo piden, las quitaré.