sábado, 25 de enero de 2020

'8.38', de Luis Rodríguez

Reconozco que estoy harto de historias. De historias, entiéndanme, predecibles, tanto en su contenido (novelas de triángulos amorosos con final trágico, novelas negras y thrillers, películas en las que un joven ignorante de sus cualidades decide al final el destino del universo/sistema solar/país/pueblo; asesinos en serie que parecen omniscientes y todopoderosos, alienígenas invasores, godzillas interdimensionales o cualquier otra historia en la que uno intuye tramas y subtramas, incluso las espera...) como en su forma: presentación, nudo y desenlace, quizá algún flash-back impostado, o una voz en segunda persona para rizar el rizo. Es curioso porque, no siendo nada novedosa mi hartura, dado que los artistas de alguna estima han reflexionado desde el principio de la existencia de la novela sobre el arte de narrar, a estas alturas, después de tanto -istmo y metaliteratura, el tipo de novela (y de película) predominante es casi igual que la del siglo XIX. Una regresión que se expande también, aprovecho para escribirlo, en el campo de la poesía, con la irrupción en ella de influencers, cantautores, aspirantes a coachers sentimentales y demás quincalla. 

Es posible, no obstante, que la historia de la literatura prosiga su camino a pesar de ello, porque lo que le importa es el cambio en la técnica, la diferencia en la perspectiva, la introducción de nuevos contenidos. En este sentido, albergo la esperanza de que a pesar de las periódicas afirmaciones de la muerte de la novela, en este terreno aún no hay un Danto convincente. Recordemos que este filósofo decía, más o menos, que se seguía haciendo arte, sí, pero que este, desde Duchamp y, finalmente, Andy Warhol con sus cajas Brillo, al desarrollar y apurar todas sus posibilidades había llegado al fin de su historia.

 La novela, en sentido amplio, está limitada por el lenguaje. También es cierto, lo que no deja de ser una obviedad, que es precisamente el lenguaje su condición de posibilidad. Alcanzar esos límites, aún mejor, transformarlos, utilizarlos, superarlos o desactivarlos son, para mí, obligaciones del escritor/a como artista. Si se quieren contar historias por picazón existencial, por expresividad o por vanidad, no hay nada de malo, pero me permitirán que manifieste mi falta de interés por ellas, salvo casos extremos de exquisita técnica y de un interés semántico excepcional. Pero es que hay tantas historias contadas ya que a estas alturas de mi biografía lectora (imagino que a muchos/as de Vds. les ocurrirá algo parecido) pido ese algo más. 

En lo que a nuestro terruño se refiere, ya sería un paso en la buena dirección que se escribieran novelas con esa técnica y ese contenido, aun su anacronismo literario respecto a la modernidad de la República de las Letras. Pero así y todo, echaría en falta esa reflexividad en nuestros narradores y narradoras. Sobra vanidad y falta pensamiento. Sobra articulito en el periódico y falta ambición. Falta grandeza, o capacidad para imaginarla. Si me dedicara a escribir así, moriría de aburrimiento después de dos párrafos, por mucho que me llamasen "maestro".





8.38, en cambio, pertenece a ese grupo de escasas novelas gracias a  las cuales uno se reconcilia con la creación literaria y con las editoriales. Lo de menos es el argumento que se resume en la contraportada o en las páginas web de las librerías. Uno podría pasar de largo, sin dudas ni remordimientos. Lo valioso es lo que no se escribe en ellas, precisamente. A este respecto, según leo en las reseñas (o lo que quiera que sean) de los suplementos, es obligatorio comenzar por el nombre del autor y entre paréntesis la fecha y lugar de nacimiento. Como si eso fuera transmitir información ineludible. Luego, nos cuentan entre elogios más o menos empalagosos, según el hueco que quiera hacerse el/la reseñador/a para la posteridad (si es preciso, a codazos con el autor o autora), el argumento de la novela, para acabar con una reflexión más o menos contundente a la par que profunda. Podría decirles que leer reseñas así, estereotipadas y serviles, sólo me hace imaginar hogueras de largas lenguas de fuego. Tengo la impresión de que muchos periodistas, y en particular los periodistas culturales, quizá constreñidos por la naturaleza del medio, quizá por la asimilación de pautas profesionales nunca explicitadas del todo, consideran el estereotipo tanto una tabla de salvación como una virtud. Es ese escribir fácil que tanto hemos criticado en este blog.

Volviendo a 8.38, su autor Luis Rodríguez (nacido en el planeta Tierra) escribe literatura. Es así de simple. No escribe una mera historia, tiene otras pretensiones. No solo muestra voluntad de estilo, sino que se cuestiona los niveles del contar. Personajes que reflexionan sobre lo que es y significa escribir, personajes que se interrogan sobre su papel en la vida y sospechan que son creaciones novelescas, personajes cuyo propio cuestionamiento no los hace más vaporosos sino que los dotan de consistencia y vitalidad. Aparte de esta inmersión en una metaliteratura de la que creo Foster Wallace (por citar a otro autor que reflexionaba, y mucho, sobre literatura) no abjuraría. Por soltar una paradoja, el autor desaparece al estar tan dentro de esta obra: los protagonistas de la novela hablan mucho, quizá sin llegar a ningún lado, si entendemos por ello llegar a unas conclusiones definitivas, pero no importa porque salvando las distancias, se asemejan los personajes shakesperianos, que se hacían hablando, como señala Harold Bloom.


"¿Escenas? ¿Situaciones? Tengo muchas en la cabeza, algunas recurrentes: lluvia, una lluvia pertinaz durante cuatro días con sus noches, sin parar... me puse a pensar que estaría bien que el lector hubiera permanecido también cuatro días bajo la lluvia cuando leyera que Aníbal entra en la taberna, se desprende de la capa y el tricornio, y dice: Buenas. Este pensamiento obtuso abolió toda mi literatura. Si el lector vive lo que narro, ¿qué sentido tiene la novela? ¿Igual con un naufragio? ¿Y un disparo en el corazón? ¿O la vida de un huérfano? No es preciso que viertan veneno en el oído de mi padre para que yo me sienta como Hamlet, desde luego. Y menos mal. No soy Hamlet, pero precisamente por eso, y por lo que dice Shakespeare y cómo, ha tenido sobre mí un efecto indeleble. El arte, el arte que me interesa es el que desprecia mi mirada, el que aprovecha la distancia invisible (mejor, inmedible) hasta mi cerebro para disolverla". (Pág. 37)


Fuera de la taberna, sentado en un banco de cemento, vi a un hombre vestido con una chaqueta sucia y el pantalón roto y con boñiga en los bajos. Su gorra tenía la rara propiedad de transmitir que aquel hombre, cuyo pelo largo y despeinado le tocaba los hombros, escondía una calva considerable bajo la gorra. Lo comprobé más tarde, sentado a su lado, cuando se la quitó con una mano y con la otra, la ciega, se mesó los cabellos. Escribirás, me dijo, que tropezaste con un hombre vestido con una chaqueta sucia y el pantalón roto y con boñiga en los bajos. Si lo haces, por favor, di que tenía el pelo abundante, pero no escribas se mesó los cabellos, que a los escritores os gusta mucho; lo utilizáis mal. El hombre tenía un inquietante parecido con Tarkovski. (Pág. 66)

Es posible que llevado por mi entusiasmo haya exagerado al comparar a Luis Rodríguez con William Shakespeare. No obstante lo oportuno de tal reproche, Rodríguez cumple con el deber de todo artista al que aludía al principio: reflexión y acción sobre la materia prima (el lenguaje), alejamiento de lo convencional en el contenido, estilo propio, ambición creativa y originalidad. En algunos momentos me recuerda al mejor Ovejero o a Pérez Andújar, por esa capacidad de volver maleable el idioma, justo donde otros se estrellan contra una pared; no creamos que es desaliño indumentario: es jugueteo, es filigrana, es ironía, que los aleja de esa manía apodíctica de los aspirantes a lo sublime o el inevitable hastío que nos suscitan las repeticiones.


Nuestra casa tenía una piscina en la parte trasera, en un prado al pie del monte. Apareció un ciervo grande, majestuoso; se acercó despacio hasta el borde del agua y bebió. Alzó la cara y me vio. Yo creo que hasta entonces no se había dado cuenta de que yo estaba allí. Me miró sin sorpresa, sin temor, como si, de repente, hubiera reparado en un pajarillo entre las ramas, inofensivo. Era un animal grande, el pelo brillante, limpio. Cruzamos las miradas. Me sentí pletórico, importante. Aquella mirada despertó en mí algo que yo llevaba dentro, pero lo ignoraba. Fíjate, yo, la criatura más compleja, sofisticada y perfecta, el rey de la creación, y el animal, un ser primitivo; sin embargo, me miraba como si me condecorara, reconocía en mí a un igual. Había algo que me inquietaba, temblaba en algún lugar dentro de mí que no supe localizar pero cuya onda expansiva hacía tope en las paredes de mi cerebro: un miedo frío a no estar a la altura de la expectativa del ciervo (...). (Págs 170-171)

Da igual que la trama confunda, que el argumento carezca de conclusión evidente. Como dije al principio, me importa poco. En cambio, con esa sencillez embaucadora, habiendo disfrutado del estilo, de los juegos del lenguaje y de la metaliteratura, me aparece ese inopinado "me miraba como si me condecorara". Me dan ganas de levantarme y aplaudir.



P.D. Para una vez que alguien coincide conmigo, lo pongo aquí.

miércoles, 8 de enero de 2020

'El gran amor de Galdós', de Santiago Gil

Si todo ha ido bien, cuando publique esta entrada, ya habrá Gobierno. De lo que me alegro. Ya solo por las constricciones políticas y económicas a las que está sometido nuestro país, la coalición PSOE-Podemos no podía asustar a nadie medio razonable o medio demócrata. Hablar de "comunistas", "traidores", "batasunos", "bolivarianos", etc. se compadece poco con el programa político de ambos partidos, con su historia, con la pertenencia de España a la Unión Europea, a la OTAN, a la OMC, etc, por no hablar de la permanente tutela de Alemania, Francia y Estados Unidos. Lo demás son ganas de engañar.

En otro orden de cosas, el panorama literario de 2020 comienza por el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós. A veces toca el nacimiento, otras, la muerte, quizá podríamos conmemorarlo todos los años, pues todos los años en los que vivió cumplió algún año. El caso es que en 2020 ya vamos todos proclamando la adhesión, fidelidad, amor, influencia, pasión, etc. a, de y por Galdós. Es lo que toca. Es posible que, tras unos meses de esta lata, alguien avispado decida echarse al ruedo y afirmar que nunca ha leído a Galdós o, simplemente, que no lo traga. Que de todo hay.

A mi entender, uno puede valorar a Galdós, valorarlo muchísimo. O todo lo contrario. Lo importante es que blanda razones. A mí lo que me fastidia, ya ven que debo de disponer de mucho tiempo libre, es que a) me dicten o sugieran de forma machacona lo que me debe gustar o no; y que b) mis conciudadanos decidan expresar su pasión por Galdós (llámenle X) justo cuando toca. Cuando se lo dicen. Ni antes ni después.

Es de esperar que se publiquen unas cuantas biografías de Galdós, centenares de artículos galdosianos, académicos y periodísticos, libretospelículas y que, en Gran Canaria al menos, tengamos que enfrentarnos, día sí, día también, con un Galdós manoseado, sobado y lamido por presidentes de instituciones públicas, clase política en general, intelligentsia (o lo que queda de ella) y la nunca demasiado denostada especie de los periodistas culturales, siempre listos para el agasajo y el canapé... Pobre Galdós, que no tiene quien le defienda de esta horda. Será tanta la insistencia que a quienes de verdad siempre les ha gustado su literatura harían mejor en permanecer callados, so pena de parecer unos arribistas de la literatura

Pero hay un autor que se ha adelantado a todos. Sí, Santiago Gil. Quién si no.






De Santiago Gil teníamos los lectores de este blog y un servidor que lo escribe un recuerdo aciago, desencadenado por una obra anterior: Gracias por el tiempo. No obstante su desempeño, este autor ha seguido escribiendo y publicando no solo novelas, sino reflexiones y ocurrencias que, según parece, alguien ha debido considerar interesantes para sus paisanos. Si no supiera uno que las editoriales canarias reciben subvenciones por publicar, se extrañaría de tamañas apuestas empresariales. Pero no, no hay riesgo alguno. Aun así, uno debería abstenerse de publicar cualquier cosa. No se es mejor escritor/a, tampoco mejor editor/a, por publicar mucho.

En fin, tras tanta fanfarria galdosiana (y la que falta) y también, por qué no decirlo, cautivado por la desmedida atención que en los medios de comunicación se le presta por lo general a Santiago Gil, decidí dar una segunda oportunidad a su literatura con El gran amor de Galdós.

Esta obra se presentó por primera vez, si no me equivoco, en junio de 2019. Los medios, y sobre todo su periódico amigo, la siguen presentando cada vez que surge la oportunidad, aun meses después. En todo caso, a Gil hay que reconocerle la labor de pionero galdosiano por adelantarse casi un año al centenario, por llegar a 2020 con los deberes hechos, que se resumen en que Gil, literariamente, ama a Galdós con todas sus fuerzas, y así se promociona, además. Si pudiera, sería Galdós, pero como no puede, se limita a ser Gil, lo que es más bien poco.

El gran amor de Galdós es una narración, digamos novela, en tercera persona con la que nos relata en pasado la niñez y juventud de D. Benito, época en que conoce a una prima suya de la que se enamora perdidamente. O como suelo oír y leer también, hasta las trancas. En todo caso, Gil escribe que para Galdós esta muchacha, Sisita, es "la única mujer que ha amado con locura" (la cursiva es mía). Estamos, pues, en 2020, pero el vicio de los tópicos y de las frases hechas sigue tan vigente como siempre. Voy a ser atrevido y diré que el único uso legítimo de los tópicos que se me ocurre es que sirva para caracterizar a un personaje carente de imaginación, si no de inteligencia, para mofarse de quienes los utilizan con tan alegre inconsciencia. Que los tópicos sean una característica de tanto/a ciudadano/a metido a escritor debería preocupar a la República de las Letras. 

Por alguna razón que ignoro, algunos reseñadores previos nos recalcan el uso de la tercera persona en la narración (véanse los vínculos de reseñas en la PD.). El mismo autor lo subraya también, recordando el momento en que se dio cuenta de que esa perspectiva mejoraba la novela. Pues muy bien. Aparte, se emplea el presente histórico para hablar del Galdós más adulto, ya reconocido como novelista, y que vuelve a la isla tras varias décadas. Siempre anda, por cierto, meditabundo, melancólico, añorante, nostálgico, siempre muy poético-existencial. Cuando el narrador cuenta su pasado, nos abruma con toques de malditismo y bohemia: se nos insiste en la faceta de bebedor y de putero de Galdós. Parecería que el buen hombre estaba todo el día tristón y en lupanares, que no necesariamente tristón en los lupanares.

Es posible que ese supuesto amor de juventud marcase a Galdós de por vida y le hiciese lo que fue. Quizá no, pero me parece legítimo que Santiago Gil fabule a su manera y con su peculiar sensibilidad esa posibilidad. No obstante, y dejando de lado la sospecha de que haya intentado subirse al carro de la fama de Galdós, soy de la opinión de que, salvo grandes momentos literarios, el enfoque de utilizar sucesos y figuras históricas (por no hablar de remakes y cosas parecidas) sobre las que apoyar las propias narraciones nos da la pista de una modernidad agotada y de una posmodernidad perpleja e impotente. Asimismo, en manos de escritores/as menos dotados/as suele generar resultados más bien mediocres. Gil no es Tolstoy, tampoco Duras; por citar a dos grandes, para desgracia del lector.

Sigamos: el autor no domina el procedimiento de la elipsis. Así, le resulta difícil que Galdós evoque a su amor de juventud si no es repitiendo su nombre, Sisita, cada dos por tres o, peor, la bella cubana, en cursiva, cada tres por cuatro. Le falta dominio de los párrafos y de las escenas o subestima al público lector. Al cabo de media novela, le entran a uno escalofríos cada vez que vuelve a leer "la bella cubana". La narración se torna una recreación en bucle de los sentimientos de Galdós respecto de ese amor perdido, pero imborrable. Hay, cierto, dos o tres pinceladas biográficas: que fue o lo mandaron a estudiar a Madrid, que no estudió, que se puso a escribir para periódicos, que no iba a clase, que quería triunfar en el teatro, pero cada avance vital en ese sentido se ve compensado por varias páginas de melancolía, amor, la bella cubana, estrellas, putas, el mar, Sisita, etc. Por no hablar de esos continuos arrebatos apodícticos con los que Galdós desaparece y Gil se exhibe cada vez que puede. Llega un momento en que uno se plantea si la novela va a ser todo el rato así o podremos acogernos a sagrado.




Les debía todo lo que escribió luego, como le debía a su bella cubana todo lo que sabía del amor y del deseo. Benito tiene una hija. Su madre había sido su amante durante muchos años. Era una mujer guapa que hubiera dado la vida por él, pero ni siquiera con ella había sido capaz de encontrar el amor de su vida. Posiblemente amamos una sola vez y luego no hacemos más que buscar desesperadamente las sombras de ese amor perdido para siempre. Lleva el dolor de esa eterna ausencia en silencio, escondido entre sus palabras y sus argumentos, y disimulando delante de todos los que creen que solo es un mujeriego o un hombre incapaz de amar a una mujer por mucho tiempo. Se ilusiona y se enamora muchas veces, pero no ha encontrado a nadie con la sonrisa, la alegría de vivir y el amor que le daba su bella cubana. Llegó a odiarla cuando pensó que le había dejado. (Pág. 36)


Siempre quiso vivir intensamente. Lo aprendió del mar, de aquellas miradas al horizonte cada vez que se escapaba a la orilla. Y también de la música, de lo efímera que es una nota y de las interpretaciones que somos capaces de hacer con cada una de ellas. Nos dan la partitura pero nosotros somos los que luego ponemos el alma en cada acorde. No hay una composición musical que suene de la misma manera todo el tiempo. Tampoco las palabras lleva nunca el mismo significado cuando tratamos de mostrarnos a través de ellas. Afuera nevaba y él tocaba el piano con los dedos helados por el frío y por la ausencia de la única mujer que ha amado con locura. (Pág. 39)


Durante aquellos días de finales de agosto y principios de septiembre fue cuando más bebió y más frecuentó la casa de lenocinio en la que estaba su amiga cubana. Volvió a escribirle a Sisita a través de Anselmo, y ella le respondía cada semana con una carta apasionada en la que le juraba amor eterno y prometía esperar hasta que lograra ese éxito en el teatro que él le aventuraba inminente. Él creía que ella no le contaba lo que realmente pensaba de él. Se veía como un cobarde, como alguien que no quiso luchar por aquel amor que los volvía eternos. (Pág. 47)


Aquellas navidades de 1863 llegó hasta Cádiz para regresar a su tierra y estar con su bella cubana, pero en el último momento no se atrevió a subir al barco. Durmió en pensiones de mala muerte y se acercó a todas las putas cubanas que había por La Caleta. Buscaba el abrazo de Sisita en todas ellas. También buscaba el océano para sosegar sus penas. Aquellas playas interminables se parecían a las mismas playas de arena que una vez visitó con Fernando en el sur de Gran Canaria. Muchas veces sueña que se escapa a esas playas y que se esconde con ella para siempre en cualquier chamizo en el que solo se escuchan las olas y los jadeos de los suspiros. (Pág. 66)

La narración avanza, o no mucho, y no la alivian los diálogos, escasos y bastante cursis, que parecen un tanto impostados. Como si, en realidad, no hubiera dos personajes, sino una voz que los utilizara como excusa. Avanzando en esta línea, Gil no logra crear un personaje sólido en Sisita, la bella cubana. Más bien, parece un fetiche creado por el autor como motivo para suscitar sentimientos y un propósito al Galdós ficticio, personaje que tampoco, como señalé antes, resulta muy convincente. 


-Me da mucha risa verte vestido de mujer por la calle, con esa cara tan seria que pareces un palo tieso. 
-No es un traje de mujer sino de monaguillo, y voy serio porque en las procesiones no puedes reírte. 
-No me gusta nada que no sea divertido ni me acerco a ningún sitio donde prohíban la risa. Las monjas me están penando todo el día  por reírme y ya me dan por imposible, pero yo me seguiré riendo hasta el día que me muera. 
-A mí también me gusta reírme, pero de otra manera. 
-Tú eres más cuico y más socarrón, y haces que los demás te crean un niño serio. Serás un buen comediante de ti mismo cuando crezcas. (Pág. 31)


-No he dejado de pensar en ti cada segundo. Madrid era como una ciudad brumosa en la que te me aparecías en cada esquina, no he hecho más que escribir para no pensar en ti, o para pensar en ti como si fueras una especie de fantasma que yo creaba muchas veces en mis textos, te he puesto voz y he descrito tus ojos y tu cara, pero nunca he sido capaz de contar como (sic) eres, de transmitir toda tu belleza, el infinito que atisbo siempre en tu mirada, como si te conociera de otra vida y otro tiempo, como si ya nos hubiéramos amado antes de haber llegado.
-Bésame y mírame a los ojos. Todo este año solo he podido verte a través de las palabras. Ahora solo quiero tocarte y mirarte, sentir tu piel y acostarme en tu pecho como quien se acuesta en la arena de una playa. 
Se besaron y se miraron largamente. Reconoció sus ojos y se volvió a sentir el hombre más feliz del mundo. Perdieron la noción del tiempo y no contaron las campanas que sonaban por todas partes. (Págs 42-43).


-Mírame a los ojos cuando me beses, quiero que sepas que me estás besando, que sueñes con los ojos abiertos, y que recorras todo mi cuerpo con tus manos, que cuando no haya nadie busques mis piernas debajo de mis enaguas y que sepas que nunca más amarás a nadie de esta manera. 
Sisita soñaba en cada beso. Él empezó siguiendo sus pasos y terminó perdidamente enamorado de ella. Entonces el mundo parecía perfecto. Su madre paseaba por el jardín de flores y de cactus que había levantado en la parte trasera de la casa. Alguna vez la escuchaban cantar canciones en inglés o habaneras tristes mientras regaba sus flores y hablaba con ellas en un idioma raro que al parecer le enseñaron las sirvientas negras que la criaron en Charleston. (Pags 72-73).

-Siempre he soñado con navegar a tu lado. Cada vez que iba a Cádiz buscaba tu mano entre las sombras de la noche y trataba de escuchar tu voz en el sonido del océano. 
-Júrame que no me vas a dejar nunca, que cuando lleguemos no te vas a encaprichar de ninguna de esas mulatas farotonas, no podría vivir sin ti, te quiero toda la vida a mi lado. 
-Toda la vida. No la entendería sin estar contigo. 
-Sabía que acabaría amándote desde que te vi por vez primera en el patio de tu casa, cuando eras aquel niño tímido y santurrón. 
-Navegaremos juntos para siempre, recorreremos países, tendremos hijos y veremos atardecer desde una Hacienda del Caribe. 
-Me da lo mismo donde esté. Lo único que deseo es tenerte siempre a mi lado. (...) (Pág. 91)

Además, al autor, del que hemos reprochado su deriva melancólica, no le va bien mezclar su tono bucólico-pastoril semiculto con coloquialismos y jerga. No mezclan bien porque no lo hace bien. Por ejemplo:


Sus planes de futuro no eran tan absurdos como los suyos y todos contaban con un modus vivendi que les permitía pagar por lo menos la pensión y la comida. Él vivía del dinero que le enviaba su familia y seguía perseverando en la mentira de que estaba en segundo año de carrera y de que necesitaba aún más parné para los libros. Pero en su magín solo revoloteaban personajes histriónicos que no llegaban a ninguna parte. (Págs. 47-48)

En cambio, cuando Gil se olvida por un momento de Galdós y de sus penas amorosas-existenciales, mejora: al denunciar la violencia social de los ricos contra los pobres, de los caciques contra los jornaleros, y de la hipocresía eclesial, o al contar la venganza desesperada de un desheredado de la tierra, Gil nos revela ese otro lado del mundo y de la sociedad que muchos preferirían omitir. No es que de repente haga alardes de estilo, pero, al menos, interesa:



No se cree esa Arcadia que ve la gente de la ciudad cuando va al campo a pasar el domingo o como si fuera un lugar que no tiene nada que ver con sus existencias. Le apenaban los niños casi desnudos que trabajaban de sol a sol por un puño de gofio o por unas papas. Las niñas miraban asustadas y las chicas jóvenes tenían ese halo de tristeza que se les queda a quienes han de callar los abusos y seguir adelante con sus penas como si no pasara nada. No le contó nada a Sisita, pero sabía lo que pasaba con casi todas esas chicas jóvenes de los campos. Un compañero ricachón e indeseable del colegio presumía desde los quince años de ir a la finca a acostarse con las mujeres que le daba la gana. Lo llevaba su padre y le decía que eligiera a las que tenían las tetas más grandes porque esas eran las que daban más placer en la coyunda. Tenían derecho de pernada en sus fincas y sus empleadas eran como esclavas. Nunca quiso ir con él. Tampoco Fernando. Pero otros compañeros sí fueron y se acostaron con las mujeres que elegían cuando estaban lavando la ropa en las acequias o atando cañas para las vides en los tomateros. Muchos de esos niños embrutecidos como bestias serán hijos de esos indeseables. Aquel padre salía luego en todas las procesiones con su porte aristocrático y solemne, pero él lo imaginaba violando niñas en el campo y no entendía cómo los curas, que sabían todo eso, lo dejaban desfilar entre sus santos como si fuera un dechado de lo que dicen que dijo el Mesías cunado bajó a la tierra justamente para condenar a esas sanguijuelas caciquiles y déspotas (Págs. 74-75)


Es posible que Gil hiciera bien abandonando tanto llanto y tanta melancolía en falsete, que enterrara su aspiración a embotellar sabiduría de suplemento dominical en una frase y se decidiera a contar historias que le importen a alguien más que a él.

EN DEFINITIVA, El gran amor de Galdós no marcará un jalón ni un hito ni será un antes y un después en la literatura canaria, española o universal. Tampoco se convertirá en la novela de referencia sobre Galdós ni, creo, será "discutida por galdosianos y no galdosianos". Es, al contrario, una obra repetitiva y pesada, una novela ensimismada, casi del todo prescindible. Yo mismo prescindí de ella en la página 94.









P.D. Entrevista al autor y otras reseñas, con opiniones opuestas a la mía.


https://www.canarias7.es/cultura/literatura/galdos-no-se-entiende-sin-el-amor-contrariado-de-juventud-LE7071148

http://www.elescobillon.com/2019/04/el-gran-amor-de-galdos-una-novela-de-santiago-gil/

https://elcultural.com/el-gran-amor-de-galdos

https://www.eldiario.es/canariasahora/cultura/Gran-Amor-Galdos_0_909909863.html