miércoles, 29 de marzo de 2017

'Cosa de risa', de William Saroyan

Comienzan a leer una novela, escogida casi al azar: la historia transcurre en verano, los niños juegan y ríen, se dicen cosas ingeniosas y encantadoras entre sí y con los padres. Estos caminan de la mano, se abrazan en un recodo del camino y sonríen. Tal vez se besen. El cielo es azul y luce el sol. Las uvas de los viñedos maduran y todavía quedan meses para la poda. El mundo parece perfecto, y uno lo cree de verdad, con algo parecido a lo que debe de ser la fe del recién converso, dispuesto a confirmar que lo hermoso perdura, que la belleza es verdad, a lo Keats.

Y entonces llega la revelación.






El secreto que se saca a la luz es el acto previo a la tragedia que se cierne sobre Evan, Swan y los niños, Red y Eva. Con un lenguaje sencillo, pero hondo, con diálogos brillantes, sobre todo de boca de los niños, el autor nos introduce en las aguas oscuras y revueltas de la infidelidad y de sus consecuencias, devastadoras, para una familia norteamericana en los años 50. Sin embargo, aunque la moralidad ha cambiado bastante casi 70 años después tanto en los EE.UU. como en España y Canarias, las reflexiones de los personajes sobre la infidelidad de la esposa, Swan, nos inducen a pensar a nosotros mismos sobre qué significa amar de verdad y para qué sirve el sacrificio, porque amar en lo bueno no es lo mismo que amar en lo malo.


Entró y encontró a la niña durmiendo desnuda encima de la cama, el cuerpecito deslavazado con una comodidad que parecía eterna. Pensó que iría a ver al niño después, pero observó que el niño y su madre estaban juntos, el chico casi tan relajado como su hermana, pero la mujer tensa y patética. Se quedó allí de pie, mirándolos, y de pronto la mujer abrió los ojos. Por un momento pareció no acordarse de nada, después empezó a recordar, y se sentó de golpe, desnuda. Torció el gesto y empezó a llorar en silencio, la cabeza caída, el pelo cubriéndole los pechos hinchados. Se levantó de la cama, lo abrazó, y susurró algo que no eran palabras de ningún tipo. Entraron en el dormitorio y él apartó la sábana de la cama. Ella se acostó, sollozando, y él se sentó a esperar, aunque no conseguía imaginar qué podía estar esperando ahora.

Otro personaje, Dade, el hermano mayor de Evan, es el anfitrión ausente de la familia, pero se verá obligado a intervenir ante la desesperación de su hermano. Su propia desventura personal le ha servido de experiencia con la que aconsejar a Evan, pero la traición y el orgullo y la culpa son elementos eternamente incompatibles en un mismo pecho. Como subtrama paralela, se nos narra también la historia sentimental de una familia vecina, los Waltzer. Ellos, marido y mujer, sufren también, a su modo, pero lograrán, aunque sea de momento, recordar lo que significa amarse.

La reflexión agónica sobre el amor recuerda la novela de Graham Greene, The End of the Affair, pero sin la carga religiosa que tanto daba como quitaba en ella. Aquí el amor es simplemente mundano, sin trascendencia, pero tan lleno de renuncia, de sacrificio, de ira y de dolor, que sólo parece accesible para seres de otro mundo. Los de la novela son débiles y volubles, pero seres que quieren tener voluntad de hacer lo correcto. Qué es la infidelidad, qué significa, qué supone. Qué es una pareja, una familia, qué implica ser esposa; qué, marido. Qué es amor y qué, en definitiva, la vida. En manos de otros/as menos capaces, todas las preguntas anteriores serían excusas para la mera descarga lírica o lacrimógena, para el sermón y la admonición o para el empalago y el consiguiente conformismo social. Saroyan no nos proporciona respuestas, no está en su mano, y a cambio nos sirve una tragedia.


Escucharon la respiración del chico y la niña dormidos, y oyeron el pasado exhalar un suspiro de arrepentimiento. Y oyeron al presente exhalar adiós. 
-¿Evan?-dijo la mujer. 
-Sí, Swan.-¿Escucharás lo que quiero decirte? 
-Sí, Swan. 
-Si me amas, viviré. Si no me amas, no viviré. ¿Puedes amarme? ¿Puedes amarme ahora, Evan? 
-No lo sé, Swan. Quiero amarte. 
-Cualquier hombre puede amar lo que es sólo suyo, pero sólo un hombre de amor puede amar lo que no es sólo suyo. ¿Cómo puede ser padre un hombre que no es capaz de amar lo que no es sólo suyo? 
Él escuchaba su hablar suave. 
-¿Quién de nosotros sabe quién es, Evan, si no es por amor? 
Él la escuchaba, tentado, turbado, atormentado.

Cosa de risa tiene sus defectillos, no se crean: algún diálogo de significado demasiado hermético; algunos personajes de circunstancias que no parecen añadir nada a la historia, salvo como bálsamo momentáneo, un personaje (el amante) que sólo aparece al final y cuyos actos no parecen tener demasiada lógica, un final quizá en exceso truculento y desproporcionado, casi shakespeariano. Quizá. ¿Es una historia de redención o más bien de expiación? 

No es una novela perfecta, pero es Literatura de la buena.


P.D. Mencionemos a la traductora, Stella Mastrangelo, quien, salvo alguna cosilla, hace un buen trabajo.



lunes, 27 de marzo de 2017

'El canto de la raposa', de Rafael Alonso Solís

Uno, que es de natural ignorante, no tenía idea de quién era el autor, ni la Fundación Pedro García Cabrera, que avalaba la novela en la presentación el pasado 17 de marzo en el Ateneo de La Laguna (a juzgar por el nombre, debe de ser un sitio ilustre, solemne y añejo: prometo visitarlo algún día). Además, acompañaron al autor Inmaculada Cabrera (directora de la cátedra Pedro García Cabrera), Lydia Vázquez (profesora de la Universidad del País Vasco) Ignacio Cestao (no, yo tampoco lo conozco) y Juan Manuel García Ramos, catedrático de Filología Española, además de periodista/columnista y político muy nacionalista el resto del tiempo. No se exagera si se dice que García Ramos es una de las personalidades con más presencia en el mundillo literario de nuestra Comunidad, él mismo Premio Canarias de Literatura en 2006. A veces, uno se pregunta por qué en estas presentaciones hay tanta gente acompañando al autor. Bueno, para ser sincero del todo, lo que me pregunto es por qué se organizan presentaciones de novelas. Y, puestos a ser puntillosos, por qué acude gente, por poco numerosa que sea, a ellas. 

En la solapa del libro y en alguna noticia en la prensa y en la red, se nos explica con detalle los numerosos logros científicos y la amplia carrera académica del autor de El canto de la raposa, lo que debe de ser, en buena lógica, consecuencia de su esfuerzo y justificado motivo de orgullo y satisfacción. Asimismo, se relacionan todos los premios literarios que ha ganado, etc. Es de suponer que la mención a todos esos premios y a la carrera científica de Alonso Solís se debe, sin duda, a que los editores están convencidos de que a nosotros, los lectores, nos interesan mucho esos detalles y que estamos dispuestos a admirar por anticipado al autor si conocemos dichos laureles. Cualquiera diría que es un esfuerzo por crear un público predispuesto.

Llámenme malpensado.  







En fin, la novela nos narra el nacimiento y desarrollo de un personaje psicópata que comienza a asesinar por gusto y más tarde abandona el amateurismo para dedicarse a ello de manera profesional, por aquello de reunir ocupación y vocación, que dicen que es lo mejor que hay para no sentirse explotado en nuestra sociedad capitalista. Eso significa que te explotan igual, pero, al menos, te sientes bien. Más adelante, en cierta etapa de su vida, este personaje decide conocer sus orígenes, representados por una fotografía discordante, por lo que emprenderá una investigación cuyo final no desvelaremos.

Si hay algo que caracteriza a esta novela son las enumeraciones, las sinonimias, las explicaciones, las yuxtaposiciones: un grado de detalle asombroso y exasperante por igual. Podrían ser la antesala de un estilo barroco, denso e hipnótico, tal vez fascinante. De esas novelas cuyas reseñadoras predispuestas pueden decir que han quedado "hechizadas", "encantadas", "presas de un sortilegio", "atrapadas", etc. Sin embargo, me temo, El canto de la raposa se limita a ser aburrida, muy aburrida, tremendamente aburrida, mortalmente aburrida. Y eso no se le hace a un lector predispuesto, amistoso, voluntarioso, manso y dócil o bien hostil, remiso, problemático, salvaje, caprichoso o perezoso: da igual, todos somos lectores.

Se trataba de decidir el cómo y el cuándo, de seleccionar las condiciones ambientales, la hora del día, la banda sonora, el color del cielo, la forma de las calles y la familiaridad del lugar en que se desarrollaría la acción. Lo de menos eran el sujeto de la misma, su sexo, su edad o el color de su piel, toda vez que mi propia seguridad constituía un elemento primordial y que no tenía preferencias marcadas por el resto de los componentes del suceso. En realidad, lo importante era echarme a la calle de una vez y comprobar que mi dominio del medio, mi capacidad para ordenar los acontecimientos y mi control sobre los diferentes elementos que conformaban el espacio escénico, eran suficientes para iniciar la representación.



Podía tomar una decisión trágica en cuestión de segundos y valorar de inmediato todos los aspectos relacionados con un movimiento de mi mano, un paso, una atención o una mirada sigilosa. Para mi sorpresa, comprobé que mi seguridad no dependía de una planificación exhaustiva, de un análisis rigurosos o de una preparación que incluyera el control de todos los elementos implicados en el suceso, sino que era fruto de mi intuición, de mis sensaciones, de mi instinto depredador y, a veces, de una conjunción de señales y acontecimientos que me llevaban inevitable y plácidamente al final. A veces cerraba los ojos y jugaba a adivinar el paso de una víctima por su olor, el sonido de sus pasos o un indefinible hormigueo que me recorría la piel en todas las direcciones.



Sabía que le quedaba poco tiempo, puede que unas horas, y había decidido acelerar los acontecimientos metiéndose de lleno en el paisaje y eligiendo su lugar en la representación. Y cuál era ese lugar llevaba finalmente aparejada la aceptación de su destino, la inclusión resignada y algo nazarena en un drama cósmico al que le dirigían los designios jerárquicos, las leyes de la mecánica celeste, el río de las letras, el gran teatro del mundo en adaptación libre para la radio, la televisión, la red de redes y las supuestas vías de comunicación no verbal que ya sospecharon los clásicos orientales y occidentales, y que cualquiera podía poner en marcha mediante la ingestión de pócimas mágicas, el castigo corporal, la meditación, la peripatética o el baile de los derviches.


Espero que sigan ahí y no hayan claudicado. Es así todo el tiempo. No es solo que las listas, las enumeraciones, los sinónimos, las yuxtaposiciones, etc. aburran, hastíen, por su minuciosidad fútil, sino que no se aprecia una palabra, una frase que destelle, que brille como Literatura, como Arte, en definitiva. Hay palabras grises, frías y anodinas. Hay frases, unas tras otras, pero no hay color, ni vida, ni muerte, me atrevería a decir. Hay párrafos, puntos y seguidos y apartes, y poco más. Hay mucha gramática, pero poca novela. Hay, en definitiva, un intento de aprehensión del mundo interior del personaje en cuestión y de la acción que se queda en verborrea, en palabrerío que, a duras penas, mantiene a flote la narración, que se empeña sin descanso en disuadir al lector de seguir leyendo. Quizá el autor ha llevado a cabo un esfuerzo hercúleo por transcribir literalmente la mente del protagonista y no tiene más remedio que ser aburrido porque las mentes prolijas y minuciosas no pueden ser más que aburridas, ya se cuenten en primera o en tercera persona. Concedámosle el beneficio de la duda. No obstante, la novela no se beneficia nada de este logro.

Para morir es necesario estar con vida, y para nacer es preciso prehabitar algún lugar silencioso y vacío, en el que no existen palabras ni sonidos, en el que la ocurrencia, el suceso, la gravedad y el movimiento, son inviables y la acción carece de sentido. Ninguna de las dos caras existe sin la otra, porque solo desde el otro lado se puede comprender cada aspecto complementario. La muerte es una especie de puerta al fondo de una sala de espera. La vida es un balcón colgado del vacío desde el que, si nos asomamos, se puede sospechar, y a veces contemplar, la existencia del otro lado, explicarlo, describirlo, soñarlo y ponerle música. Entre ambas latitudes solo hay una leve y sinuosa relación de continuidad, como si una estuviese amorosamente implicada en la otra y la alimentara desde su posición de privilegio, la pintase de colores, se las borrase de un golpe, los difuminase a través de un proceso de comunicación recíproca, y los hiciera multiplicarse en un caleidoscopio fugaz, eterno y deslumbrante.

Por ese deseo totalizador, señalemos que el autor alterna, como ya se ha señalado, la primera y la tercera persona alternativamente en los capítulos. Hay una voz introspectiva y otra descriptiva. El tono y el estilo son, sin embargo, los mismos, por lo que los trazos del dibujo de personajes no se complementan, sino que se solapan. Algunos llaman a esto rompecabezas, cómo no, aunque tengo la sensación de que ese concepto no aporta ningún valor explicativo sino exculpatorio. Leemos un capítulo tras otro y el interés que ya comenzó bajo se vuelve subterráneo.

Además, como todas las novelas que no llegan, tiene un aire, qué digo, una ráfaga, un remolino, una corriente, una ventolera a ya visto. Quizás a De Quincey, pero más a todas esas novelas de asesinos en serie, a todas esas series de televisión de asesinos en serie, a todas esas películas de asesinos en serie que parecen todas la misma. Que asesinos en serie, haberlos, haylos, pero en manos de nuestro autor el fenómeno psicópata y el fenómeno conspirativo quedan reducidos a pastiche. Supongo que es difícil ser original en tales asuntos, pero esto apenas puede considerarse una excusa. También aparece en determinado momento una asociación criminal que se pretende tan antigua como la Historia y que, según se nos dice, ha marcado a su modo invisible y sangriento, los acontecimientos políticos de las sociedades humanas, modelando estas según los designios, nunca explícitos, de esta cofradía. Pues muy bien: vivan el determinismo histórico y la producción central planificada.

En fin, como toda novela de asesinos, de asesinos en serie, de psycho-killers, se produce un desenlace con sorpresa final que incluye alguna cosa que no es lo que parecía y tal y que debería parecernos decisiva. El autor no carece de ingenio ni de vocabulario para sacar adelante la trama, pero, a todas luces, no ha resultado suficiente para suscitar la atención, el interés, del lector. Habría que preguntarse qué aporta una nueva novela sobre psicópatas asesinos, qué aporta esta novela al conocimiento del ser humano, qué añade a la Literatura.

Alonso Solís, en su presentación, afirmó (según se cita en uno de los enlaces arriba insertados) que pretendía "plantear al lector la verdad acerca de la vida", lo que parece un tanto rotundo y, ya que a estas alturas nos gustan tanto las enumeraciones, una aspiración maximalista, pretenciosa y, además, imposible, sólo al alcance, quizá, de un/a dios/a o ente omnipotente y omnisciente. Tengo la impresión, además, de que el autor no está en disposición de plantear la verdad a nadie, porque todos nos habremos marchado antes de que haya terminado.





P.D. Para no ejercer de spoiler, como se dice ahora,  o de simple aguafiestas he tratado, con un esforzado despliegue de sutileza e inteligencia, de no revelar lo que el autor, a pecho descubierto, cuenta en una entrevista hecha por la editorial en la que publica. Ellos sabrán. 





lunes, 20 de marzo de 2017

'Mararía', de Rafael Arozarena

En ocasiones, uno aborda la lectura de una novela con prejuicios. Positivos o negativos, que lo mismo dan. Sólo cuando la lectura lo merece, desaparecen. En mi caso, el propósito de leer Mararía se debió a que la impredecible voluntad del Gobierno autónomo eligió a Rafael Arozarena como el autor (ya fallecido) a quien se dedicó el Día de las Letras Canarias. La necesidad de un día de homenaje es cuestionable, como muchos de los fastos y fanfarrias que, en nombre de la Cultura y cosas así, se decretan desde las instancias políticas. En cualquier caso, independientemente de la opinión que nos merezca dicho Día, el personaje elegido era el autor de una novela que ha pasado a formar parte del corpus imprescindible de la literatura canaria. Además, una película (que al parecer no tuvo buenas críticas ni éxito de público) y una canción con el mismo título, del conocido cantautor Pedro Guerra, han contribuido a que dicha obra haya permeado a gran parte del público lector canario. Me pareció que era un buen momento para reseñar otra obra de nuestro canon local (al igual que hice con Las inquietudes del Hall).

No obstante, las recomendaciones en materias artísticas y culturales de los consejeros del Gobierno y las de los concejales de ayuntamiento tienen el curioso efecto -llámenme quisquilloso- de indisponerme contra ellas. Lo mismo me ocurre con las de las escritoras-reseñadoras o las de los periodistas-escritores: nunca puedo distinguir una recomendación de una recomendación. Qué le vamos a hacer: uno es de natural desconfiado. Es por esto por lo que señalé la existencia de los prejuicios, en este caso negativos. Creo, además, que un reseñador debe declarar a su público cuáles son sus posibles sesgos y cuál es su relación con la obra y su autor. A eso lo llamo honradez.





Sin embargo, y aquí viene lo bueno, mis prejuicios resultaron infundados. Yo también recomendaría Mararía si alguien quisiera saber mi opinión, así que, si lo desean, ya pueden dejar de leer esta reseña, por ahorrar tiempo.

Por otro lado, ya saben ustedes que en este blog no me limito a reseñas positivas o elogiosas. Ni tampoco creo que la actitud del lector deba de ser, por sistema, la del buen rollo. Como manifestación artística, es decir, creativa, y como artículo en venta (es decir, piratería aparte, solo apropiable mediante el pago) una novela es criticable por sus lectores. Al mismo tiempo, la crítica pública de una novela es, cómo no, también susceptible de ser criticada. Así, hasta el infinito. Yo añadiría: crítica sí, pero argumentada.

Vayamos a la novela, que últimamente me pierdo en los prolegómenos:

Destacaría, en primer lugar, el lenguaje. Las descripciones son potentes, los diálogos, correctos y naturales. Podríamos objetar que el habla de los personajes está por encima de lo esperable por su cultura y posición social, pero el caso es que no lo notamos ni nos importa. Da gusto leer prosa bien escrita, prosa que se adecua a la trama como la piel al esqueleto.



-Usted no es de aquí, ¿verdad? -me dijo mientras encendía un pitillo. 
-No, no soy de aquí -contesté. 
-Pero puede que haya visto a la vieja.-¿Qué vieja?-María.-La he visto alguna vez -dije. 
-¿Hoy?-No. Hoy no la he visto. 
Exhaló lentamente el humo. 
-¡Cualquiera sabe dónde se mete! 
-Suele salir al ponerse el sol. 
-Sí, ya sé. Pero hoy no está en la casa. 
Guardó unos minutos de silencio dando unas chupadas cortitas al cigarro. 
-Aquí dicen que es una bruja -aventuré-. Hasta los perros le ladran. 
Manuel Quintero esbozó una sonrisa triste. 
-No lo crea. Es una buena mujer. 
Del interior de la venta salían los gritos, ahora más fuertes, del envite, los ruidos y las carcajadas. Afuera la tarde comenzaba a morir dejando una ceniza sangrienta sobre el pueblo y las llanuras. Manuel Quintero me dijo que la mar y la tierra, a esa hora, se volvían cosas benditas y que aquellos animales de allí dentro no sabían respetar nada. Señaló en dirección al cementario: 
-Están molestando a los muertos -dijo.




Una banda de murciélagos asustados se fugó sobre las tapias y otra vez me llegó aquel sabor amargo de mis penas y como un escozor en los ojos. (...) Sobre una repisa muy tosca vi un barquito de madera sin terminar y un camello. Y fueron aquellos juguetes tan pobres, tan humildemente tallados, los que me hicieron recordar las manos de mi padre, las manos encallecidas, tan duras y, sin embargo, tan blandas y milagrosas para mantener las ilusiones de un niño. ¡Ya ve usted! Después de soportar como un hombre tan rudos golpes, no pude reprimirme ante aquellos objetos insignificantes, y me tumbé en la cama y di rienda suelta a mi llanto.




La gente se acercó para escucharle y el viejo comenzó un discursito que le salió bastante torcido, por cierto, y debido, pensé yo, a la cantidad de vino que ese día llenaba su panza. Le aseguro a usted, como Isidro que me llamo, que sentí vergüenza y lástima por mi patrón, siempre tan respetable y, en aquel momento, un monigote allá encima de las mesas, queriendo estarse quieto y dando trompicones con los pies, mismamente como si ensayara el tajaraste. El vaso que sostenía se le derramaba a cada dos por tres sobre el chaleco y los pantalones, formándole grandes manchas violáceas. Tenia el rostro encendido como una sandia. Trataba de gritar para que lo oyeran.
-¡Coño, como la agarró el viejo! -dijo uno de los peones.


Y era fácil de ver la huella en sus ojos, que los hacía más hermosos y solemnes si cabe, más emocionales, porque presentaban ahora una luz negra, profunda, profundísima, que daba vértigo y atraía, como si en el fondo de aquella noche viva y oscura yaciera el mágico imán de la raíz y la verdad de todo sentimiento.


En segundo lugar, la mayoría de los personajes perduran en la memoria: son sólidos, impregnados, gracias al afinado estilo del autor, de la fatalidad y la resignación que sobrevuelan toda la obra. A diferencia de alguna que otra obra reseñada en este blog, Marcial, Pedro, señor Alfonso, señor Sebastián, el médico Fermín, entre otros, no son meros nombres impresos en las páginas ni etiquetas de una botella de falsa filosofía. Cada uno, desde su punto de vista en el interior de una gran historia que tiene como vórtice a Mararía, aporta significado a la narración. Todo el mundo habla de Mararía, menos Mararía. Podría afirmarse que este personaje es hablado, lo que da idea de su posición subordinada en ese micromundo.

Hay que objetar que el narrador principal parece, en realidad, un personaje creado únicamente para recoger las historias de todos los demás. Éstos son carne y sangre, aquél, casi un ectoplasma. En mi opinión, el defecto principal de la novela es la falta de sustancia de este narrador que llega a Famés como extranjero y de repente, o sin reparos, todos se aprestan a franquearse con él. Y como si los hubiera convocado ex profeso, todos cuentan su relación con Mararía. Chocante, como poco, sobre todo tratándose de sucesos vergonzosos y sangrientos, entre los que se encuentra un asesinato que, sin embargo, no parece tener mayor importancia. Echo en falta un contexto narrativo más armado para recoger estos encuentros y estas súbitas amistades. Podrían aducirse otra interpretación: el narrador es la coalescencia de voces, es la voz de Femés, la voz de Lanzarote. Quizá.


Por lo que he podido leer, algunos comentaristas conceden especial relieve al elemento simbólico de la protagonista, como mensajero de la fatalidad. O que los personajes representan a su manera a la isla de Lanzarote. Yo, de simbolismos, ando un poco escaso, por lo que me perdonarán que no me esfuerce en interpretaciones lacanianas ni en las sutilezas de metáforas y metonimias. Si nos ponemos a ello, empero, a mí Mararía me parece que encarna a la mujer sometida en una sociedad pobre, mezquina y violenta. La mujer que, como señalé antes, no habla: hablan por ella. La mujer que, a falta de derechos y de educación, sólo tiene su belleza como recurso con el que asegurarse la vida en una sociedad despiadada. El destino de esta mujer resulta, indefectiblemente, trágico y sin redención. Frente a ella, los hombres son unos miserables: algunos son conscientes de serlo, lo que no les resta una pizca de miserabilidad. Sin embargo, me da la impresión de que las desgracias de Mararía, de María como se la llama la mayor parte del tiempo, se acumulan en demasía. Se le acusa de propagar la desgracia a los hombres, aunque uno se atrevería a decir que la víctima es siempre ella. En todo caso, la cantidad de vejaciones y engaños que sufre por los hombres resulta excesiva en la narración.

Para finalizar: el mismo autor no se sentía demasiado orgulloso de esta novela. La consideraba "una obra de gran bisoñez" y demasiado lírica. Actitud crítica ésta que, por singular, conviene resaltar. Lo que abunda por estos lares, más bien, es la complacencia con uno mismo. Por mi parte, no puedo sino repetir la recomendación de su lectura.











miércoles, 8 de marzo de 2017

'La última homilía de Zacarías Martín', de Enrique Redondo Miranda

El cura Zacarías no es precisamente el Padre Brown, ni Enrique Redondo es G.K. Chesterton. Podría aducirse que esta novela no es una de detectives ni pertenece al género negro, lo que también sería justo. Hay un crimen, sí, pero no hay ningún misterio en cuanto a la autoría, no hay problema detectivesco que resolver. Se nos describe, asimismo, un trasfondo social de cacicazgo y control social, pero sin que el autor lo describa como sórdido, adjetivo que siempre viene bien cuando se habla de novela negra. Eso sí, hablando en esa jerga literario-comercial podríamos hablar de perdedores, cuyo exponente, en este caso, serían los protagonistas: el cura Zacarías y Virgilio.

Si quisiéramos hacer una reseña corta y amable, haríamos como tantos reseñadores que no quieren quedar mal. Nos limitaríamos a resumir el argumento: un cura peninsular llega a Tejeda, traba amistad con un cartero jubilado sobre los cimientos de su compartida afición al ajedrez, más tarde el amigo muere y el cura investiga, por decirlo así, las circunstancias de dicha muerte. Felicitaríamos al autor por el uso del habla canaria, por situar su acción en un pueblo tan bonito e idiosincrático como Tejeda y pelillos a la mar. Todos contentos, ¿no?

Pues no.





Parto de la base de que una obra destinada a un público que va más allá del círculo familiar y amical, y que además no es gratuita, debería tener pretensiones artísticas: mostrar aspiración, quizá exagero, a la inmortalidad literaria, con la consiguiente voluntad de estilo, dominio del lenguaje, creatividad, etc. No concibo que alguien se dedique a escribir una novela con modestia, como, si eso fuera posible, esperando que le pudiéramos perdonar sus errores. ¿Qué es el arte, qué es la novela, sin aquella ambición?

En primer lugar, uno no puede escribir como si le hubieran encargado un folleto turístico o un artículo para el Ronda Iberia, salvo que quiera que el alcalde le invite a comer:


Los hechos se iniciaron el 21 de diciembre del año 2012, fecha en la que habitualmente el pueblo se encuentra envuelto en un manto húmedo de niebla que lo convierte en un microclima sumergido en el centro de una isla de clima tropical. Tejeda es el lugar donde acontecen los mismos. Un pueblo que se encuentra a mil metros de altura, en la isla de Gran Canaria, y mil metros más abajo, en cualquier dirección, encontramos costa con un clima tan agradable como para que la temporada de mayor ocupación turística se produzca en los meses de invierno.



El clima en esta estación es muy frío durante el día, con una humedad que se incrusta en los huesos, y que resulta imposible despegar hasta que la primavera deja ver sus primeros colores. Por el día, el sol de invierno en esta zona de la isla no quema, solo acaricia. Las noches por el contrario, a pesar de ser bellas estampas cargadas de bruma, del olor que desprende la tierra húmeda, de aroma a castañas asadas, chimeneas y soledad, resultan tan frías que se desaconseja permanecer a la intemperie más tiempo que el necesario para trasladarse de un lugar a otro.



Gran parte de las partidas presupuestarias del consistorio van destinadas a estas fiestas que sitúan a Tejeda en el mapa durante unas semanas. Las calles y casas del pueblo se engalanan, la atmósfera festiva contagia a oriundos y visitantes, los agricultores organizan puestos de ventas, se instalan ventorrillos para degustar platos de la zona y vino del país, puestos de artesanía y dulces típicos... En definitiva, todo el pueblo termina poniendo su granito de arena para conseguir una celebración única. Entrega de premios a personalidades que apuestan por la región, certámenes de dibujo y poesía, carreras de montaña, exhibiciones de lucha canaria o salto del pastor, entre otros eventos, no dejan espacio al aburrimiento.


Por otro lado, y siguiendo con el uso del lenguaje, el autor no atina con el empleo de palabras pertenecientes a campos semánticos específicos. Por ejemplo, el ajedrez. Suponemos que el autor conoce el juego porque la novela está dividida en secciones tipo "Apertura", "Medio juego" o "Enroque" y que algún momento no puede evitar el igualar la vida con el ajedrez y todo eso. En relación con esto, "trebejos" es una palabra de uso exclusivamente escrito. No digo yo que alguien no la pueda usar en un contexto oral con animo pedante o cómico,  pero como jugador de ajedrez que he sido, jamás he oído esa palabra en vivo. Se utiliza como sinónimo de "pieza", y poco más, en los textos. Lo que nunca oirán ni leerán es el empleo de "ficha" (pág. 93): se interpreta como un insulto, como si igualáramos el ajedrez con, por ejemplo, el parchís o el dominó (con todos los respetos a los jugadores de esos juegos, entre los que también me encuentro). Un poco más de investigación no habría venido mal.

Asimismo, Zacarías, el cura, está muy disgustado porque no ha habido "veredicto" sobre la muerte de su amigo Virgilio. Sin embargo, a poco que uno indague en el campo semántico jurídico, el veredicto es la declaración que emite un jurado sobre la culpabilidad o inocencia del acusado. Es decir, que ha habido un juicio. Si se archiva un procedimiento, huelga decir que no hay juicio, luego tampoco hay veredicto de un jurado que nunca se ha constituido. En cambio, en la novela la Policía Local cuelga un anuncio que reza: "Se hace saber que, bajo secreto de sumario, los hechos acontecidos en relación al fallecimiento de don Virgilio Quintana Santana quedan archivados por falta de pruebas que faciliten el dictamen de un veredicto con la suficiente veracidad como para proclamar justicia". Que den un paso adelante los lectores juristas.

Además, y siguiendo con este plano formal, hay erratas y errores gramaticales aquí y allá que nos informan de que el supuesto corrector (si es que ha existido) ha sido bastante negligente en su tarea. Comentemos, además, que en algunos capítulos el autor decide que la conversación se reproduzca a base de comillas para cada interlocutor ("") y acaba utilizando guiones (-). Algo peor aún es que en el capítulo IX (pág. 53) el autor salta del tiempo pasado al presente, sin otra justificación, aparentemente, que el despiste propio de quien ya anda pensando en cosas mejores en que emplear su tiempo. Añado que los saltos temporales inducen a la confusión, aunque como lector no me importa (demasiado) pasar páginas hacia atrás y hacia adelante cuando sea menester. Al menos, salvo en alguna breve ocasión, el autor no se pone demasiado filosófico, lo que es de agradecer.

En cuanto a la historia en sí, imaginando que hay tal cosa independiente del lenguaje empleado, puedo afirmar que, al menos los personajes principales, Zacarías y Virgilio, tienen cierta consistencia, distinguibles en su individualidad. No obstante, a la historia le falta desarrollo, como si el autor tuviera prisa por acabar o, sencillamente, porque no se le ocurría nada más. La trama va a saltos, sin demasiada lógica: el cura se indigna e investiga, pero no investiga demasiado. Luego, una revelación inesperada que explica comportamientos pasados de su amigo Virgilio, y tal. Este, cuyo nombre imagino no está escogido al azar, nos habla, en cierto momento, desde el limbo. Una voz de ultratumba, quizá del Purgatorio, que nos incita a pensar en Tejeda como uno de los círculos del Infierno. Ojalá la trama hubiera dado para tanto. Por último, no puedo resistirme a señalar que el cacicazgo hermético imperante en el pueblo no se ve desafiado en serio, y que el desenlace de la novela inspira más bien cierta resignación ante las jerarquías sociales. Quizá sea para remover conciencias, quizá no sea más que claudicación política.

En fin, qué quieren que les diga. No sólo los escritores populares como Ravelo o González Déniz escriben novelas flojas (o muy flojas), también los más desconocidos muestran esta lamentable capacidad. En este sentido, puedo entender su fraternidad. Sin embargo, no deberían solazarse en la mediocridad y en la negligencia si es que de verdad respetan a los lectores.



P. D. Después de escribir esta reseña he hecho una pequeña investigación (esta de verdad, no como la del cura Zacarías) y he encontrado que la obra tiene su propia página facebook, en cuyo interior vemos aquí al autor, entrevistado (una entrevista amable, por supuesto, viva el buen rollo) en la Televisión Canaria, nada menos. Y aquí en un periódico local. Que no se diga.






                  




miércoles, 1 de marzo de 2017

'Tardía fama', de Arthur Schnitzler

Hay muchas formas de llegar a un libro. Una de ellas, mediante la lectura de un blog de reseñas: fíjense ustedes qué locura. Tal es el caso de Tardía fama, cuya crítica, divertida y mordaz, encontré aquí. Recordé a Schnitzler de Huida a las tinieblas, leída ya hace muchos años. En fin, es esta una obra inédita hasta 2014, así que, evidentemente, también es póstuma. Uno, a estas alturas, sospecha de todo lo inédito y póstumo, porque hay autores que comenzaron a ser fecundos después de muertos, lo que da que pensar. Asimismo, hay autores que, en medio del páramo creativo, para rellenar de forma caritativa ese vacío existencial que acongoja a sus fieles lectores, sacan de las profundidades de su escritorio o de la memoria de su ordenador una novela metaliteraria que tenía casi olvidada y que, miren que bien, se convierte en todo un éxito de ventas, o al menos de eso nos quieren convencer. Hay cosas que conviene dejar enterradas, que diría Stephen King.





Sin embargo, Tardía fama no pertenece a esa categoría. Narra la transformación anímica de un ¿artista? ¿funcionario? anciano, el señor Saxberger, que a sus setenta años ve cómo un grupo de escritores diletantes con ganas de dejar de serlo (o no) le reconocen gracias a un poemario (Andanzas) que escribió en su juventud. El arrobo que siente ante esta súbita oleada de admiración juvenil, la sensación de vida desperdiciada en la carrera funcionarial que emprendió ante su escaso éxito literario y la emoción ante los laureles que parecen reverdecer son el preludio de la constatación de todo lo vacuo y falso que las expectativas de una carrera literaria suscitan en individuos que, ante todo, se ven como competidores y no como creadores.


Esas eran, pues las Andanzas por las que la joven Viena le había mostrado su agradecimiento. ¿Lo merecía? No sabría decirlo. Desfiló ante él la triste vida que  había llevado. Nunca hasta aquel momento había sentido con tal intensidad que no sólo las esperanzas quedaban muy atrás, sino también las desilusiones. Se le escapó un sordo suspiro de dolor. Apartó el libro, pues no podía seguir leyendo. Tenía la sensación de haberse olvidado de sí mismo hacía mucho tiempo.


-Son objeciones estúpidas-continuó Staufner, que volvió a sentarse-. ¡Adónde iremos a parar si nosotros mismos empezamos así! ¡Míralos!-dijo, señalando una mesa en la otra punta del local, donde para asombro de Saxberger, no había nadie-.¡Ellos sí que saben!¡Ellos hacen publicidad! Mira a ése-continuó, indicando una de las sillas vacías-, estrenará pronto una obra en el teatro. ¿Y qué son ellos? ¡Nada! Son, en resumidas cuentas, nada. ¡No son personas con ideales! Son arribistas que siguen la moda. De nosotros nadie se ocupa, porque no seguimos la corriente general y porque tenemos ideales, cosa que hoy en día ya no se aprecia. Por eso he preparado un programa. Todo esto lo digo ante usted, señor Saxberger, porque sé que es usted uno de los nuestros. Usted escribió las Andanzas, y quien escribió las Andanzas es uno de los nuestros.


La novela, de prosa irónica y melancólica a la vez, va más allá de la mera vicisitud del anciano poeta/funcionario. Su parábola, la del recuerdo de cosas mejores que quizá no lo hubieran sido tanto, es aplicable a las aspiraciones y fracasos que hemos emprendido todos los que ya disfrutamos de cierta madurez: ese poemario o esa novela que no ganó ningún premio ni leyó ninguna editora, pero también ese trabajo que rechazamos sin saber muy bien por qué y de lo que todavía nos arrepentimos, o esa persona que prefirió a otra antes que a nosotros, o esa carrera en la facultad que nos vino grande, o ese proyecto con amigos que a las primeras de cambio se derrumbó, quedándonos sin proyecto y sin amigos. En fin, todas esas encrucijadas de la vida que sólo reconocemos cuando hacemos la vista atrás y la idea del error se nos insinúa de modo subrepticio y doloroso. Tiene su lectura moral, sin duda, y por ese reconocernos, la novela (o novelita, porque no llega a las cien páginas) merece consideración. 

Siguiendo con ella, el clímax de algo parecido al éxito le llega tarde al señor Saxberger, e incluso entonces se cierra con una nota en falso:


Sí, llegó finalmente el momento. Se le tributó un aplauso cerrado. No sintió nada especial, ni siquiera la sensación de cohibimiento que tanto temía. Tuvo que salir por segunda vez, en esta ocasión sin la señorita Gasteiner, y le resultó extraño oír las palmadas y los vítores. Se inclinó varias veces, se volvió hacia la puerta, y en ese instante, mientras decrecían los aplausos, oyó una voz a su espalda o a su lado. No acabó de distinguirlo con nitidez, mas si escuchó claramente las palabras, aunque se pronunciaron en voz baja: 
-¡Pobre diablo!


Es curioso, además, que una novela sobre ese súbito y breve destello de gloria, por decirlo así, la haya escrito un autor que si de algo gozó fue de fama y éxito literarios, sobre todo como dramaturgo. También hay que decir que nuestro hombre no lo dejó todo por escribir, sino que estudió medicina y ejerció de médico en su consulta privada toda la vida. Esa simultaneidad de labores no afectó de modo negativo, por lo que parece, a su producción artística. Lo hago constar para todos aquellos que, como la Pantoja, se empeñan en manifestar donde les dejen que "el Estado tiene que cuidar a sus artistas" y cosas así. Yo prefiero pensar que un Estado democrático tiene que cuidar de todos sus miembros por igual, y las excepciones serán siempre en favor de los más desafortunados. Dado que vivimos en una sociedad desigual, incluso en sus mejores momentos económicos, con bolsas de pobreza y marginalidad, imagino que un Estado con pretensiones redistributivas e igualitaristas no tendrá entre sus prioridades proteger la vida de los artistas por ser artistas, sino por ser personas. Otra cosa es que tengamos un Estado así, o que lo queramos.

Todo un debate.

Quién diría que aprovecho las reseñas para hablar de mis cosas.