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viernes, 28 de septiembre de 2018

'Esch o la anarquía', de Hermann Broch

Que conste que yo estoy muy a favor de que la gente lo pase bien. Fiesta, diversión, risas y todo eso. Lo que me preocupa un poco es que ese buen rollo se genere a costa del presupuesto público, sobre todo cuando vemos que el Estado retrocede, entre otros ámbitos, en la gestión de la salud y la educación, que son los pilares sobre los que se asienta cualquier sociedad que tenga aspiración a mejorar su nivel de vida respecto de las generaciones precedentes. 

Por eso, porque me preocupa la disminución de la implicación estatal en las áreas básicas de la reproducción social, me llama la atención que la Cultura, que suele entenderse por arte y, sobre todo, espectáculos, no solo siga recibiendo dinero público a fondo perdido sino que sus receptores sigan, de manera incansable, reclamando esa aportación, no solo por interés propio que aún queda feo, sino en aras del interés general. Interés general que por intangible no deja constancia en una relación pormenorizada de gastos y beneficios, lo que tiene tela.

Así, recientemente hemos tenido el placer de constatar que el Cabildo de Gran Canaria y el Ayuntamiento de Las Palmas GC apuestan por subvencionar un festival musical como el WOMAD (quejándose incluso de que el Gobierno de Canarias discrimina a Gran Canaria por no dar nada) o que la misma institución destina casi 4 millones de euros a su club de baloncesto profesional, club este que, según escribe en algún artículo delirante el presidente de la corporación, promueve "la cohesión social". 

La Cultura institucionalizada (artes+espectáculos), no nos engañemos, jamás ha irradiado nada a la ciudadanía salvo propaganda. Ya está bien que músicos, escritores, pintores, escultores y funambulistas varios se den golpes en el pecho por su importante labor subvencionada. Jamás, que yo sepa, se ha conseguido un avance o un derecho para los trabajadores o para los ciudadanos en general a base de performances, conciertos clásicos o multiétnicos o exposiciones vanguardistas. Pueden ser, en ciertos casos, expresiones de protesta o de incitación a la toma de conciencia, sin duda, pero su capacidad de transformar el ordenamiento jurídico o de cambiar la mentalidad de la ciudadanía es harto discutible. Además, ¿qué tipo de arte de pretensiones revolucionarias puede estar subvencionado por las administraciones públicas? Los movimientos estéticos antisistema no hacen sino lubricar el sistema, como es bien conocido, tanto desde un punto de vista mercantil como político.

A este respecto, hace poco terminó el penúltimo festival de escritores, esta vez en La Palma. Como es habitual, el evento estaba subvencionado: por el Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane (donde se celebraba la fiesta), por Acción Cultural Española (otro organismo público) y la Cátedra Vargas Llosa, que depende de la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (entre cuyos mecenas está el Banco de Santander y a la que pertenecen varias universidades). Ustedes se preguntarán para qué sirve un festival de escritores: según unos, para promover la cultura, lo que parece que es muy bueno; según otros, para poner a La Palma en el mapa (siempre hay un mapa a mano para la ocasión), por lo que lloverá el maná del turismo; para otra, "para hacer contactos entre copa y copa" o para que los mentados escritores "se lleven el latido de alguna historia palmera": conmovedor. Lo que seguro que no va a conseguir un festival de escritores o sucedáneos es que estos escriban mejor, sobre todo cuando muchos/as de ellos/as han demostrado de forma reiterada, tal vez contumaz, su ineptitud literaria. Repito que no me parece mal que un grupo de gente con aficiones comunes se reúna y se entretenga intercambiando conferencias, y luego para quitarse la modorra se pongan ciegos a comer y a beber, si no es con dinero público.

Y hoy, Esch o la anarquía, segunda parte de:




Esch o el anarquismo no continúa con la narración de la primera parte. Sólo un personaje de esta aparece de manera breve, aunque su presencia permanece latente, como contrapunto simbólico de la figura de Esch, el nuevo personaje principal.

En primer lugar, si en Pasenow o el romanticismo la cuestión principal era el choque de valores, los validados por la costumbre (aristocráticos, jerárquicos, tradicionales) frente a los nuevos (promovidos por la industrialización y el auge del comercio) que se encarnan en los personajes de Bertrand, el empresario que ha abandonado el Ejército, y Pasenow, militar y terrateniente, en Esch o la anarquía la fricción entre ellos, que no son tanto la tradición frente a la modernidad como la búsqueda de un absoluto, de una plenitud, imposible de alcanzar por las servidumbres y exigencias de la condición humana, se fragua en el interior de Esch, que combina una mentalidad tradicional (que se materializa en su profesión de contable) con una pulsión por hacer tabla rasa con todo: con su profesión, con su vida, con el mundo que le rodea... Su combate interior se expresa, por ejemmplo, en que al mismo tiempo que simpatiza con Martin, un sindicalista, desprecia a los trabajadores que protestan y realza la necesidad del orden, como quiera que lo entienda. Al mismo tiempo que desprecia a las mujeres como mamá Hentjen (la propietaria de la taberna a la que acude con asiduidad) o Erna (la hermana soltera de un compañero de trabajo en los astilleros), no puede evitar sentir atracción por ellas e imaginar una vida juntos. Además, Esch deja su trabajo de contable para dedicarse a promotor de lucha libre femenina, y como culmen de sus sueños planea trasladarse a una América idealizada. 

En esta segunda parte, Broch da un paso más, algo que ya se comenzaba a perfilarse en la primera, en mezclar los razonamientos del protagonista principal con divagaciones que rozan lo irracional, dotándolas, sin embargo, de una lógica que concuerda con ese campo de batalla que es la interioridad atormentada. Esa forma de pensar minuciosa y fantasiosa a la vez se refleja en la figura del insomne, que no puede parar de imaginar y de buscar trabazones lógicas entre ideas, por muy absurdas que puedan ser. Asimismo, no obstante la extensión de la historia, nada parece sobrar: las reflexiones de Esch, la intrusión del narrador, ese estilo indirecto libre tan provocador, las descripciones, los diálogos...


El comerciante al que August Esch solía comprar sus cigarros a buen precio se llamaba Fritz Lohberg. Era un hombre joven, más o menos de la misma edad que Esch, y tal vez por esta razón Esch, que de ordinario trataba con gente mayor, le hablaba como si el otro fuera idiota. No obstante, este idiota estaba adquiriendo importancia en su vida, una importancia no decisiva, pero en realidad al propio Esch le habría tenido que sorprender la facilidad con que se había acostumbrado a aquella tienda y se había convertido en cliente de Lohberg. La tienda le cogía de camino, cierto, pero no era motivo suficiente para que se sintiera en ella como en su casa. Desde luego era una tienda muy pulcra en la que daba gusto detenerse: el claro y puro aroma de tabaco que flotaba en la estancia proporcionaba al olfato una agradable sensación y resultaba grato pasar la mano por el pulido mostrador, en uno de cuyos extremos había siempre algunas cajas de cigarros de muestra y una cajita de cerillas junto a la caja automática, bellamente niquelada. Si uno compraba algo recibía gratis un paquete de cerillas, lo cual demostraba una delicada generosidad. (pág. 238)
Y si no había orden en la contabilidad, tampoco podía haber orden en el mundo, y mientras no hubiera orden, seguiría Ilona a merced de los cuchillos, seguiría Nentwig escapando al castigo con descaro y engaños, y Martin seguiría consumiéndose eternamente en la cárcel. Reflexionó intensamente y, en el momento en que dejó caer al suelo los calzoncillos, salió de dudas: los otros habían puesto su dinero a disposición de la idea de los combates, y él, que no tenía dinero, tenía que pagar con su persona, no precisamente casándose, pero sí poniéndose a disposición de la nueva empresa. Y como esto, lamentándolo mucho, no podía conciliarse con su empleo en Mannheim, tenía que dejarlo. Así era como él podía pagar. Y como si tuviera que buscar una prueba convincente, se dio cuenta en este momento de que no hubiera debido permanecer más tiempo en una sociedad que había llevado a Martin a la cárcel. Y nadie tendría derecho a tacharle de desleal por ello; incluso el señor presidente habría de reconocer que Esch era un muchacho cabal. (págs. 275 y 276)
Cuando ahora volvía a ver semejante porquería y se tragaba las náuseas que le provocaba la visión de estos homosexuales, pensaba que mamá Hentjen, aquella zorra, podría realmente comprender cuán poca diversión le proporcionaban sus gestiones comerciales. Dios sabía que él hubiera preferido mil veces refugiarse junto a ella, antes de andar por ahí teniendo que buscar algo parecido a la inocencia perdida. Era totalmente ridículo que uno pudiera encontrar en esa sociedad al presidente de una compañía naviera, teniendo en cuenta que tales maricones no son en manera alguna una mercancía apta para todo un presidente. (págs. 335 y 336)


Por otro lado, y como análisis social, podemos señalar que mientras la primera parte los personajes principales de la trama eran de clase alta, en esta segunda todos son empleados, sindicalistas, periodistas o artistas de variedades. La acción se complica, en algunas ocasiones con visos de enredo. Las preocupaciones y los dilemas de los personajes son, pues, otros que los que afectaban al romántico Pasenow o a Bertrand. No es baladí señalar que las dos partes comienzan con la indicación de la fecha de la historia. Si la primera se sitúa en 1888, esta lo hace en 1903. Una época de capitalismo entremezclado con imperialismo y colonialismo ejercido por todas las grandes potencias europeas de la época. En Alemania, un periodo de paternalismo político y de agitación obrera, que alcanzaría su paroxismo revolucionario tras la I Guerra Mundial.

En estas dos partes de la trilogía, ya estoy seguro de unas cuantas cosas: que es una novela sobria y efectiva, no sin humor, no sin mala leche. Que es una novela profunda, que nos interpela y respondemos, porque a veces somos un poco Pasenow; muchas, un poco Esch. Que a veces nos entusiasmamos por lo nuevo añorando sin saberlo lo viejo. Que la vida a veces no parece nada más que anarquía, a la que pretendemos dotarla de un orden, sin el cual nos sentimos confusos, dolidos y solos. 




jueves, 30 de agosto de 2018

'Pasenow o el romanticismo', de Hermann Broch

Agosto es un mes extraño. Aunque, bien mirado, mes es un concepto y no una cosa. Es decir, no hay ningún objeto en la naturaleza que se corresponda con él. Llamamos mes de agosto, en realidad, a un periodo determinado de rotación de nuestro planeta sobre su propio eje y de su inclinación respecto del Sol. Dicho lo cual, en ese periodo terrestre, en el hemisferio norte, también es época de cosecha. Lo que hoy en día es llamativo, porque estoy convencido de que mucha gente cree firmemente en que los alimentos parecen brotar de manera espontánea de los estantes y de los frigoríficos de los supermercados, al igual que otros muchos creen que para ser escritor basta con decirlo, pues todo el mundo sabe que las novelas se escriben solas.

Es también un mes de crisis: conyugales, artísticas, laborales... También de cambios de rumbo vitales, si uno se lo puede permitir. Tantas horas libres para pensar tienen como efecto, casi no podría de ser de otro modo, por no decir que debería ser obligatorio, un replanteamiento de nuestras actitudes y el tambaleo de algunas certezas. Por ejemplo, la de considerar necesario escribir novelas o la de publicarlas. O la de escribir columnas de opinión. Tengo una lista de opinadores en los medios a los que creo que les vendría bien que alguien les dijera, por fin: "Déjalo, no es lo tuyo. Haz otra cosa: seguro que lo haces mejor". Agosto: madura o revienta. 

Mi solipsismo pertinaz me lleva a pensar que Vds. compartirán lo que les escribo. Es por ello por lo que comencé de esa manera este artículo. Agosto es un mes extraño porque a mí me lo parece: lo urbano se vuelve deshabitado, desierto de hormigón y de metales, paisaje de silencios inconcebibles en el que funambulan ideas extravagantes. Habría que volver a ser niño para que el azul caliginoso de nuestra tierra recuperara su encanto. A esta edad, tardía para muchas cosas, ya que la felicidad es difícil, al menos la dignidad hay que blandirla. Si yo hubiera de comenzar una revolución, prendería la chispa en agosto.

Y, contra todo pronóstico, Pasenow o el romanticismo:





Como todos ustedes saben, esta obra es una de las tres que conforman la Trilogía de Los sonámbulos, de Hermann Broch, que además era coetáneo de Robert Musil. Les contaré algo personal: conocí esta obra a raíz de un ensayo de Milan Kundera. Si no me equivoco, era en El arte de la novela. En este ensayo, Kundera no ahorraba elogios para Los sonámbulos, además de someterla a un amplio e interesante análisis de la obra. Así que decidí, no demasiado impulsivamente, leerla yo mismo. Y tuvo que ser en agosto, unos veinte años después.

Por decirlo suavemente, esta novela debería avergonzar a la mayoría de los autores cuya obra he reseñado en este blog. Tampoco es que sea demasiado difícil. No es la vívida presentación de los personajes, el ritmo de la obra, la brillantez y el ingenio de la prosa, la justeza de los diálogos... No, no es solo eso, sino también la capacidad de Broch, sobre la base de todo lo anterior, de realizar una reflexión inteligente y elocuente sobre el ser humano, en este caso sobre la caducidad de los valores, la emergencia de otros nuevos y la irremediable sensación de pérdida que se experimenta por ello. Los personajes, además, no se limitan a ser arquetipos, sino que con sus propias acciones y pensamientos -esa es la maestría del autor- despliegan ante nosotros las distintas actitudes con las que se afronta el hundimiento de la autoridad tradicional y la fosilización de una cultura que se resiste a morir. El lector o lectora piensa con ellos y gracias a ellos. No tenemos la sensación, como ocurre con las novelas mediocres, de encontrarnos frente a meros nombres sobre el papel, simples excusas para la verborrea del autor/a de turno.

Resulta evidente que una novela que fue escrita entre, según leo, 1931 y 1932 (aunque la acción se sitúa en 1888), la discusión de la decadencia de los valores y de las tradiciones y su sustitución (aun a medias) era, por decirlo así, permanente: una industrialización que avanzaba a paso de gigante y un capitalismo rampante que coexistían con la agricultura terrateniente y aristocrática. Nuestra época no le queda a la zaga a la de entreguerras en cuanto al cuestionamiento de toda narrativa, incluso al cuestionamiento del cuestionamiento de toda narrativa, y en la que conviven ideologías y microculturas de lo más variado y opuesto, sin que ninguna logre asentarse en la supremacía. Salvo, quizá, la neoliberal, entendiendo por ella el individualismo neodarwinista que se basa en la competencia extrema, la asunción de la propia responsabilidad (y la ajena) en detrimento de la solidaridad y la aceptación de la desigualdad como elementos constitutivos del ser humano. Además, hoy más que nunca, surgen por doquier grupos que reivindican un tipo u otro de identidad. Es más, cualquier individuo puede adscribirse a múltiples identidades y doctrinas, ninguna completamente comprehensiva (aunque se pretenda). Hasta tal punto hemos llegado que las demandas clásicas de redistribución de la riqueza han quedado, si no anuladas del todo, si solapadas y opacadas por las del reconocimiento grupal. Es una discusión recurrente, al menos entre los intelectuales de izquierda, y que se trata de manera reiterada en uno de los últimos libros de no ficción que he leído: El gran retroceso. Asimismo, La trampa de la diversidad (obra que aún no he leído) ha agitado, digamos intelectualmente, el avispero ideológico de la izquierda patria (Alberto Garzón, entre otros, ha publicado una crítica). Ya veremos.


Por otro lado, y más allá de la moralidad de la obra, que se perfila por la contraposición de los caracteres de los personajes, la lectura es un goce por sí mismo. La narración está a cargo de un autor omnisciente que no duda, por otro lado, en mezclar sus propios juicios y opiniones con las descripciones, y que a veces se transforma en estilo indirecto libre. Y qué frases:


Y aunque el señor Von Pasenow no estaba en ese aspecto descontento de sí mismo, hay no obstante personas a las que les desagrada el aspecto de este anciano y que tampoco comprenden que haya existido una mujer que lo haya mirado con ojos anhelantes, que lo haya abrazado con deseo, y le atribuyen como mucho algunas criadas polacas de su hacienda, a las que se habrá podido acercar con esta agresividad algo histérica y sin embargo imperiosa que es a menudo propia de los hombres bajitos. Fuera esto cierto o no, era en cualquier caso la opinión de sus dos hijos, y se comprende que él no la haya compartido. La opinión de los hijos es, por otra parte, con frecuencia subjetiva, y sería fácil acusarlos de injusticia y parcialidad, pese a la sensación un poco desagradable que uno mismo experimentaba al ver al señor Von Pasenow, un raro desagrado que va todavía en aumento cuando el señor Von Pasenow ha pasado ya y uno lo sigue casualmente con la mirada. (Pág. 9)


También al atardecer piensa aún en Ruzena. Hay tardes primaverales cuyo crepúsculo se prolonga mucho más de lo que está prescrito por la astronomía. Entonces cae sobre la ciudad una humosa, delgada niebla y le da esa opacidad un tanto tensa de las tardes sin trabajo que preceden a los días festivos. Y es también como si la luz hubiera quedado prendida de tal modo en esta niebla opaca y luminosamente gris que persisten en ella hilos de claridad incluso cuando ya se ha tornado negra y aterciopelada. Y así este crepúsculo dura mucho tiempo, tanto tiempo que los dueños de los comercios se olvidan de cerrar las tiendas; se quedan charlando con las clientas ante las puertas, hasta que pasa el guardia y les recuerda sonriente que han rebasado la hora de cierre. (Pág. 29)


Elizabeth no lo sabía, pero rodeada de todos aquellos objetos bellos y muertos, que se amontonaban a su alrededor, rodeada de tantos hermosos cuadros, intuía sin embargo que los cuadros colgaban de las paredes como para reforzar los muros, y le parecía que todas las cosas muertas salvaguardaban algo muy vivo, algo que tal vez encubrían y protegían, algo a lo que ella misma estaba tan unida que a veces pensaba, al ver un cuadro nuevo, que se trataba de un hermano pequeño, de algo que buscaba protección y que los padres protegían, como si de ello dependiera su existencia en común: presentía el miedo que había detrás y que pretendía acallar lo cotidiano, el envejecer, a base de festejos, miedo que necesitaba convencerse continuamente -sorpresa siempre nueva- de que seguían vivos, de que habían nacido, de que estaban definitivamente unidos y su círculo para siempre cerrado. (Pág. 87)


La Trilogía de Los sonámbulos continúa con Esch o la anarquía y con Huguenau o el realismo, de las que daré cuenta en su momento. Bástenos por ahora con Joachim Pastenow y la divergencia entre lo que piensa y lo que hace, su apego a las costumbres, incluso al quebrantamiento de los convencionalismos (que tiene su propio convencionalismo), la necesidad de la previsibilidad del comportamiento humano y cómo intenta encajar en un esquema preestablecido lo que está bien y lo que no, lo que es y lo que debe ser. Una novela moral que, como toda buena novela, interroga con agudeza un mundo social y nos interroga a nosotros. Excelente.





martes, 24 de enero de 2017

'El telón', de Milan Kundera

A veces, es conveniente no leer novelas, sino reflexionar sobre ellas. O, al menos, leer las reflexiones de los novelistas sobre su arte. Este es el caso, y esta es mi primera reseña (breve) sobre algo que no es una novela. Alguna vez tenía que ser. No se asusten: el ensayo de Milan Kundera vale mucho la pena. ¿Acaso no son también Literatura los Ensayos de Montaigne? O, para citar algo más moderno, ¿no lo es Zona, de Geoff Dyer, que no es sino una dilatada reflexión respecto de Tarkovski y su obra, partiendo de la película Stalker y volviendo una y otra vez a ella?

En todo caso, El telón no es un conjunto de ocurrencias aleatorias, sino que siguen un orden y tiene un propósito: mostrar el orden histórico de la génesis y desarrollo de la novela, y, sobre todo, su razón de ser: los sucesivos descubrimientos de la naturaleza del ser humano. Kundera, autor de sobra conocido, desarrolla, basándose en la lectura de sus novelas y autores favoritos (Henry Fielding, Laurence Sterne, Herman Broch, Kafka, Cervantes, Tolstói, Flaubert, Dostoievski, Gombrowicz, García Márquez), una incipiente teoría sobre la esencia de la novela.






No es este un asunto baladí. El de la razón de ser. Pensar que una novela es una historia con muchas páginas (una mera story) o una narración con personajes más o menos interesantes no da mucho de sí. A Kundera se le nota que le molesta la frivolidad a este respecto, porque la novela, para él, es un asunto serio, de naturaleza no solo estética, sino también, o sobre todo, epistémica.


La novela no es para mí un "género literario", una rama entre otras ramas de un único árbol. No se entendería nada de la novela si se le cuestiona su propia Musa, si no se ve en ella un arte sui géneris, un arte autónomo. Tiene su propia historia, marcada por periodos que le son propios (el paso tan importante del verso a la prosa en la evolución de la literatura dramática no tiene equivalente en la evolución de la novela; las historias de esas dos artes no son sincrónicas); tiene su propia moral (lo dijo Hermann Broch: la única moral de la novela es el conocimiento; es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta entonces desconocida.)

Quédemonos con Hermann Broch y la "moralidad" de la novela. Quizá nos sintamos más cómodos estableciendo una definición: una novela de calidad, una novela con pretensiones artísticas es aquella que descubre una parcela de la existencia "hasta entonces desconocida".

A este respecto, y esto lo digo yo, y no Kundera, la expresión "identificarse con un personaje" pierde su carácter de tópico o de frase manida para arrojar luz sobre esta definición. Nos "identificamos" cuando, de un modo u otro, la novela o los personajes de esta articulan, estructuran, dan nombre o nos "descubren" aspectos de nosotros mismos que o bien intuíamos o bien ignorábamos o para los que carecíamos de nombre alguno. No es un asunto meramente costumbrista o descriptivo o psicológico, sino, sobre todo, existencial.

Entendiendo la novela como lo hace Kundera, una novela mediocre no lo es tanto por la técnica, como por la ausencia no ya de descubrimiento sino tan siquiera de exploración de la existencia humana. Hay escritores que parten a rumbos lejanos y se aventuran en tierras ignotas y otros que se quedan en el quiosco de la prensa, qué le vamos a hacer. Sin embargo, el peso del estilo y de la estructura ideada para la novela son parte indisoluble de esa empresa descubridora, como se apresura a señalar Kundera. Eso no está reñido ni con el humor ni con la ironía, ni tampoco tiene que ver con dar sermones desde el púlpito del GRAN ESCRITOR. Mucho menos desde un programa cultureta de La 2 o desde las páginas de una revista cool (o lo que es peor, de un suplemento cultural). De hecho, si hay un rasgo característico del novelista mediocre es la tendencia a soltar, en la misma novela, parrafadas pseudofilosóficas que suelen provocar vergüenza ajena.

El mal novelista, el novelista mediocre, es el que se limita a escribir simples historias, o el que escribe de sí mismo sin trascendencia o bien el que, en realidad, no escribe de nada. En todo caso, la novela es un proyecto estético con aspiraciones de inmortalidad: si es descubrimiento, insiste Kundera, perdurará.


Toda novela creada con auténtica pasión aspira de un modo natural al valor estético duradero, lo cual quiere decir que aspira al valor capaz de sobrevivir a su autor. Escribir sin esta ambición es puro cinismo: porque mientras un fontanero mediano es útil a la gente, un novelista mediano, que produce a conciencia libros efímeros, corrientes, convencionales, por tanto inútiles, nocivos y que estorban sólo es digno de desprecio. Es la maldición del novelista: su honestidad está atada al potro infame de su megalomanía. 
(la cursiva es mía) 


Así pues, líbranos, Señor, de los escritores modestos, de los que sólo quieren hablar a su gente, y de aquellos que han suscrito contratos de a novela por año, pero también de los vanidosos que solo quieren hablar de sí mismos, y de los ansiosos de la fama que no quieren escribir novelas, sino que le hagan entrevistas. Líbranos, por favor, de todos esos escritores/as "dignos de desprecio".

Según parece, la novela es un asunto serio.