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lunes, 26 de junio de 2023

Libros, veleidades y ferias

No debería sorprenderles que, así, sin previo aviso, les comunique que tengo avanzada la lectura del libro de Saul Bellow El legado de Humboldt. Comparte, por cierto, espacio en el suelo al lado de la cama con la difícil (para mí) obra de Blumenberg sobre el mito platónico de la caverna y sus alusiones filosóficas a lo largo de los tiempos (desde Aristóteles hasta... por ahora he llegado a Bacon), Salidas de caverna. Durante un tiempo estuvo también ahí la novela de Marlon James Leopardo negro, lobo rojo, pero no ha resistido la pujanza de Humboldt.

Asimismo, escribiendo las líneas anteriores, recordé que tengo iniciada la lectura de otra obra de Bellow, Herzog, pero debe de estar escondida en alguna caja de esta mudanza que nunca concluirá. No escribe nada mal este señor, obvio es. Por otro lado, tengo haciendo ejercicios de calentamiento la novela, que al parecer es la primera de una trilogía (si una novela no forma parte de una trilogía en esta época, el autor o autora no es nadie), titulada Los tres cuerpos, del autor chino Cixin Liu. Se va a poner de moda (de nuevo) porque Netflix va a estrenar una serie basada en ella. Hasta ahora he resistido la tentación. A duras penas: veleidoso que es uno.

Además de lo anterior, el otro día pasé por mi librería de referencia (trato amable: saben mi nombre, y cercanía al domicilio: básico) y compré un libro sobre arte; otro, de Marx, la novela de Liu, una monografía de análisis cultural y otro libro a cuenta de los clásicos griegos y latinos.

Libro de arte: La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, de Rosalind Krauss (traducción de Adolfo Gómez Cedillo).

Libro de Marx: El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. La novedad es el estudio previo (y la traducción) de Clara Ramas Sanmiguel, que ocupa sus buenas 50 páginas.

Libro de análisis cultural (o de lo que sea): Los antiguos y los posmodernos, de Fredric Jameson (traducción de Alcira Bixio).

Libro de inspiración clásica, sobre cuestiones políticas: El hilo de oro, de David Hernández de la Fuente.

Y Los tres cuerpos (traducción de Javier Altayó).

El martes, leyendo la Apología de Sócrates, caí en la cuenta de que había en la traducción de Gredos, a cargo de Julio Calonge, un latinajo que no venía a cuento en la boca de Sócrates ("in absentia"). Dichoso mundo este en el que encontré rápidamente a dos personas con las que pude comentar este asunto. También, en el Legado de Humboldt, el protagonista cuenta en cierto momento cómo su novia y él pasaban las tardes traduciendo a Plauto. ¿Es posible leer los Diálogos de Platón sin sentirse exquisito ni nada parecido? ¿Que sea una actividad tan cotidiana como cualquier otra en la que emplear el tiempo? Con frecuencia, en estas charlas melancólicas con personas de mi generación, afirmo que si pudiera volver a tener 17 años, con todos los medios necesarios a mi disposición, estudiaría Clásicas. Fantaseo con que estudiar estas lenguas debe suponer el ingreso en un club muy discreto, donde se habla griego antiguo con soltura y se bebe vino aguado en copas anchas proveniente de ánforas con motivos mitológicos. Cuando los miembros de este club se aburren, fornican o se postulan a dirigir el Estado. No olvidemos a Boris Johnson.

No descarto que otros/as piensen algo semejante respecto de Ingeniería o de Biología. 

Otro asunto: Javier Doreste ex-concejal de Urbanismo de LPGC que ha ido transubstanciándose en reseñador durante el último año y pico, a fin, supongo, de invertir su capital político en cultural ha proclamado que La otra vida de Ned Blackbird, de Alexis Ravelo es una "obra maestra de la literatura fantástica española". Entiendo, ya lo dije en alguna ocasión, que Ravelo sea un escritor querido, añorado y llorado, incluso que su legado literario sea leído con delectación por parte del público, pero de ahí a calificar sus novelas de "joyas literarias" (como escribió una periodista cultural en La Provincia) y, en concreto, La otra vida con ese "obra maestra" no es sólo exagerado, sino también inútil y no le hace ningún favor ni al fallecido escritor ni a los futuros lectores (también es verdad que los adjetivos que le añade Doreste a obra maestra pueden entenderse más como reductores que como intensificadores). Otro reseñador al que despreciar, por si andábamos escasos. 


Actualización del domingo, 25 de de junio

Por cierto, desde que escribí los primeros párrafos hasta este en el que estoy ahora han pasado unos cuantos días. Los bastantes para apreciar que El hilo de oro realiza un recorrido político por la Antigüedad como inspiración para, si no solucionar, al menos enmarcar muchos de los problemas de naturaleza política que padecemos hoy: la demagogia, el populismo y la crisis de la democracia, entre otros. Además, proporciona abundante bibliografía para quien quiera saber más, sobre todo, de historia antigua. Buena manera de empobrecerse monetariamente, sin duda. Debe de haber algún paraíso para los lectores que anhelan lo infinito que les queda por conocer, aun a costa de su patrimonio.

Feria del libro: finalmente estuve en el parque de San Telmo. Me dio la impresión de un evento algo desangelado. Quizá con menos casetas (tal vez, no, pero parecía que faltaban), mucha menos gente que otros años. Tampoco estaban los puestos de abalorios diversos (que tanto le gustan a mi media naranja y a los cuales, indefectiblemente, me veía arrastrado) ni los de artesanía. Ni siquiera, el de los triángulos de energía. Sí que había un grupo numeroso de adolescentes congregados dentro y frente a la carpa de la juventud. Algo es algo. 

El parque está medio en obras, por lo que la impresión general era de provisionalidad, lo que es acorde con el estado mismo del proyecto ferial. Vi por ahí a Santiago Gil, impasible el ademán, al siempre cordial Leandro Pinto y al cada vez más joven Miguel Aguerralde. Todo sea dicho, no fallan nunca en personarse. También, en un alarde de reconocimiento facial, vi a dos escritores más, de esos a los que les tengo echado el ojo, pero ya se sabe que la literatura es un mar proceloso: uno se echa a él para volver a la patria y acaba en islas ignotas.

Por casualidad, me senté pasadas las seis de la tarde en la carpa Alexis Ravelo y estuve escuchando a los autores de Saritísima (una biografía ilustrada de Sara Montiel), Daniel María y Carlos Valdivia, que estaban acompañados por tres drags (lo siento, he olvidado los nombres, pero hay foto). Una presentación interesantísima, por cierto, y que me hizo ver la figura de la actriz y cantante española de otro modo. Sin duda, brillante y aleccionadora.



Conclusiones: salvo el detalle de que la editorial publicatodo Mercurio prohibió (quizá, no prohibió, tal vez, aconsejó negativamente) a sus escritores/as acudir como invitados/as a las carpas, no he oído mayores quejas. Tampoco, elogios. Dejando aparte la referencia rutinaria de los periódicos locales, llama la atención que esta feria haya resultado desapercibida, al menos en mi círculo más próximo. Quizá la indiferencia sea el mayor mal de este tipo de saraos mercantiles-librescos, por naturaleza minoritarios y cuyo éxito se mide por el volumen de las ventas. No sé si la abulia ha sido cosa de la asociación de los/as libreros/as, del público o mía. A fin de cuentas, si resulta que en la feria de este año se ha vendido más que el pasado, todo habrá estado bien.


                     



viernes, 10 de mayo de 2019

'La ceguera del cangrejo', de Alexis Ravelo

Este año, la feria del libro de Las Palmas GC volvió a ser tan anodina como siempre. Feria, al fin y al cabo, no es más que el lugar y la actividad en la que se exponen productos para su venta y su compra. Una feria del libro puede inducirnos a pensar que está destinada a propósitos más nobles, pero caeríamos en un error categorial. En una feria del libro se promocionan unos objetos denominados libros, que es la mercadería con la que trabaja parte de la denominada industria cultural, las editoriales, y sus distribuidores, las librerías. No esperen, pues, nada demasiado espiritual, estético o estético-espiritual. No es el lugar adecuado para gozar de momentos de éxtasis artístico. Quizá para paliar este flanco débil, a veces leer no es leer, sino una experiencia lectora, según los departamentos de marketing. Ya saben que estamos en una época que hasta las experiencias se venden y se compran.

Así pues, salvo que convirtamos una feria en un circo, lo que quizá resultaría más ameno, el espectáculo de estos eventos consiste en ver y, tal vez, compadecer a muchos escritores/as desconocidos sentados con cara de pena frente a unos cuantos ejemplares de su libro en una mesita, esperando que alguien se decida a adquirir alguno. Esto no reza para los escritores/as famosos/as, que tienen espacio para ellos solos y ante los cuales suele tenderse una cola de fetichistas de la firma y adoradores del contacto personal. No obstante, tanto el año anterior como este las estrellas son, sin comparación posible, las influencers. ¿Por qué? Porque venden más que cualquier escritor consagrado. De eso se trata, por mucho que, por ejemplo, poetas airados nieguen la categoría de poesía a lo que escriben esos booktubers o cantautores reciclados. OPA literaria, llamaría yo a ese fenómeno.

También vi a mucho periodista presentando a escritor con novela nueva. Más allá de la destreza comunicativa de cada uno de estos presentadores, lo cierto es que, youtubers aparte, la literatura en España sí que está estrechamente vinculada con los periodistas, al menos en los últimos tiempos. Como si literatura y periodismo fueran vasos comunicantes por naturaleza, como si cada periodista fuese un García Márquez en potencia. En fin, es bastante posible, viendo el nivel general de los periódicos y del periodismo en nuestro país, que el daño sea ya irreparable.

¿Quién dijo pesimismo?





De Alexis Ravelo podrán decirse muchas cosas, o quizá no tantas, pero lo que no puede negarse es su capacidad de trabajo, que da como resultado una fertilidad novelesca a prueba de desaliento. En Canarias, solo me viene a la memoria otro escritor que publique más que él, lo que no es sencillo. Respecto de la cantidad, al menos, no hay peligro de que la literatura perpetrada por canarios languidezca. Son los Tàpies de la literatura canaria.

El caso es que, aprovechando el momento cumbre en ventas y promoción que suponen estas fechas a causa de las ferias del libro, la editorial Siruela (colección Siruela policiaca) ha publicado la última novela de Ravelo, La ceguera del cangrejo, ambientada en Lanzarote y con la vida y obra del artista César Manrique de trasfondo ecológico-moral. Después de la lamentable La otra vida de Ned Blackbird y de la más o menos afamada Los Milagros prohibidos, nuestro autor ha vuelto al género que le ha dado fama, premios y muchos fans (tal vez, hardcore), estos últimos indiferentes a toda crítica; primero, con El peor de los tiempos y, ahora, con la novela que nos ocupa. En este caso, se parte de la muerte de una mujer, Olga, historiadora, como desencadenante de la trama y una investigación, aunque sea sobrevenida, a cargo de su pareja sentimental, un militar en activo, que la relaciona con una red de corrupción urbanística y especulación inmobiliaria tejida en la era del desarrollismo turístico de Lanzarote.

Me habían comentado, en este sentido, que el punto fuerte de Alexis Ravelo es el género negro y que, por lo tanto, la reseña negativa que yo había escrito respecto de La otra vida podría no ser representativa de la calidad literaria de este autor. Soy de la opinión de que aquella trasciende los géneros, y que no queda circunscrita por estos. Más bien, la calidad se manifiesta en la obra de un autor y son luego los críticos y los periodistas de suplemento los que endosan etiquetas. Ya saben, los nichos de mercado y la consideración del lector medio como lerdo y abúlico.

Pues bien: es cierto que La ceguera del cangrejo es mejor que La otra vida de Ned Blackbird. No obstante, no nos alegremos tanto: era tarea harto sencilla. El autor de La ceguera ha superado las contradicciones lógicas de aquella, que en determinado momento se le fue de de las manos de forma irremisible: sostener de manera verosímil la trama de La otra vida era una labor para la que quizá entonces no estaba pertrechado técnicamente. Ravelo ha conseguido podar, si no eliminar (sería mucho pedir), aquella profusión de frases hechas y topicazos que hacían la lectura insoportable. Ahora, se contiene ante la cursilería y ante la necesidad de demostrar sus lecturas y demás bagaje cultural y no les da rienda suelta. Siguen estando presentes, pero mejor incardinadas. 

Además, y eso es elogiable, escribe una novela molesta: para los urbanistas, constructores, funcionarios prevaricadores, comisionistas y políticos empeñados en arrasar con todo lo bueno que pueda tener esta tierra por su codicia sin límites. Y, yendo más allá, también para nosotros, las personas normales, que vivimos en esa alucinación fetichista del resort, del todo incluido, del espejismo del lujo al alcance de todos, del low cost en hoteles, líneas aéreas, ropa y comida, sin saber ni querer saber la explotación y la injusticia sobre la que se erigen. En este sentido, no es una novela escapista más, sino que estructura una ficción enraizada en la historia local, de denuncia, en la que se pueden poner nombres y apellidos a los/las responsables de estas tropelías. Otros más podrían tener la decencia de sentirse avergonzados. 

Pero siempre hay sin embargos, y esta novela contiene varios. Comencemos, recordando que los ejemplos son acumulativos:

a) Alexis Ravelo no es Virginia Woolf ni Henry James. Me explico: la novela está contada por un narrador externo, en tercera persona, pero la mayor parte del tiempo está entremezclada con la voz (pensamientos) del protagonista, Ángel Fuentes, un militar sin demasiada cultura (por lo que se nos cuenta). Así pues, está presente el estilo indirecto libre. Woolf y James eran maestros en esta técnica, y su estilo, certero y preciso, delicado y elegante, en fin, lo que todos sabemos. Si somos generosos, podemos pensar que en La ceguera la voz del personaje principal tiñe la narración con su forma de hablar: un estilo coloquial y, a veces, vulgar. Esto puede estar bien en algunos pasajes, no digo que no, a lo largo de la novela para conseguir determinados efectos. El problema consiste, a mi entender, que, más allá del punto de vista, casi toda la prosa de la novela es así, lo que la perjudica gravemente (recordemos, a propósito, LaLaZ). Estilísticamente, utilizando símiles aeronáuticos, la obra no coge altura, se limita a planear a ras de suelo. Así, en ese sentido, sí que me parece una novela difícil. No encuentro voluntad de estilo o interés por la frase. No percibo preocupación o esfuerzo estéticos.


 Recordó cómo se le había helado la sangre la primera vez que la vio, hacía ahora un par de semanas, en la soledad de la casa de La Minilla. Quién carajo era aquel elemento y qué cojones hacía con Olga; eso fue lo primero que se propuso averiguar. Pero luego decidió no comportarse como el energúmeno que se sabía capaz de ser, no llamar inmediatamente a Sonia para preguntarle, no conectar el móvil de Olga para buscar mensajes comprometedores ni ponerse a rebuscar como un loco entre sus cosas hasta encontrar las pruebas de una traición que, de momento, solo estaba en su cabeza. Y en este instante, al sentir de nuevo aquellos celos, volvió a dominarse: si el tipo debía aparecer, lo haría; si no, se lo tomaría como una anécdota. No había venido para reclamar unos derechos de macho lastimadito que ya no tenían sentido. (Págs 18-19)

Ángel escuchó con gesto comprensivo mientras Blas le contaba que no se podían quejar, que les iba bien en sus trabajos, que su empresa, por ejemplo, hacía el mantenimiento y la supervisión de varias instituciones, aparte de las empresas privadas. Pero que eso tenía el coste personal de no poder disfrutar de los mejores años de sus niños, de llevar una vida de familia solo el fin de semana. Y no siempre, porque a veces había que llevarse trabajo a casa. A Ángel le interesaban tres pepinos los pormenores de la conciliación familiar de Blas y Julia. Su mente estaba ocupada en sus propios asuntos (Pág.  162)


b) No es amigo nuestro autor de la frase corta ni del párrafo breve, lo que de por sí no es una virtud ni un defecto. Estoy con ustedes en que cada autor/a tiene su forma de escribir, y el talento se demuestra en todos los estilos posibles. Ravelo no escribe de forma embarullada, ni retorcida, qué va. Si algo tiene su prosa es que resulta accesible para cualquier lector. El problema no es ese, sino que Ravelo no corta ni borra. Y si lo hace, no se aplica cabalmente. Quizá sea su sello personal, o es que el género tiene sus convenciones y necesita, por ejemplo, que se nos informe con detalle de todo lo que come y bebe el protagonista. Es posible que el detective Carvalho haya hecho mucho daño a los escritores noir españoles, pero los traumas no eximen del delito a su perpetrador. Además, la acumulación de nimiedades, si no son significativas por alguna razón, se convierten en ruido para la comunicación y constituyen, por tanto, un lastre para cualquier novela. Es como si las descripciones le resultaran tediosas y las resolviera de modo rutinario, pero aun así creyese que la prolijidad es la mejor opción. Algo de lo que se contaminan también los diálogos, por cierto.


El bufé estaba situado en la azotea y disponía de una amplia terraza donde se permitía fumar. Sin embargo, desayunó en el comedor, para que no le jodiera el viento. Coincidió con pocos huéspedes: un matrimonio de jubilados peninsulares, una familia joven con un niño menos ruidoso de lo que él había temido en principio y tres solitarios de mediana edad con pinta de representantes comerciales que atendían la provincia. Uno de ellos era una mujer que no apartaba la vista de su teléfono móvil. Los otros dos eran tipos grises que estaban pendientes de sus tablets, cada uno en un extremo del comedor. Seguramente adelantaban el trabajo de esa jornada. Él, por su parte, hizo algo similar con ayuda de un mapa de la isla y de uno de los cuadernos de Olga, mientras mojaba churros en el café. Cuando se los terminó, dobló el mapa y lo introdujo en el cuaderno. Siempre tendría tiempo, por el camino, de parar a repasarlos tomando algo. 
Se sirvió otro café y salió a tomárselo a la terraza. El viento amainó un poco y le permitió disfrutar de un cigarrillo, en pie, junto a la barandilla. (Pág. 35)

Como era sábado, el piberío comenzó a llegar pronto a la calita y el puente, armando un escándalo de mil demonios que se sumó a los ruidos de la calle. Ya se había despertado varias veces durante la madrugada (para mear, para vomitar, para intentar refrescarse, para apagar los apliques) e interpretó aquel concierto para testosterona y orquestina como la señal de que tocaba arrastrarse fuera de la cama. En el bufé se sirvió un café doble, un zumo de naranja y un vaso de agua y se los llevó a la terraza. No se imaginaba capaz de tragar algo sólido aún. Le extrañó ver allí a la mujer del vestido fucsia: era de esperar que en fin de semana los comerciales estuvieran en su casa y no en los hoteles de las islas a las que iban a trabajar. Quizá él se había equivocado y la mujer se dedicaba a otra cosa. En todo caso, ahí estaba, esta vez con unos shorts y una camiseta blanca, tomando café con leche y fumando mientras leía el periódico. Se dieron los buenos días y él se puso en la mesita de al lado, se endulzó el café, encendió un cigarrillo e intentó beberse el zumo, que le bajó por el gaznate como vitriolo. Debió de arrugar mucho la cara, porque enseguida oyó decir a la mujer: 
-¿Una noche dura? 
La miró. Ella tenía una gran sonrisa burlona en medio de su rostro carnoso plagado de pecas. Ángel le devolvió la sonrisa, meneando la cabeza. 
-Llega un momento en el que uno, en vez de resacas, tiene convalecencias -dijo. (Pág. 103)


c) La caracterización de los personajes es convencional y, a veces, banal. Tras la descripción física o moral, salvo excepciones, nos quedan personajes borrosos, cuando no desleídos, sin consistencia, cuando son precisamente ellos los que en muchos casos sostienen las novelas del género. Si a una novela pobre en lo estilístico y con demasiada paja textual le sumamos personajes acartonados en diverso grado de rigidez y previsibilidad, nos encontramos con demasiados obstáculos para una lectura satisfactoria.


Sonia se retrasó. Desde la terraza del hotel, la vio cruzar la avenida sin reconocerla hasta que la tuvo a unos metros. Fue a causa de su peinado, porque ahora llevaba el pelo cortado por los hombros y teñido de violeta; quizá también de los kilos que había ganado en los dos años que llevaban sin verse. Por lo demás, seguía siendo la profe de Lengua Y literatura que había parado de envejecer a los treinta y pocos, la mujer de rostro redondo y risueño y grandes ojos escrutadores ocultos tras unas gafas de montura de color naranja. La misma Sonia de siempre. La feminista. La roja. La que él siempre sospechó que que no era demasiado feliz con la idea de que la pareja de su mejor amiga fuese un militar. (Pág. 22)

El matrimonio lo saludó más cariñosamente de lo que nunca lo había hecho. Hasta el tímido Blas se levantó para darle un abrazo. Durante los primeros minutos, se dedicaron a preguntarle lo mismo que todos (si había llegado bien, dónde se alojaba, hasta cuándo se quedaría) y que fue contestando como pudo, intentando  preguntarles también a ellos qué tal le iba a Julia con el bufete y a Blas en el trabajo (aunque nunca había sabido exactamente a qué se dedicaban ni él ni su empresa), cómo estaban los niños. Esta última pregunta provocó encendido de teléfonos móviles y profusión de fotografías de los churumbeles, niño y niña, en distintas situaciones, atmósferas y grados de gracia, acompañados de chascarrillos de los orgullosos padres que fingían ser sufridos aguantadores de mataperrerías. 
Julia y Blas eran la i y el punto. Y ella era la i: casi un metro ochenta de mujer delgada, con el pelo rizado y abundante que dejaba encanecer sin preocuparse. Sin embargo, su rostro, lavado y terso, continuaba en los treinta años que había dejado atrás hacía ya nueve. Como siempre que no estaba trabajando, llevaba un vestido suelto y se comportaba de manera extrovertida y tolerante, con un sentido del humor un tanto maligno pero siempre generosa, intentando volver a ser la hippie que en realidad nunca fue, dedicada a los estudios y el derecho laboral, defendiendo a quienes no habían tenido la suerte de contar con unos padres que pudiesen darles carrera. Blas, que le sacaba quince años, era más del modelo oficinista: bajito y rechoncho, intentaba disimular sus lorzas llevando las camisas por fuera del pantalón, pero apenas lo conseguía. Sus ojos miopes, siempre tras unas gafas de montura al aire, tendían a orientarse hacia abajo, como herencia de una timidez juvenil que jamás había superado del todo. Tenía cara de luna y una frente que le acababa casi en el cogote, aunque nunca se había decidido a afeitarse los cuatro pelos que aún le crecían en torno a la coronilla. Por lo demás, era un hombre amable, llevaba siempre la sonrisa puesta y no se negaba a la conversación, aunque jamás era él quien la iniciaba, probablemente por miedo a decir algo inconveniente. (Págs. 80-81)

d) La trama. Después de terminar la novela, después de tanta ida y venida del protagonista, de tantos datos introducidos para la "geolocalización" de este sitio o de aquel, me pregunto si ha valido la pena tanto esfuerzo, si gran parte de la acción no resulta, simplemente, innecesaria, y que conduce a un recargamiento injustificado de escenas y episodios. Una trama anabolizada cuya prosa, como he señalado, no nos alivia. Respecto del contenido, pero relacionado con lo anterior, no puedo dejar de considerar dudosa la verosimilitud de las circunstancias que disparan el interés investigador del protagonista, por no hablar de que ese prolegómeno acapara más de la mitad de la novela y resulta desproporcionado en relación con la investigación que conduce al descubrimiento de la verdad. Una vez superado, la lectura adquiere mayor velocidad y desemboca en un clímax funesto aceptablemente resuelto.

La ceguera del cangrejo, en fin, a pesar de contar con momentos de interés, no resulta satisfactoria por los defectos que he expuesto en el nivel del discurso. Una novela menor y olvidable, que tal vez satisfaga las expectativas de los incondicionales del autor y de aquellos (cuyo número no es escaso) que pretendan pasar el rato sin mayores aspiraciones ni exigencias. Como siempre, quedan en el aire las mismas cuestiones: para qué se escribe, para qué se lee.

viernes, 7 de julio de 2017

'Casa de verano con piscina', de Herman Koch

Entiendo que, para muchos, la mejor crítica (si no la única posible) es el elogio desmedido. Solo así puede entenderse que los mismos escritores que propugnan una "crítica de verdad" en Canarias sean los mismos a los que le sienta fatal que se le aplique a ellos mismos cuando no consiste en elogios desmedidos. Creo que a pesar de las fotos en facebook de cenas multitudinarias o de reuniones regadas con cerveza, de cordiales encuentros con el Escritor Reconocido, o con el editor o la librera de turno en ferias del libro allende los mares, muchos/as de estos escritores/as no cuentan con verdaderos amigos. 

Un amigo te habría dicho que El tren delantero demuestra que una novela es algo más que unir de mala manera historias sueltas que uno tenía en un cajón, abandonadas gracias a Dios; que La otra vida de Ned Blackbird necesitaba un repaso a fondo en el estilo y en la lógica del argumento; que Gracias por el tiempo requería una reflexión profunda sobre el tono narrativo y, por qué no, sobre su misma existencia; que Puro cuento es pura impotencia sin altura literaria; por no hablar de La última homilía de Zacarías Martín o de El sepulcro vacío. Un amigo habría dicho, en definitiva: "Trabájalo más". Y más.

A este respecto, y cambiando de manifestación artística, recuerdo una tarde en la que asistí al estreno de una película canaria llamada Los días vacíos. Casi la totalidad del público asistente (amigos, familiares, actores y demás miembros del equipo de rodaje, y alguna despistada) prorrumpió en aplausos durante varios minutos a su término. No contentos con eso, algunos se levantaron y, mientras seguían aplaudiendo hasta que se les llagaron las manos, gritaban "¡Bravo!" una y otra vez con algo parecido al fervor. ¿Qué pensaría el director? ¿Qué la película flaqueaba por todos lados? ¿Que no sabía qué era peor, si el guión, tosco y errático, si las interpretaciones que iban de lo meramente aceptable hasta lo ridículo, si el lenguaje visual, que a veces parecía propio de un documental turístico y otras de una mala serie de televisión? No, pues lo lógico es pensar que si todo tu entorno te dice que lo has hecho cojonudo, lo creas.

Pues no.

Soy de la opinión que hay que ser parco en el elogio: nos hemos acostumbrado a que de cualquier cosa que no se diga que es obra maestra o genialidad pensemos que es una mierda. En una obra de teatro o representación operística, si el público no se levanta, aplaude y grita como poseso es que ha sido un espanto. Si los actores no se sienten obligados a salir tres o cuatro veces, mal asunto. Incluso en las tesis doctorales, si el doctorando no saca matrícula cum laude, es que su trabajo es malo. Eso tiene como consecuencia el fenómeno de la grima: grima en las reseñas, en las notas de lectura, en los suplementos literarios, en las revistas literarias, en los comentarios de los lectores-fans, etc. Todo es hiperbólico, ditirámbico, exagerado, ridículo.

¿A dónde hemos llegado?

Así, en mi personal esfuerzo por contrarrestar ese orden de cosas en los juicios que hago, si una novela me parece que está bien, no significa que me parezca mala, no: me parece que está bien. Eso es un elogio, ¿o me estoy perdiendo algo? Claro que hace falta en Canarias una crítica de verdad, si entendemos por ello no una Crítica que incluya mi novela o mis poemas en una nueva Antología Canaria para que me inmortalicen académicamente y yo lo vea, sino una crítica honrada. ¿Y qué es una crítica honrada? Simplemente, que consista en escribir públicamente lo que se piensa de verdad, con mejores o peores argumentos, que eso ya se discutirá. En serio, a mí no me ha resultado difícil.

Pasemos a la reseña de hoy: Casa de verano con piscina





Esta es una novela en la que la propensión a empatizar con el personaje principal y narrador, Marc Schlosser decae con rapidez si uno no se empeña en lo contrario, si uno se da cuenta de que no es obligatorio identificarse con él. En nuestro caso, es un médico que por sistema detesta a sus pacientes, un hombre al que, aunque no lo reconozca explícitamente, no tiene demasiaba buena opinión de las mujeres en general, salvo cuando su vanidad se siente halagada por la promesa de una conquista sexual. Es bastante parecido al español medio, me da la impresión, con sus especulaciones de por qué hombres y mujeres ligan, cuándo ligan, y con quiénes ligan. Se considera un téorico del comportamiento humano dada su condición de médico de cabecera, que, por lo que parece, le capacita de manera excepcional para emitir sus juicios sobre las miserias y servidumbres de las personas y de sus cuerpos. En realidad, un individuo normal, con valores de clase media de sociedad burguesa, respaldados por un biologicismo omnicomprensivo, pero que, eso sí, se codea con artistas y gente de postín.


La consulta de un médico de cabecera como la mía tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, te invitan continuamente a todas partes. Les parece que en cierto modo tienes que estar, aunque sea "en cierto modo". Inauguraciones, presentaciones de libros, estrenos de películas y obras de teatro... No pasa un día sin que te encuentres una invitación en el buzón. No existe la opción de no asistir. Si es un libro, aún puedes mentir y decir que vas por la mitad, que no quieres opinar hasta acabarlo. Pero el estreno de una obra de teatro es el estreno de una obra de teatro. Cuando se acaba tienes que decir algo. Es lo que se espera de ti, que digas algo. Nunca que digas lo que te ha parecido: eso jamás de los jamases. Lo que te ha parecido te lo guardas sabiamente para ti. Durante un tiempo lo intenté con clichés; clichés del tipo "Algunas cosas estaban bien", o "Y a vosotros, ¿qué os ha parecido?". pero con clichés no se conforman. Tienes que decir que te ha encantado, que les agradeces que te hayan brindado la posibilidad de presenciar ese estreno histórico.



Las mujeres simpáticas compensan su falta de atractivo corporal con talentos, innatos o no, en otros ámbitos. Por ejemplo, preparan todos los bocadillos de un guateque con más de cien invitados. O traen gorritos de fiesta y antifaces para todo el mundo. O llegan en una bici de reparto con más leña de la que se necesita para todas las estufas de la terraza. "Wilma es un encanto -comenta la gente-. ¡Qué agradable es! Nadie más hace algo así, ¿a quién se le habría ocurrido?" Claro que Wilma está demasiado pálida o demasiado delgada, o simplemente es demasiado fea, y todo el mundo se da cuenta, pero la pobre hace desinteresadamente tantas cosas encantadores al mismo tiempo que sería de desalmados comentarlo.



Aparte de lo de mi aspecto, debería explicar otra cosa sobre mí. Soy más gracioso que la mayoría de los hombres. En las listas de las cualidades masculinas más valoradas que publican las revistas, la mayoría de las mujeres responde "sentido del humor". Antes pensaba que era mentira. Una mentira para maquillar el hecho de que a la hora de la verdad siempre acabarían decantándose por George Clooney o Brad Pitt, pero ahora he entendido que no es así. No es que las mujeres que piden "sentido del humor" quieran pasarse la vida desternillándose con un hombre demasiado jocoso. Se refieren a otra cosa: el hombre tiene que ser "gracioso". Jocoso no, gracioso. En el fondo, todas las mujeres tienen miedo de, a la larga, acabar aburriéndose con los hombres demasiados guapos de este mundo. Con esos hombres que saben perfectamente lo guapos que son, que no han de esforzarse porque tienen a todas las mujeres que quieren, pero poco después de la noche de bodas ya se quedan sin temas de conversación. Llegan los bostezos de aburrimiento. Y es que también resulta agotador tener todo el día alrededor a un hombre que admira constantemente su propio aspecto. Un día tras otro. El tiempo se convierte en una carretera recta y larga que cruza un paisaje bonito pero aburrido. Un paisaje que nunca cambia.


Así, este observador de la vil humanidad se da cuenta en una fiesta de que el famoso actor de teatro y nuevo paciente de su consulta, Ralph Meier, ha deseado, con expresión lasciva que así lo demuestra, a su esposa, Caroline. Por supuesto, deplora ese sentimiento y le produce mucho asco. Sin embargo, su propio deseo hacia la mujer de Ralph, Judith, no le inspira el mismo reproche. Así somos, salvo excepciones, linces para los defectos ajenos y ciegos para los nuestros. 

Más adelante, el protagonista y su familia se encuentran, no del todo por azar, con Judith y Ralph cerca de la casa de veraneo de estos, que comparten con otra pareja amiga. De ahí el título. Ralph se nos aparece cada vez más detestable  y asqueroso. Marc, como un intrigante manipulador. A espaldas de ambos, Caroline y Judith parecen ajenas a las intenciones de sus maridos. Uno se pregunta si esto tiene que ser siempre así, que cada vez que haya hombres y mujeres, parejas de novios o casados, suponiendo heterosexualidad, o todas las posibilidades suponiendo que no, haya que estar en guardia por potenciales infidelidades o acosos sexuales. Si uno no puede estar, simplemente, hablando, mirando el cielo o pensando. Si uno tiene que estar de continuo rivalizando para captar la atención de una posible pareja para un folleteo o para evitar que el/la rival acapare toda la atención. Si todo tiene que ser sexual y freudiano, si no hay espacio para descansar de la sensibilidad genital y de fantasías sentimentales y operar, un rato sólo, con amigable racionalidad. Es que, si no, todo puede llegar a resultar muy cansino.

Por primera vez desde nuestra llegada a la casa, Judith y yo estábamos solos en un mismo lugar. La miré. Deslicé la mano por encima de la mesa, le cogí los dedos corazón y anular entre mi pulgar y mi dedo índice, y tiré suavemente de su mano.-Marc... -Dejó el cigarrillo en el cenicero, suspiró hondo, lanzó una ojeada hacia fuera y me miró-. No sé, Marc... No sé si...-Podemos ir a dar un paseo. O a la playa, en mi coche. No le solté los dedos. Acaricié el dorso de su mano. "Podría llevarla a alguna parte", pensé. No a la playa, sino hacia las colinas, por una de las muchas carreteritas tortuosas de arena que había a lo largo de la costa. Recordaba un aparcamiento casi desierto en un claro del bosque. Desde allí habíamos tardado más de una hora en alcanzar a pie una de las calas de Ralph. Pero no teníamos por qué ir hasta la playa. El aparcamiento ya bastaba.


El autor maneja bien el ritmo de la trama; el lector se pasa la mitad de la novela temiendo lo que se insinúa para que cuando los acontecimientos se precipitan y se produce el clímax se quede perplejo por lo inesperado. La evolución moral del protagonista, sobre todo, nos deja, por así decirlo, ante dilemas éticos que no sospechábamos. Estos constituyen, para mí, el valor de la novela: asumimos el comportamiento del protagonista, lo repudiamos, nos quedamos solo con aquellos que nos haría sentir mejor. En definitiva, reflexionamos sobre nosotros: vida, muerte, sexo, cónyuge, prole, culpa, respeto, inocencia.

Asimismo, me parece que la traductora, Maria Rosich, ha hecho un buen trabajo. Al menos, la versión en español ofrece un texto fluido que refleja las reflexiones de un hombre de ciencias (recordemos que Marc, el protagonista es médico), con un sesgo analítico, que no frío, pero con intención de minuciosidad. Las caracterizaciones de los personajes resultan acertadas, tanto en la descripción de sus acciones como en los diálogos, ofreciendo toda una galería de personajes que si bien, por un lado, son tipos, por otro también resultan humanos. Convincentes, en definitiva.

Solo me atrevería a poner un pero: hay en la estructura de la novela un recurso con el que el autor consigue construir la sorpresa final, también provocar la catarsis, en el lector. Es posible que pudiera llamarse a eso manipulación, quizá truco. No sé cómo lo verán Vds. Ya me cuentan.













lunes, 5 de junio de 2017

'Interregno', de Roberto A. Cabrera

Después de un lapso algo más largo de lo habitual (aunque no mucho más), estamos aquí para constatar, una vez más, y ya van unas cuantas, la enorme distancia que separa el mundillo de los/as reseñadores/as de la experiencia literaria de un lector poco acostumbrado al engaño o al maravillosismo. Digamos un lector medio, que toca todos los palos, que no siente especial aversión por ningún género (llamémosle noir, llamémosle sci-fi) y que tiene entre sus lecturas una razonable proporción de cervantes, shakespeares, tolstois, dostoievskis, faulkners, hemingways, unamunos, mccarthys, chandlers, chéjovs, carvers, barojas, bradburis, ballards, philipkdicks, galdoses, chestertons, greenes, stevensons, austens, bröntes, yourcenars, íbsenes, stendhals, flauberts, paveses, zweigs, walzers, woolfs, borgeses, cortázares, etc., etc., por citar solo algunos/as de los/as novelistas, cuentistas o dramaturgos más canónicos. Este lector, de natural confiado, tiende a pensar que el reseñador ha disfrutado de un volumen de lecturas comparable, como mínimo. Sinceramente, espera que más. Espera también que, dado que no tiene mucho tiempo para estar al día de todas las novedades literarias y que tiene casi agotados los grandes nombres, el reseñador del suplemento cultural de su periódico favorito o el de ese programa de televisión en La2, o ese periodista que tiene una página en Internet, lo guíe con honradez, ya que con sabiduría sea quizá mucho pedir.

En esas estamos todavía. Sin embargo, mi experiencia como lector ha sido (y sigue siendo) nefasta tanto en lo que se refiere la literatura española, en general, como a la canaria, en particular. Casi cuarenta años dando por sentado que Almudena Grandes, Javier Cercas, Javier Marías o Muñoz Molina no sólo eran buenos, sino geniales y que yo, al aburrirme al leerlos, al no interesarme ni su estilo ni sus temas, era el singular. Busquen, busquen las reseñas y lean, lean. Ya me contarán.

Lo mismo ocurre en Canarias. No sé si por un confuso sentimiento de identidad pervertido en conformismo o por una constatación de que, como ha dicho Emilio González Déniz, "no tenemos ningún Vargas Llosa" ni lo tendremos, el caso es que, de modo paradójico, a juzgar por los/as reseñadores/as de literatura canaria, siempre tan amables con lo nuestro, las obras maestras invaden las estanterías, abarrotan las vitrinas, salen disparadas por la presión del número y la escasez del espacio de las librerías a la calle, golpeando, sin reparar en sexo, credo o filiación política, las testas de los transeúntes, en una singular encarnación del concepto "irradiación de cultura", muy a lo Chirino, por cierto.

Esto quizá vaya más allá del "sólo reseño cosas que me gustan", "no hay nada de malo en reseñar a un amigo cuya obra sinceramente admiro" o "reséñame bien que luego te reseño bien yo a ti". Es posible que tengamos instalado tanto en el módulo del gusto como en el de la honradez una actualización que nos impide detectar los defectos en la obra de los autores/as canarios/as y, por ende, escribir sobre ellos/as. Esa actualización, sobra decirlo, ejerce una influencia irresistible en el código de las buenas maneras así como en el estado de nuestra literatura, condenada a una mediocridad que espanta. Esta mediocridad se vuelve casi insuperable, ya que el canon que se ofrece como ejemplar es un batiburrillo de pretenciosidades y feria de las vanidades que aplastaría a cualquiera que no disponga de un talento excepcional.

Todo esto viene a cuento no sólo por la reseña de González Déniz sobre la última ¿novela?, ¿paño de lágrimas?, ¿sesudo análisis sociológico de las víctimas del capitalismo financiero? de Santiago Gil, que podríamos encuadrar con generosidad bajo el epígrafe "Es mi amigo y qué" (me temo que su capacidad de reseñador es la misma que la de escritor en El tren delantero) y que sigue, por cierto, la delirante estela de Ibrahim Chamali en Dragaria, sino que es una constante que se repite en cada lanzamiento (por decirlo así) de cada nueva cosa con páginas y portada que algunos llaman novela; otros, cuentos; y los de más allá, yoquesés.

El último menosprecio al lector ocupado e ingenuo lo constituyen las reseñas que se perpetran aquí y aquí. También, aunque es más bien un lavarse la manos, aquí. La novela en cuestión es Interregno. Pasión e instante en la vida de Humberto Laredo, fotógrafo, de Roberto A. Cabrera.








Esto va más allá del gusto personal, de la subjetividad, de la biografía particular de cada uno o de si soy zurdo o diestro. Si uno aborda una novela para reseñarla tiene que exponer sus virtudes y sus miserias, en caso de que se disponga de la capacidad crítica necesaria para ello. Si no, uno se vuelve en un mero propagandista, quizá en un amable vendedor, de esos que no dan mucho la lata, pero cuya tarjeta acaba en tu bolsillo. Lo más probable es que si uno persiste en esa actitud acabe siendo, como creo que es el caso en que nos ocupa, en un simple apuntador de la agenda comercial de editores y libreros. No digo que no sea una ocupación digna, pero que no ejerce la labor de reseñador, de eso no albergo la menor duda. Además, no se le hace ningún favor ni al escritor, en particular, que persistirá en sus errores creyéndolos grandes cimas estilísticas, ni a la literatura canaria (o hecha en Canarias) o española. Si encumbramos medianías como prodigios literarios y a obras mediocres como maestras, ¿qué ocurrirá cuando nos encontremos con algo realmente valioso? ¿Nos faltarán manos para aplaudir? ¿Tendrán que salir los actores no tres, sino treinta veces al escenario? ¿Habrá que inventar un nuevo término, tal como "súper-mega-obra requetemaestra? Volvamos al principio: ¿Por qué nos conformamos con lo mínimo sólo porque sea de aquí? ¿No nos merecemos nada mejor?

Interregno es una novela prescindible. Eso para empezar, y casi para acabar. Consiste en una sucesión de escenas deslavazadas, la mayoría de las cuales no suponen un avance argumental ni un desarrollo psicológico o existencial de los personajes. Prueben a intercambiar capítulos y verán que no tiene efecto alguno sobre la trama. Descripciones minuciosas que no nos aportan nada, irritantes a más no poder, que aparecen por capricho, como si el autor quisiera convencernos de su ingenio, de su capacidad de observación, de su clarividencia descriptiva. Aquí dos citas, y disculpen: son necesarias:


Humberto se dirigió a la pecera con el sobre de las fotos. El espacio que media entre el cuarto oscuro y la pecera puede recorrerse de diversas maneras. Una bien propia y no despreciada por Humberto consiste en salvar la distancia en línea recta sin distraer la mirada ni a izquierda ni a derecha. Otra forma de encaminar los pasos es ensayando una suerte de zigzag azaroso que consiste en desviarse cada vez que se tropieza o se cruza con alguien, bien a la izquierda bien a la derecha (esto último por turnos). Claro que esta manera de avanzar (la preferida por Humberto cuando sufre uno de esos días que él califica "de subsuelo") puede producir situaciones paradójicas (léase: desear llegar hasta una puerta y alejarse cada vez más, y no por decisión propia sino porque una cadena de encuentros con el personal deambulante desvía los pasos de acá para allá, dificultando la tarea de llegar adonde nos habíamos propuesto ir (¿se entiende?). Pero no crea el lector que nuestro héroe se atiene escrupulosamente a su sistema. Con frecuencia, sucede que los azares se vuelven insidiosos y hacen perder la esperanza de llegar alguna vez a la puerta de la pecera. Entonces, Humberto escoge entre dos salidas (ambas igualmente honorables): la primera, expedita, consiste en enfilar los pasos hacia la pecera, ensayando la línea más corta; la segunda, una versión desnaturalizada del modus operandi que limita la observancia a trechos. Así pone a salvo Humberto sus intereses profesionales y defiende, de paso, la salud de sus facultades mentales ante quien osara ponerla en duda, de palabra o mediante gesto circular ensayado por el índice ante unas sienes. (págs. 25-26) 


García frunce los labios y alza una ceja y luego la otra (y es admirable esa acrobacia, harto difícil según puede el lector comprobar por sí mismo.) El imberbe Aparicio, como corresponde a su juventud, que le impide emular la pose estoico-rumiante de su colega, ya da muestras de impaciencia. "Y qué mierda hacemos ahora?". "Probemos suerte arriba"., dice García. "Hay que consultar esto". Y Aparicio eleva los ojos, lentamente, hacia el techo mientras se pone en pie armonizando el movimiento ascendente del cuerpo con el de los ojos, que se acompasaban con el mismo tempo più lento. Y de pronto la pecera se inmoviliza y brota ante los ojos de nuestro héroe un cuadro místico del que cabría lamentar la penosa caída de los brazos de Aparicio, que estropea el conjunto. Es de obligado buen gusto, de rigor incluso, como se sabe, elevarlos con gracia, al menos hasta que las extremidades superiores, con las palmas abiertas hacia arriba, los dedos ligeramente separados -y flexionados apenas el anular y el meñique-, alcancen la altura de las orejas (...). (págs. 41-42)

Y sigue un rato más, no crea, que entusiasmo por escribir no le falta al autor.

O la escena en la que el protagonista se hace una paja pensando en Matilde, que no transcribo por si hay menores leyendo.

O en la que a Matilde le dan diarreas, que no transcribo porque la paciencia aunque grande, no es infinita. 

Dios mío, por qué.


Además, los diálogos: insufribles entre el protagonista Humberto y Natividad (por ejemplo, el de las páginas 34-37). O con Saturnino, la voz de la honradez y de la experiencia. Pero aún peor es el diálogo de Humberto con la hija de Natividad, con la que (creo) pretende resaltar la inteligencia de la niña, pero no lo consigue en absoluto. Sólo hace que nos preguntemos por la inteligencia del autor. O, al menos, por su esfuerzo: ¿fue un rapto de genialidad? ¿A qué miraba mientras lo escribía? ¿Le quedó bien el caldo de papas mientras lo ideaba? Terrible:


-Tú eres un tonto. Todos los novios de mamá han sido tontos. Pero tú eres el más tonto. El campeón de los tontos. 
-¿Y si te bajo las braguitas y te sacudo el culete? 
-No puedes.-¿Y eso por qué? 
-Ya te lo he dicho. Eres un tonto. Los demás eran tontos falsos. Tú eres un tonto verdadero. 
-Eres un encanto. Estoy conmovido. 
-Porque eres tonto. 
-¿Has dormido bien? 
-Sí. 
-¿Desayunas? 
-Todavía no. 
-Vaya, yo tomaré un café. ¿Adónde dices que fue tu mamá? 
-No sé. Ella va y viene. Es así. Es tonta. 


Así dos páginas y pico más, en lo que supongo que será un despliegue de agudeza por ambas partes que se queda, siento decirlo, en una tarea pendiente para el autor: la de estudiar más el arte del diálogo en la novela. Siempre digo que hay que tener proyectos en la vida. Cuantos más, mejor. Fíjense, en cambio, lo que escribe una reseñadora: "Roberto A. Cabrera domina el uso del diálogo con gran maestría para dejar que sea el propio lector el que se haga una idea de cómo es cada personaje". Ya les digo, lean y juzguen. Si quieren buenos diálogos con niños, me vienen a la memoria Saroyan y Salinger, sin ir más lejos.

Por otro lado, y no menos importante, la descripción del periódico y de los empleados se pretende burlesca, expresionista, gogoliana tal vez, pero quedan, a pesar de su evidente esfuerzo, en caricaturas que no inducen ni a la risa ni a la reflexión. Meras excusas para parrafadas y naderías mentales tanto de Humberto como de esa voz, que se pretende juguetona y desengañada, sí, la del propio novelista. Los jefes son muy malos, el Opus Dei también. Ya lo sabíamos, a otra cosa. 

Asimismo, se mantiene a lo largo de la novela un diálogo constante del autor con el lector que, contra lo que le pudiera parecer al primero, no la hace más honda o metaliteraria, sino que la aligera, la hace presa de una mundanidad quizá deseada, por su empeño en mostrarnos cómo una vida vulgar y corriente se desenvuelve vulgar y corriente, pero que nos hace preguntarnos tres cosas: a) Por qué hicimos caso a los reseñadores; b) por qué la compramos; c) por qué tenemos que seguir leyéndola si nada nos enseña ni nada nos cuestiona. Hay quien escribe, no se lo pierdan, lo siguiente: "El libro, más que golpear, sacude al lector y le obliga a que se mire en el espejo e intente reconocer la imagen que tiene de sí mismo..."

"Más que golpear, sacude". Me quedaré pensando en eso un rato, lo prometo.

Más bien, quienes deberían mirarse en el espejo, un buen rato, son el autor de esta novela y los reseñadores que la han alabado, aunque sea un poquito. Un proyecto literario, qué digo, artístico, sin pretensiones de grandeza forjadas en el yunque del trabajo y la exigencia, no es proyecto, ni literatura, ni nada. Es, que me perdone a quien ofenda, un ejercicio de vanidad travestido en creación literaria. Publicar, por lo que parece, no es tarea complicada. Imagino que las editoriales necesitan estar constantemente ofreciendo productos nuevos a sus lectores-consumidores y que los editores no ejercen su oficio, el de editar, y se limitan a publicar. Sin embargo, tanto el autor como la editorial, al igual que el reseñador amable o maravillosista deben de sufrir tanto más desprestigio cuanto más exigente sea el lector.

En definitiva, Interregno es de esos productos, por llamarlo amablemente, que logran cabrearme. Otra vez. Me recuerda a algunas predecesoras reseñadas en este blog que también fueron elogiosamente glosadas en prensa, radio, tv e Internet como La última homilía de Zacarías MartínLa otra vida de Ned Blackbird, Vs. y El tren delantero. Nada quedará de ellas pasadas las promociones. Nadie hablará de ellas... salvo que nada mejor se escriba en el futuro. Sin embargo, eso es justamente lo que ocurrirá si seguimos alabando lo vituperable y elogiando lo despreciable.





viernes, 10 de febrero de 2017

'La otra vida de Ned Blackbird', de Alexis Ravelo

No deja de ser curiosa la insistencia con la que se resalta que uno de los escritores más populares de novela negra en Canarias y quizá de España, y asimismo gran defensor del género, se pase a otro, el "fantástico", según El Paíso, de acuerdo con el mismo Alexis Ravelo, el del "terror metafísico".

Muchas reseñas también dan cuenta de este cambio, por lo que uno no es capaz de discernir si es mera descripción, sentido elogio o puro alivio. El caso es que en una se habla de "prosa depurada" y que la novela representa "un homenaje a una generación de escritores que llenaron el tiempo libre de un país en una época en la que la televisión aún no reinaba en los hogares. También a la lucha de las mujeres por tomar las riendas de su propio destino y encontrar su lugar en un mundo de hombres. Y al amor, un amor no necesitado de ataduras ni convencionalismos para ocupar un lugar central de la vida". Ahí es nada. En otra también se dice que el autor "cambia radicalmente de estilo", que construye "una matrioshka perfecta", que es "metaliteratura", también que es un homenaje "a los escritores que decidieron publicar su obra bajo un pseudónimo". En una última, se subraya el "tono original" y que esta novela hará que no se le encasille "como autor de género". Quizá los reseñadores han hecho caso a la contraportada, que nos señala que la novela "conjuga lo fantástico, lo metaliterario y lo intimista, en un juego de espejos que indaga en algunos de los temas clásicos de la literatura: la memoria, la creación artística, el amor, el erotismo o el poder de la palabra". 

Por si fuera poco, en su momento el propio escritor decidió, ¡quién mejor que él!, explicar las motivaciones, orígenes y propósitos de esta novela. Eso sí, nos advierte de que volverá "a las novelas de semen y de sangre". No vaya a ser que por miedo a quedar encasillado, le desencasillemos demasiado. También ha aparecido en la tele para volver con el dichoso homenaje (segundo 29). Y aquí.

Es duro querer ser como Pynchon. 



Siempre me ha parecido una estupidez, pero esto ya es una fobia particular, que se le pregunte en un medio de comunicación a un escritor sobre una novela suya. ¿Qué va a decir? "Hombre, me ha parecido flojita, porque los personajes no están bien delineados y tal, ya sabes, la editorial quería que sacara la novela y bueno..." O: "Bueno, la trama la copié de una de Harry Potter, pero cambiando los personajes". En fin. Además, normalmente, el periodista que pregunta no es nada incisivo, sino que, lastrado por su desinterés y amparado en los tópicos de su profesión pregunta cosas  como "¿Qué hay de Vd. en la novela?" o "¿Es esta novela un homenaje a los escritores anónimos? ¿Una crítica al capitalismo?", y cosas igual de desalentadoras. Todo un personaje, el del/la periodista de Cultura.

En Literatura, y en la tan famosa industria cultural, todo pasa por la promoción, según parece. Si hay que salir por la TV hablando de la profundidad de la novela, pues se sale. Si hay que participar en tertulias insufribles hablando de lo que sea (y de la novela también), pues se habla. Si que hay conceder entrevistas hablando de metaliteratura y de la necesidad de la crítica literaria, pues qué coño, pa'lante. Visto lo anterior, debería presumirse que todo el mundo ha oído hablar de La otra vida de Ned Blackbird, y muchos incluso la habrán leído, en particular los/as reseñadores/as. Respecto de éstos, salvo que me indiquen alguna excepción, no he encontrado más que un consenso maravillado. Así pues, da la impresión de que esta novela debería haber convulsionado el panorama literario canario y español.

En realidad, no.

En fin, esta no es una reseña específica sobre reseñas ni sus perpetradores, que tampoco estaría mal. Por ejemplos anteriores, hemos visto que el mundillo reseñador en Canarias (y el de España, en general) es lamentable, por no decir algo peor. Ya lo hemos visto con El tren delantero, que ha proporcionado más baba y enseñado más morro de lo que parecería creíble. Como ya se ha señalado en otros lugares, el problema de reunir en una sola persona el ¿arte? de escribir novelas (o teatro o poesía, lo mismo da) y la ¿manía? de escribir reseñas de novelas como actividad (¿principal? ¿secundaria?) consiste en que uno sienta la tentación, no siempre de manera inconsciente, de no criticar demasiado al colega escritor, no vaya a ser que éste le critique a uno cuando toque. Así es la vida y así son los negocios. Y la amistad también, que es lo más precioso que hay en el mundo, junto con los gatitos, los pijamas de osos y la canariedad.


LA NOVELA

Confieso, y espero que no se me lapide por ello, que esta es la primera novela que leo completa de Alexis Ravelo. Una vez lo intenté con Noche de piedra, pero no pasé de la quinta página. Es probable que tuviera un mal día, porque las novelas de Ravelo cuentan con un nutrido grupo de fieles y entusiastas seguidores. A diferencia de los reseñadores, los lectores suelen ser sinceros, y extremistas en sus juicios. Así que, casi puro y virginal, acometí la lectura de La otra vida sin esperar trama detectivesca alguna, tampoco mujeres fatales, ni investigadores privados de voz quebrada por el alcohol, ni asesinos a sueldo, ni sexo sucio ni limpio. Ni falta que hacen, ¿verdad?

Pues bien, La otra vida de Ned Blackbird ha conseguido cabrearme. Y una novela me cabrea cuando abunda lo siguiente:

a) Frases manidas, expresiones tópicas, pasajes tediosos o banales.

b) Alusiones literarias o artísticas continuas para demostrar que el autor posee muchas lecturas y que tiene gusto musical.

c) Trama inverosímil o incoherente.

d) Tomaduras de pelo que desembocan en la Gran Tomadura de Pelo.

El mero aburrimiento no me enfada, aclaro. Sólo me hace abandonar el libro y dirigirme hacia el ocaso mientras silbo Del barco de Chanquete, no nos moverán.

Antes de proceder con a), b) y c), debo subrayar que La otra vida no cae en d). Eso, por ahora, sólo lo he sufrido con El tren delantero, que es una tomadura de pelo como no había leído antes, agrandada por sus reseñadores/as-amigos/as, que se han tomado tan en serio los panegíricos que pareciera que González Déniz ha mejorado a Yourcenar y a Woolf en estilo literario y en feminismo militante.

En fin, vayamos con a): No sé muy bien qué se quiere decir con "prosa depurada": ¿escribir como Hemingway? ¿Matar a Borges? Quizá se trate sencillamente de eliminar adjetivos que suelen ir adosados a nombres o de adverbios a verbos. En tal caso, no me arriesgaría yo a llamar "depurada" la prosa de Ravelo en esta novela.

Ejemplos:

(...) donde estaba instalado el Café Oriental, regentado por doña Paula, una mujer afable y sencilla, experta en el arte de fidelizar a la clientela sirviéndose de buena conversación, precios razonables y las mejores sopas de ajo de toda la comarca. Y, en el Oriental, tampoco tardó en descubrir a Lucía y sus costumbres de lavanda.

"Fidelizar", "precios razonables", "sopas de ajo" y "costumbres de lavanda" nos alertan de que algo muy aburrido está ocurriendo. Pero sigue:

Carlos no era un ligón de bar; creo que es importante aclarar este punto. Simplemente, Lucía le resultó agradable desde el principio, como una ventana abierta al sol en la pared de un lóbrego cobertizo. Por eso le gustaba tomar en el Oriental el café de media tarde o ir por las noches a cenar. Además, Lucía y doña Paula eran personas amables y hospitalarias, lo cual, para alguien solo y un tanto aburrido, representaba una ventaja inestimable.

Efectivamente, el tedio comienza a aplastarnos en este párrafo. Uno se pregunta por qué íbamos a pensar que Carlos era un "ligón de bar" (como si eso fuera necesariamente malo) cuando nada nos lo había indicado hasta el momento. Y la imagen de la ventana en el "lóbrego cobertizo" resulta forzada y no le va a la escena. Pero que nada. Por no hablar de que despacha a dos personajes con dos adjetivos. Lucía más tarde tendrá algún desarrollo, pero no demasiado.

Otro ejemplo de información banal:

Parecía estar incubando algo, como solía decir su madre, porque sentía escalofríos y cansancio, con ese dolor de huesos característico de la gripe. Aún no tenía fiebre, pero estaba seguro de que le subiría la temperatura dentro de poco. Al día siguiente debía impartir clases, así que, al atardecer, resolvió quedarse en cama, tomar mucho líquido, encomendarse al paracetamol y conjurar al sueño con una novela de Sándor Márai.

¿En serio que era necesario el párrafo? Me temo que Lo de "tomar mucho líquido" y "encomendarse al paracetamol" no figurará en los manuales como ejemplo de estilo depurado.

Disponía de una hora libre antes de la clase con primero de Historia de la Filosofía y, en lugar de venir al despacho a prepararla, bajó a la cafetería y tomó sitio en la barra atestada. Antes de perorar sobre filósofos presocráticos, necesitaba glucosa. Por entre el griterío, logró hacerle entender al camarero que quería un café y un cruasán. El cruasán estaba pasable, pero pronto descubrió algo que ya sabemos todos en la facultad: que el café de la cafetería es lo más parecido al agua sucia. Como hacía siempre que debía advertirse algo a sí mismo, colgó en su mente un cartel que rezaba: A LA UNIVERSIDAD, LLEVAR EL TERMO.

Ya no es sólo la "barra atestada" ni que "necesitaba glucosa", es que no me importa cómo estaba el cruasán ni que se me confirme que el café era horrible. En las películas policíacas y de detectives, el café siempre es malo. Siempre. Lo sabemos, lo admitimos y nos desagradaría incluso que, por una vez, fuera excelente. Pero ya nos habían advertido de que esta vez Alexis Ravelo no había escrito una novela negra. Entonces, ¿por qué insiste con estos tópicos-relleno? 

Por otro lado, un poco más adelante, Carlos se encuentra "con la sonrisa de azahar de Lucía", mujer cuya melena "le lamía los hombros en una caricia de ébano". Al protagonista "le resultaba deliciosa la naturalidad de Lucía". Vamos con el empalago, ya que le gusta la chica. Y de repente:

-Joder, es como si tuviera una verbena en la boca -opinó. La risa de Lucía llenó el aire del local. 
-Más que una verbena, una orgía -observó, sin dejar de reír-. Yo no los había probado hasta que me vine aquí a hacer la carrera. Pero ahora soy una maldita adicta.

Vamos, como que al menos hay dos estilos o dos niveles de lenguaje. Uno cursi hasta el sonrojo y otro tabernario o presuntamente veinteañero. Y no mezclan nada bien.

Un último párrafo:

Todas las mujeres con las que se cruzaba hoy se convertían en su madre. Deseó estar siempre constipado,  para que lo cuidaran. Ana, acaso no sin razón, solía decirle que los hombres eran más quejicas que las mujeres; que su umbral del dolor, su capacidad de resistencia eran mucho más bajos; que se lamentaban enseguida y buscaban en la mujer más cercana a una madre que los cuidase.

Jamás había leído ni oído nada semejante. Me he quedado perplejo y he apuntado el comentario como "sabiduría popular". A veces, hacen falta segundas lecturas para reparar en que lo que se ha escrito fácil significa que se ha escrito mal.

Ahora con b)No hay ninguna ley que prohíba insertar en la novela todos los títulos de libros que uno ha leído y toda la música que uno ha escuchado (normalmente, clásica o jazz, que es lo más in o cool. Vamos, que es un must). Pero digo yo que deberían venir a cuento o, por lo menos, que no desentonaran. Pero en esta novela, de una manera similar a Vs., de Sergio Barreto, o en la infame El tren delantero, albergo la desagradable sospecha de que el autor no hace más que presumir. Y ya ven, me disgustan los presumidos, salvo que sean graciosos. 

No es el caso. 


De igual manera, procuraba que el piso fuera convirtiéndose en un lugar menos inhóspito. En esta tarea lo ayudaron su ordenador portátil, los libros que había podido traer consigo y un tablero de corcho que le hacía compañía desde sus tiempos de estudiante y donde fijó, con chinchetas, una cita de Pico della Mirandola, una postal que representaba os rabelos de Oporto, la tarjeta de una exposición de Óscar Domínguez y un folio en el que figuraba su cuadrante horario para ese año lectivo.

Unas semanas más tarde, cuando recibió por correo un libro obsequiado y firmado por Coltán, Ascanio lo entendió perfectamente, ya que muchos de los poemas eran caligramas. Tras recordar a Coltán, mientras el disco de Satie acababa y daba paso a las Escenas infantiles de Schumann, acompañadas, como aquel, por el incesante golpeteo de las teclas (...)


Mientras ella iba y venía entre la barra y el grupo de clientes, Ascanio pensó que era un gran necio. Se había comportado como un verdadero James Stewart, pero habría un Lubitsch -y mucho menos un Capra o un Ford- que le proporcionara una segunda oportunidad.

Me ahorraré la tortura de transcribir  más párrafos, pero sí les apunto que tales referencias aparecen en, al menos, 10 páginas. Pico della Mirandola, Sándor Márai, Schumann, Milorad Pavic, Marguerite Yourcenar, Boris Vian, Marguerite Duras y otros desfilan como una horda de zombis de The Walking Dead: sólo sirven para que el autor (protagonista mediante) se luzca.

Finalmente, c):

Vamos al grano. No puede ser que el protagonista, Carlos Ascanio, se traiga objetos de los sueños y se quede tal cual. O, hablando con precisión, que, tras dormir, algo del sueño aparezca al lado, en la cama, y no le cause mayor preocupación. En mi caso, habría crujir de huesos y rechinar de dientes, y una bajada de tensión como poco. A continuación, buscaría a toda prisa a una mujer para que me cuidara porque, como hombre, soy de natural quejica.

Vale la pena leer el párrafo del hallazgo onírico:

Un reloj de leontina, un camafeo, un cochecito de latón o unos quevedos se materializaban, en ocasiones, junto a su almohada o en la mesilla de luz, tras haber soñado con ellos durante la noche. Así de increíble. Así de simple. 
Le ocurría desde la adolescencia. Siempre en ocasiones en que dormía solo. Nunca cuando compartía lecho con Ana o con alguna de las pocas mujeres que hubo antes que ella. Naturalmente, al principio, con quince o dieciséis años, se hizo muchas preguntas acerca de ello. Dudó de su cordura, de sus sentidos, de la realidad. Pero con el tiempo fue asumiendo el asunto como una leve contrariedad que se daba de cuando en cuando, sin periodicidades ni mayores consecuencias.


Una "leve" contrariedad. Debe de ser lo de leve lo que me exaspera. Esto no obsta para que un poco antes se nos hubiera dicho que "no creía en la magia" y que "años de lectura (...) le habían confirmado en un ateísmo materialista que no dejaba de ser una fe como cualquier otra". El caso es que el hombre recibe regalos de los Reyes Magos del Sueño de vez en cuando: lo normal. Tranquilos, chicos, que lo bueno, lo incongruente, lo inverosímil no radica ahí.

Radica en que otra noche oye el tableteo de una máquina de escribir en el apartamento de al lado. Tras indagar un poquito, un par de días más tarde un vecino le sugiere que se ahorre el trabajo de fisgonear, que allí no vive nadie. También averigua que la única persona que tecleaba en una máquina de escribir en ese edificio (ya se habían pasado todos al portátil, según parece) era la anterior inquilina de su apartamento.

¡Tachán! Supermisterio. Ese sí, y no el de traerse una rosa de un sueño, no. ¿No se da cuenta el autor que es psicológicamente incongruente, narrativamente inverosímil? Habrá que esperar al final para que el autor pergeñe una solución.


Y esto solo en la primera parte.

En la segunda, nos encontramos con el mismo panorama, para qué cambiar. Las mismas expresiones manidas, ciertas descripciones banales, el mismo afán por presumir... Cierto es que se produce un avance en la narración. Se nos da a conocer la vida de Celia Andrade, la difunta, cuya presencia fantasmagórica tanto influye en el personaje, y que se dedicaba a escribir bajo pseudónimo (Ned Blackbird) novelas del Oeste. Y bueno, el narrador en cierto momento considera conveniente apuntar que el protagonista tuvo una erección imaginándose cómo tendría sexo esta mujer. 


En la tercera parte, Carlos Ascanio sigue husmeando en el diario de Celia, quién sabe si esperando nuevas erecciones. La voz del narrador, que al parecer es la de un colega de Carlos, y que lee el diario de éste, se entremezcla con él de tal manera que tenemos acceso a los sentimientos del protagonista, que a su vez nos cuenta las andanzas de Celia y, sobre todo, una relación amante-epistolar con un hombre, lo que nos interesa lo justo.

Esto del diario del diario debe de ser lo que unos llaman matrioshkas. En este punto, uno llega a la conclusión de que, más allá de la irritación que produce un estilo tan poco trabajado, de las escenas ya vistas alguna vez y del presumir de la cultura, hay un problema con el tono. El autor no ha sabido encontrarlo. Al igual que un orador carraspea antes de hablar y aún así es posible que le salga un gallo, o como un cantante cuya voz no le da para los agudos y se queda en los graves, así Ravelo narra en una frecuencia distorsionada. Dicho de otro manera, la narración suena artificial, suena inadecuada.

En fin, para abreviar, que la reseña ha quedado larguísima: la novela sigue y en la cuarta parte se desencadenan crisis, pasan algunas cosas que deben parecernos terribles a la par que ingeniosas. O meta-ingeniosas. Al final, nada es lo que parece y todo se entiende, hasta lo que parecía más inverosímil, que aun así lo sigue siendo a pesar del terror meta-físico o lo que quiera que sea. Pero ya hace tiempo que el desenlace carece de importancia. Y esto es así porque el autor no ha logrado convencernos. A lo sumo ha intentado, sin éxito, imponernos una historia y ha fracasado.

La otra vida de Ned Blackbird resulta fallida, tanto en el estilo como en la construcción de una trama que apenas se mantiene en pie y finalmente se derrumba sin gloria. Estoy convencido, sin embargo, de que son estas aventuras creativas las que contribuyen al desarrollo de la novela, entendiendo éste, parafraseando a Kundera, como la investigación de la complejidad existencial del ser humano. Sólo por esto, el autor merece cierta consideración. Sin embargo, en mi opinión, el resultado final no llega a la altura de su propósito. Ni de lejos.