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lunes, 4 de marzo de 2019

'La muerte de mi hermano Abel', de Gregor von Rezzori

Sigo pensando en Haruki Murakami, en aquella afirmación suya en De qué hablo cuando hablo de escribir de que escribir una buena novela estaba al alcance de cualquier persona inteligente. Lo digo porque lo que en su momento ya me parecía dudoso ahora me contraría, pero en otro sentido. Murakami venía a trazar una división entre aquellos que escribían (o eran capaces de escribir) una buena novela y aquellos que eran novelistas. Unos llevaban a cabo un capricho o satisfacían un sueño o colmaban su vanidad con una novela y otros como él tenían una carrera literaria, vivían de lo que escribían: los escritores de verdad.

Ahora lo que me planteo, aparte de que esa división de la literatura entre amateurs y profesionales me parece ramplona y extraliteraria, es precisamente la concepción de la novela que Murakami parece tener en mente: planteamiento, nudo y desenlace. O, escrito de otra manera, una historia, una story: una trama con personajes con algún tipo de conclusión. Digamos, un planteamiento convencional, aun después de décadas, siglos, de experimentación literaria. Eso me lleva a pensar que no es ya un escritor interesante; al menos, no en sus reflexiones sobre la literatura. Puede ser, también, que su literatura las contradiga. No sé, hace tiempo que dejé de leer las novelas de Murakami, y salvo algún fugaz destello sináptico proveniente de La caza del carnero salvaje, he olvidado el resto. 

Está bien que el autor tenga un ojo en el lector. Es decir, la novela no puede ser un galimatías de ínfulas simbólicas que destroce la paciencia y tampoco estructurada de un modo tan laberíntico que exaspere el mejor ánimo. Ya lo decía, por citar a un autor no demasiado fácil, Foster Wallace. Lo que tampoco me satisface a estas alturas otoñales es la concepción de Murakami y de tantos otros aspirantes a carrera artística, diletantes una y otra vez: una novela con argumento basado (exagerando) en las unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción. Aunque sea solo de acción. Pueden estar bien para pasar el rato, no digo que no, y pueden estar escritas de modo impecable e ingenioso, sin duda, pero ya no las deseo, no satisfacen el prurito de plenitud, quizá de trascendencia, que busco, y que es la razón por la que rastreo el arte, en general, y la literatura en particular: un conocimiento del mundo y del ser humano que nada más puede proporcionar. Un conocimiento que, aunque apenas se capte, apenas se entrevea, se revele como importante. En esto, alguna forma de frónesis literaria (para seguir recordando a Aristóteles) sería lo adecuado. Por ello, blandir la impotencia de la palabra como un trofeo de pádel y poner fotos y dibujitos a diestro y siniestro tampoco parece una revelación taumatúrgica. 

Llevándonos el asunto a nuestro territorio en la actualidad, salvo excepciones, la falta de imaginación se revela como un lastre indesenganchable, como un cable de goma atado a la cintura, un peso muerto que hace que, perdónenme la imagen, el tránsito de nuestra novelística sea semejante al de una tortuga vieja, sepultada por ella misma. ¿Problema del talento de nuestros autores, de nuestras escritoras? ¿Problema del público, por lo general poco exigente? ¿Exigencias de la industria editorial? ¿Problemas de un mercado pequeño?  Preguntas viejas que se responden solo con talento y valentía.





La novela que hoy nos ocupa es un ejemplo de la dificultad casi insuperable (más que la de leer una de tantas novelas espantosas) de escribir una reseña a su altura. Es de esos casos en los que los comentarios del reseñador solo mostrarán su insuficiencia, sus limitaciones y quizá también su falta de entendimiento. ¿Cómo condensar en un folio, en dos saltos de pantalla, las dimensiones artísticas de una novela sobresaliente?

La muerte de mi hermano Abel no va de lo que lean en la contraportada o en cualquier resumen apresurado. Al menos, no solo. Va de muchas cosas, sí: de una novela inacabada, quizá inacabable, de la reflexión sobre la escritura y la literatura, sobre el amor o su imposibilidad, sobre la pulsión sexual, sobre la mediocridad moral de la pequeña burguesía (y de la alta), de Centroeuropa, del nazismo, de la anexión de Austria por la Alemania hitleriana, de la nostalgia de una niñez perdida, sobre la madurez, sobre la pérdida de identidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. También, de la amistad, de París, de Berlín, del nomadismo, del cine, de...

Es imposible, por tanto, esquematizar la novela "en tres frases", como el mismo protagonista le demuestra a un representante editorial. Hay demasiadas cosas, demasiados temas, demasiados rizomas en una novela que se extiende como "una metástasis". Sus 804 páginas dan para mucho, y cualquier intento reduccionista se ve abocado a un merecido fracaso.

Podría ser más lúcido escribir que esta novela es una "experiencia", si dicha palabra, y el concepto en general, no hubiera sido tan manoseado, utilizado y depreciado por todos esos departamentos de marketing tan insidiosos y tan sobrevalorados. Entonces, mejor, propongo que utilicemos el de acompañamiento. El autor nos permite estar con Aristides Subicz (un nombre como cualquier otro y que, en realidad, ni falta nos hace) en su caminar hacia delante y hacia atrás, incluso hacia arriba y hacia abajo durante la rememoración de su existencia de casi cincuentón: niño mimado, hijo de puta (o querida, o acompañante, o scort, como se diría hoy), niño acogido, adolescente vienés, militar rumano, soldado del III Reich (aunque sin ejercer), testigo de los juicios de Nüremberg, amante, esposo, padre, putero, amante despechado, guionista de cine, escritor sin novela, dandy, amigo, solitario... Una novela que se expande y se contrae como una marea tranquila, con ocasionales rebozos, con olas encrespadas y corrientes enérgicas. ¿Es acaso entusiasmo lo que me suscita esta novela?

Por otro lado, la voz del autor recuerda, y no es demérito, por un lado, al del mejor Stefan Zweig de El mundo de ayer, pero, también, con el Henry Miller más procaz e ingenioso de Trópico de Cáncer. Decir que es una síntesis modernizada no sería hacerle un favor: Rezzori es eso y es él mismo: aguda conciencia de la fractura de una época, de un mundo, cuya cesura la sitúa en un soleado y helado día de 1938, e implacable despellejamiento de él mismo y de sus círculos de amigos y conocidos. Después de leer la novela, creo que sería capaz de reconocer la voz de Rezzori en cualquier texto (mejor dicho, la versión de Rezzori proporcionada por el traductor, José Aníbal Campos, cuyo trabajo no puede sino haber sido mastodóntico, dada la complejidad argumental y estructural de la novela, así como la variedad y alternancia de los registros idiomáticos y lingüísticos que se despliegan por toda ella: un aplauso). 

Es, sin duda, un autor moderno, con la capacidad descriptiva de un naturalista del siglo XIX y la conciencia literaria de un autor del siglo XX, que domina tanto la descripción de ambientes, cosas y personas como la narración en primera persona, voz que se vuelve la nuestra, aunque no tengamos por qué identificarnos en todo con ella, ni mucho menos. Una novela formidable, verbalmente exuberante, que se decanta en metáforas y comparaciones brillantes dentro de párrafos y escenas excelsos:


El 12 de marzo de 1938, como se sabe, fue un día de un frío excepcional. La más hermosa y prometedora primavera quedó cercenada por un frío polar que se precipitó sobre ella como la hoja de una guillotina. El cielo, sin embargo, se mantuvo límpido y azul, sin un hálito de brisa. También el sol preservó su sonrisa, como la preserva también un cuerpo decapitado. Y como ya se había iniciado la reabsorción de jugos primaverales, y como las savias de los capullos y los brotes (y quizá también la de los corazones llenos de esperanza) quedaron congelados de repente con un centelleo, el mundo pareció de pronto cubierto por una campana de cristal: extremadamente delicado, de una belleza frágil, como recubierto de una fina capa de laca. Pero el fermento primaveral, naturalmente, se había congelado. Y con él, toda la atmósfera de la primera mitad de mi vida. (Pág. 206)


A decir verdad, en el tío Helmuth se encarna el espíritu de una crítica social acrítica -como la llamaba John-, y en ello es un nazi potencial: porque en la crítica, dice John, reside la fuerza esencial del llamado Movimiento; en ella los nazis tienen siempre la razón. Sin embargo, al igual que la crítica de los nacionalsocialistas, la del tío Helmuth es demasiado general, demasiado global, por lo cual, en definitiva, no es maniobrable, como un barco sobrecargado de mercancías. Su crítica no surge del análisis sobrio, sino del resentimiento: el de una insatisfacción vital generalizada que se nutre de ofensas y humillaciones en gran parte imaginadas, por lo que no tiene un objetivo sólido ni un objeto palpable. El tío Helmuth reacciona con un reflejo involuntario a todos los estímulos imaginables que él percibe como rasgos de una fuerza enemiga que se le opone. Puede ser, igualmente, una dama con una piel de marta cibelina, un vagabundo que silba demasiado alto, algún anuncio publicitario tonto en un cartel, un besamanos, una forma específica de ponerse el sombrero; en particular, puede ser todo aquello que sirva de testimonio de una forma de existencia que a él le parezca más libre o desenfadada, más alegre que la suya y que, por lo tanto, la cuestiona. (Pág. 239)

El arte. Cada vez que oigo esa palabra veo a Gaia delante de mí: Gaia con un sombrero de flores. Cuando alguna conversación se dispara en barrena hacia esas cumbres de la cultura, veo ante mí a Gaia con ese sombrero: una enorme muñeca de chocolate con una tarta en la cabeza parecida a una rosa de Pascua. Gaia, la poderosa, la del cuerpo magnífico: uno ochenta y dos de luminosa estatura, setenta y ocho kilos de peso vivo, ciento cuarenta y cuatro libras de carne mulata, carne de color caoba, de aroma de vainilla, de brillo dorado de cereal en sus redondeadas cúpulas, piel que se oscurece con un tono violeta y marrón en las zonas sombreadas, carne encorsetada, cubierta de encajes, cintas, lazos, como una gigantesca muñeca de sofá; sus manos regordetas alzadas con sus deditos graciosamente plegados como si sostuvieran una pequeña batuta invisible que guiara sus cadenciosas y sagaces frases, tan divertidas y encantadoras, asombrosamente competentes y seguras... Y todo en dimensiones desproporcionadas, gigantescas: Gaia, la cariátide de chocolate sosteniendo sobre su cabeza la deshilachada, polvorienta y remendada magnificencia de flores de la cultura más refinada. (Pág. 599)


Era un ejemplar típico de florista vienesa: regordeta y envuelta (no solo a causa del frío) en incontables capas de enaguas, faldas, chalecos, chaquetas, abrigos y chales, con bufandas cruzadas sobre el pecho y la espalda, de color rojo o azuloso, como un bulbo de tulipán, y unos dedos que brotaban de los calentadores tejidos de las muñecas como los extremos de una raíz. 
Había dejado su cesta de ramilletes de prímulas, violetas y narcisos en un rincón en el que fungían como tentación para cualquier pata de perro alzada, y corría -o mejor dicho: rodaba- alrededor de la plaza vacía en un ebrio zigzaguear. Sólo las ninfas de la fuente de Raphael Donner, tan bellas e inmóviles en su gracia estilizada y esbelta, la contemplaban; rodaba y volvía a rodar, al tiempo que lanzaba hacia arriba los muñones de sus mangas, con las puntas de las raíces, como queriendo levantar el vuelo, y graznaba entre jadeos: «Heil! Siegheil! Siegheil..!»; y aunque las floristas vienesas suelen tener una voz que daría envidia a los muleros de Anatolia, la suya era lamentable, parecía ahogarse en el eco de aquel gran vacío como la queja de una libre que se ahoga en un barril de agua de lluvia. 
Y fue entonces cuando comprendí que algo extraordinario había ocurrido: un cambio de época. (Pág. 666)


Rezzori critica tanto la entrega sin reservas a Adolf Hitler y a su régimen del pueblo vienés (Anschluss), compuesto mayoritariamente por esa pequeña burguesía pacata, moralista y mezquina, como la mediocridad de la Europa americanizada tras la guerra. Esa gente que come en un puesto en la autopista ya en los años 60 ejemplifica para él la anonimización, la estandarización, la vulgaridad que se manifiesta también en los bloques de pisos, en los medios de comunicación, en las películas y en la literatura en general. Podemos asimilar la novela, entre otras posibilidades, como un zarandeo contra esa mentalidad de clase media adocenada en un país como España, que, aunque secundario a todos los efectos, pertenece al primer mundo. Sin embargo, no es Rezzori un ejemplo más de ese aristocratismo sobrevenido de ciertas estrellas de la cultura, como Vargas Llosa, encantado de conocerse, envuelto en una capa de elitismo neoliberal, amable con los pares y cruel con los demás.

Podríamos objetar, no obstante, que la reflexión crítica de Rezzori se refiere a una Europa complaciente consigo misma, paternalista, frente a la cual se alzó brevemente parte de la juventud en el 68, aun no conmocionada por las crisis de mediados de los 70, el cambio de paradigma del Estado del Bienestar por el neoliberalismo rampante, la caída del bloque comunista en Europa, etc. Asimismo, esa clase media, esa pequeña burguesía que execra está hoy ya muerta o, en todo caso, vive sus últimos días de pensionista. La potencia de sus valores ha menguado, en trance de desaparición. Hoy estamos inmersos en un marco económico y político distinto, dentro de un paradigma cultural que poco tiene que ver con el de aquellos años. Es posible, por tanto, que la mirada de Rezzori, sin duda eurocéntrica, sea en la actualidad más iluminadora respecto de los hitos que marcan cambios de época, más profunda e incisiva sobre el resentimiento de las clases medias en proceso de proletarización y empobrecimiento que constituyen el suelo nutricio del que crecen movimientos de ultraderecha. Procesos auspiciados por los habitantes de ese "Reino del Medio", ese mundo dentro del mundo: los superricos y multimillonarios a cuyo servicio consideran que debe estar el resto del planeta.

En fin, ya extraerán sus propias conclusiones al término de esta novela magnífica.











lunes, 4 de junio de 2018

'Tala', de Thomas Bernhard

Como ya escribí en su momento, mi intención es la de dejar al menos un año entre reseñas dedicadas a la obra de un mismo autor, aunque mi intención apuntaba a las reseñas de autores vivos, especialmente los locales. No obstante, y dada la superlativa cantidad de títulos que se publican, no hubo ocasión, aunque lo hubiese querido, para repetir ni siquiera con los muertos. Pero he aquí que, azuzado por críticas que leía por estos mundos de Internet y por el extraordinario recuerdo de El malogrado (que se engrandece con el tiempo), he considerado que quién mejor que Thomas Bernhard para ser el primer autor con el que repita análisis, reflexión o impresión superficial de lector.

En todo caso, y para mal de aquellas/os que quieran ir directamente al asunto y no demorarse con prolegómenos, hay también motivos para elegir a Bernhard aparte del azar y de la oportunidad. El escritor austríaco debería ser un ejemplo, al igual que lo son todos los grandes escritores, por la fuerza de su estilo propio, por la huella cognitiva que genera y por la impresión estética que produce a todo aquel que se acerca a la lectura de sus obras.

Es bueno leer a las/os grandes: por citar algunas/os, aparte de Bernhard: Woolf, Yourcenar, Proust, Foster Wallace, y cada cual que aporte sus favoritas/os. Leer su obra debería, aunque me temo que no es tan automático, descentrar a las/os autoras/es en ciernes, a los aspirantes a afilar su talento y ayudarles a escribir algo más que sean sus naderías de adolescente o de veinteañero/a o sus ilusiones de plasmar líricamente la idea que tengan de lo excelso. Es un defecto recurrente, ya lo he señalado muchas veces, la manía que tienen muchas/os en convencernos, a través de sus personajes (normalmente el narrador o narradora) de la gran cultura que poseen o de las numerosas experiencias que han atesorado. Como me dijo un amigo con sabiduría una vez: "Hay que escribir lo que nos gustaría leer, no lo que nos gustaría escribir". Porque si se elige lo segundo, tenemos toda ese conjunto de superfluosidades y cantos al yo que nada añaden al acervo literario y solo sirven para engrandecer una vanidad ya hipertrofiada, jaleada además por amigos y familiares.





Por qué es bueno leer a Bernhard, especialmente, por qué leer Tala: porque no deja, usando la frase hecha, títere con cabeza. Esa crítica a la sociedad austriaca, a la vienesa en particular, al mundillo literario y artístico; todo lo que está al alcance de su visión es objeto de su crítica furibunda, presa de una observación meticulosa y ácida, incluido, claro está, él mismo. Y la universalidad de la literatura del Bernhard consiste en que podemos aplicar esa crítica, esa rabia, por qué no, ese odio, a nuestra ciudad favorita, al mundillo literario y artístico local que escojamos, a la humanidad en general. Difícilmente nos equivocaremos, raro será que no encontremos homólogos cercanos.


Realmente yo había visto una vez, hacía muchos años, en el Burgtheater, al esperado actor, en una de esas asquerosas farsas de sociedad inglesas en las que la tontería sólo es tolerable porque es inglesa y no alemana o austriaca, y que en el Burgtheater, en el último cuarto de siglo, se representan una y otra vez con espantosa regularidad, porque el Burgtheater, en este último cuarto de siglo, se ha especializado sobre todo en la tontería inglesa y el público vienés del Burgtheater se ha acostumbrado a esa especialización, y realmente a él lo recuerdo como actor del Burgtheater, como un actor, por lo tanto, lo que se llama un favorito del público vienés y pisaverde del Burgtheater, que tiene una villa en Grinzing o en Hietzing y hace el bufón en el Burgtheater para esa tontería teatral austriaca que, desde hace ya un cuarto de siglo, tiene en el Burgtheater su asiento, como uno de esos berreadores sin espíritu que, en el último cuarto de siglo, con la colaboración de todos los directores por él contratados, han hecho del llamado Burg una institución teatral de aniquilación de autores y del vocerío de una falta total de cerebro. El Burgtheater ha entrado artísticamente en bancarrota desde hace ya tanto tiempo, pensaba en mi sillón de orejas, que ya no puede determinarse cuándo se produjo esa bancarrota, y los actores que actúan en el Burgtheater son bancarrotistas que todas las tardes actúan en el Burgtheater (...). (págs. 13-14)

Y sí, salta a la vista que tiene estilo propio: frases largas, aposiciones, repeticiones de palabras, expresiones e ideas. Estilo que, a falta de un estudio pormenorizado de la obra del autor, no ha surgido de golpe, por pura genialidad o como el resultado de la mera improvisación. Siempre hay una materia prima, una forma de escribir originaria, una forma de ser en el mundo, pero se adivina un trabajo sistemático, una voluntad de estilo que, cuando se logra, se puede aspirar a ser un Bernhard, o una Woolf, o un Foster Wallace, o una Yourcenar, o un Borges o, venga, un Pérez Galdós, pero no ... (añadan cualquier autor/a local) por muchos seguidores de Facebook de que disponga.

Tala consiste en el cúmulo de reflexiones suscitadas en el protagonista-narrador a raíz de la muerte de una antigua amiga y de su asistencia a una cena artística, mientras está sentado "en un sillón de orejas", observando a los demás comensales y a los anfitriones. Las reflexiones se suceden con cadencia hipnótica, con las mencionadas repeticiones, con periódicos sobresaltos suscitados en el lector por los comentarios vitriólicos del narrador, y por la ausencia de puntos y aparte, entre otros detalles: un torrente de la conciencia bien ordenado, calculado, milimetrado, y algunos adjetivos más que dejo a su elección cuando lean la novela, que arrastran al lector al interior de la propia conciencia, que no siempre es el mejor lugar donde habitar.


 Al fin y al cabo, todas esas personas fueron realmente un día artistas o, por lo menos, talentos artísticos, pensaba ahora en mi sillón de orejas, y ahora todos no son más que una chusma artística, que precisamente no tienen en común con el arte y con lo artístico más que la cena del matrimonio Auersberger. Todas esas gentes que un día fueron realmente artistas o, por lo menos, artísticas, no son ahora más que las máscaras y las cáscaras de lo que un día fueron; sólo tengo que mirarlas, sólo tengo que entrar en contacto con sus creaciones para sentir lo mismo que siento ahora en relación con este banquete, con esta insulsa cena artística. Qué ha sido de todas estas gentes en estos treinta años, pensaba, qué han hecho todos estos seres de mí mismos en estos treinta años. Y qué he hecho yo de mí mismo en estos treinta años, pensaba. En cualquier caso, es deprimente ver lo que estas gentes han hecho de sí mismas en estos treinta años, qué he hecho yo de mí, de todas esas condiciones y circunstancias en otro tiempo felices, todas esas gentes han hecho condiciones deprimentes y circunstancias deprimentes, pensaba en mi sillón de orejas, lo han convertido todo en algo totalmente deprimente, toda su felicidad en nada más que depresión, lo mismo que yo he convertido mi felicidad nada más que en depresión. Porque indudablemente todas esas personas fueron un día, es decir, en aquella época, hace treinta, incluso sólo veinte años, seres felices, fueron felices, y ahora no son más que seres deprimentes, deprimentes como yo, en fin de cuentas, no soy más que deprimente y no soy feliz, pensaba en mi sillón de orejas (...). (págs. 66-67)

Indudablemente, Bernhard plasma (crea) los pensamientos de su personaje sin misericordia, un personaje que observa y critica devastadoramente. Pero es una devastación creativa (perdónenme este préstamo que remeda el vocabulario schumpeteriano-capitalista), de la cual emerge para el/la lector/a una visión más aguda de sí mismo/a y de su entorno, de sus miserias y servidumbres. Es, a su curiosa forma, una novela moral. El arte del escritor es, a la manera de Proust o de Foster Wallace, meticuloso (recojo estos paralelismos gracias a un comentario de Iván Cabrera, en su comentario a Extinción), obsesivamente atento a los matices del pensamiento y de la observación que, como ya he señalado, no lo aplica solo a los demás, sino, quizá más que a nadie, a sí mismo.

En fin, como la obra de todos las/los grandes, Bernhard no se limita a una contar una historia. Esta en realidad, es lo de menos: las reflexiones de un personaje a raíz del suicidio de una artista fracasada abandonada por su marido. Lo importante es la indagación y la descripción de nuestra miserable humanidad, del arribismo y de la vulgaridad, de la grosería y de la doblez. Es el dedo en la llaga, el alcohol en la herida; es la destrucción literaria del buenrollismo artístico, la radiografía radioactiva de la sociedad. Entre otras cosas, para esto sirve la literatura.

A ver si aprendemos.








martes, 17 de abril de 2018

'Extinción', de David Foster Wallace

Hoy toca confesión. No de que haya vuelto a leer novela negra ni nada parecido, no teman. Demasiadas, y bastante mediocres, he leído ya. Y Vds. también, no mientan. Hasta que no me vengan recomendadas, no volveré a tocar una. Pero, claro, basta que escriba esto y se propague por la Red, para que incumpla, de nuevo, mi solemne (más o menos) última promesa. 

La confesión viene motivada por otro asunto: la pasada semana asistí a una presentación de una novela (ya pueden llevarse las manos a la cabeza y prorrumpir en desagradables quejidos, no se lo tendré en cuenta). Lo cierto es que desde hace tiempo se ha instalado en mí la creencia de que estas presentaciones no son más que una lastimosa pérdida de tiempo (cada vez nos queda menos, recuerden, para que alguien alce nuestra calavera) precisamente porque son presentaciones, y no debates. En estos tiempos, estoy convencido de que la única actitud posible ante la obra de un/a escritor/a, ya sea de ficción o no, es la polémica. En mi escenario ideal, los asistentes deberían haber leído ya el libro y su obligación sería la de importunar y amonestar al autor cuando y en lo que creyeran pertinente. También cabría el elogio, pero solo como nota marginal, como molesta cita a pie de página. Porque, también en mi mundo ideal, nadie acudiría a una reunión intelectual o artística con la mera finalidad de agasajar, que es lo que suele ocurrir en las presentaciones de novelas en el mundo real. La discusión engendra ideas, el elogio solo confirma supersticiones (esto último debo de haberlo leído en alguna parte).

¿Por qué asistí?, podrían preguntarse. La respuesta es sencilla: conozco al autor, al que aprecio, de hacía muchos años e inferí que le sentaría mal que no acudiera (es probable que infiriera demasiado). Aunque no lo parezca, suelo ser bastante empático y sensible ante los sentimientos ajenos. Quizá debería perfeccionar el arte de la excusa mendaz, pero tiendo a ser sincero en todo lo que hago, y mentir me cuesta trabajo. Así que ahí estaba yo, la otra tarde, viendo al recién estrenado novelista alcanzar la gloria, rodeado de aficionados a las presentaciones de novelas y también de algunas celebrities literarias locales que tuvieron a bien celebrar la entrada en sociedad de su discípulo. Hubo agradecimientos al mentor de turno, cálidos aplausos, esbozos de humor, declaraciones de amor eterno a la lengua española y a los clásicos muertos, etc. Nada nuevo. Tampoco nadie lo esperaba, a decir verdad. 

 La conclusión, en todo caso, es que me reafirmo en mis convicciones: una presentación de una novela es, sobre todas las cosas, una pérdida de tiempo, de tintes lastimosos. Así que aprovecho para darles consejos, ya que se avecina la Feria del Libro: no vayan a presentaciones, no hagan caso a los suplementos literarios, guíense por su intuición aunque se equivoquen, sean sinceros/as consigo mismos/as, adopten un perro/gato y reflexionen acerca de sus convicciones democráticas mientras acarician al animal.




(La portada me parece perfecta, ya que estamos)



Por el contrario, a modo de comparación (quizá demasiado fácil), no es en absoluto una pérdida de tiempo entrar en el mundo (universo es tal vez demasiado ampuloso) literario de David Foster Wallace. Ya había disfrutado de la lectura de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, aunque la naturaleza del trabajo periodístico lo aleja, en gran medida, de las características más específicamente literarias de Extinción, una colección de relatos, que es la obra que nos ocupa en esta ocasión.

Extinción no es sencilla. En particular, su primer relato, Señor Blandito, es un desafío para todas/os aquellas/os que estén acostumbradas/os a construcciones Sujeto+verbo+predicado, punto y seguido, y vuelta a empezar. Además, tanto en este como en los demás, Wallace es minucioso hasta el extremo, de un modo tal que se intuye la elaboración de gigantescos dossiers sobre cada uno de los elementos importantes (o no tanto) de la narración. Quizá esta forma de escribir provenga en parte de su doble formación matemática y filosófica. Puede ser (imagino que habrá por ahí mil exégetas de este autor) que es un modo de evitar no solo el lugar común, la visión corriente, el tópico automático, sino también, en definitiva, su esfuerzo por aportar otra manera de ver las cosas, tal vez, hablando kantianamente, de descubrir la cosa en sí, que ya es mucho decir. Que digerir este estilo resulte difícil, no lo dudo. Que en otras ocasiones nos parezca innecesario, pues también. Que el resultado es abrumador y fascinante a la vez, esa es la conclusión fundamental a la que termino llegando.


Dentro del equipo ∆y, el único posible ascenso de Schmidt era a Director de Investigaciones, un puesto ocupado ahora por el mismo emigrante cetrino, locuaz y obsequioso (con hijos en edad universitaria y una esposa que siempre parecía a punto de aullar) que le había hecho tan difícil la vida profesional a Darlene Lilley en el último año. Y por supuesto, aunque el Equipo ejerciera la debida presión mediante votación sobre Alan Britton para que este echara a Robert Awad y luego, aun en el caso de que (y sería harto improbable) el rotundamente vulgar Terry Schmidt fuera elegido y exitosamente promovido ante el resto del escalafón superior del Equipo ∆y como sustituto de Awad, la posición de Dtor. de Inv. en realidad no comportaba nada más significativo que la supervisión de dieciséis Investigadores de Campo que eran simples piezas como el propio Schmidt, además de llevar a cabo orientaciones desganadas para los nuevos empleados, además, por supuesto, de supervisar la compresión de los datos de los GDO en diversos totales estadísticamente diferenciados, todo lo cual se hacía con software comercialmente disponible y no comportaba nada más significativo que añadir gráficas a cuatro colores y un montón de jerga llena de siglas diseñada para hacer que una investigación que cualquier alumno de secundaria mínimamente competente podría haber dirigido pareciera sofisticada y relevante. (págs. 57-58)


Por lo que a mí respectaba, yo empecé a tener pesadillas sobre la realidad de la vida adulta tal vez ya a los siete años. Ya por entonces sabía que los sueños tenían que ver con la vida y el trabajo de mi padre y con el aspecto que tenía cuando volvía a casa del trabajo al final de la jornada. Siempre llegaba entre las 5.42 y las 5.45 y normalmente yo era el primero en verlo entrar por la puerta delantera. Lo que ocurría seguía una rutina casi coreográfica. Entraba ya girándose a fin de empujar la puerta para cerrarla detrás de sí. Se quitaba el sombrero y el abrigo y colgaba la chaqueta en el armario del vestíbulo. Se aflojaba la corbata enganchándola con dos dedos, le quitaba la goma elástica verde al Dispatch, entraba en la sala de estar, saludaba a mi hermano y se sentaba con el periódico a esperar a que mi madre le trajera un combinado. Las pesadillas siempre empezaban con una panorámica de una serie de hombres sentados frente a escritorios en hileras dentro de un pasillo o una sala enorme y muy luminosa. Los escritorios estaban meticulosamente organizados en hileras y columnas igual que los pupitres de un aula de la escuela R.B. Hayes, pero aquellos escritorios se parecían más a las mesas grandes de metal gris que los profesores tenían al frente de las aulas, y había muchas, muchas más, tal vez cien o más, todas ocupadas por hombres con traje y corbata. Si había ventanas, no recuerdo haberlas visto. Algunos hombres eran mayores que otros, pero aun así eran obviamente adultos: gente que iba en coche, que solicitaba cobertura sanitaria y que bebía combinados mientras leía el periódico antes de la cena. (págs. 129-130)

Si hay una característica, un adjetivo, que se desprenda de estos relatos de extensión dispar (de las 78 páginas de Señor Blandito a las 4 de Encarnaciones de niños quemados) es, tal vez, la deshumanización del individuo, de la que suele ser plenamente consciente, pero, a la vez, no puede evitar. La lucidez no resulta freudianamente curativa, ni mucho menos. En nuestras sociedades, en la que la posmodernidad ya parece un concepto anacrónico, el adjetivo que plantea la filósofa Marina Garcés se muestra con la solidez de la evidencia una vez que lo conocemos: póstuma. La nuestra es una sociedad póstuma. Los personajes de las narraciones de Wallace (narraciones que no son jardines sino selvas de senderos que se bifurcan en mil direcciones) no contemplan un futuro, sino que se limitan a preguntar "¿Hasta cuándo?" Incluso hay personajes póstumos.


El psicoanalista al que vi era buen tío, un tipo mayor corpulento y fofo con un enorme bigote pelirrojo y unos modales agradables y más bien informales. No estoy seguro de acordarme muy bien de cómo era cuando él estaba vivo. Era un tío que sabía escuchar, y parecía interesado y comprensivo de una forma un poco distante. Al principio sospeché que yo no le caía bien o que se sentía incómodo conmigo. Creo que no estaba acostumbrado a pacientes que ya sabían cuál era su verdadero problema. También era un poco pesado con las pastillas. Yo no quería tomar antidepresivos, simplemente no me veía tomando pastillas para ser menos fraude. Le dije que, aunque funcionaran, ¿cómo iba a saber si el responsable era yo o las pastillas? Para entonces  yo ya sabía que era un fraude. Ya sabía cuál era mi problema. Simplemente parecía que no podía dejar de serlo. (págs. 175-176)

El autor, además, es capaz de desplegar estilos diferentes según sea la naturaleza del relato. Una capacidad (algunos dirían camaleónica) de integrar la forma con el contenido, de tal modo que, aun conservando ese aire de familia propio de un estilo singular, con sus digresiones dentro de digresiones y sus notas a pie de página, nos encontramos tanto con un relato de estilo glacial en el que se relatan la vida de un ejecutivo de marketing como con uno de sabor convincentemente etnográfico sobre un niño-oráculo, con el mundo interior de un escolar que fantasea con historias inventadas mientras delante de él comienza a desplegarse una tragedia, o con las pesadillescas visicitudes de un hombre casado frente al síndrome del nido vacío.

Hay, respecto de esta versión al español (traductor: Javier Calvo) algo que me molesta: la acumulación de adjetivos y adverbios delante del nombre, que en inglés es más o menos natural y en español resulta extraña, como, por ejemplo (me lo invento) "la extrañamente ruidosa manera de comer" o "el intrépidamente petulante deseo de ser quién no era". Cosas así. Se admiten sugerencias, pero yo propongo, por ejemplo, transformar el adverbio en adjetivo: "La extraña y ruidosa manera de comer", o cambiar el orden, o transformarlo en una oración de relativo: "Una manera de comer que era extrañamente ruidosa", etc. Mis habilidades de traductor ya están oxidadas, así que las/os lectora/es versados en estos menesteres que den, por favor, un paso al frente.

Hay escritores/as diferentes, en el sentido de que uno es consciente, mientras lee, que nos están haciendo ver las cosas, las personas, el mundo, de otra manera. No es el contar solo una historia de manera más o menos coherente o eficaz. Es aportar un ángulo, o si quieren, unos cuantos matices (busquen las ideas, busquen el estilo) que consiguen que agucemos nuestra visión de las cosas. Es esa ampliación de nuestro horizonte mental tanto hacia afuera como hacia adentro lo que distingue a los escritores que marcan huella. Es decir, es la literatura que molesta y que perturba. Que nos persigue cuando caminamos por pasillos sombríos y también por soleadas avenidas. Cuando nos quedamos boca arriba en el sofá y nos negamos a hacer nada que nos entretenga. Esos raros momentos en que nos permitimos estar y sentirnos solos.  Estoy convencido de que David Foster Wallace es uno de estos autores.

Es quizá por eso, por el encuentro con esta literatura, por lo que uno se indigna ante las desmesuradas pretensiones de tanto fraude literario o intelectual en esta España, en esta Canarias, que nos ha tocado sufrir. Ante tanto conformismo y ante tanta mezquindad. Ante tanta miseria moral.






P.D. También es MUY recomendable, al menos yo la recomendaría a mis amigos, Conversaciones con David Foster Wallace, si quieren saber más de este autor y su discurso literario. Aquí, una reseña.