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jueves, 16 de marzo de 2023

'La ciénaga definitiva', de Giorgio Manganelli

A veces, me quejo un poco (en plan susurro interior) de que no haya tantas novedades de literatura canaria como a mí me gustaría para actualizar el blog de manera más regular. Sin embargo, sé que me engaño: hay demasiados escritores/as a cuya obra ya no quiero acercarme después de un par de reveses. En algún caso, con uno solo ha bastado. Lo mismo digo con respecto a la literatura escrita por mujeres: sin tener yo ninguna obligación de establecer paridad alguna, sí que noto que la relación de mis reseñas está bastante desproporcionada, posiblemente sin relación con lo que se publica. Puntos ciegos, haberlos, haylos.

Aunque puedan no creerme, acometo periódicos ejercicios de reflexividad en que me pregunto por qué unas reseñas se leen más que otras, por qué reseño más obras de escritores que de escritoras, qué géneros son los preferidos del público lector del blog, cuáles son mis prejuicios a la hora de escoger unas obras u otras, cómo de sesgado está mi supuesto olfato intento calibrar cuál es el grado de morbo que experimentan lectoras y lectores cuando acometo críticas negativas de autores/as locales y su nivel de desinterés cuando son de autores allende los mares. En fin, es lo que tiene la ociosidad autoconsciente.

De todos modos, no dejo de pensar, tal vez inducido por la lectura de la novela que reseño hoy, que el panorama literario, por mucho homenaje casanovesco, por mucho Día de las Letras, por mucho premio literario de (más o menos) postín, por mucho ensalzamiento vacuo de cualquier escritor/a nuevo/a, está demasiado quieto, tal vez estancado, una quietud tal vez no de cementerio, pero igual un poco inquietante. Harían falta, tal vez, como suele decir Ricardo Pérez, reuniones, tertulias literarias, jornadas y debates, pero donde se reunieran críticos, escritores/as, público lector, tanto en el espacio público físico como en el de los medios de comunicación, pero con voluntad de trascender a la ciudadanía (al menos, la interesada), de generar algo parecido a un clima. Con su dosis inevitable de insultos, enfados y gestos airados, golpes en la mesa, pero, al fin y al cabo, que se manifestara, en definitiva, la vida (artística, literaria). Igual existe, pero yo no me he enterado.

No sé qué pensarán Vds.




No tengo en rubor en reconocer que a mí estos libros con este lenguaje a veces de regusto arcaico y si no difícil, sí exigente, me ganan desde el principio. Podrá decir misa Juan Marsé con su ya tópica frase de la "prosa sonajero" (que debe de ser la favorita de autores/as y lectoras/es de novela negra y best-sellers de variada temática), pero cuando uno se topa con palabras y frases que parecen creadas ex profeso para la obra percibe de inmediato que está leyendo algo diferente de la prosa habitual, más o menos comercial, y, en el caso de Canarias, muy alejado del estilo urraco de Andrea Abreu o Aida González Rossi, sin ir más lejos (basado en el habla popular, subrayando más la expresividad que la semántica). Por no hablar de la manifiesta falta de voluntad estética de gran parte de nuestra caterva literaria habitual, de lo que ya me he manifestado, con cierta frecuencia. 

Claro está, todos los discursos son posibles; todos los estilos, legítimos. Sin duda, si son eficaces, pero sigo siendo más de hipotaxis que de parataxis, más de Sánchez Ferlosio que de Azorín o, ya puestos a meternos con alguien, que de Nicolás Dorta.

No obstante, no hay que confundir la resonancia de la prosa de Manganelli (al menos, la vertida por el traductor de esta novela, Carlos Gumpert) con el tono a la vez campanudo y empalagoso de, digamos, un reseñador especializado en comentarios cordiales (y lamentablemente prolífico) como Victoriano Santana Sanjurjo (para que se hagan una idea y como ejemplo conspicuo, qué remedio). En la novela La ciénaga definitiva es evidente esa voluntad estilística transmitida tanto por la elección de determinados vocablos como por una prosa retorcida y reiterativa a base de oraciones largas con numerosas aposiciones, que recuerda en algún momento (y Dios me perdone), a Bernhard, pero sin su bilis. Un tono, al fin y al cabo, no solo apropiado, sino que parece el único posible. 

La ciénaga definitiva es una obra narrada en primera persona, el relato de un hombre que, huyendo de sus inquisidores y a lomos de un caballo, se adentra en la ciénaga, un territorio que le ha sido revelado por un anciano en una villa al margen de la ley. Allí morará en una casa misteriosa. Nada más. Sin embargo, nada menos: en 90 páginas, que no pueden leerse de corrido so pena de no apreciar las ironías, perplejidades, paradojas y aporías de la memoria del personaje, uno tiene la impresión fabulosa de sumergirse en un mundo legamoso y lacustre descrito a la perfección (si tal cosa es posible) y, sobre todo, en las variaciones anímicas y en las disquisiciones filosóficas del narrador, transcritas con impío detalle. 


Y después descubro, con tardío estupor, algo distinto: la luz. Puesto que sólo ahora salgo de una noche, apenas desfigurada por resinosas antorchas, he imaginado que esta claridad que envuelve el foso era un alba; pero no tardo en advertir que esta luz, inestable y a la vez inconsueta, una luz pobre pero ecua, no proviene del cielo, sino de una suerte de ciénaga boca abajo que cuelga por encima de esta desmesurada planicie de agua. No son nubes las que se ciernen sobre la ciénaga, sino una calidad para mí desconocida de cielo, si es cielo, una planicie irregular, como irregular es la ciénaga, colgada sobre mi cabeza. El tránsito del tiempo no escande los tiempos; como podré aprender más tarde, hay momentos nocturnos y momentos que llamaré diurnos, pero estos tiempos se alternan de manera discontinua, siguiendo leyes, si es que existen, que ignoro. Ahora veo esto, que el cielo, este cielo que cielo no es, ocupa todo el espacio por encima de mí, quizá se interponga entre la ciénaga y el cielo, un fingido telón de cielo que mantiene a raya un cielo ulterior, si existe. (Pág. 18)


Y lo reafirmo, toda la ciénaga, la ciénaga malsana, y la ciénaga de la condena, de los infiernos líquidos, la ciénaga cementerio y la ciénaga planeta extraño, luna exótica, todo se concluye aquí, en este lugar intrínseco, de una exhausta e imposible dulzura, pero también sin aire, sin sede, sin límite de roca, sólo barro, y en éste sumergirse descenderse, jamás precipitarse, hundirse, dejarse tragar. Pero, me pregunto, ¿qué habrá en el corazón de la ciénaga, habrá allí quizás un lugar central que gobierne el movimiento de las aguas, el deslizarse de las pozas y las metamorfosis de las dunas? ¿Existirá en el corazón íntimo de la ciénaga, bien abajo, donde estén las vísceras de la tierra putrefacta, existirá un corazón que lata, un corazón atroz al que no corresponda rostro alguno, mano alguna, genitales algunos, sino sólo esta sangre gris de agua legamosa? ¿O dará la casualidad de que exista una suerte de mente de la ciénaga -no se asemeja esta maraña a las irrigaciones del cerebro-, una mente retorcida y sentenciosa y punitiva y doliente que continuamente haga este espacio, la ciénaga? ¿Cuánto, me pregunto, cuánto hará falta descender para tocar ese centro en el cual la ciénaga se vuelva comprensible? O acaso ese centro no sea más que una fantasía de nuestras mentes pueriles, oh, sí, el centro existe, cómo podría no existir, pero la ciénaga no es otra cosa que la defensa, la protección, lo que hace inaccesible el centro que gobierna y explica. (Pág. 44)


Pero a fin de cuentas ¿no seré yo, justo yo, el tirano al que yo, precisamente yo, me propongo asesinar como conclusión de una larga vida de odio? ¿No encarnaré yo dos formas de odio, dos formas de desamor, esas por las que soy un tirano en virtud de mi odio genérico, abstracto, didascálico, docto, del veneno del que está hecha mi verde sangre, y, a la vez, como sicario, el odio específico, devoto, de coleccionista apasionado, meticuloso, paciente, especialista? Quizás en cuanto tirano y homicida del tirano pueda salir de las angustias de un monólogo riguroso, filológicamente exigente, y pueda transformar mi discurso, no ya en un coloquio amebeo, sino en una serie de monólogos paralelos; monólogos en los que se podría reconocer la fatigosa pero indudable fraternidad del odio, y por lo tanto también la subrepticia, cautivadora trama del amor. Así pues, ese papel que se me propone, que nerviosamente el apuntador me impone, es éste, que yo sea tirano, variante feroz, arcaica, vistosa del monarca. ¿Y será, pues, este papel el extremo, el conclusivo que me corresponderá en este terreno falaz por no pútrido, en esta recitación de compacidad térrea? (Págs. 72-73)


Uno tiene la impresión de que, como es obvio, el autor no sólo ha usado palabras para contar una historia, o unas memorias, o lo que sea, sino que las ha moldeado y reconstruido para adecuarlas a sus necesidades narrativo-filosóficas. Las combinaciones sujeto+adjetivo son siempre, o dan la apariencia de ser (ahí la técnica del escritor), necesarias y ajustadas, a veces ingeniosas e inesperadas. Hasta las enumeraciones, no escasas, que en otros autores no provocan sino hastío, aquí resultan adecuadas, como un clavo a su agujero. Estamos, como se puede colegir, ante un escritor que no solo tiene oficio, como suele decirse hasta del más basto tuerceteclas, que sabe contar, sino que es también un esteta, indudable poseedor de un sentido artístico al más alto nivel, que se ha enseñoreado de un vocabulario insólito.

Además, la novela, como su lenguaje, es exigente. Se requiere atención total: eliminen los ruidos ambientes, absténganse de comer o sorber o de tener descendencia; y acomódense, busquen un rincon, donde puedan leer sin interrupciones. La novela merece estos preparativos, este homenaje, ante este festín verbal. La sensación tras la lectura será la de haber asistido a algo grande, literariamente suntuoso. Nada tras la cual uno pueda pasar sin más a ver una serie de Netflix o quejarse del recibo de la luz. Da la impresión, como toda lectura excelente, como toda manifestación artística sobresaliente, de que hemos sido testigos y formado parte de algo importante.





miércoles, 8 de marzo de 2023

'Leche condensada', de Aida González Rossi

Un montón de cosas han ocurrido, alineado, conspirado y coaligado para mantenerme lejos de este blog (más de un mes), sin ir más lejos, la mudanza a una nueva vivienda. Como saben, este fenómeno migratorio (en este caso, intraterritorial) comporta un significativo aumento de la morosidad e inesperados picos de estrés. Por otro lado, tanto la preparación del programa de radio de periodicidad semanal como su abrupto cese de emisión no contribuyeron a apaciguar la mente de este que les escribe para una tarea como la lectura crítica de una novela, que, al fin y al cabo, exige concentración.

En otro orden de asuntos, digamos del mundillo, es digna de resaltar la entrevista-masaje que le dedicó el periodista cultural Victoriano Suárez en el Canarias7 al viceconsejero de Cultura del Gobierno de Canarias, Juan Márquez. El titular ponía de relieve que Márquez pensaba reintegrarse al trabajo que tenía antes de su nombramiento político. Como ven, una noticia de dimensiones planetarias que da cuenta de un rigorismo moral que hubiera perturbado al mismo Kant. La entrevista, para quien le pudiera interesar (que cosas más locas ocurren), consistía en que el viceconsejero subrayara que la ciudadanía había sido, es y será el centro de las políticas culturales y que la ley que el parlamento canario había aprobado sin oposición a iniciativa suya era un gran avance, etc.

Estarán conmigo en que una ley aprobada así debe de ser muy laxa, flexible y poco afilada para que grupos de variadas y encontradas ideologías políticas y cosmovisiones se hubiesen puesto de acuerdo en aprobarla. Porque si el triunfo consiste en que el presupuesto en Cultura se "blinda", el truco será determinar el contenido de esas políticas culturales, por no hablar del significado mismo de "cultura" para el próximo partido que se encargue de esa consejería. Se deduce de lo anterior que, para Márquez, y por extensión para Podemos, el significado de cultura no es problemático y que lo que él y su partido entienden (y creen que los demás, también) que es cultura se impone como valioso por sí mismo, sin precisar por qué y en qué medida.

Que digo yo, además, que puestos a blindar presupuestos, podríamos blindar otros que asegurasen el acceso a la vivienda, a reducir las listas de espera en Sanidad o a una educación de calidad para todos, con independencia de la riqueza familiar, o a condiciones dignas de trabajo, etc. Pero qué sabré yo de cultura o de gestión de los asuntos públicos, que no soy músico, ni político ni, mucho menos, periodista cultural.

En fin, la ignorancia de siempre en odres nuevos (que de modo vertiginoso se han vuelto viejos). 




Ya me gustaría sentir el entusiasmo de la editora Sabina Urraca por sus escritoras protegidas, notar en mí la mirada enfebrecida como la que Nora Navarro dirige a Andrea Abreu, vibrar con el adjetivo "salvaje" cuando pienso en Panza de burro o ser sacudido por las oleadas de placer que algunas/os reseñadoras/os parecen haber experimentado tras leer Leche condensada, de Aida González Rossi. Ya me gustaría.

Sin embargo, nada de eso me ocurre: hemos hablado ya en otras ocasiones de Panza de burro y, por desgracia, en alguna más de Nora Navarro. De ellas no hablaremos hoy, sino de la mentada Leche condensada y el fracaso en la literatura moderna (es decir, de hace ya unos siglos) que es la repetición por la repetición, cuando uno de los valores supremos sigue siendo el de la originalidad. Otro asunto es el de la fórmula, pero cuya dimensión es, por encima de todo, el beneficio empresarial, el éxito de ventas, como los best-sellers

¿Y qué repite Leche condensada?: el concepto utilizado con cierto éxito por Andrea Abreu (y Sabina Urraca) consistente en utilizar conscientemente un lenguaje infantil-costumbrista, es decir, la variante dialectal canaria en su uso popular/coloquial. Entendamos, claro, que no pretende ser una transcripción fiel o fidedigna de cómo los hablantes canarios hablan en realidad, sino que construye un lenguaje con características propias literarias. Sin embargo, lo que en la obra de Abreu sorprende y constituye un vehículo apropiado para la narración en primera persona de las escenas de la protagonista (por momentos, conmovedoras), en la de González Rossi el lenguaje empleado en la narración en tercera persona muy pegada a la protagonista (estilo indirecto libre), en otras ocasiones en segunda persona, salpicado de flujo de conciencia aquí y allá, resulta cargante y acaba provocando una sensación crecientemente desagradable que podemos denominar sin temor como tedio.

Además, me atrevo a decir que en Leche condensada se nota más la carga poética de su autora (que en el caso de Abreu), que se empeña en ametrallarnos a metáforas como si tuviera algo que demostrar, algunas de las cuales, concedamos, son certeras, pero cuya sucesión despiadada (por ejemplo, alrededor de cinco páginas, de la 52 a la 56) nos induce a buscar la escalera de incendios más próxima. Ese lenguaje demasiado saturado, tal vez demasiado autotélico, se emplea para narrar el mundo interior de la protagonista, Aída, y de sus traumatizantes vivencias, que parecen no tener fin, entremezcladas con alusiones al videojuego Pokémon, algo que se ha subrayado como un alarde de originalidad y descaro, vayan Vds. a saber por qué.


Si algo ha aprendido Aída estas semanas, es su poder: cerrar los ojos y no existir, cerrar los ojos e imaginarse un programa de monólogos de Paramount Comedy en el que es ella quien habla, ella quien cuenta cualquier cosa que se le ocurra, ruidos, chispas llenándole la cabeza y saliéndole, las patas largas y brillantes y latiendo, por la boca. Historias, burrada tras burrada, ella aplaudida por un montón de público que no se para a mirarle unos agujeros que en ese caso le darían exactamente igual. Aída, sí, sí, Aída, la mejor, Aída, la que sabe cuánto falta para llegar a La Cruz de Tea solo viendo qué riscos hay para arriba, Aída, la salvajita, un día se atreverá a tocar la uña podrida de la abuela, un día a hacer parkour en el skatepark aunque haya una barbaridad de gente y hasta adolescentes bebiendo y dándose besos de tornillo, aunque se caiga y se enjedionde y eso la haga estar feliz, completa, aunque no lo entienda nadie y se crean que ella también está mala y la lleven otra vez al ambulatorio, aunque se haya encontrado unos boquetes que la hacen sentir que ya no solo cambia todo: también su cuerpo. Su poder es cerrar los ojos y, existiendo tanto dentro, no existir. 
Hasta que el labio se le rompe contra una piedra y lo siente hinchado y caliente y salado y los gemelos se asustan. 
Hasta que se recuperan, después de charlar unos minutos, y le llenan los pelos de tierra y le pica la cabeza.

Hasta que le escupen en los ojos. 
Hasta que la llaman bombona de butano, camping gas, Snorlax y la más fea del cumpleaños, ¿por qué nadie más se estaba riendo de ti, gorda? (Págs 20-21)

No son iguales. 
Aída es el huevo del arroz a la cubana: una sorpresa entre todo lo conocido, la saliva saliendo a chorros porque hay una textura nueva, tocarla es necesario y urgente, es como revolcarse en el cuadrado de sol de la huerta que siempre está a punto de arder. 
Moco es el plátano frito: manchándolo todo, volviéndolo todo pegajoso, dejando en todo la marca de su cuerpo que suda, se baba, estornuda, una vez se rompió un hueso y, cuando la gente de alrededor pensó que iba a empezar a hiperventilar, se tocó lo que salía. Y dijo parece un diente. Mordiéndome para escaparse. 
Aída es una mata de hinojo. 
Moco es un árbol que, cuanto más crece, más taponazos dan sus ramas en una ventana. 
Aída es un perro precioso. 
Moco es un gato preciosísimo. 
Aída es la gota de pis, se partió tanto el culo que sintió que se derretía, se le fue tanto la pinza que acabó botada en el suelo y no pudo parar, y se mordió los dedos y los labios y la lengua y aun así no hubo forma, gritó como un cochino y tuvo que irse corriendo y se bajó las bragas y vio ese lago absorbido por la tela y susurró ay mi madre y en el fondo, donde solo verse y tocarse ella, encontró una gota de satisfacción: fue tanto que me cambió. 
Moco es la caspa de la herida, se la arranca y se la traga cuando se queda solo, el mando de la play vibrándole en los dedos y él escarbándose y sacando una escama y ablandándola con la lengua. (Págs. 30-31)

Es ahora, la vida, la magia-jedionda-mágica. Es el lol, juas, jajaja, jaja, lolol, es fingir que se desmayan y botarse de espaldas sobre la arena del merendero del Médano y sentirse, ahí con los ojos todos engurruñados por el sol, como si estuvieran delante del ordenador: el merendero es un sitio, pero no es un sitio. Y nunca hay nadie. Piso de mochilas y chaquetas y desperdiguera de paquetes de papas vacíos y ciscos de esas mismas papas y gotas de flax rojos y azules y uñas mordidas y las pelusas que traen siempre dentro de los calcetines y hojas de libretas sujetas con piedras para que no vuelen y botellas que, sin líquido dentro, lo comprueban cada vez que se terminan una, no tintinean igual. Sol jartándoles los antebrazos de pecas y no están en ningún lugar, los ojos cerrados, el chorro de ron que Marta reparte dando vueltas sobre sí misma en medio del círculo formado por las bocas abiertas de las otras tres haciéndolas regañarse, en el merendero se sienten como cuando enciendes el ordenador y empiezas a escribirte burradas con alguien y ya no estás, de repente, donde se supone que estás, tú ya no eres tú, tú eres una tú que teclea lol y juas y no siente picores. Ansiedad. Es Chaxi gritando lol, jajaja, juas y Aída explicándoles su teoría y las amigas, serias durante un segundo que parece durar toda la tarde, asintiendo. (Págs. 59-60)

 

Sábado, 16.05: Saliendo de casa de la abuela para ir a casa de Yaiza, Aída se encuentra con la tía que vuelve a buscar a Moco. Le dice oh, ¿tú comiste al final aquí con tu primo, no te vino tu madre a recoger cuando acabamos de comprar las cosas para mañana o qué? Sí, es que quedé con una amiga. Y no me daba tiempo de bajar al Médano y subir. E íbamos a jugar a la game boy hasta que fuera la hora.
Sábado, 16.13: Toca los picos de las pencas como cuando era pequeña.

Sábado, 21.25: Yaiza y Aída se pasan las oreos masticadas de una boca a otra en la parada de la guagua. Están tan borrachas que quieren fundirse. Se clavan las uñas en los antebrazos. Se chupan mechones de pelo. Se estiran la ropa hasta casi romperla. Hoy descubren que solo solas, antes de que las otras lleguen y cuando las otras se van, pueden hacer estas cosas sin tener que explicar lo que les pasa.

Sábado, 15.30: Te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te quiero.

Sábado, 21.30: Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te odio. (Pág. 77)


La consecuencia del aburrimiento, claro está, es que terminan por importarnos un pito los problemas y sufrimientos de los personajes, por no decir su mera existencia y las relaciones entre ellos. No por mucho utilizar canarismos como "jediondo", "jincar", "jalar", "jocico", "fisco" o coloquialismos como "partirse el culo" se logra que el discurso resulte más auténtico o sincero, ni impele a sentir algún tipo de empatía étnica, en el caso del público canario. Como ya he escrito en otras ocasiones, en la literatura no importa cuán importante, altruista, o ético sea el mensaje de fondo si la forma de expresarlo no termina de cuajar.

Me parece, en esta línea, que Aida González ha escrito una obra muy sentida, muy personal, sin que esto signifique necesariamente autobiográfica, con mucha energía, muy pegada a lo corporal, sin duda, pero que se ve lastrada tanto, repito, por un estilo atosigante como por una historia que no termina de interesar ni, por tanto, de conmover. Como suelo decir, uno le alaba el esfuerzo a la escritora, pero no el resultado.

Podríamos pensar que algo ha fallado en el taller de Urraca Sabina, o simplemente que su ojo comercial se ha vuelto birollo. Tal vez, lo de Panza de burro fue un churro. Churro exitoso, pero churro, al fin y al cabo, que no podía dejar tras de sí herederas. No obstante, solo falta una tercera escritora que se apunte a este carro para que alguien las califique de generación. ¿Quién se apunta?

Por mi parte, ya advertí en su momento que aquel estilo podía convertirse en un callejón sin salida: Leche condensada es su exacerbación.

Como dijo Robert Frost en su célebre poema:

Two roads diverged in a wood, and I
I took the less travelled by,
and that has made all the difference

Si Urraca y Abreu escogieron bien al internarse por el sendero menos transitado, ahora no sucede lo mismo con Aida González Rossi, porque ese sendero ya ha sido pisoteado hace relativamente poco. Es más, diría que todavía están húmedas las huellas del lenguaje de Abreu, cuyo estilo volvió loquísimo a parte del público peninsular español. Público que creyó descubrir literatura exótica en su propio país: ¿quizá reflejo de conciencia de metrópolis?

Es posible que me equivoque, pero creo que ese cartucho literario-comercial ya está quemado.

En definitiva, si quieren hacerme caso, no pierdan el tiempo con el realismo glandular-costumbrista de esta novela (yo mismo abandoné el intento allá por la página 80) y dense la oportunidad de leer buena literatura en cualquier otra parte. También puedo andar totalmente equivocado: elogiar no requiere explicaciones.
 


P.D. Otras reseñas, a cual más ditirámbica: 1, 2, 3. Una entrevista, entre otras, aquí. En RNE, aquí.
P.D. (2). Aquí, la de García Rojas (leída el 17/3/23).


jueves, 16 de junio de 2022

'Supersaurio', de Meryem El Mehdati

No he podido evitar el oír (y ver) las declaraciones de la concejala del ramo sobre el premio de poesía de Las Palmas de Gran Canaria. No solo, según ella, que el que se lo hubieran concedido a una mujer lo pusiera "en valor", como si en caso de que lo hubiese ganado un hombre lo habría depreciado, sino que, claro, el premio había puesto a la ciudad no en el mapa mundial, sino en esta ocasión "en el panorama de la Cultura". En el panorama

En el primer caso, se entiende lo que quiere decir, aunque lo diga mal, claro, que para eso es una política profesional que cree que tiene bien aprendido el guión. En el segundo, es la típica tontería-cliché-chorrada que suelen proferir nuestros representantes cuando un/a periodista, por razones que se me escapan, se les acerca con un micrófono para recoger declaraciones. Ya saben, ese acto periodístico rutinario con el que ya se sabe que el interlocutor no va a aportar nada significativo, pero o bien rellena papel en el periódico o bien tiempo en el telediario.

Tras estas profundas (y breves) reflexiones, que harán tambalear las convicciones de muchas/os, comencemos con lo que nos ha traído aquí hoy:



Sin saber nada, porque ya saben que yo nunca me entero de nada y que todo me cae casi siempre como por casualidad, me encontré con un ataque a la autora, Meryem El Mehdati, en un hilo de Facebook. Eso sí, bien defendida, por uno de nuestros lectores/oyentes más fieles. Ataque que no tenía que ver con el estilo, la prosa, etc., sino con etnicidades como que la escritora no era "canaria de verdad", que era una "mora" y cosas de ese nivel. Como ya me conocen Vds., lo primero que hice fue pedir la novela a mi (todavía) librería de referencia, solo por joder a esos energúmenos. Y aquí estamos.

Pues bien, y a riesgo de que este blog comience a caer en desgracia, Supersaurio, de Meryem El Mehdati ha sido en lo que llevamos de año una de las sorpresas literarias más interesantes y potentes. No es perfecta, claro, pero incluso sus imperfecciones tienen su gracia, lo que a estas alturas y con lo que ha pasado por aquí tiene su relevancia.

La novela narra las vicisitudes, primero, de una becaria, que es, para mí, la parte más interesante de la novela, que enlaza muy bien con la literatura de la precariedad, como aquella Existiríamos el mar, de Belén Gopegui que tanto ensalcé y tanto recuerdo o, incluso, con la novela obrera, y más cruda, de Desde la línea, de Joseph Ponthus (recordemos, también, La literatura del pobre, de Juan Carlos Rodríguez); y, segundo, su existencia como contratada, sueldo fijo y amorío, etc., que aun manteniendo el nivel no me suscita el mismo entusiasmo. Quizá sea porque la vida de una becaria, último eslabón de la cadena alimenticia de una cadena de supermercados ofrece el interés de ver ese lado oscuro del que no suele hablarse. Quizá, porque la consecución del objetivo del empleo quizá no hace, aunque no lo pretenda, sino justificar su experiencia anterior, en una suerte de demostración de ese meritaje que viene a decir que si lo vales, lo consigues. De lo que se deduce que si no lo consigues eres una mierda. 

Uno de las falacias de la meritocracia, consiste en eso: puede haber muchos/as que valgan pero solo unos/as poco/as lo consiguen por circunstancias, a veces, de lo más singular y ajena a la valía. ¿Significa acaso que aquellos que no lo consiguieron (porque no había sitio para todos/as) no lo merecían? También, que suele contraponerse la persona esforzada a la haragana, no siendo el mundo ni de lejos tan dicotómico. Por no hablar de las diferentes posiciones de partida, etc. Aun así, todavía hay bobos que "creen en la excelencia", como si esta fuera un concepto indiscutido que no hay que problematizar, sino en el que tener fe.

En fin, volviendo a la nuestro, la sucesión de escenas que conforman la novela, titulada cada una de ellas con el mes y el año, consigue ser dramática, emotiva y cómica, no necesariamente de manera simultánea. El uso del lenguaje de la autora es despreocupado, potente, con un desparpajo de quien lleva escribiendo mucho tiempo y lo hace suyo. Narrada en primera persona, el personaje, la propia autora, se revela como un ser singular: una mujer frustrada, resentida y resignada a la vez, que afronta un empleo, más bien una formación como becaria, que, como suele ocurrirle a gran parte de los licenciados/graduados de nuestro país no solo refleja la devaluación de los títulos universitarios y la así llamada sobrecualificación para determinadas actividades laborales, sino el derrumbe del sueño de clase media aspiracional, que consiste en una continuidad lógica entre el esfuerzo académico, el puesto de trabajo bien pagado y la consiguiente propiedad inmobiliaria. En este caso, es la chica para todo de la sección administrativa de la cadena de super/hipermercados, que, como se indica en la novela, está por encima, jerárquicamente, de la parte del servicio de cara al público: cajeras/os, reponedores/as, etc.

Aunque, como digo, está narrada en primera persona, la novelista logra evitar el ensimismamiento banal de tanto/a autor/a local y nacional, ya sea autobiográfico, ya biografía ficcionada, ya lo que sea. No son escasas las ocasiones en las que, con excusa de una narración, se nos endilgan experiencias vitales de lo más anodino y, a la vez, de lo más pretencioso, algo así como una eutrofización de la narración por exceso de solipsismo. Hagan un repaso al blog y no tardarán en encontrar ejemplos. Este es uno de los logros de Supersaurio, que una vida por lo demás bastante corriente se vuelva, si no paradigmática, al menos ejemplificadora de un estado de cosas, de una situación económica y social cuya degradación parecemos advertir casi todos/as.

Hay que señalar, además, que, a diferencia de Andrea Abreu y su Panza de burro, Meryem El Mehdati no construye un dialecto a base de supuesta habla popular y canarismos. Más bien, el suyo es un español más bien estándar, pero actualizado con el habla del mundo juvenil y veinteañero (del que ella forma parte) vinculado estrechamente con las redes sociales en Internet. Mientras Panza de burro mezclaba de modo convincente una especie de costumbrismo redivivo con el fenómeno (largo fenómeno, sin duda) del turismo, El Mehdati combina esa canariedad de la modernidad líquida, cuyo telón de fondo kitsch es la combinación de turismo y supermercados, con sus raíces marroquíes. El resultado, durante la mayor parte de la novela, es sorprendente y estimulante. Alguna vez, cae en algún pensamiento trillado, pero no son numerosos los casos y no empañan esa forma de ver la vida que sin ser insólita, sí resulta singular.


-Pensaba que vuestros nombres siempre tenían algún tipo de significado, así como... Profundo. En la carrera tuve un amigo que se llamaba Badr, un tío cojonudo. Su nombre significaba... 

Vuestros nombres, dice. El muy soplapollas. Sonrío.

-Bueno, una fase lunar, creo, por eso pensaba que tu nombre significaría algo. 

Badr significa luna llena. 

-Ahora me hiciste dudar -miento-. Preguntaré a mis padres esta tarde, quizá esté equivocada yo. 

-Sí, sí, pregúntales. Es que algo tiene que significar, vaya. Pero el sí que bebía, eeeh. 

Amaga darme un codazo amistoso. Durante un segundo deseo ser desollada viva. 

-Bueno, ya sabe -finjo la risa-. No porque mis amigos se tiren por una ventana tengo que ir yo y hacer lo mismo. 

Yo no quería venir a esto. Uno de los conceptos más cargantes del trabajo corporativo es el concepto "afterwork". No tiene sentido, es ridículo. Echas nueve horas o más al día en una oficina y luego sales de allí y te vas a un bar de copas a tomarte algo... con esas mismas personas con las que estuviste trabajando todo el día para "desconectar" del trabajo a pesar de que la mayoría de las conversaciones que se tiene allí es sobre trabajo. (Pág. 20)


Yo creo en el famoso clic. Conoces a alguien, le miras, te mira, todo encaja. Tú dices: "Mundo". Él sonríe y añade: "Na tu ral". Tinder se me hace aburrido. En general, los hombres me parecen aburridos. Los que no me aburren me dan miedo. Jose, 33. "Le diremos a nuestros hijos que nos conocimos en un museo." Pedro, 29. "Crossfit, birras y El club de la lucha." Matías, 31. "Jazz, crossfit y atardeceres." Son todos la misma persona. Hay una parte de mí que comprende que los seres humanos nos imitamos entre nosotros para no parecer unos auténticos psicópatas porque la personalidad se suele castigar, sobre todo si eres una mujer. Buscar el amor es como ir a una entrevista de trabajo, supongo. Ahora todo el mundo busca el amor, me da pena, me da pánico. No eres tú del todo, mientes un pisco, quieres que te elijan, swipe right. Cuando lees "Jazz, crossfit y atardeceres" entiendes que el otro está haciéndote saber que es igual que los demás, no hay algo de ingenio o de inventiva. No pasa nada. Swipe left, pero el siguiente tipo de más de treinta años que está calvo y que le pone cero ganas a lo de sacarse selfies. No tienes problema con los calvos, pero ahora mismo no son tu tipo, tienes veinticinco años. Sigues siendo superficial. El siguiente solo tiene una foto de su torso desnudo. El siguiente se define como "dominante" y busca sumisa. El siguiente no tiene una sola foto en la que no esté rodeado de niños africanos. Borras la app, ya no crees en el amor. Lo peor de Tinder es que hace que me sienta muy vulnerable de una forma que no sé explicar. Lo primero que te suelta un señor si no le respondes a sus mensajes al instante es que para qué coño hicieste match con él para empezar, pedazo de puta. Tampoco eres tan guapa. Está cansado de divas. Esa hostilidad tan gratuita y tan repentina da miedo, hola guapa y que te follen puta guarra son las caras de una moneda que tiras al aire y a ver qué cae. Al menos, el Joker tiene motivos para estar zumbado. (Págs. 38-39)


La jefa de Recursos Humanos, Macarena, llega por fin. Tiene que comunicarnos algo importantísimo. Está muy seria. Hay algo en el gesto de su cara que me hace mucha gracia de repente. Parece que va a vomitar si abre la boca. Lo reconozco porque es la misma expresión que suele quedárseme cuando he de decir algo que no sé cómo verbalizar. Me pellizco un muslo para no reírme. Omar arquea las cejas. Le imito. Pienso en Pacho Herrera, de Narcos. Tengo miedo real a que se me escape una carcajada. "Siento mucho tener que ser yo la que dé la noticia" oigo que dice Macarena. "Sé que muchos de vosotros habéis estado oyendo rumores estos días sobre un ERE. No va a haber ERE, pero sí se va a recortar el número de cajeras." Todo el mundo se calla a la vez. Ya no hay nada que temer. Alguien se ríe en las primeras filas, no sé si de alivio o por qué. Las cajeras pertenecen a otra especie, la especie "Haber estudiado". No le importan a nadie. (Pág. 45)


Además, los diálogos son verosímiles, cortos y dinámicos; los personajes, incluso los que apenas pasan por ahí, son sólidos y creíbles, se perfilan autónomos, con vida propia: singular muestra de humanidad en un entorno que va de Puerto Rico a Las Palmas GC y de Las Palmas GC a Casablanca. La ultramodernidad periférica en una cáscara de nuez.

EN DEFINITIVA: Supersaurio es una novela notable, que muestra una escritora de indudable talento. Algo se mueve en la literatura canaria, así que estemos atentos. Los/as de Blackie Books han estado listos/as.



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA



jueves, 7 de abril de 2022

'Cuadernos del Subtrópico Norte', de Marcos Dosantos

La semana ha sido pródiga con la cultura. Hablando con propiedad, el pródigo ha sido el Gobierno de Canarias, que con su vicepresidente Román Rodríguez en labores de captador de patrimonio, ha tenido a bien comprar 26 cuadros del artista canario conocido como Pepe Dámaso. Pepe Dámaso es conocido por su largo recorrido artístico, más o menos admirado, y, sobre todo, por su empeño en que alguna institución pública hiciera de una casa suya una casa-museo. Una casa-museo dedicada a él y a su obra, claro, porque la mayoría de sus paisanos somos culpables de no haber experimentado lo suficiente los espirituales placeres que debe suscitar su obra artística. En todo caso, objetivo conseguido, finalmente, con un acuerdo de Dámaso con el Cabildo y el Ayuntamiento de Agaete: ¿Quién es el más listo de la clase? 

El gobierno canario gastará, al parecer, un total de 227.000 euros del erario en engrosar "patrimonio". Quién ha decidido qué es patrimonio, qué obra merece encuadrarse bajo ese concepto, y por qué es necesario que el gasto público se dedique a acumularlo son preguntas que siempre parecen impertinentes, así que la mayor parte del tiempo carecen de respuesta explícita, salvo cierta mención a aquellos "beneficios intangibles" de gobierne quien gobierne, a derecha o a izquierda. La mera mención del concepto de patrimonio bastaría para despejar dudas y eliminar inquietudes.

Según se lee en la noticia, han sido unos anónimos y diligentes "técnicos" los encargados de que se haya tramitado con éxito este movimiento irradiador de cultura. Irradiación que, al fin y al cabo, beneficiará hasta al último de los/las canarios/as, sea de Ciudad Jardín, sea de La Paterna, sea Gran Canaria, sea de La Gomera, pasando por La Graciosa, pero en especial, y sobre todo, a Pepe Dámaso. De cuya obra se dice en esta noticia no firmada (por lo que imagino que será la transcripción de la nota de prensa del Gobierno): "ahonda en las raíces más profundas de la identidad canaria". Solo con esta frase podrían escribirse varias tesis doctorales que polemizarían unas con otras hasta el enconamiento más cruento, pero aquí, en este paraíso de la Cultura, todo es autoevidente y cristalino.

Ya que comentamos esta hazaña político-artística, cómo no recordar una operación parecida, aunque bastante más onerosa, que fue la realizada con Martín Chirino, el Castillo de La Luz y la compra por el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, dirigido entonces por Juan José Cardona, de parte del legado de este artista. Primero a él mismo y luego, a sus herederos, no se fuera a perder algo por el camino. No obstante, la decisión final no corresponde nunca a técnico alguno, sino a los representantes políticos en las instituciones. Ya hemos hablado bastante en otros artículos del uso del arte y de la cultura como herramientas de pacificación y de cohesión sociales, de la concepción de la cultura como un espacio supuestamente a-politizado y des-clasado, o con la potencialidad de construirlo así.

En fin, podremos seguir a la cola de todos los indicadores y a la cabeza de las peores lacras sociales, pero a los canarios no les faltará cultura, aunque ni la quieran ni la pidan y, probablemente, no les haga falta. Al menos, tal y como se concibe desde las consejerías, viceconsejerías y concejalías de turno. Ya les digo, da igual que el alcalde de LPGC sea Cardona o Saavedra (póngase cualquier alcalde o alcaldesa de cualquier ciudad o pueblo de Canarias); da igual que en el Gobierno esté Paulino Rivero, Román Rodríguez, José Soria, Dulce Xerach o Juan Márquez: su concepción de la cultura es exactamente la misma e idéntico su dirigismo. El Gobierno decide qué es cultura, quién es artista, qué debe gustarle a la ciudadanía, y cómo se recompensa a los/as cooperadores/as necesarios/as.



Hay otro personaje canario singular, residente en Madrid, de cierto renombre y, sobre todo, ubicuidad, al que habría que dedicarle otra casa-museo, castillo o palacete en vida: Juan Cruz. Este mentor de almas literarias, sobre todo si son de la provincia de Santa Cruz de Tenerife, concita la aprobación generalizada de todo el mundillo (o mercado) de las Letras, al menos el que vocea en los medios de comunicación. No hay sarao literario de cierta importancia, no hay iniciativa cultural de algún vuelo, no hay talento poético-narrativo emergente que no goce, de algún modo u otro, con su participación o aprobación. Cando no está en ello, tiene a bien compartir por escrito su nostalgia edénica y sus recuerdos dorados de juventud periodística, por si a alguien le interesara. 

En esta ocasión, actúa de apoderado de Marcos Dosantos, autor de la colección de cuentos titulada Cuadernos del Subtrópico Norte. Lo hace mediante una introducción a medio camino entre el almíbar y el empalago, o quizá el camino esté de sobra completado, finalizando en una inmensa bola de algodón de azúcar. Sea como fuere, es bastante posible que Juan Cruz sea sincero en su apreciación sobre esta obra, lo que, en definitiva, nos sitúa ante un escenario dulcemente escalofriante. 

Digo esto porque, pese a Juan Cruz, Cuadernos del Subtrópico Norte (que no son cuadernos, sino uno solo lleno de cuartillas a veces a medio rellenar) es una obra evidentemente de autor primerizo en la que se aprecia a partes iguales entusiasmo y verborrea. Me hace recordar a la figura de un niño relamido y sabelotodo, ese que al principio nos hace gracia pero que a los cinco minutos queremos mandarlo a paseo por vía de urgencia. 

Aquí y allá, es cierto, hay alguna frase, algún diálogo, que sí da pistas de la posibilidad de un escritor, pero no es suficiente para sofocar el creciente tedio, y la consiguiente irritación, que embarga y oprime tras leer algunos de estos cuentos, a veces minicuentos, a veces yo qué sé. Es posible que haya algún relato que valga la pena, pero la mayoría son tan insustanciales que le quitan a uno las ganas de descubrirlo. Para elevar a categoría artística escenas de la vida cotidiana o hacer significativos momentos que, en principio, no lo parecen se precisa de un uso del lenguaje y de una hondura del pensamiento de los que carece, al menos de momento, Dosantos.

Así, nuestro autor de hoy a veces parece seguir la estrecha senda de Andrea Abreu que nos interna por el coloquialismo y el vulgarismo canario como seña de identidad, pero en otras ocasiones lo abandona y plantea un uso del lenguaje más estándar. Supongo que, como sostengo, la primera opción conduce a un callejón sin salida literario, y que la experimentación en la literatura canaria no debe consistir solo en la glorificación de la falta de matices del hablante corriente al expresarse. Al fin y al cabo, la literatura implica una estilización (o una profundización) del idioma y la transcripción del habla supone una limitación consciente de aquél. Puede tener valiosos efectos expresivos en determinados momentos, pero me resulta difícil imaginar una literatura basada en ella.


Soy conejera, pero mi abuela Candelaria me llamaba Gran Canaria porque "fuertes muslos tiene la niña pal fisco tetas". 

Fue el insulto más poético con el que crecí, eso se lo concedo. 

Sebosa, bocanegra, cachalote, y un sinfín de cumplidos no pedidos por cercanos y desconocidos fueron la banda sonora de mi crianza. 

Yo quería ser periodista, como mi primo Nauzet, pero las niñas de mi clase decidieron por consenso que sería la foca del Loro Parque pa mojar a los guiris con mis aletas. 

La peor era la Yésica, perfecta niña Profident cuando las monjas dominicanas entraban en la clase, pero tremenda hija de puta entre mates y plástica. Se me acercaba, me tiraba el estuche al suelo y me gritaba "agáchate si puedes, gorda jedionda". (Pág. 27, Manifiesto de la gorda jedionda) 


¿Qué papel juega el aguacate en el transfeminismo postcolonial? No lo sé, pero alguien debería poner el aguacate encima de la mesa. Poner el aguacate encima de la mesa como acto político-gastronómico. Política pop agroalimentaria. Andy Warhol en Masterchef - La Gomera machacando el mortero bajo la atenta mirada de doña Efigenia. 

¿Qué habría sido de la humanidad si quienes tomaban las grandes decisiones lo hubieran hecho después de haberse comido un aguacate? ¿Sería nuestro mundo más justo, menos desigual, más próspero? Tengo cero unidades de evidencia que respalden este dilema contrafáctico. También creo que todo el mundo está de acuerdo en que tengo razón. (Pág. 61, Elogio del aguacate)


-Me fascina tu cuerpo, tu olor, me atrapa tu feminidad mística -le decía Matías mientras le daba tímidos besos en el hombro y en el cuello. 

-Eres un encantador de serpientes. 

-Y tú eres mi cobra favorita -le suspiró al oído, antes de hacerle el amor por primera vez. Al principio fue muy delicado. Se dio cuenta de que Victoria era un animal herido. Pero algo en ella decidió que era el momento de entregarse. Y entonces la pasión la desbordó. Su dolor se unió con el placer y sus lágrimas se mezclaron con su piel hasta que el amanecer despidió la noche más corta de su vida. 

-¿Y qué pasó? ¿Qué fue de Matías? 

-Como en toda historia de amor verdadero, lo nuestro se acabó. Llevábamos dos años queriéndonos entregadamente y sin separarnos ni un momento. Recuerdo con especial cariño un viaje que hicimos juntos a Casablanca, donde yo tenía que resolver algunos asuntos y él se comportó como un auténtico galán. El tiempo fue pasando y la llama de la pasión, sencillamente se apagó. Fue una muerte natural. (Pág. 110, A cambio de chocolate) 


Frases hechas, expresiones manidas, tópicos anodinos del lenguaje aparecen aquí y allá, como otra muestra más de unas capacidades literarias aún por formar. También los relatos muestran una oscilación entre el apunte potencialmente interesante y la banalidad más exhibicionista. Falta desarrollo en los personajes y tensión en las escenas. Carencias que se intentan evitar mediante el recurso de una galería de imágenes descritas con supuesto ingenio y de la escritura de tramas breves. Dicho sea de paso, la eclosión de minicuentos, microrrelatos y de libros de aforismos me parece un síntoma revelador del panorama literario actual, en que el muchos/as quieren ser fenómenos de manera natural, como si fueran el producto más acabado del espíritu de los tiempos, pero sin molestarse demasiado.

Se corre, pues, el peligro de agostar aún antes de que llegue a su maduración la posibilidad de que un/a escritor/a cree algo digno de ser leído. En nada favorece a un autor bisoño que se califique su obra, todavía impúber, de "deslumbrante" o de cualquier otra majadería por el estilo. Si se quiere ser mentor, si se quiere ayudar, la crítica, aun inmisericorde, ayuda más al desarrollo del talento en ciernes que el elogio inmerecido, que solo contribuye a la autocomplacencia, a la consiguiente pereza y, finalmente, al entumecimiento de las facultades.



P.D. Una reseña en la que la poeta Elsa López nos insta a emocionarnos con esta obra, aquí. Otra, en la que Eduardo García Rojas nos dice que el autor "pisa fuerte", aquí.


domingo, 26 de julio de 2020

'Panza de burro', de Andrea Abreu

Aquí estamos de nuevo con lo que más nos gusta en este blog: la promoción en los medios de una novela. Ya saben Vds. la hermosa sensación, tal vez plenitud vital, tal vez mero placer físico, que nos proporciona leer a reseñadores/as, editores/as y autores/as en cuasi divina armonía al glosar virtudes, bondades y maravillas varias de la obra de que se trate.

En este caso, aupada por una reseña-elogio en La Provincia, otra en el diario.es/canariasahora, sendas entrevistas en La Provincia y en El Día, y otra en eldiario.es, precedido todo por otra reseña en Zenda y una extensa entrevista en Radio 3 ha llegado a conocimiento del mundillo literario Panza de burro, una de esas novelas de las que todo el mundo, a la fuerza ahorcan, habla y lee. Es, valga el símil, como saber quién es Belén Esteban aunque uno perjure que solo ve documentales de National Geographic. Es imposible, si uno está en el mundo, ignorar la existencia de determinados entes. Toda una fricción ontológica. 

Los medios de comunicación siempre ganan. No tanto por el contenido de lo que dicen, sino porque encuadran y enfocan, como es bien sabido. Se habla de lo que ellos elijan que se hable porque, salvo que vivamos en un pueblo pequeño, no hay otra manera de que la mayoría sepa de algo si no es bebiendo de una fuente común. Esta fuente común son los medios. Idealmente, son imprescindibles para una democracia sólida. La mayor parte del tiempo, empero, son sus principales corruptoras. Igual que la parresía es el hablar franco y verdadero que la democracia necesita, y que de ella brota, pero que puede corromperse en retórica como arte de adular y halagar la opinión de la mayoría, la función de filtrado y selección de los medios de comunicación puede desvirtuarse en manipulación y propaganda, como bien sabemos. Lo ideal sería que los medios de comunicación ejercieran una permanente serie de actos de parresía, pero a lo que asistimos es al despliegue faccioso de pseudoeventos, medias verdades y mentiras por doquier.

Los dos ejes en los que se basa la promoción de la novela son a) el idioma: la transcripción del habla popular canaria; y b) el cariz político que tal decisión implica. Ahí es nada, tanto porque son asuntos un tanto viejunos como por su actualidad, aunque parezca paradójico. Viejuno porque seguimos dándole vueltas al habla canaria y a las añejas pretensiones normativas emanadas desde Madrid de lo que es español correcto o incorrecto, el hablar "bien" o el hablar "mal", pero el asunto está zanjado académica y políticamente desde hace décadas. Otra cosa, y esta es su actualidad, que la percepción de diferentes calidades del idioma español/castellano y de los acentos haya pervivido en una concepción, digamos folk, tanto en la Península como entre nosotros mismos. 

Además, en nuestra Comunidad, un supuesto partido nacionalista ha estado en el poder más de 20 años, desarrollando diferentes políticas públicas de ensalzamiento de lo autóctono y de lo nuestro. Un conocido independentista, también académico, ha ocupado la Consejería de Educación, Cultura y Deportes. La TV Canaria, además de emitir westerns, produce algunos contenidos canarios, y sólo cuenta con locutores o conductores de programas que hablan en nuestra variante del español. Además, existe una Academia Canaria de la Lengua, se han editado varias colecciones de autores y autoras canarias patrocinadas por diferentes administraciones públicas , etc. No sé si podría hacer más y mejor, no sé si hay razón para seguir haciéndolo o no. Ignoro si la mayoría de la población ha hecho suyo o internalizado la cultura canaria, tal como la puedan entender y proyectar los políticos de turno, pero parece difícil afirmar que hay "una realidad que niega nuestra cultura". Defínanme "realidad" o, al menos, me gustaría que la autora hubiera sido más concreta. Si hay que ser subversivas, seámoslo a fondo.

Quizá hable de una cultura canaria dominada. Es decir, que dentro de nuestra misma Comunidad, exista una cultura popular que no permea el discurso oficial de la cultura, de la cultura canaria. Si es así, no puedo estar más de acuerdo con Andrea Abreu, puesto que el concepto de cultura emanado de las administraciones públicas, peninsulares o canarias, es uno que orilla el conflicto y la división, uno en el que imaginan, dulce desvarío, la feliz unión interclasista de la sociedad, dejando de lado desigualdades de todo tipo y una pobreza enquistada, que parece formar parte también de nuestra singularidad.

Es por ello que el concepto "nuestra cultura" está abierto a la discusión, porque a estas alturas puede considerarse tan nuestro el gofio como la pizzería de la esquina, el grupo folclórico como el centro comercial con su McDonald's dentro, el plato de carne de cabra y el sancocho como las piscinas cubiertas o Internet, las luchadas como el surf, los melodramáticos discursos de Ana Oramas en el parlamento nacional como las luchas sindicales de todos los días. Por no hablar de lo que Abreu entiende por "canario" (idioma canario), que puede ser las palabras que se usan en Tenerife, que no son todas las mismas que se emplean en otras islas, o ciertos usos fónicos como la aspiración de las -s finales en Gran Canaria, que no es propio de todo el archipiélago, o el mismo acento que varía de una isla a otra, de un municipio de una misma isla a otra, incluso dependiendo del barrio. Y qué ocurre con las 'h' aspiradas, díganme. 

En cambio, si lo que Abreu quiere poner de manifiesto es la distancia entre una cultura canaria oficial, reificada e hipostasiada por los partidos políticos que han ocupado el poder y su intelectualidad apoltronada, y una multiplicidad de formas culturales de expresión y de vida populares, estoy con ella.

 A fin de cuentas, puede ocurrir que todo este tosco análisis no sea más que la consecuencia de un clickbait, de un cebo, para que el titular nos indigne, excite, complazca o enfade y ejecutemos el supremo acto de conformismo posible, que es comprar el producto que se nos ofrece.

Aquí estamos todos, a fin de cuentas, a ver qué es Panza de burro.






Panza de burro, de Andrea Abreu, es la historia de una relación de amistad infantil, preadolescente, entre la narradora y su amiga Isora. Es decir, una narradora presente, y por tanto de visión y conocimiento imperfectos. Es de resaltar, algo que ya ha hecho desde el comentarista peninsular, pasando por su editora, hasta nuestros periodistas culturales locales, el lenguaje en la que está escrita la narración, que es una especie de transcripción del habla canaria con que se comunican en el pueblo donde viven los personajes. Claro está, modificada por las intenciones estilísticas de la autora. A este respecto, no tengo nada que objetar: ni soy fan de la RAE, con sus irritantes pretensiones normativas, ni estoy en contra de que cada uno se exprese como pueda o quiera, y más aún si lo que se pretende es crear una obra artística, como una novela. Que una escritora tenga voluntad de estilo me parece elogiable. Que sitúe su historia en el terruño propio, también.

Podríamos señalar cierta falta de coherencia en la elaboración de ese lenguaje, porque si el personaje, por ejemplo, no emplea el fonema /z/ como es propio del habla canaria, y la autora lo quiere indicar, lo lógico sería pensar que no lo empleará nunca. Así, en un par de ocasiones escribe "costrusión" o "dosientos", pero el resto del tiempo, no. Podríamos no ser tan radicales y pensar que la autora solo ha querido ofrecer aquí y allá pinceladas del 'habla', marcadores de la lengua que se imagina, pero que no quiere volver ininteligible el texto. De acuerdo, pero entonces cabría pensar que su propuesta no es tan radical como deja entrever en las entrevistas.

En todo caso, la intención de Abreu de forzar el lenguaje, digamos estándar, ya sea el español normativo, ya el habla canaria también normativizada, de estirarlo y extenderlo, de martillearlo y de onomatopeyizarlo me parece loable, qué digo, admirable, y propio de una escritora con ambición, que es lo menos que podemos pedir a alguien con pretensiones artístico-literarias con algo de calado. No obstante, en ciertos pasajes, el coloquialismo se transforma en algo parecido a un argot, que debe resultar incomprensible para muchos lectores. Por ese mismo motivo, es posible que llegue a fatigar.


Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer a la velocidad a la que se tiraban los chicos con las tablas de San Andrés. No había gomas al final de la cuesta. Los chorros de mojo deslizándose por nuestras barbillas, las trenzas aceitosas de meter los pelos dentro del plato, los dientes llenos de trozos de millo y orégano, cagadas de paloma blanca, como llamaba Isora a la comida de los dientes. Y mientras tragábamos yo ya sentía una tristeza como un estampido, una agonía en la boca del estómago, la boca seca como después de haber comido leche en polvo mesturada con gofio y azúcar. En verano no íbamos a poder salir del barrio, la playa estaba lejos. No éramos como las otras niñas que vivían en el centro del pueblo, nosotras vivíamos en medio del monte.
Isora se levantó de la silla y me dijo shit, vamos pal baño. (Pág. 24)

Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. (Págs. 47-48)

Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra. (Págs 94-95)

Con la cara toda llena de churretones llegué corriendo a la altura de Isora. Se quedó mirándome y me dijo ojalá me hubiesen pintado a mí por el día de Candelaria. Parecía más calmada, rara, triste tal vez. Tenía los ojos en el sitio. La cadenita apoyada en el labio de abajo, tan apretada contra el cuello que casi le rajaba la piel. Miraba el piche todo el tiempo, le daba pataditas a las piedras del suelo y suspiraba. Se sacaba las bragas del culo y suspiraba. Llegamos hasta la puerta de abuela y se quedó quieta, con los brazos pegaditos al cuerpo, con los brazos rígidos como dos palos. Shit, tú eres mi amiga?, me  preguntó. Claro, tú eres mi amiga más jarrapa que tengo, le respondí. No, no, ahora en serio. Tú eres mi amiga de verdá?, siguió. Eeeeh, sí, yo soy tu amiga. Pasaron unos gatos amarillos corriendo por la carretera y los miramos, Suspiró de nuevo y se sacó las bragas. Tú crees que mi madre era guapa?, me dijo de repente. Sí, tu madre era muy guapa. En la foto de la mesilla de noche está superguapa. Sí, tenía el pelo como una baba, más liso que yo, me respondió. Y se dio la vuelta y se fue caminando por la calle pabajo. Y yo la observé descender en sisá, con esa especie de cojera que le daba rascarse el culo cada tres pasos. Ya a la altura del cruce se dio la vuelta, despacio, se dio la vuelta despacito como un hombre viejo con bastón y gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Shit, acompáñame hasta cas Melva, por fa, que yo siempre te acompaño. (Pág. 124)


Más allá del uso del habla más o menos vernácula, no es desdeñable en absoluto el uso de metáforas y símiles trabajados, con capacidad incluso con ese lenguaje coloquial o vulgar de crear imágenes de gran belleza. Además, la literatura siempre implica transformación, por lo que comporta de eliminación y selección. Así que más allá de la fidelidad a un uso del lenguaje, más allá de la transcripción más o menos realista del habla, lo importante es si esas decisiones lingüísticas cumplen una función literaria y que sea la forma necesaria para que la historia cuaje. En ese sentido, creo que Abreu lo hace bien. La narración en primera persona nos sumerge en un mundo rural de gente de nivel socioeconómico modesto, indicado por los coloquialismos y vulgarismos que dotan la historia de una vivacidad a la que estoy poco acostumbrado con nuestros/as literatos/as locales, más dados a devaneos líricos-existenciales y a yoísmos de poca monta que a literatura con un pizco de calidad. 

Son estos personajes lo que dotan de un atractivo especial a Panza de burro, como Isora, la amiga de la narradora, depositaria de sus afectos y de sus anhelos, con esa incipiente sexualidad tan significativa a lo largo de toda la novela, y los numerosos personajes secundarios que salpican la historia, como Juanita Banana. Es, en este sentido, como Panza de burro más que re-crear, construye un mundo propio, autónomo y autorreferencial, por más que esté basado en las vivencias de la autora. Es, por tanto, un triunfo de su escritura que haya logrado crear ese ecosistema tan singular, esos personajes con esas visiones del mundo tan ligadas a unos patrones socioculturales de las que no son conscientes (como no lo suelen ser las personas en el mundo real). Es en ese sentido en el que puedo apreciar una labor política: la visibilización de aquellos de los que apenas leemos y casi nunca escuchamos, y que cuando se les enfoca es para resaltar el pintoresquismo que tendemos a atribuirles. Son aquellos/as que no cuentan, esa parte que, como dice Rancière, no tiene parte, que no cuenta para la asignación de puestos, para la distribución del poder social, siempre a la sombra, siempre bajo el mando, de los que sí cuentan.

En cuanto a la historia en sí, es más bien una sucesión de escenas. No es una historia en tres actos convencional de planteamiento-nudo-desenlace, con unidad de acción. Así, la novela puede interesar más a unos/as que a otros/as ya que a las dificultades de la lectura se le suma la dispersión argumental. Quizá la intención de la autora ha sido precisamente esta, la de hilar escenas dispares pero que apunten a uno o varios sentidos unificadores: la amistad, el sexo femenino preadolescente, la percepción del propio cuerpo, las relaciones familiares con los adultos, etc. Así, la escritora apunta a asuntos que, por la propia estructura de la novela, no alcanza a desarrollar. Es difícil, entiendo, señalar matices y desarrollar posibilidades latentes y al mismo tiempo mantener el vigor de la cadencia narrativa de Panza de burro.

PARA TERMINAR: olvidándonos de las reseñas palmeras por las que parece que cualquier novela, incluida esta, es un hallazgo artístico de resonancias interplanetarias constitutivo de hitos históricos, vale la pena leer Panza de burro. Una novela notable, que sin ser original en cuanto a la forma y al uso del lenguaje popular, sí demuestra una reflexión acerca de él y un trabajo de elaboración que se materializa en un convincente desafío lector. Además, ofrece un punto de vista singular con sus personajes, absolutamente convincentes, no exento de crítica social. En mi opinión, Abreu es una autora con personalidad literaria propia cuyo itinerario novelístico habrá que tener en cuenta a partir de ahora.





P.D. Otras reseñas, aquí y aquí
P.D. (2) aquí