No es raro, entonces, que los psicólogos trabajen a destajo y que nuestro país esté a la cabeza de la ingesta de antidepresivos. Recordemos lo que dijo Freud: lo que más trastorna a las personas no es la furia de la naturaleza, ni la certeza de la muerte, sino las relaciones sociales. Si a eso le añadimos una vida en constante precarización y con escasas perspectivas de mejorar en el futuro para gran parte de la población -indefensión inherente a un sistema de dominación tanto más pertinaz cuanto invisible la mayor parte del tiempo- y la escasa posibilidad que se tiene de imaginar siquiera la posibilidad de cambios políticos que modifiquen las condiciones actuales de subordinación, es fácil imaginar que todo tipo de propuestas escapistas se vuelven tentadoras en grado sumo: desde el consumo compulsivo de pornografía y sexo, pasando por el fanatismo deportivo en grado variable; el juego, con o sin apuestas de por medio, hasta las drogas en su amplio muestrario. Y, cómo no, el arte. Y la literatura. Sobre todo para aquellos que se los pueden permitir. Es la sociedad de las adicciones y de los narcóticos.
Así pues, el arte y la literatura han servido, entre otras funciones, de medio de evasión y de negación. A estas alturas, resulta evidente que el arte no es el catalizador de la transformación social o política. Puede, en cambio, aspirar a desarrollar conceptos que amplíen nuestra perspectiva sobre las cosas, o a expandir nuestro horizonte cognitivo; puede también expresar un espíritu turbulento de los tiempos, o señalar con agudeza las miserias de todo tipo de la sociedad que las genera (todo esto bastante político); o, finalmente, puede limitarse a no ser más que un modo que tiene una parte satisfecha de la sociedad de contemplarse a sí misma. No es poco, ni mucho menos, pero lo que nunca se ha visto es que una ópera haya tomado un Palacio de Invierno, que una novela tumbase algún apartheid o, en última instancia, que es lo que nos interesa, se convirtiera en un búnker a prueba de tiranías. A estas alturas, es difícil sostener que la poesía sea un "arma cargada de futuro" o que sin arte no es posible transformar la sociedad. Más bien, en la actualidad, el arte suele quedar fetichizado y comercializado, y su intención crítica (cuando la tiene), desactivada. No será por falta de arte transgresor de pacotilla.
Al fin y al cabo, lo que quiero decir es que el propósito de estetizar la propia vida o atiborrarse con cultura a costa de la acción y manifestación políticas no resulta suficiente para protegerse de los efectos deletéreos de una sociedad que se escora hacia la injusticia y la desigualdad, salvo, quizá, que uno se encuentre en una situación privilegiada para paliar sus efectos, y no siempre.
Esto, por otro lado, no desmerece el arte y la literatura. Sólo que la cosa, la de ambos, no va de eso. Política y arte son campos contiguos, que pueden solaparse, sin duda, pero autónomos. Los regímenes políticos más sofisticados no censuran, sino que subvencionan, incluso aquello que supuestamente los critica, no lo olvidemos. Yo comparto la idea de que la literatura re-crea como ninguna otra actividad humana la compleja textura de la vida humana, en su urdimbre con los valores, instituciones y sucesos de una época determinada, que es capaz de captar ese espíritu de los tiempos que es difícilmente aprehensible de ningún otro modo. Al menos, con tanto matiz. Hay algo que a las monografías sociológicas y antropológicas se les escapa. Claro que tampoco podríamos conocer una época solo mediante la lectura de las novelas o por su arte. Habría, también, algo (o mucho) que nos faltaría. El arte y la literatura no solo beben de la sociedad en la que está insertos sino también, o sobre todo, del arte y de la literatura que los preceden. Gran parte es pues autorreferencial y no se entienden sin esa mirada especular.
Sin embargo, y no creo que resulte contradictorio, el arte político me parece más necesario que nunca (o tan necesario como siempre), así como considero que las actividades artísticas ensimismadas son las ideales para hacer carrera en la industria cultural.
Vamos ya con la novela, Momentos de la vida de un fauno:
La lectura de esta novela procede de la sugerencia de un lector, Riforfo Rex, a raíz de la reseña de La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori. Para que luego digan que escribir un blog de reseñas literarias o de impresiones de lectura no sirve para nada. No solo se consigue suscitar el odio de buena parte del mundillo literario sino también leer novelas cuya existencia se ignoraba por completo. Lo doy por bueno en ambos casos.
Pues esta novela, Momentos de la vida de un fauno, pertenece a la trilogía reunida bajo el título Los hijos de Nobodaddy. Arno Schmidt, el autor, escribió y publicó estas novelas en diferentes fechas y solo con posterioridad pensó que sería una buena idea que convivieran entre portada y contraportada, que es como están llegando a nosotros en las últimas ediciones. Las otras dos novelas, por si le quieren seguir la pista al autor, son El brezal de Brand y Espejos negros. Ya les contaré, llegado el momento.
La escritura, como he leído en algún sitio, es fragmentaria. Esto quiere decir que no hay una trama lineal de principio a fin, sino destellos con un fondo unitario, eso sí, a base de párrafos no demasiado extensos, muchos de los cuales son literariamente brillantes. Característica que habrá que agradecer al traductor, Luis Alberto Bixio. El contexto general es la Alemania de 1939 (las dos primeras partes) y la de 1944 (última parte), con sus funcionarios, sus juventudes hitlerianas y su abotargamiento intelectual y social:
SA, SS, militares, Juventud Hitleriana, etcétera: los hombres nunca son tan pesados como cuando juegan a los soldaditos. (Y esta es una enfermedad que se da en ellos periódicamente más o menos cada veinte años, como el paludismo, aunque parecería que ahora hay tendencia a que se repita más frecuentemente). Al fin de cuentas son siempre los peores quienes ocupan los puestos de mando, es decir, los superiores jerárquicos, los jefes, los directores, los presidentes; los generales, los ministros, los cancilleres. ¡Un hombre decente se avergonzaría de ser el superior de alguien! (Pág. 33)
Todo escritor debería recoger a manos llenas las ortigas de la realidad y mostrárnoslo todo: las raíces negras y viscosas, los tallos verdes y venenosos, las flores insolentes. Y en cuanto a los críticos, esos sempiternos aguafiestas, parásitos del espíritu, deberían dejar de dar alfilerazos a los poetas y dar a luz a su vez una obra "distinguida": ¡Entonces el mundo se extasiaría y exhalaría gritos de gozo! Claro es que la poesía, como cualquier otra beldad, está siempre rodeada de eunucos; pero únicamente los moros verdaderos pueden apreciar las negras manchas del sol. (Que los críticos se lo tengan, pues, por dicho y lo inscriban en su álbum!) (Pág. 55)
De todas las paredes colgaban sabiamente dispuestos todos los mamarrachos del Tercer Reich: campos de cereales con gavillas inverosímilmente enormes y fecundas, tal vez para acallar la sospecha sobre la total esterilidad espiritual de sus autores; hombres llenos de carácter y muy próximos al pueblo oteaban a lo lejos una invisible Gran Alemania. Unas muchachas estaban metidas dentro de sus galas regionales como dentro de urnas y el pintor las había coronado con enormes guirnaldas de rubias trenzas, tan pesadas que uno sentía el compasivo deseo de ofrecerles aspirinas a las pobrecillas. En cuanto a los escultores, habían tallado robustas desnudeces con cuerpos que respondían a los cánones del Partido y perfiles invariablemente orgullosos, todos ellos con un notable aire de familia; no faltaba tampoco el inevitable y popular "domador de caballos" que con una mano dominaba a un enorme potro (yo que cumplí mi servicio militar en caballería, sé muy bien lo que son esas cosas en la realidad); y todo era uniforme, monocorde, inexpresivo, sujeto a reglas fijas, desesperadamente chato; campeaba allí la satisfacción de pertenecer a la raza superior que arrastraba su adiposo espíritu de esfinge por las salas. (Pág. 116)
El protagonista, Düring, funcionario del Estado y que vive en un pequeño pueblo, sobrevive como puede en este erial moral mientras lleva a cabo una investigación histórica de recopilación de archivos de la época de la ocupación napoleónica por orden de su superior. A su modo, ejemplifica esa concepción del arte y de la cultura como refugio que señalaba al principio. La alternativa ante un Estado como el nazi no parece otra que la mimetización o indiferenciación con sus conciudadanos o el castigo.
Así, sin llegar a la asfixia existencial de Winston Smith, con un considerable grado de libertad deambulatoria, Düring logra con bastante éxito conservar su autonomía personal y de pensamiento. En la jerga justificatoria de los intelectuales que permanecieron en España bajo la dictadura de Franco, podríamos denominarlo "exilio interior". Esta es la excusa para que el protagonista desarrolle a su modo una veta anarquista, de tintes thoreaunianos, con frecuentes descripciones de la naturaleza, cabaña incluida, que cuadran, digamos románticamente, con su personalidad. La última parte, en el contexto de una Alemania en retroceso militar, o como decían los propagandistas, "en repliegue estratégico", explota en pleno sentido del verbo el derrumbamiento del régimen.
Así pues, junto con los experimentos estilísticos y una prosa rica en figuras, esa "exuberancia verbal" de la que escribe Harold Bloom, nos encontramos penetrantes reflexiones de índole moral (¿Qué haríamos nosotros? ¿Cuál sería nuestra capacidad de disenso, cuál nuestro grado de cinismo?) que, no deja de ser llamativo, vuelven a ponerse de actualidad en este retorno del pensamiento autoritario. Pensamiento que, quizá, nunca desapareció del todo. Huelga decir que cada generación tiene que aprender las lecciones de la libertad y de la insubordinación por sí misma.
Una novela excelente, por si no les ha quedado claro.
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