viernes, 27 de marzo de 2020

'Nefando', de Mónica Ojeda

Son malos tiempos para casi todo, así que al menos seguir leyendo y escribiendo reseñas resultará tan inocuo como cualquier otra actividad recreativa. Si fuera un artista, de esos que abundan por aquí, dentro de poco reuniría el suficiente atrevimiento para afirmar que el conjunto de mis reseñas no es más ni menos que patrimonio cultural, y que tendría yo, el autor, derecho a recibir una paguita del presupuesto público por ellas. O una sinecura. Porque hay que apoyar la cultura, es decir, que los demás me paguen por hacer lo que me gusta o por disfrutar de lo que me gusta sin mayor razonamiento. 

Es muy posible que esta sea una imagen distorsionada del carácter y condición de nuestros artistas, la mayoría de los cuales viven con lo justo, sin paguitas ni sinecuras y trabajando a destajo. Son los artistas consagrados (¿por quién?) los que suelen disfrutar de la atención preferente de los partidos en el gobierno, y así los tenemos hasta en la sopa, o en la televisión autonómica todo el tiempo. Hay artistas (y eventos) preferidos de un partido político, con lo que alternan periodos de esplendor con otros de hibernación, según quién esté en el poder o no. Otros, en cambio, más espabilados y flexibles, gozan siempre de aquella atención. Ni con agua caliente nos los podemos quitar de encima.

Así hemos tenido y tenemos Chirinos (qepd), Dámasos, Padrones, Cerpas, etc., encantados/as de que la dichosa Cultura sea el punto de encuentro ideológico de izquierdas, derechas, extremos centros, nacionalismos progresistas o plutócratas. Al final, siempre que la cultura sea disipación y neutralización del conflicto y ocultación de la desigualdad social, una especie de sindicato vertical de la creatividad, y que no cuestione (salvo de manera inocua y mejor con algo de humor) el poder que lo financia, será celebrada por todos y todas, incluidos Vds., almas de cántaro, que creen que pagan poco por un concierto subvencionado sin recordar que pagan hasta el último euro vía impuestos (y en proporción pagan Vds. más que los ricos). La ópera, la música clásica, el Womad, el concierto de Ricky Martin, de Sting o de Maná, qué más da, los fuegos artificiales, el premio literario, el poemario de X o la novelita de Y: todos bienes de primera necesidad, por supuesto, ante los cuales palidecen las demandas sociales para paliar la pobreza y la desigualdad, acabar con el abandono escolar o conseguir una sanidad pública con medios para que la buena salud no sea privilegio de los que ya gozan de privilegios. Qué les voy a contar en estos tiempos de pandemia.

Oh, qué haríamos sin la Cultura ahora que estamos confinados, dirán muchos. Oh, qué necesidad tendríamos de estar encerrados tanto tiempo si no se hubiera recortado la Sanidad pública, servicio esencial, respondo. Es tal el prestigio de la Cultura que tras su escudo siempre hay destinada alguna partida para festejos para el pueblo y de Cultura con mayúsculas para estas clases altas nuestras tan amantes de que todos admiremos y paguemos su exquisitez en el gusto, mientras evaden impuestos.

Por otro lado, es cierto que es difícil escapar a la monetización de todo en la sociedad en la que vivimos. Y al aprovechamiento por terceros de lo común o de lo privado, como por ejemplo la extracción y recopilación de los datos personales. Sí, esos mismos que desperdigamos cada vez que tenemos un reloj inteligente, un televisor inteligente, un ordenador con el que navegamos por internet, una app para el móvil, etc. No nos pagan, pero alguien saca beneficio de ello. ¿Otro ejemplo? Este blog se escribe en una plataforma de Gmail, que es propiedad de Alphabet. Es gratis, lo que quiere decir que no pago nada por él, pero con este y todos los demás blogs, esa empresa recopila datos: de sus autores y del público lector.  Con un medio de comunicación tradicional u online privado y con ánimo de lucro en el que se pide nuestra colaboración, podemos -y creo que debemos- exigir un pago, ya que les estamos proporcionando contenido (gracias a nuestra formación, que ha costado dinero y esfuerzo) y, eventualmente, audiencia, destino de los anunciantes que pagarán por colocar su publicidad. En cambio, ¿qué hacemos con Blogger, con WordPress, con Facebook, YouTube o Twitter? ¿Nos están haciendo un favor, nos están dando gratis un servicio importante o les estamos proporcionando el material para que obtengan beneficios millonarios? ¿Dejamos de publicar en sus plataformas por estricta coherencia? 

Siempre es posible gastarse el dinero y crear nuestra propia página web, o resignarnos a la mudez. 







Los caminos del Señor son inescrutables, así como la elección de la novela para el blog. Soy pescador de caladeros habituales, pero ya saben, si son lectores/as curiosos/as, que las lecturas de unos libros te llevan a otros, y, por extrapolar, unos comentarios te llevan a ciertos juicios, unas opiniones te llevan a determinados sesgos, y una mala siesta te lleva a cambiar de pijama a media tarde. Así son las cosas y así he acabado leyendo Nefando, de Mónica Ojeda, publicada en 2016.

En esta novela, cada capítulo se corresponde, de manera alterna, con las voces de distintos personajes, también se intercalan entrevistas y narración en tercera persona. La autora tiene como núcleo la creación de un videojuego gore en torno al cual, o confluyendo en él, sirve para contarnos la biografía, pensamientos y sentimientos de los personajes, todos con un pasado traumático, por ser suaves. Violencia, pederastia, abusos y agresiones sexuales conforman el tuétano vital de la mayoría de ellos, cuando no un exceso de pathos existencial en otros.

La autora se propone dotar a cada uno de los protagonistas de una voz propia y reconocible. En muchos momentos, consigue dotarlos de fuerza expresiva y de un mundo interior atormentado y salvaje, una vorágine confusa de sentimientos que pugnan por salir al exterior mediante el lenguaje, que demuestra su impotencia para dar cuenta de ellos por completo. A este respecto, sus reflexiones sobre el lenguaje no dejan de ser interesantes, aunque en ocasiones se transforma casi en el discurso de la autora, más que en el del personaje en cuestión. A este respecto, un defecto que he encontrado consiste en que no logra mantener el tono en las voces de los personajes, que comienzan hablando jerga para pasar en cierto momento a un estilo elevado que, concediendo que sea premeditado, extraña y no resulta convincente. Como si la voz del personaje fuera suplantada por otra, de repente (pienso, en particular, en el personaje de Iván Herrera).


-¿Y qué te pareció a ti? 
-Una culerada. 
-¿Podrías ser más descriptivo? 
-Pos, es que era un juego en el que no jugabas. 
-No te entiendo. 
-Es que explicarlo bien está de la chingada. Ni siquiera estoy seguro de que se le pueda llamar juego a algo que no entretiene. Nefando atrapaba a sus jugadores pero no porque los divirtiera, sino porque tenía el poder de despertar una curiosidad... ¿cómo te diría?, morbosa, que se iba agigantando adentro de uno, ¿sabes?, como una mancha latiéndote encima del ombligo. Al rato terminabas hecho una cebra, pero con las rayas negras mucho más anchas de lo normal, cubriéndote el alma blanca de borrego. Era parecido a tener la piel llena de guadañas: cuando te dabas cuenta ya estabas cortado y ennegrecido. (...) Por eso digo que no era un juego, aunque simulara serlo: porque trascendía todos los géneros conocidos y se situaba en una especie de limbo de la impostura. Además, como ya te dije, Nefando iba contra la ley no escrita que dice que los juegos deben ser recreativos. Eso no se jugaba: se leía, se escarbaba, se espiaba, se temía. (Pág. 97)


La historia, por otro lado, tiene su interés. Se aleja del naturalismo redivivo y juega con la pluralidad de voces, de distintos puntos de vista al narrar, la metaliteratura, el uso constante de jerga especializada como la informática y de extranjerismos. Además, el tema resulta a priori interesante, incluso, me atreveré a decirlo, actual. Al menos, no es el desamor y sus infinitas variedades egocéntricas o las anécdotas ombliguistas de un viaje de estudios, etc. Sí que cabe señalar que, en ciertos momentos, amparada en la intertextualidad y en su afán de relacionar asuntos, me parece detectar cierta ansiedad por demostrar y por experimentar teniéndonos como rehenes. Esta necesidad de esparcir por la obra referencias artísticas resulta innecesaria, al igual que ciertas maneras de relatar (pienso, sobre todo, en los capítulos dedicados a Kiki), que se vuelven cargantes.



Diego solía decirle a Eduardo que a una biblioteca había que mirarla con educación, no como si se la inspeccionara (la inspección es siempre una especie de disección), sino como si ya se la conociera, como si uno estuviera mirando un paisaje y disfrutando del conjunto y no de cada una de sus partes. De otro modo, decía, la biblioteca no se te mostrará y nunca verás su verdadero rostro. Pero era difícil ver los libros fuera de su individualidad; era difícil verlos a todos igual que un solo organismo y entender que no daba lo mismo que Psychopathia Sexualis de Krafft-Ebing estuviera junto a La venus de las pieles de Sacher-Masoch y no junto a Amatista de Alicia Steimberg. (Pág. 63)

Me late que no va a poner la denuncia, dijo Iván después del portazo. Los ladrones no denuncian a otros ladrones, pero esto no puedo decirlo en voz alta: esto debo callar. ¿Qué hacemos?, preguntó Cecilia. Nadie miraba el trapo enrojecido sobre la mesa, sólo Kiki. Se pondrá bien, dijo Irene, no es grave. Grave es que nadie vaya a limpiar el trapo de cocina y que se vaya a quedar ahí con los fluidos corporales de un bato al que le vale madres que le hayan destrozado la cara. Neta, yo creí que aquí no pasaban estas cosas porque es el primer mundo y todos son felices, dijo Iván. Cecilia caminó por el pasillo siendo una sombra que se achicaba contra la pared. ¿Son Felices? Este piso es un basurero y yo no tengo tiempo de chachear porque debo escribir y limpiarme y salvarme para tenderme en una playa de piedras húmedas. Son felices, ¿no?, insistió Iván. Irene sonrió y se le cavaron dos pozuelos en las mejillas ámbar rosa rubendarianas. Para acostarme sobre un montón de piedras mojadas por la baba de Dios. Alguien debería meter eso a la lavadora, dijo Emilio señalando el paño manchado sobre la mesa. Es mejor que no tengan voces: Ni Eduardo, ni Diego, ni Nella. Es mejor que no digan nada. (Pág. 92) 

EN DEFINITIVA, una novela irregular, con una trama discontinua que no llega a cuajar del todo, con un uso del lenguaje apreciable, a veces exuberante, pero sin conformar un estilo (o pluralidad de estilos) convincente. Además, cierto regodeo en los símiles y en las metáforas hace que estos den la impresión de estar demasiado forzados. Los personajes funcionan a ráfagas y no terminan de apuntalar una historia que tenía trazas prometedoras, pero que al cabo de unos cuantos capítulos se vuelve tibia. Pues eso, que podía haber sido, pero no terminó de ser.







lunes, 16 de marzo de 2020

'Qualityland', de Marc-Uwe Kling

Aun teniendo en cuenta la lista de novelas y de ensayos que compartí con Vds., el jueves pasado, en la última visita a mi librería de referencia, adquirí dos libros más. Uno de ellos, el que nos ocupará hoy, me lo encontré expuesto como novedad. No suelo hacerles mucho caso a las novedades, porque son los libros que se empeñan en que compremos a toda costa. Llámenme noísta, si quieren. Sin embargo, y esto es algo que hay que apreciar como positivo de las redes sociales, uno puede conocer, al menos de esta manera digital, a personas que son grandes proveedoras de bibliografía. Algún día haré una lista de los excelentes libros que han llegado a mis manos gracias a individuos como, por ejemplo, Joan Flores Constans, en Literatura, o Fernando Broncano, en Filosofía y Ciencias Sociales. Fue precisamente un comentario de Joan el que me suscitó la curiosidad suficiente como para decidirme por la novela de hoy.

Insisto: la generosidad es una de las mejores virtudes de los seres humanos. Que muchos no se atrincheren en sus conocimientos o en su formación de expertos y que los compartan con los demás arroja siempre un poco más de esperanza sobre nuestra capacidad para superar nuestro egoísmo, aun estando formados "de madera tan torcida". Como escribió Pico della Mirandola podemos elegir tanto descender al nivel de las bestias como ascender al de los dioses. Creo, con sinceridad, que en la mayoría de las situaciones podemos aspirar a ser, al menos, mejores personas. Apliquémonos en estos tiempos.





Aquellos/as que, como yo, que por sus estudios y por la azarosa concatenación de causas y efectos, han tenido que leer y estudiar sobre la democracia y los medios de comunicación, amén de la repercusión de Internet sobre ellos, encontrarán en este libro la plasmación literaria de muchos de los planteamientos que alertan sobre los peligros del neoliberalismo de última hornada, la de los datos personales.

Todos estamos al tanto, con mayor o menor grado de zozobra o (des)preocupación, de que la gratuidad de las redes sociales tiene como contrapartida el uso tanto de los datos personales como de nuestra actividad en aquellas por parte de la empresa dueña de la plataforma en cuestión. También, los buscadores y los programas gratuitos que se ofrecen aquí y allá, incluyendo los correos electrónicos. Si quieren saber algo más tienen, entre otros/as, toda la bibliografía de Evgeny Morozov (al español está traducido, que yo sepa, al menos Capitalismo big tech). Un apóstol patrio, más preocupado por la repercusión de las grandes empresas de Sillicon Valley en los medios de comunicación (control y manipulación) es Ekaitz Cancela, con su Despertar del sueño tecnológico y numerosos artículos al respecto en medios como La Marea o El Salto.

Asimismo, la posibilidad que tienen las empresas de ofrecer las noticias y productos que, a tenor de algoritmos secretos, más atractivos para el usuario, y la capacidad que tiene este de personalizar también las noticias que recibe pueden contribuir a modelar una burbuja informativa. Esta burbuja estaría formada por aquellas noticias e informaciones que solo confirmaran la visión del mundo que tiene el usuario. Esto es algo que se puede apreciar en Twitter o Facebook, donde lo normal es que uno se rodee de amigos o followers coincidentes ideológicamente. De esto han escrito muchos, pero me viene a la memoria un autor norteamericano al que podrían leer con provecho, Cass Sunstein (por ejemplo, su libro República.com).

¿Hasta que punto los perfiles que tienen las grandes compañías solo recogen las preferencias y los gustos de los usuarios/consumidores, y hasta que punto no son una especie de profecía autocumplida al ofrecer lo que cree que ellos desearían? ¿En qué medida la vida privada de aquellos deja de serlo o, mejor, cuándo deja de tener importancia cuando se trata de obtener beneficios?

Estas y otras preguntas se responden literariamente en esta distopía llena de ingenio y humor que es Qualityland. No diré que la prosa me haya fascinado, en la traducción de Carlos Andreu, pero la historia se lee bien, sin defectos. En todo caso, el autor la conduce con firmeza, sin bajones ni distracciones que no vienen a cuento, al servicio del contenido. En este sentido, es una novela ideológica, por cuanto me resulta evidente que lo que le interesa a Kling por encima de todo es mostrarnos las contradicciones sociales que comporta la apropiación sin control de nuestros datos por las grandes empresas tecnológicas, apurando un poco las tendencias ya presentes. Además, la aplicación de las leyes económicas a la política, contribuye a crear una sociedad de exacerbado desarrollo tecnológico, pero también de suma desigualdad.


-¿Por qué el problema es más grave de lo que creo? 
-Porque la red cambia. 
-¿Y eso que quiere decir? 
-Quiere decir que cada individuo vive en un mundo digital propio. La personalización no termina en los resultados de búsquedas, anuncios, noticias, películas y música. También las ofertas, los precios e incluso el diseño y la estructura de la red varían en función de quien contemple este espejito mágico, e incluso en función de cómo se sienta quien mira. Si estás caliente, tal vez te aparezcan sin parar anuncios de ladybots con un alto contenido erótico; si estás deprimido, querrán que te intereses por los psicofármacos; si tienes miedo, te ofrecerá los planos de una pistola de autoimpresión. Seguro que has oído el viejo dicho: "Cada cual vive su propio mundo". En el ámbito digital esto no es una simple figura retórica: hoy es literalmente cierto. Vives en tu propio mundo, un mundo que se adapta constantemente a ti. (Pág. 246).

Tony se lleva a Aisha a un lado. 
-Esto es una catástrofe -susurra-. El sector económico nos va a retirar su apoyo en masa. Yo siempre creía que su postura era un simple coqueteo. Claro que hay que coquetear con la redistribución de la riqueza, es lo que han hecho los partidos socialdemócratas desde siempre. ¡Pero nadie tenía intención de aplicar realmente esas medidas! ¡Esto es una locura! 
25,6 minutos más tarde, el último invitado se ha marchado ya. Aisha y un desesperado Tony están sentados a una mesa en un rincón. 
¡Esta ha sido seguramente la cena para recaudar fondos más corta de la historia" -exclama Tony. 
John se acerca a ellos. 
-¿Y bien? -pregunta-. Un éxito total, diría yo. 
-Ay, John -dice Tony, levantándose-. ¿Qué idiota te dio la directiva de actuar pensando en el bien común? ¿Fui yo? A lo mejor, ahora que te conozco, no fue una buena idea... -añade, y se marcha compungido. (Pág. 300)

La aparición de un androide superinteligente como aspirante presidencial ofrece el contrapunto lógico-cibernético a la irracionalidad humana. El autor muestra cómo la lógica emanada de una inteligencia artificial puede ser más humana que la lógica de aquellos destinada a dominar y a explotar a sus congéneres. Asimismo, muestra que en ese mundo, tal como el nuestro, la cooperación entre los muchos débiles puede triunfar, aunque sea momentáneamente, contra el poder, ya sea corporativo o gubernamental.

EN DEFINITIVA, una novela ágil, amena, con su gotita Black Mirror, divertida y cargada de significado (se nota -sin que se note- que el autor se ha documentado muy bien). Cuatrocientas cincuenta páginas que se leen en un par de sentadas, pero que dan para pensar mucho más. Las señales están por todos lados, solo hay que prestar atención.





jueves, 12 de marzo de 2020

'Tener una vida', de Daniel Jándula

Quién nos iba a decir que acabaríamos experimentando una pandemia de serie de televisión, aunque sea sin zombis. El caso es que se está llevando a muchas personas por delante y aunque la mayoría podríamos jactarnos de nuestra capacidad de resistencia física, lo que se dice asustar, asusta un poco, sobre todo para aquellos/as con padres o madres mayores, o abuelos. Esta tarde estaba el supermercado a reventar, con largas colas de carros llenos de todo tipo de productos en previsión del próximo desabastecimiento que seguirá a la inminente guerra nuclear total y a la inevitable invasión alienígena.

En estos momentos, sería interesante saber qué fondo de armario libresco disponen Vds. para estos 2-4 meses que nos esperan. También, por qué no, cuántas garrafas de agua están acumulando en el piso y cuántas latas de fabada. En lo que a mí respecta, y ya que estamos en esa parte de la película en la que los protagonistas confiesan sus miserias ante la inminencia de una muerte atroz, les puedo decir que tengo empezada, y esta novela da para varias cuarentenas, Antagonía, de Luis Goytisolo. Por la mitad, llevo Stoner, de John Williams, y un poco cuesta arriba se me está haciendo Fragmenta, de Javier Pastor. Títulos de una sola palabra, por cierto. Ya avanzada, La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec. Acabando estoy La herida se mueve, de Luis Rodríguez. Además, tengo en boxes a Herzog, de Saul Bellow, y Hormigón y Extinción, de Thomas Bernhard. Algún/a escritor/a local caerá pronto, a buen seguro, si me dejan llegar a la librería (*).

En lo que respecta a ensayos de ciencias sociales y humanidades, tengo entre manos Peasant-Citizen and Slave, de Ellen Meiksins Wood, La conciencia y la novela, de David Lodge, una entrevista a Rancière, El litigio de las palabras, a cargo de Javier Bassas, Las dimensiones morales, de Thomas Scanlon. Sigo, con parones, con La teoría del lenguaje literario, de José María Pozuelo Yvancos, y tengo en espera El valor de las cosas, de Mariana Mazzucato. Recientemente, he acabado, por cierto, la magnífica El nacimiento de la política, de Moses I. Finley y la no menos impactante La tragedia de nuestro tiempo, de Andrés Piqueras.

En todo caso, si este no es el momento de las grandes plataformas de series y películas para hacerse con la supremacía del ocio, no sé cuándo será.

Vamos a lo nuestro. Hoy tenemos:





Esta es una obra que, cómo decirlo, estando bien escrita, con los puntos y comas en su sitio, evitando casi siempre bien las frases hechas y expresiones manidas, resulta insatisfactoria. En otras palabras, me ha resultado un coñazo. Salvando las distancias, se parece a aquella novela perpetrada por Manuel Almeida, Evanescente, en situar un acontecimiento insólito como arranque y motor de la novela. Si en aquella, los objetos comenzaban a desaparecer uno tras otros en una escalada que acabaría afectando a la humanidad entera haciéndola caer en un estado de barbarie, en esta es la aparición de un agujero tragalotodo, cada vez mayor, en la pared de la vivienda del narrador lo que se le ocurre al autor para desplegar su artificio literario.

Entiendo que es complicado escribir una novela de calidad a partir de excusa tan endeble, aunque la historia de la literatura se empeña en contradecirme si lo elevara a categoría de axioma. Después de un comienzo prometedor o, al menos estimulante, lo habitual es que la trama se desinfle o se vuelva absurda. Al menos, Jándula, a diferencia de Almeida, tiene voluntad de estilo. En las primeras páginas, encuentro frases hermosas, frases de escritor:


Compongo un mosaico de lo que no podrá ser. La fauna austral, la memoria de extraños naufragios, de faros escondidos. Los lagos a los que los alemanes llamaban "el infierno verde". Hojas de pangue y hornos de piedra. Algas rojas en el mar. Ríos de hielo desplazándose con extrema lentitud, su espuma afilada derramando cuchillos. (Pág. 16)

En los inviernos en que el vino vuelve a la tierra, el aire huele a humedad. El verano siguiente al entierro de las copas se elevan los vapores dulzones del suelo sediento y el cielo se tiñe de violeta. Es un ciclo bien calculado. (Pág. 29)


Sin embargo, esta ocasional brillantez se difumina pronto, lo que es una pena, en un lenguaje simplemente correcto. Sin la motivación del estilo, el resto no da para sostener la obra, lo que es de lamentar.

En lo que se refiere a la historia, no puedo dejar de señalar que, en mi opinión, las reflexiones del narrador, no requerían, para empezar, de ningún agujero cuarto milenio. Perfectamente podían haberse elucubrado en circunstancias menos misteriosas. Se me ocurre, simplemente, el hecho de que el avión que pierde haya desaparecido sin dejar rastro. Puede interpretarse el agujero como se quiera, símbolo de esto, metáfora de lo otro, pero más allá de ese ejercicio lúdico-filosófico, nos queda una historia sin interés de un personaje sin interés que nos mueve al absoluto desinterés. No es porque se aleje de una historia más o menos convencional con su presentación-nudo-desenlace: a estas alturas, hemos visto y leído casi de todo, y la transgresión de ciertas convenciones (casi las que sean) forman otra tradición nada desdeñable. En este blog, además, se las suele acoger con cariño, liberalidad y altura de miras. Es, más bien, porque la descripción que hace de sí mismo, de sus sensaciones y pensamientos están muy lejos tanto de los personajes de Albert Camus en El Extranjero o de Dostoievsky, en Memorias del subsuelo, por citar obras conocidas y con las que se la ha comparado, con los que no hace falta empatizar ni sentirnos identificados para que ejerzan gran impresión sobre nosotros, los lectores. 


El sonido de la casa está cambiando. Han desaparecido los utensilios que encontré ayer en la cocina y que dejé sobre la  mesa del salón. Creo que mi piso está más vacío que nunca, aunque puede que sea solo una sensación para mí, pues no percibo el sonido hueco y molesto propio de los espacios vacíos. Cubro el agujero, para el que he utilizado alrededor de tres cuartas partes de la masilla, pongo la mano cerca, acariciando la pared como si pudiera detectar un latido en el interior de la pasta. Después pego el oído a la pared. Está fría. Es agradable ver los muros de una casa como si fuesen sábanas, y a la vez resulta desconcertante el hecho de apoyarme contra algo inerte sumido en la certeza de que esta división entre espacios nos parezca cada vez más imprescindible. 
Hay ocasiones en las que la compartimentación tiene sus ventajas. Me gustaría poder meter cada etapa de mi vida en una caja, guardarla en un lugar apropiado y poder avanzar sin que una etapa invada la otra. Especialmente me sucede en lo que respecta a las relaciones personales. (Págs 37-38)

Mi padre y yo hemos discutido a menudo acerca de cómo veíamos el trabajo cada uno. No eran diferencias insalvables, pero entre hombres delante de un vino los cambios de opinión cuentan bastante poco. Mi posición es que para que un trabajo sea considerado como tal, debe rendir alguna clase de beneficio; todo lo demás es esclavitud, o voluntariado. Mi padre decía que en su casa nunca hubo oportunidad de analizar las cosas: o trabajas o mueres. Repetía lo que había visto desde pequeño: su padre cambió cualquier filosofía del trabajo por más trabajo. Yo no lograba entender esa indisoluble relación entre trabajar y vivir, pues para mí el trabajo se hizo para el hombre y no al revés. Mi padre decía que yo confundía trabajo con esfuerzo. Ahora veo lo que quería decir, aunque sigo sin estar de acuerdo. (Pág. 63)


A veces, a fuerza de pretender ser profundo o trascendente, el escritor o escritora puede caer en la trampa de la banalidad. Trampa honda, sin duda, no tan fácil de evitar. Los riesgos de contar la propia mediocridad deben contar con algún elemento de aprendizaje o descubrimiento para el lector para que suscite el interés de la que esta obra carece, en mi opinión. En Tener una vida hay algo de regodeo en el yo de este narrador que me repele, aunque no se trate de vanidad en este caso: su soledad, su ruptura sentimental, sus problemas físicos, etc., no logran suscitar en mí más que indiferencia, aburrimiento y algo de desesperación por este tiempo perdido nada proustiano. Saqué bandera blanca en la página 67. Tienen derecho a reprochar tal flaqueza.




(*) Finalmente, fui a la librería. Me chocó que no hubiera colas ni gente ansiosa por llevarse las novedades para soportar la caída de la civilización. Dos novelas más para la saca, pero ninguna local.