Desde entonces, uso esa frase a cada ocasión. Por ejemplo:
-Hola, buenos días.
-Buenos días.
-¿Cómo estás?
-Bien. ¿Y tú?
-También.
-¡Si es que detrás de cada mato, salta un conejo!
O:
-¿Sabes que Juanito se ha comprado un coche?
-¡No me digas!
-¡Detrás de cada mato, salta un conejo!
Lo cierto es que el contexto, hasta ahora, no me ha importado demasiado. El placer radica, aparte del desconcierto del interlocutor de turno, en disfrutar de esas palabras en la boca, de esas 't' y de esas 'a', en plantar esa frase, una y otra vez, en el mundo, que ya no volverá a ser igual. Es así como imagino a nuestros escritores y escritoras: plantando en sus novelas fraseologismos y frases hechas por doquier, escribiendo fácil, muy fácil, hasta el amanecer. Menuda selva les queda después. Debería recompensarse su entusiasmo, mejor si es por una institución pública que se arrogue el papel de reconocer el mérito, vegetal y silvestre, en este caso.
Pero vamos a lo nuestro:
Esta novela, escrita por el francés Jean Giono, fue publicada en 1946. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de la experimentación literaria moderna fue escrita en la primera mitad del siglo XX, no tenemos pues por qué temer que sea una novela antigua. Hoy en día, en cambio, se publican a diario como novedades novelas que han nacido antiguas, no solo desde que salen de la imprenta, sino que me, atrevería a afirmarlo, desde su concepción en la mente del autor. Así pues, se deduce que la mayoría de nuestros escritores y escritoras son antiguos, y de qué manera.
Un rey sin diversión cuenta las hazañas de un personaje, Langlois, desde el punto de vista de un narrador que lo recuerda un siglo después, y también desde el punto de vista de una coetánea, reproducida, asimismo, por otro narrador. Además, tomarán la palabra otros personajes, configurando distintas aproximaciones al mismo personaje, todas ellas con la tonalidad subjetiva de quien lo cuenta. Por no hablar de ciertos excursos en los que el narrador, sobre todo en la primera parte, impone su presencia.
La estructura de la novela, grosso modo, podría dividirse en tres partes, siempre relacionadas con las actividades de Langlois, quien acude por primera vez, en calidad de policía, a un pueblo perdido entre montañas y bosques por la alarma suscitada por varias desapariciones de personas. La segunda, como comandante de montería de lobos, por la aparición en un invierno especialmente crudo y oscuro, de un gran lobo. La tercera narración nos cuenta un asunto aparentemente más mundano: el deseo de Langlois de encontrar una mujer con la que desposarse.
Daría lugar al error lo anterior si se pensara que la novela podría dividirse limpiamente en tres partes, como si fueran tres cuentos. Por el contrario, diversos elementos temáticos y simbólicos ejercen de nexo de una historia a otra, y el desenlace de la última ejerce de elemento esclarecedor de toda la novela. En realidad, la narración de las aventuras de Langlois tiene un propósito abarcador: mostrar el lado oscuro y violento de la condición humana que convive con el sociable y cooperativo. Así, Langlois, bravo e inteligente, elevado a la condición de héroe, parece ser consciente de este conflicto en su interior (aunque nunca lo revela él mismo: todo nos llega de segunda mano, de esos narradores que he señalado) elevado a cotas difícilmente soportables.
Hablemos del lenguaje; por lo tanto, hablemos no solo de Jean Giono, sino de su traductora, Isabel Núñez, que es, además, quien ha escrito el prólogo, que me parece brillante, todo sea dicho. Pues bien, el autor no solo es capaz de enhebrar diversas tramas con un lenguaje brillante, sino que es capaz de combinar usos vulgares y elevados de él en el mismo párrafo, incluso en la misma frase. Se nota, además, a diferencia de otros escritores, que Giono moldea y malea el lenguaje según sus intenciones, no se deja llevar, qué digo, arrastrar por él, precipitándose en esa verborrea que nos resulta tan familiar en nuestra literatura.
La serrería está justo en la curva, en la horquilla, al borde de la carretera. Allí se yergue un haya; estoy convencido de que no existe ninguna tan bonita: es el Apolo citaredo de las hayas. No es posible encontrar en un haya, ni en ningún otro árbol, una piel tan lisa ni de color más bello, una anchura más exacta, proporciones más justas, ni más nobleza, gracia y eterna juventud. Es exactamente Apolo, piensa uno nada más verlo, y sigue pensándolo incansablemente al mirarlo. Lo más extraordinario es que pueda ser tan hermoso y al mismo tiempo tan sencillo. Está fuera de duda que ese árbol se conoce y se juzga. ¿Cómo tanta justicia podría ser inconsciente? Bastaría un escalofrío de cierzo, un mal uso de la luz del atardecer, un voladizo en la inclinación de las hojas para que la belleza, desmoronada, dejara de sorprenderme. (Pág. 19)
Si este es el segundo párrafo de la novela, ¿cómo no puede tenerme ya medio ganado? Hay en este párrafo más literatura que en los cientos de páginas de, por ejemplo, las dos últimas novelas reseñadas en el Polillas. Y unas pocas páginas más adelante:
Existe, evidentemente, un sistema de referencias comparable, por ejemplo, al conocimiento económico del mundo, en el cual la sangre de Langlois y la sangre de Bergues tienen el mismo valor que la sangre de Marie Chezottes, de Ravanel y de Delphin-Jules. Pero existe, englobando al primero, otro sistema de referencias en el cual Abraham e Isaac se desplazan lógicamente, uno siguiendo al otro, hacia las montañas del país de Moria; en el que los cuchillos de obsidiana de los sacerdotes de Quetzalcóatl se hunden lógicamente en los corazones elegidos. Nos lo dice la belleza. No se puede vivir en un mundo donde se crea que la exquisita elegancia del plumaje de la pintada es inútil. Esto es un discurso completamente aparte. Me apetecía decirlo y lo he dicho. (Pág. 52)
Para describir su estado, hay dos palabras; una monacal y la otra militar. La primera es austero. Langlois era como un monje arrancado a la fuerza del lugar al que pertenecía y obligado a vivir con nosotros; a imitar las risas y las palabras a las que nosotros estamos acostumbrados; a mostrar cortesía o desdén por no sorprendernos demasiado. La segunda palabra que describe cómo se había vuelto Langlois es tajante. Era tajante como quien no está obligado a explicarte el porqué y el cómo, y que tiene algo mejor que hacer que esperar que lo comprendas. (Pág. 87)
Y si les dijera que en aquel momento nos enderezamos como los caballos cuando les punzan la grupa. Y que nos lanzamos hacia delante y que, cuanto más ruido hacíamos, más queríamos actuar, y que habríamos sido capaces (quizás) de descuartizar un lobo con los dientes. En todo caso, ganas no nos faltaban. Y peor que las ganas: mientras el cuerno ululaba y las matracas crepitaban y acechábamos los matorrales de allí delante para ver si no surgía de algún arbusto el huso negro y rojo del lobo, las fauces abiertas, nos mirábamos furtivamente unos a otros y, si no sé cuál sería la calidad de mi mirada sobre los demás, sí sé de qué calidad era la mirada que los demás posaban sobre mí. Sí, sobre mí. Que no había hecho nunca daño a nadie. (Pág. 120)
Como en todas las buenas novelas, casi resulta ocioso hablar de los diálogos ajustados a la historia y a las personalidades, la brillantez de las descripciones tanto de escenas o paisajes como de los personajes, etc. Está todo bien hilvanado, en el tono adecuado, con el ritmo preciso. El uso del lenguaje es sobresaliente, como hemos visto. Pero eso no sería suficiente si, como he señalado en otras ocasiones, la novela no escarbara en la naturaleza humana, si no suscitara preguntas pertinentes e inquietantes sobre nosotros. Esa es la grandeza de la buena literatura: el vértigo que nos provoca al confrontarnos con nuestras miserias y con nuestras grandezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario