viernes, 29 de noviembre de 2019

'Fundido a blanco', de Víctor Conde

Soy de la opinión de que en el quehacer humano hay -debe haber- momento para la reflexividad, entendida esta como la reflexión sobre la propia actividad. Sin otorgarle ninguna preeminencia epistemológica o moral, la literatura se presta a ello de manera conveniente, dada su naturaleza lingüística y su vertiente imaginativa. Dentro de la literatura, así pues, en mi actividad reseñadora, en mi calidad -mejor o peor- de reseñador, me pregunto a menudo qué es lo qué hago, por quién y para quién lo hago, y por qué lo hago.

No es un secreto que me interesa menos la obra literaria en sí que la sociedad que la genera y, por ende, la individualidad que la crea. Cómo una sociedad, cómo un público lector, la recibe, la valora o la desdeña. Es decir, a menudo lo que hago es indagar y pensar sobre las posibilidades de creación y las prácticas de institucionalización, sobre todo mediante las denominadas políticas culturales de carácter más o menos pretencioso (que suelen reducirse a subvencionar a troche y a moche). Subvenciones en las que a veces puede encontrarse indicios de racionalidad, no obstante.

Mucho hay escrito sobre el/la artista, del proceso creador, del mundo del arte y de la industria cultural (este último concepto, es curioso, negativo, proveniente de Adorno, se ha trastocado, gestores culturales mediante, en descriptivo-positivo del conjunto de empresas, empresillas y emprendedores de diversa catadura que han visto en la cultura (en sentido amplísimo) un medio de hacer negocio. Es posible que teóricamente no describa aquí nada nuevo, pero siempre me resulta grato compartir con Vds. mis reflexiones críticas sobre la función de los escritores/as, editores, periodistas culturales, reseñadores, presentadores de libros (o saludadores de obras), público predispuesto, etc., que conforman un mundillo que va desde lo más serio y respetable hasta lo más grotesco y banal.

La función del reseñador es expresar un juicio -una impresión si se quiere- sobre una obra literaria. Por tanto, y a pesar de la práctica habitual perpetrada a base de elogios más o menos babosos, es de carácter prescriptivo y no descriptivo. En este sentido, tampoco es una crítica literaria académica en la que se busca, por encima de todo, profundizar en el significado de la obra, o en los elementos temáticos que forman parte de ella, o en su inserción en una tradición literaria, etc. Para que nos entendamos, un artículo de crítica literaria académico puede indagar en el recurso del viaje del héroe en la novelística de Alexis Ravelo o en el sentimiento de derrota y falta de esperanza en la de Santiago Gil, sin tener por qué (de hecho, nunca lo hace) cuestionarse su calidad (entendiendo por tal concepto lo que se quiera -justificadamente- entender). 

Al fin y al cabo, el reseñador, a su particularísima manera (y está bien que sea particularísima, dado el carácter subjetivo, aun argumentado, de su juicio) guía al seleccionar y juzgar una obra entre los miles de títulos que se publican cada año. El receptor de sus reseñas es el público lector no especializado (en principio). El reseñador -la reseñadora- amplía el radio de acción, al menos potencialmente, de la crítica académica, eminentemente descriptiva, aunque, por lo habitual, sin sus aspiración de complejidad. 

En mi caso, debo señalar que apenas doy importancia al contexto vital de un autor o autora. Ni siquiera me resulta significativa la lectura de la obra anterior para evaluar la que es motivo de la reseña. Si la novela no es capaz de sostenerse a sí misma, poco me importan cien contextos y cien mecanismos narrativos caleidoscópicos. Sí que creo que, teniendo tiempo, espacio y ganas, podría el autor de una reseña adentrarse en dichas profundidades. Está por ver que una crítica literaria académica haga lo mismo, pero a la inversa.

Al respecto de todo lo anterior, el pasado 18 de noviembre se celebró una charla de carácter público entre cuatro filólogos/as, también autoras/es (Záradat Domínguez Galván, Beatriz Morales Fernández, Octavio Pineda y Pablo Alemán Falcón) en la que por primera vez, y sin que sirva de precedente, pude escuchar diversas exposiciones y puntos de vista sobre la crítica literaria en Canarias (entre otros asuntos) que no estaban basados ni en la supuesta autoridad ni en un prestigio concedido de antemano de los intervinientes. Dos horas de intercambio de pareceres y discusión de ideas y otro rato más en el que el escaso público pudo intervenir (incluido un servidor). Más de un vate habría hecho bien en venir.  

No todo está perdido.





Será por premios, pero les cuento, por curiosidad, que al menos son dos los autores canarios que han recibido -o ganado- el premio Minotauro, que como saben, se concede, jurado de la propia editorial mediante, a la mejor obra en castellano de ciencia ficción y fantasía (y terror, según leo) del año. Víctor Conde (seudónimo) es uno de ellos. Deberían saber también -yo lo ignoraba- que este autor tinerfeño cuenta con una numerosa obra en su haber: 32 obras (según la wikipedia) desde 2002. ¡Nadie le negará capacidad de trabajo!

Fundido a blanco, del mentado Víctor Conde, a pesar del párrafo anterior y a pesar de reticencias que le profeso al género, no es una obra de ciencia ficción, fantasía o terror. Es una novela negra. Más bien, diría que es una novela juguetonamente negra, pues el autor usa, espero que a su antojo, varios clichés del género para construir una novela que comienza con el malvivir de un guionista fracasado en régimen de precariado para evolucionar hacia la actividad investigadora de un detective por un crimen sacado de la serie de TV Hannibal (si no es así, pido disculpas) para acabar en unas matanzas bastante espeluznantes de un asesino en serie.

Es una novela entretenida, a pesar de que en algunos momentos, fruto de esa reflexividad que no me deja vivir, me planteé el motivo de la lectura. Sobre todo porque estoy convencido de que al autor le gusta idear tramas y personajes y narrar historias: el entusiasmo se le nota. Maneja bien los distintos personajes y los diálogos. Sin embargo, en mi opinión, le falta un punto de finura, de conciencia de estilo. Hay algunos bajones en el discurso de los personajes, algunas impropiedades que rechinan en su manera de hablar y pensar. 

Hay que señalar que el uso del estilo indirecto libre es constante, lo que demuestra que el autor aborda con soltura la subjetividad de los personajes desde un narrador externo, pero a veces no logra mantener una línea firme en el estilo, lo que produce extrañamientos que lo sacan a uno de la lectura.

Por otro lado, hay algo que no deja de molestarme: a pesar de estar ambientada en la Roma de los años 60, en torno a los estudios cinematográficos de la Cinecittà, el vocabulario me parece demasiado actual: por ejemplo, se menciona el "síndrome de Diógenes", pero dicho síndrome, con ese término, se acuña en 1975, u otros términos que a pesar de haberse forjado antes es posible que no estuvieran incorporados al uso común, como "estrés", "IBM de bolsillo", "arma de destrucción masiva" o el uso del adjetivo "jodido" o "puto" delante de un sustantivo, por ejemplo. También, los personajes parecen haber hecho acopio de conocimientos poco acordes con su caracterización en la historia, sobre todo Guido (el guionista) o Juliana, la actriz de 25 años, hija del mafioso Bronco.


Oiga, lo único que me apetece declarar es que soy inocente. Yo descubrí al viejo, e iba a llamarles, pero o alguien lo hizo antes que y o, o a ustedes los ampara la velocidad de Hermes el Praxítelo. Porque menuda coincidencia que ya estuvieran allí... (p. 61) 

A medida que Guido iba mirando las casas, decidió que no le extrañaría ver aparecer camareras virando sus trajes de hilo blanco a un gris espumoso en las manchas de las axilas. Tampoco a tenderos oteando desde la sobra de sus carteles hacia el final de las calles, en estampas solariegas que retendrían la paz y el costumbrismo de un cuadro de Bierstadt (p. 106) 

Que Juliana recordara, su padre y el otro productor, Garrone, habían intercambiado algunas citas calientes, pero nunca habían llegado al extremo de citar a Homero. Y aquella noche lo hicieron dos veces (...) (p. 325) 

No quebraremos, padre -se empecinó ella-. Te doy mi palabra de que salvaré la película y nuestra fortuna. Haremos la fiesta, y la venderemos como lo más grande que ha pasado en el cine patrio desde que Pastrone rodó La caída de Troya. Será una demostración de confianza que apuntalará nuestra relación con los inversores. Si ellos ven que no nos achantamos, seguirán de nuestro lado. (p. 195) 
(Juliana)-No quiero que piense en los costes, sino en los beneficios. Usted sabe que la forma más inmediata y epidérmica del capital es un buen montón de gente rica reunida en una misma habitación, así que vamos a "monetizar" todos sus bienes -suspiró-. Ya lo dije en la reunión: esta va a ser la balsa que nos salve de la tempestad. (p. 250)

Asimismo, y lo achaco a ese torrente de actividad que imagino en el autor -la realidad no tiene por qué concordar conmigo- aprecio poco cuidado por la frase, que se transubstancia en el uso de los consabidos topicazos.  No creo que sea tan difícil evitarlos, solo hay que estar prevenido... ¡Guerra al cliché! (Lean a Amis, por favor). Lo más curioso es que conviven en muchos párrafos con prosa culta. En fin, aquí algunos ejemplos: 


Cada guionista guardaba celosamente los secretos de su habitación para no dar pistas a sus competidores sobre lo que estaba escribiendo. (p. 18) 

En la otra cara de la moneda estaba esa desagradable sensación de ser una marioneta cuyos hilos manejaba otro. (p. 111) 

Entró en su dormitorio, abrió el armario y encontró ropa. Toda de su talla. Se la puso y se miró en un espejo. Aunque la mona se vistiera de seda... en fin. Menos daba una piedra. (p. 111) 

Iba y venía en una marea de sensaciones. (p. 105) 

El tamaño sí importa, al menos en ciertos ámbitos, se dijo con cierta circunspección. (p. 166) 

De todos modos, sonrió con desparpajo, ¿qué le importaba si Angelo cogía o no su fusil, si la historia de amor que pudo existir entre ellos naufragó tras haber chocado contra los rescoldos de lo que dejó atrás el Titanic? (p. 225)
Etc.

En contraposición, aprecio que el autor se atreva a experimentar con el lenguaje y con la grafía en diversas escenas, sin caer en la chorrada, y que, de algún modo, renueva la atención en la novela. Siempre estaré a favor de ampliar los límites del mundo mediante el lenguaje. Por otro lado, no deja de haber una reflexión sobre la escritura y el arte, explícita sobre todo en uno de los diálogos finales, que aporta cierto poso a la obra, más allá de la mera historia, que es cada vez más truculenta hasta llegar a una suerte de paroxismo de pesadilla.

All in all, me parece una novela más que aceptable para pasar el rato, si uno/a no quiere verse sometido/a a mayores exigencias lectoras. En todo caso, me quedo con la duda de si el autor es capaz de mostrar más de lo que insinúa (y entiendo que no solo más, sino mejor: es decir, con voluntad de estilo) o lo que insinúa (la intertextualidad, las referencias, etc.) es todo lo que tiene, aun logrando evitar el despeñamiento al abismo de la pretenciosidad, tan común a otros escritores/as noir y no noir.



















domingo, 17 de noviembre de 2019

'La muerte de Alaia Parisi', de Natalia Toledo Mediavilla

Uno se pregunta si es cierto ese axioma del mundillo cultural-literario que afirma que los escritores y las escritoras jóvenes necesitan ayuda o protección de las instituciones públicas para que su obra se difunda. Es posible que así sea, es decir, es probable que sin un apoyo externo, más allá de la calidad intrínseca, cualquier creación literaria tiene pocas o nulas posibilidades de destacar entre los miles de títulos que se editan cada año en España o, si se saben otros idiomas, en el mundo. 

De hecho, hay todo un sistema de promoción de determinados títulos que se pone en marcha por las editoriales privadas cuando deciden apostar por uno u otro: es la hora del marketing, que comprende publicidad directa en los medios de comunicación o indirecta a través de reseñadores/as amigos/as en los suplementos o espacios dedicados a la cultura en aquellos o en Internet: blogs, vídeos, etc.; también, premios de literatura.

El problema, digamos, político surge cuando es una institución pública la encargada de dicha promoción, normalmente mediante ediciones sufragadas a su costa (es decir, a cargo del presupuesto público) o mediante premios en metálico. La pregunta inmediata es, ¿porqué debe destinarse dinero del erario a costear la publicación de la obra de escritores/artistas? ¿En qué beneficia al bien común? ¿Qué consecuencias útiles le reporta a la comunidad de la que en última instancia procede el dinero?

La respuesta habitual, por no decir convencional, es que las obras particulares contribuyen a la creación de un supuesto patrimonio común literario que, supuestamente, expande la cultura, de la cual y por lo que, como consecuencia, se beneficia la comunidad, si no a cada uno de los miembros en particular, sí en general. ¿En qué se sustancia ese beneficio? Aquí, la respuesta suele ser salvífica: los usufructuarios de esa cultura se harán mejores y más libres. Es común señalar, a ser posible apodícticamente, que una sociedad sin cultura es un infierno totalitario y una sociedad con cultura es crítica con el poder y, por tanto, más democrática. Como suele ocurrir, el problema es el concepto de cultura: ¿entendemos por ella el conocimiento científico? ¿También el arte? ¿Las dos? ¿Ampliamos el concepto a todos los usos y costumbres de una comunidad? ¿O nos limitamos al más manejable de arte? ¿Y qué pasa con el arte? ¿Incluimos también los espectáculos? ¿Los fuegos artificiales? ¿Sí? ¿Cómo nos pueden hacer más libre los fuegos artificiales? ¿O un concierto de Juan Luis Guerra? ¿O las sinfonías de Beethoven? ¿O La hija del cielo, aquella ópera infame? ¿Cómo nos hace más libres, cómo nos hace mejores el Premio Canarias de Literatura? ¿O la edición destinada a promocionar jóvenes valores literarios en ediciones como Nuevas Escrituras Canarias?

Ya resulta extraño que las instituciones públicas, manejadas por el partido político de turno, fomenten la creatividad crítica. Quizá podamos admitir que no les moleste a sus responsables la crítica al poder en general, pero es más difícil de creer que se complazcan en las formas de poder en concreto, con nombre y apellidos o con siglas o acrónimos bien conocidos. Por tanto, creo que haríamos bien en sospechar de cualquier premio, galardón o fundación artística promocionada y financiada por las instituciones públicas (lo mismo habríamos de admitir de las promocionadas y financiadas por los bancos u otras entidades con ánimo de lucro, sin duda). Como ya he señalado en otras ocasiones, es más probable que lo que se pretenda fomentar no es la crítica proveniente de la cultura, sino más bien el consenso y la conformidad sociales, disfrazadas bajo el término de cohesión. Cuidado, amigas y amigos.

Es por tanto, un debate que haríamos bien en mantener desde el origen: en qué medida es la cultura (como la definamos) un derecho que deben satisfacer las instituciones públicos. Si es un derecho, ¿debe satisfacerse indiscriminadamente? Si la respuesta es negativa, ¿qué criterios, expuestos de manera pública, deben cumplir para recibir la atención y el dinero público? Dado nuestra desconfianza en las intenciones de los partidos políticos y de las instituciones de las que se enseñorean, ¿no sería mejor acaso que se abstuvieran en absoluto de promocionar la cultura o del tipo de cultura en la que están interesados?





La muerte de Alaia Parisi, de Natalia Toledo Mediavilla, tiene cosas buenas y cosas malas. ¿Por cuáles comenzamos? Se sabe que no es igual, en las sensaciones posteriores a la lectura de la reseña, que se inicie por las primeras que por las segundas. Entremezclemos, pues.

La autora, una joven "de menos de 35 años", según requiere el concurso literario del Gobierno de Canarias Nuevas Escrituras Canarias, escribe una novela interesante. Con ello quiero decir que el argumento, a grandes rasgos la rememoración de la vida de la protagonista Alaia Parisi (o Dolores, su nombre real), desde la época de la dictadura franquista hasta la actualidad, pasando por su estudios universitarios, su feminismo y militancia política y sus relaciones con su familia, es lo bastante estimulante para seguirla hasta el final.

Sin embargo, la escritura demuestra, a pesar de ocasionales escenas de vigor narrativo, entendiendo por ello la capacidad de hacerlas significativas moralmente, la bisoñez de su autora. No son solo los típicos errores en el estilo, que muestran, en este sentido, su impersonalidad, y que tantas veces he denunciado: "Espectacular transformación", "cara de niña buena", "entregarse en cuerpo y alma", "gritos silenciosos","tacto diplomático", "hacer la vista gorda", "camino de rosas", "qué mosca nos ha picado", etc., que denotan pereza del pensamiento o defectuosa caracterización de los personajes. Pero lo peor no es eso, porque se podría "hacer la vista gorda" si la historia se hubiera desplegado mejor. Y con "mejor" quiero decir no limitarse a 99 páginas. Lo peor, como digo (escribo), puede expresarse con el término "apresuramiento". 

No se puede escribir una novela con prisas. Y no se puede escribir una novela cuyo resultado final dé la impresión de ser un resumen, por interesante que sea. Esto se nota no solo en la rapidez de las escenas o en los abruptos saltos temporales sino también en dar por sentadas demasiadas cosas, demasiados conceptos, demasiadas circunstancias históricas o geográficas. No vale decir aquello de "pequeñas pinceladas" que, por su peculiar ángulo de observación, resultan significativas y valiosas en novelas mejores que esta. 

Así, ¿qué significa decir "heroína prototípica"? ¿Qué se supone que debe disparársenos en las neuronas cuando sitúa la casa de Iván en Londres, sin mucha más explicación, en el barrio de Camdem? ¿O el "estallido de la movida en Madrid"? ¿O "era, en el fondo, una artista?" No puedo dejar de apreciar un esquematismo conceptual y narrativo, o pereza, o urgencia, que me resultan molestos, cuando no indignante. En algunos momentos, además, parece que la autora considera que las conductas y pensamientos de los personajes tienen una relación necesaria con ciertas lecturas o con el conocimiento de ciertos artistas, lecturas y artistas, que, por lo demás, cualquiera conoce sin haber leído sus libros o visto sus cuadros. Un tópico en sí mismo. Es posible, me atrevo a imaginar, que dado este apresuramiento, la autora no haya sino proyectado en sus personajes la relación que ella ha considerado necesaria entre su propia trayectoria vital y artística y sus propias lecturas, viajes y experiencias. El resultado es pobre, a fin de cuentas.

SIN EMBARGO, Natalia Toledo logra, a pesar de todo lo anterior, insuflar vida en la mayoría de sus personajes, sobre todo en el principal; y ha logrado visualizar, imaginar, una historia con la que podemos reflexionar sobre nosotros mismos. Veo claro que tiene potencial para escribir algo no mejor, sino mucho mejor, porque cuando no tiene prisa, cuando se centra, conmueve, y eso no es sencillo. Que sea capaz de desplegar esa potencialidad, ya es algo que dejaremos al futuro.